XIII
Lunes, 11 de mayo por la tarde
Perplejo, Alexander cerró el viejo volumen. En su cabeza se agitaban multitud de preguntas y la voz se le había quedado ronca tras haber leído las tres partes y haberlas traducido frase por frase al italiano para Elena, que no entendía el alemán. Sudaba y se quitó la chaqueta. ¿Se debía ello acaso a que el sol había abierto un par de pequeños claros en la capa de nubes para poder enviar a la tierra unos rayos más fuertes que nunca precisamente por eso? En cualquier punto del lago Albano en que éstos cayeran, el agua resplandecía como si hubieran emergido a la luz unas fulgurantes piedras preciosas. La embarcación de vela ya no estaba y de la chimenea ya no salía humo.
Puede que el sudor se lo hubiera provocado el hecho de que el informe de Albert Rosin lo había emocionado como jamás lo hubiera hecho ningún otro libro. El sangriento Saco de Roma, la arriesgada fuga del Castel Sant'Angelo, el siniestro Abbas de Naggera y el viaje a Venecia permanecían tan fuertemente grabados en su mente como si los estuviera viendo. No sólo porque el autor del informe era un antepasado suyo, sino también porque tenía que haber una relación entre los acontecimientos de los años 1527 y 1528 y los asesinatos de los días pasados. ¿De qué otro modo si no se tenía que interpretar el carácter secreto del legado de Heinrich o, más exactamente, de Albert?
Alexander miró a Elena. Ella estaba sentada en cuclillas a unos cinco metros de distancia sobre una roca del tamaño de una calabaza, sobre la cual había extendido su chaqueta de cuero. Apoyando la barbilla en las manos entrelazadas, lo miró con los ojos enormemente abiertos. Esperanzada y vulnerable como una niña que pide que le cuenten otra historia antes de irse a la cama, pero que, en realidad, busca compañía y protección contra la oscuridad de la noche y los terrores nocturnos. Un temor indefinido que, oculto bajo sus desenvueltos modales, hablaba a través de su rostro. Parecía guardar un doloroso secreto.
Alexander reprimió el impulso de estrecharla en sus brazos, apretar su cabeza contra su pecho y protegerla de todos los males. Al mismo tiempo, su actitud se le antojaba ridícula. Al llevarla consigo hasta aquel lugar, la había puesto en peligro. ¿Y acaso no dependía él, en aquella enrevesada historia, mucho más de su ayuda que ella de la suya?
—¿Qué dices? —le preguntó dando unas palmadas al libro.
—Pues que tengo apetito.
Elena se levantó de un salto y cualquier vestigio de vulnerabilidad o temor desapareció de ella como por arte de magia. Cuando se acercó al vehículo y tomó la bolsa de fruta que descansaba en el asiento de atrás ya volvía a ser la audaz y enérgica periodista de siempre.
—¿Es éste el tristemente famoso periodismo de investigación? —preguntó él con fingida indignación—. ¿Te leo una historia absolutamente absurda y descabellada y lo único que pides son un par de plátanos?
—Más bien una manzana —lo corrigió ella, sacando una roja y lustrosa manzana de la bolsa e hincándole ávidamente el diente.
—Pues dame a mí los plátanos.
Mientras la veía masticar con fruición, a Alexander le entró apetito. El desayuno en la cantina de la Guardia había consistido tan sólo en un café con leche y un cruasán relleno de mermelada, y de eso ya habían transcurrido siete horas. Se introdujo el primer plátano en la boca como en una película a cámara lenta y le quitó inmediatamente la piel al segundo.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Elena, que ya se había vuelto a sentar en su roca—. Pones cara de haber visto un fantasma.
—Muchos fantasmas, los espíritus del pasado. Tenía que pensar en el Saco de Roma y he intentado imaginarme las privaciones que tuvieron que sufrir los sitiados en el Castel Sant'Angelo.
—Pero por lo menos pudieron salvar la vida… a diferencia de muchos otros. —Elena escupió una pepita de manzana—. Mierda de guerra.
—La guerra es siempre una mierda, raras veces beneficiosa y nunca fácil de explicar con lógica.
Elena soltó una carcajada y lo miró con asombro.
—¿Y eso lo dices nada menos que tú, que eres un soldado?
—La Guardia Suiza no participa en ninguna guerra. ¿Contra quién, además? Hasta Liechtenstein o Mónaco nos superarían militarmente en caso de que dispusieran de fuerzas armadas. Nuestra misión es proteger al Papa. —Después Alexander añadió en un susurro—: Aunque parezca que ni siquiera una sola vez hayamos podido garantizar la seguridad de nuestro comandante.
—¿Y qué haríais en caso de que un ejército extranjero atacara el Vaticano?
—En tal caso, confiaríamos en la alianza defensiva establecida entre el Vaticano y el Estado italiano, lo cual es, además, extremadamente razonable. Pues cualquier agresor externo tendría que pasar primero por Italia para llegar al Vaticano. Eso de ser una ciudad-estado tiene sus ventajas.
—Tu antiquísimo antepasado o cualquier otra cosa que fuera, no parecía tan contrario a la guerra. No tenía el menor reparo en echar mano de las armas.
—Yo también he matado a un hombre justo ayer —dijo él con dureza.
—Eso fue por necesidad, porque fuiste atacado.
—Y Albert Rosin mató en defensa del Papa. Su juramento y su deber se lo exigían. Yo actuaría de la misma manera si el papa Custos corriera peligro.
Elena habló en tono compungido.
—Reconozco que he sido injusta con tu…
—Mi antiquísimo antepasado no estaba equivocado —dijo él, completando la frase—. Aunque puede que algunos lo estuvieran. Mi árbol genealógico se remonta a Albert Rosin y a su mujer Caterina. Por otra parte, hasta hoy no he sabido que esta Caterina se apellidaba Coscia de soltera y que ejercía el oficio más antiguo del mundo. Como siempre, le dio efectivamente un hijo a Albert Rosin, el cual fue bautizado con el nombre de Kaspar y se cuenta también entre mis antepasados.
—Debe de ser bonito tener una tradición familiar como ésta —dijo Elena en tono meditabundo y, por un fugaz instante, dio nuevamente la impresión de ser extremadamente vulnerable—. Aunque no estoy muy segura de que me gustara demasiado pertenecer a una familia de soldados.
Alexander esbozó una cínica sonrisa.
—El que mata en la vida civil es un asesino, pero el uniforme lo convierte en un oficio respetable. Pero, hablando en serio, en aquella época no era insólito en absoluto que un suizo se pusiera la guerrera y combatiera en servicios extranjeros. ¿Adonde habrían podido ir los mozos del campo? El pequeño territorio de sus padres no daba para repartir. Por eso buscaban el pan y el salario en el extranjero. No creo que fueran precisamente unos ángeles, se lo pasaban en grande atiborrándose de comida, emborrachándose, yendo de putas y saqueando. Pero también le reportaban algunos beneficios a su patria. No sólo el dinero de las pensiones que los estados extranjeros tenían que pagar por cada suizo que tuvieran a su servicio. Raras veces ha habido en tiempos antiguos un pueblo que haya entrado en contacto a un nivel tan amplio con la manera de vivir del extranjero. Y, por muy paradójico que pueda parecer, el servicio militar en países extranjeros ha garantizado a Suiza la libertad y con ella la paz. Todas las potencias extranjeras estaban encantadas de contar con suizos a su servicio y, por consiguiente, se guardaban mucho de enzarzarse en combate con los cantones.
Un destello burlón se encendió en los ojos de Elena.
—Fieles al lema: Los golpes en cabeza ajena son paz y tranquilidad en tu tierra.
—Ya te he dicho lo que opino de las guerras. Pero tienes que pensar que las guerras no las provocaban los suizos sino los señores a quienes éstos servían.
—Sí, claro, como en la industria armamentística. No mata el cañón sino el mal que lo dispara. Y cuando no vendemos nuestras armas a cambio de buen dinerito a los países del Tercer Mundo, hacemos nuestro agosto con los vecinos. —Con rostro inocente, añadió—: Nosotros nos limitamos a fabricar cañones. ¿Cómo podríamos imaginar que alguien va a disparar con ellos?
—Por desgracia, los soldados son necesarios aunque sólo sea para defendernos de ataques hostiles. Si Clemente VII hubiera tenido más soldados a su disposición, Roma se hubiera salvado de un terrible destino.
—¿O sea que el Papa fue inocente de la debacle?
—No, eso no. Al contrario, demostró ser un auténtico Médici y sus tácticas políticas fueron tan despiadadas que, con sus cambiantes alianzas, acabó entre la espada y la pared. Y, de repente, el enemigo se plantó en Roma.
—¿Y qué es lo que quería?
—Buena pregunta. —Alexander miró más allá del lago Albano hacia la otra orilla, donde Roma se ocultaba en la lejanía bajo la tradicional capa de nubes—. La Italia de entonces despertaba la codicia de las grandes potencias, que no eran sino Francia y los Habsburgo. Ambas, el «cristianísimo» rey Francisco y el «muy católico» rey y emperador Carlos, querían apoderarse de Italia. Les parecía tarea fácil por el hecho de estar dividida en numerosos pequeños estados que la debilitaban como conjunto; tanto para Francisco como para Carlos, se trataba de un pastel muy apetecible que se podían ir tragando trocito a trocito. Para no ser sojuzgados, los estados italianos tenían que pactar con una parte o con la otra, por lo que las alianzas cambiaban constantemente. Clemente VII también se había aliado con el emperador Carlos antes de cerrar un trato con Francisco I de Francia, cosa de la cual se arrepintió amargamente. El y sus sucesores tuvieron que pasar mucho tiempo bregando con la reconstrucción de Roma.
—¿O sea que, al final, no hubo beneficios para nadie?
Alexander asintió con la cabeza.
—Tal como suele ocurrir con las guerras.
—Sabes muchas cosas acerca del Saco de Roma.
—¡No tiene ningún mérito! Lo primero que se le inculca a un recluta de la Guardia es la necesidad de pensar en el seis de mayo de 1527 y en la valentía con la cual los suizos se enfrentaron a aquel día con la muerte. ¡La guardia muere, pero no se rinde!
—¿Qué ocurrió en realidad con la Guardia? ¿Por qué sigue existiendo hoy en día a pesar de haber sido disuelta en 1527?
—El papa Paulo III la reinstauró en 1548. Durante los disturbios después de la Revolución Francesa y la ocupación de Roma por parte de Napoleón se disolvió y se reinstauró varias veces. Desde entonces ha subsistido hasta hoy con distintas estructuras, cometidos y contingentes de tropas.
—Y los Rosin siempre han estado presentes. —Era una constatación, no una pregunta—. Una antigua aristocracia de soldados suizos.
—Aristocracia más bien no. Por eso hubo también envidias cuando primero mi padre y después mi tío fueron nombrados comandantes. Me pregunto si eso pudo ser un motivo para el asesinato.
—¿El aristócrata mata al indigno plebeyo por motivos clasistas? —preguntó Elena, riéndose para sus adentros—. Eso me suena absurdo. Además, esta teoría no encaja con los demás asesinatos y no tiene ninguna relación visible con los acontecimientos que tu antepasado describe en su Informe secreto.
—Por desgracia, no hay apenas ninguna relación excepto…
La voz de Alexander enmudeció mientras el recuerdo del moribundo padre Borghesi se imponía con fuerza en sus pensamientos.
—¿En qué piensas? —le preguntó Elena en un susurro.
—Mientras se moría, Borghesi me dijo: El tesoro del Maligno… debajo de San Pedro.
No tuvo que explicar sus razonamientos. Recordando el informe de Albert Rosin, Elena dijo en voz baja:
—El Círculo de los Doce, el juramento en aquella misteriosa capilla subterránea bajo la cúpula de San Pedro. ¿A eso se refería Borghesi al hablar del Tesoro del Maligno?
—¡Pregúntale a la loca de los gatos! Eso fue lo que dijo.
—Ya lo sé —dijo Elena, asintiendo con la cabeza—. Ya me lo has contado. ¿Cuáles fueron exactamente sus últimas palabras?
—Yo lo he visto, ¡está vivo!
—¿Quién?
—Tal vez el Papa Angélico —contestó Alexander, no demasiado convencido—. Parecía estar muy bien informado acerca del tema.
—El Papa Angélico —repitió Elena en tono meditabundo—. Cabe la posibilidad de que haya un nexo entre el saqueo de Roma y los acontecimientos de estos últimos días. ¿No fue acaso Clemente VII quien gobernó finalmente el Estado de la Iglesia a través de los oscuros días de la guerra?
—Borghesi consideraba a Custos el Papa Angélico.
—¿Y eso no sería una contradicción? —preguntó Elena—. El nombre de Papa Angelicus se ha atribuido a lo largo de los siglos a distintos papas. ¿Y si Clemente hubiera sido considerado en sus tiempos el salvador de la Iglesia?
—Puede ser, pero en modo alguno el renovador o el reformador de la Cristiandad. —Los dedos de Alexander acariciaron la encuadernación en cuero del antiguo libro como si por este medio pudiera arrancarle su secreto—. Me temo que sabemos muy poco acerca de los motivos ocultos del informe de Albert Rosin como para poder apreciarlo debidamente. Jamás podremos decir con certeza si estos apuntes son auténticos.
—Vamos a regresar a Roma —propuso Elena—. Allí hay alguien que nos puede ayudar. —Contempló el agua de abajo diciendo—: Quizá sólo el lago pueda reformar verdaderamente la Iglesia.
—¿Qué quieres decir?
—¿No conoces la historia? Una bonita tarde de domingo varios cardenales de la Curia efectuaron una travesía por el lago Albano. Pero, de repente, la embarcación zozobró y ninguno de los dignatarios eclesiásticos sabía nadar. ¿Quién se salvó?
—No tengo ni idea —contestó él tras reflexionar brevemente—. ¿Quién?
—La Iglesia.