XVI
Martes, 12 de mayo
El móvil de Elena los despertó a los dos con un alegre tintineo cuando la luz del día ya penetraba a través de la ventana del techo. Ambos dormían profundamente agotados sobre la revuelta sábana tras haberse amado interminablemente, a veces con delicadeza y a veces con furia. Fue como una borrachera que ambos hubieran pillado juntos. Y cuando Elena se durmió finalmente en sus brazos, Alexander no experimentó la menor decepción. Al contrario, se alegró de no tener que conversar con su amada. De esta manera, no tuvo que revelarle su secreto y se ganó por lo menos una prórroga.
Elena se levantó de la cama y revolvió la pila de su ropa en busca del móvil que no cesaba de piar como si fuera un pajarillo. Alexander contempló sus bien moldeadas curvas. La sonrisa se le heló en los labios cuando su mirada se desplazó hacia la espalda cubierta de cicatrices. Al final, ella encontró el pequeño y enervante aparato negro y contestó con un seco «pronto».
Mientras escuchaba atentamente a su interlocutor, los rasgos de su rostro se iluminaron y ella dio efusivamente las gracias.
Después se volvió hacia Alexander y dijo con una ancha sonrisa en los labios:
—Era Spartaco.
—Qué alegría para ti —contestó él en tono malhumorado.
—Y también para ti, espero. ¡Ha conseguido encontrar a la loca de los gatos!
Una rápida ducha y un cappuccino después, mientras ambos bajaban del Janículo en el pequeño Fiat de Elena, Alexander preguntó:
—¿Qué es exactamente una fiel hermana?
—Lo mismo que un fiel hermano, sólo que en femenino.
—No se me había ocurrido pensarlo —dijo él, reprimiendo un bostezo.
—El sistema de las fieles hermanas y los fieles hermanos es con mucho el más pérfido que jamás se hayan podido inventar los más altos responsables de Totus Tuus para la vigilancia de los miembros de la Orden —explicó Elena mientras con una hábil maniobra sorteaba un camión de la basura que circulaba haciendo sonar ruidosamente el claxon—. Está pensado especialmente para las chicas y los chicos que la Orden acoge en sus hogares con el fin de conseguir seguidores auténticamente fieles. Es natural que un joven o una joven que crece sin padres y bajo unas severas normas de conducta, busque en su entorno a una persona de referencia, por regla general, el compañero o la compañera de habitación. Esta única posibilidad de conservar una pequeña parte de vida privada es aquello con que cuentan los responsables de los hogares. De los dos ocupantes de una habitación, uno se muestra dispuesto a consagrar su fidelidad a la Orden, cosa que el otro ignora. Cuando éste confía a su compañero de habitación sus más íntimos pensamientos, la dirección del hogar se entera a la mañana siguiente.
—Tal como ocurrió con la hermana Bianca —dijo Alexander, asintiendo con la cabeza—. ¿Pero de dónde procede el término?
—Totus Tuus lleva la perfidia hasta las últimas consecuencias cuando se convence a los compañeros de habitación de que se consideren los unos a los otros como fieles hermanos o hermanas. Tienen que permanecer fieles el uno al otro o confiar el uno en el otro, como tú quieras. Cada uno tiene que recurrir al otro con sus preocupaciones y necesidades y encontrar siempre en él un oído atento. Eso funciona naturalmente de dos maneras. Por una parte, la Orden consigue con ello unos espías perfectos y, por otra, a aquellos que todavía no están muy convencidos se les inculca la sabiduría de Totus Tuus a través de sus fieles hermanos. Lo que los presuntamente solícitos y fieles compañeros de habitación exponen como sus más íntimos pensamientos es, en realidad, pura propaganda de la Orden repartida en raciones asimilables.
—¿Y si Raffaela Sini hubiera tenido una fiel hermana en quien ella incautamente hubiera confiado el día de su asesinato?
—Es muy posible, cuando no probable. No tengo todavía pruebas concretas, pero abrigo la sospecha de que Totus Tuus está detrás de las Palomas Blancas. En el Trastevere existe una llamada Organización de Enseñanza Cristiana para Jóvenes dirigida por Totus Tuus. La policía ha descubierto que Raffaela estuvo allí participando en una Hora de la Biblia antes de ser asesinada.
—Con lo cual ya tendríamos una conexión entre la Orden y Marcel Danegger y con ella la clave del asesinato de mi tío y mi tía. —Alexander soltó un agudo silbido—. Algo muy fuerte, pero, por desgracia, son sólo sospechas.
—Estamos trabajando para establecerlo con más precisión —dijo Elena sin mirarlo. El intenso tráfico matutino exigía toda su atención. Con una mezcla de audacia y habilidad pudo introducir el 500 en el Ponte Garibaldi y cruzar el Tíber. Se dirigía al norte, pasando por delante del impresionante coloso de piedra del Ministerio de Justicia a lo largo de la ancha Via Arenula hasta llegar a una de las más insólitas plazas de toda Roma. Era el lugar donde mejor se podía observar el fuerte contraste entre la historia y la modernidad en la ciudad del Tíber.
La inmensa plaza de Largo di Torre Argentina era uno de los cruces más transitados de Roma. En el tráfico intervenían varios tranvías y más de doce líneas de autobús. En medio del estruendo de los músicos callejeros, rodeada de calles por todas partes, se encontraba una idílica isla de restos arqueológicos de antiguas murallas y de columnas que se elevaban hacia el cielo, casi todas ellas desmochadas, a diferencia de los esbeltos pinos que les ofrecían su sombra. Era como si el lugar se encontrara bajo los efectos del hechizo de alguna antigua divinidad romana que lo hubiera preservado de los estragos del tiempo. Alexander sabía que no era así. No sin motivo, el antiguo recinto de los templos se encontraba varios metros por debajo del nivel de la calle. Había permanecido varios siglos enterrado bajo tierra y sólo en la segunda década del siglo XX había sido sacado a la luz. Las maltrechas ruinas de los cuatro templos del período republicano resultaban impresionantes y figuraban entre los más antiguos restos de edificios religiosos de la época romana que se conservaban.
Elena aparcó junto al paso de peatones que había al lado del recinto de los templos y colocó un cartel de gran tamaño en el parabrisas: URGENCIAS MÉDICAS - MEDICACIÓN URGENTE.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó, abriendo la portezuela del conductor—. ¡Date prisa!
Bajó con determinación los peldaños que conducían al recinto de los templos de abajo. Mientras la seguía, Alexander observó que las ruinas estaban protegidas por una cerca que no molestaba para nada a los innumerables gatos que holgazaneaban tumbados en la alta hierba que crecía entre las ruinas de los templos y los troncos de los pinos. El pelaje de los gatos destacaba en los más variados colores: manchas marrones, negras, blancas, grises y rojizas entre la hierba. Cuanto más miraba, más manchas descubría. Debía de haber como doce gatos.
Y vio también otra cosa: al pie de los peldaños, varias puertas, algunas abiertas y otras cerradas, conducían bajo tierra.
A su lado, había varias escudillas de plástico y de hojalata con agua y comida para los gatos. Unas grandes pizarras informaban a los visitantes de la necesidad de que hicieran alguna donación en favor de los gatos de Roma e incluso los invitaban a apadrinarlos. También se aceptaba dinero en efectivo, cheques y transferencias bancarias. Para este último caso, se indicaba el número de una cuenta de la Banca Nazionale del Lavoro.
Elena bajó primero y gritó varias veces «¡hola!» hacia el interior de las puertas abiertas. Mientras Alexander la miraba, apareció en la penumbra detrás de una de las puertas una figura que parecía salida del cuento de Hänsel y Gretel. La decrépita y jorobada anciana que se apoyaba en un negro bastón era el prototipo de una bruja. Su doliente y arrugado rostro estaba cubierto de manchas cutáneas y verrugas. Sobre su hombro, un enorme gato de atigrado pelaje negro gris contemplaba a Elena y Alexander con recelo.
Elena miró a la anciana con una sonrisa.
—Buscamos a la signora Adriana del Grosso.
—Ya la han encontrado. ¿Cuánto quieren gastar?
—No hemos venido aquí para gastar nada —contestó Elena mientras el rostro de la anciana se ensombrecía—. Somos periodistas y quisiéramos hacer un reportaje sobre la labor que ustedes llevan a cabo.
—¿Periodistas? —La signora Del Grosso entornó los ojos y la miró con tanta desconfianza como el gato que llevaba encaramado al hombro—. ¿Televisión, radio o periódico?
—Periódico —contestó Elena, sacando su carné de prensa—. Il Messaggero.
—Ah, bueno, algo es algo. ¿Pondrán el número de mi cuenta de donativos?
Elena asintió con la cara muy seria.
—Por supuesto que sí, signora.
Las incontables arrugas del viejo rostro se torcieron en algo parecido a una sonrisa mientras la anciana señalaba con el bastón.
—Muy bien pues, pasen, por favor.
La estancia iluminada por una sola y sucia bombilla a la cual la anciana acompañó a sus visitantes era un lugar tan insólito como el espacio de los templos de arriba. Vivienda, refugio de animales y museo a partes iguales. La piedra de las sucias paredes parecía proceder de la época de la antigua Roma y las columnas que sobresalían de ella contribuían a acentuar la impresión. No había ventanas. Aquello era un agujero, no se sabía si bien natural o bien hecho por la mano del hombre. Encima de los gastados muebles que parecían proceder de un almacén de enseres domésticos fuera de uso permanecían tumbados innumerables gatos. Dos o tres de ellos corrieron al encuentro de la anciana y se restregaron ronroneado contra sus piernas.
—Siéntense. —La signora indicó con el bastón una tambaleante mesa sobre la cual permanecía sentado orgullosamente un estilizado gato de pelaje negro azulado y penetrantes ojos amarillos. La anciana se acomodó en una silla de madera y se colocó al negro azulado sobre el regazo. Tras echar un breve vistazo a su compañero gatuno, el atigrado que estaba sentado sobre el hombro de la signora Del Grosso llegó a la conclusión de que le daba igual—. ¿Cómo han venido a mí?
Alexander se mantenía en segundo plano. Elena lo había conducido hasta allí y, por consiguiente, era ella quien tenía que contestar. El juego era suyo.
—Cualquiera que venga a ver los antiguos templos tiene necesariamente que ver los muchos gatos que hay por aquí —explicó la periodista.
—Por desgracia, no —contestó la anciana—. Casi todos lo único que quieren es tomar el autobús o el tranvía. Antes, cuando la gran Anna se preocupaba por los gatos, era distinto.
Su nudosa mano derecha se levantó automáticamente y el bastón señaló un paño de pared cubierto por toda una serie de amarillentas fotografías. Las fotografías mostraban a mujeres de distintas edades ataviadas con atuendos de lo más dispares. Mirando con más detenimiento, Alexander se dio cuenta de que se trataba de la misma mujer, con toda evidencia una actriz en distintos papeles. Una mata de cabello oscuro enmarcaba un austero rostro dominado por una nariz excesivamente larga. En comparación, la boca parecía demasiado pequeña. A pesar de que el rostro no correspondía en absoluto al ideal de belleza popularizado por el cine y la televisión comercial, la mujer irradiaba una extraordinaria sensualidad y alegría de vivir.
—¡Esta es Anna Magnani! —dijo Elena.
—Era. Hace muchos años. Se preocupaba por los gatos, incluso cuando estaba enferma. Yo era entonces un poco más joven y la ayudaba.
Alexander se levantó para contemplar más de cerca las fotografías. Un gato al que había estado a punto de pisar inadvertidamente, huyó pegando un rápido brinco. Debajo de las fotografías se podía ver un viejo y totalmente amarillento artículo de periódico. El titular todavía se podía descifrar: Una estrella del cine alimenta a los gatos.
En la fotografía correspondiente se podía ver a una madura Anna Magnani y a una agraciada joven de unos treinta y tantos años. Tuvo que mirar un par de veces la mesa y la fotografía para poder reconocer en la joven a la signora Del Grosso. El pie de la fotografía decía: Acción conjunta en favor de los gatos callejeros de Roma - La actriz Anna Magnani y una compasiva loca por los gatos.
—La fama de Anna abría muchos billeteros —añadió la señora Del Grosso—. Después de su muerte cada vez fue más difícil conseguir dinero para los gatos.
Alexander volvió a sentarse y preguntó:
—¿Por qué vive usted… aquí abajo?
—En medio de estas ruinas quiere usted decir —dijo la amante de los gatos, dejando al descubierto los pocos dientes amarillo negruzcos que le quedaban—. Hay dos buenas razones para ello. En primer lugar, esto es muy barato, de hecho, no pago alquiler. A lo mejor, las autoridades municipales se han olvidado de mí o puede que hasta incluso se alegren de tener una vigilante nocturna gratuita para los templos. Y, en segundo, tengo que estar aquí porque es aquí donde están los gatos.
—Explíquenoslo un poco, signora, si no le importa —le rogó Elena.
La loca de los gatos acarició el animal que descansaba en su regazo.
—Hubo un tiempo en que esta extraordinaria criatura era muy venerada por los hombres. En el antiguo Egipto se rezaba a la diosa gata Bastet. El hecho de que alguien matara a un gato se castigaba con la muerte. El cadáver de un gato se momificaba y su propietario se rasuraba las cejas en señal de duelo. En la antigüedad, los monjes egipcios difundieron la costumbre de tener gatos como animales domésticos por todo Oriente. Durante las Cruzadas, los caballeros mediterráneos observaron con asombro que los guerreros del bando contrario apreciaban enormemente a los gatos; y así fue cómo los soldados de Cristo llevaron este animal para ellos absolutamente desconocido a su patria como regalo para las damas, pero también como cazador de ratas y ratones. La vez en que el rey Fernando de Nápoles mandó matar a todos los gatos de la isla de Prócida porque temía su competencia en la caza del faisán, la isla sufrió una plaga de ratas. Entonces Fernando se vio obligado a permitir que los gatos volvieran a instalarse rápidamente en la isla.
La signora Del Grosso contempló su gato negro azulado y después, mirando a sus visitantes, lanzó un profundo suspiro.
—Los hombres olvidan enseguida. En la época de las ciudades de asfalto creen poder prescindir de los gatos. El asfalto no mantiene a raya a las ratas y un computador no sustituye a ningún ser vivo. Los gatos desterrados de las casas han creado aquí debajo de la ciudad de los hombres su propio reino y esperan el momento en que volverán a ser utilizados.
—¿Su propio reino?
Alexander miró a la anciana como si no anduviera bien de la cabeza.
—¿Cómo llamaría usted un mundo que sólo pertenece a los gatos? —replicó ella—. Porque eso es en realidad, puede creerme. Sólo una fracción de los antiguos restos arqueológicos de Roma está al descubierto. La mayoría de ellos todavía permanecen dormidos bajo las modernas edificaciones y las calles asfaltadas. Galerías y bóvedas subterráneas en buena parte desmoronadas. Sin embargo, para los ágiles gatos hay caminos a los que el pesado y torpe ser humano no puede acceder. Conexiones entre innumerables ruinas como éstas. Hay gatos romanos en el Coliseo, en las ruinas de la antigua escuela de gladiadores, en la llamada Pirámide Cestia, el sepulcro de Cayo Cestio, y en cientos de otros lugares. A veces alguno de mis amores desaparece durante varias semanas o meses. En cualquier momento regresa a mí a través de una red de galerías subterráneas que sólo los gatos conocen.
Las miradas de Elena y Alexander se cruzaron y ambos se quedaron simultáneamente sin habla: las galerías subterráneas debían de ser aquello a lo que el padre Borghesi se había referido con sus últimas palabras: El tesoro del Maligno… debajo de San Pedro… ¡Pregúntale a la loca de los gatos!
—Todo eso suena muy interesante —le aseguró Elena a la anciana—. Este aspecto de su trabajo no se ha explicado demasiado hasta ahora. Puede que usted sepa más acerca de estas conexiones subterráneas que ciertos arqueólogos.
—Puede —se limitó a decir lacónicamente la loca de los gatos.
—¿Nos podría contar algo más acerca de eso, signora DelGrosso?
—¡No! —contestó enfurecida la mujer mientras en sus ojos se encendía un perverso destello.
Su repentino cambio de actitud se había transmitido al gato negro azulado y al atigrado. El negro azulado saltó como electrizado de su regazo y cruzó velozmente la estancia en sentido diagonal hasta ocultarse debajo de un sillón tapizado. El atigrado se mantuvo firme en su sitio. Con expresión desconfiada, se levantó sobre el hombro de la anciana junto a su cabeza y arqueó el lomo. Se le erizó el pelaje y, soltando un amenazador bufido, mostró sus agudos colmillos.
Elena miró con asombro a su anfitriona.
—¿Qué le ocurre, signora?
La loca de los gatos señaló la salida con el bastón.
—¡Fuera! ¡Salgan de nuestra casa! ¡Ahora mismo!
Dijo literalmente «nuestra casa», como si hablara también en nombre de los gatos.
Mientras Elena trataba una vez más de buscar una explicación a la expulsión, la signora Del Grosso se levantó y extendió el bastón. Alexander se puso en pie de un salto y agarró fuertemente el bastón para proteger a Elena del golpe.
De repente, se notó algo en la cara y un agudo dolor le atravesó la mejilla izquierda. Se tambaleó hacia atrás e hizo ademán de agarrar al ser que lo había herido. Este esquivó su mano y aterrizó con un ágil brinco sobre la superficie de la mesa. Allí el atigrado arqueó una vez más el lomo y le soltó una auténtica andanada de bufidos.
—Tranquilo, Tigre —dijo la loca de los gatos, levantando la mano izquierda en gesto apaciguador.
El animal, que era con toda evidencia un gato y no una gata, empezó a soltar bufidos sin apartar los ojos de Alexander con expresión alerta.
La signora Del Grosso parecía haberse calmado ligeramente. Con una sonrisa de disculpa, explicó:
—Tigre es mi guardaespaldas.
—Ya me he dado cuenta —musitó Alexander, cubriéndose cuidadosamente con la mano las heridas que le había provocado la garra de Tigre.
Cuando retiró la mano, la palma estaba manchada de sangre.
—Los gatos pueden ser muy peligrosos —explicó innecesariamente la anciana—. Un científico los describió una vez como unas perfectas máquinas de matar. O, tal como dijo Victor Hugo: «Dios creó a los gatos para que el hombre pudiera acariciar un tigre». Por eso y por su pelaje, es natural que yo haya bautizado a mi pequeño protector con el nombre de Tigre.
—Muy interesante —dijo Alexander en tono sarcástico mientras se sacaba un pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Lo colocó bajo un grifo oxidado y se taponó la herida de la mejilla. Por encima del lavabo colgaba un espejo medio empañado. Los arañazos de su piel eran muy profundos.
—Supongo que no publicarán ustedes este incidente en su periódico —dijo tranquilamente la signora Del Grosso—. Porque la verdad es que no me creo que quieran escribir un artículo.
—¿Y por qué lo supone? —preguntó Elena.
Una expresión de enojo volvió a dibujarse en el arrugado rostro.
—¿Acaso usted se cree que porque soy vieja y estrafalaria también soy tonta? He observado todas sus miradas de curiosidad. Además, me parece chocante que no hayan tomado notas ni hayan utilizado un magnetófono. ¡Menudos periodistas están hechos ustedes!
—Yo trabajo de verdad en Il Messaggero —dijo Elena con una pizca de indignación.
La anciana se volvió hacia Alexander.
—¿Y usted?
—Yo sirvo en la Guardia Suiza.
Los ojos de la loca de los gatos se abrieron con expresión de asombro.
—¿De veras? ¿En la Guardia Suiza del Papa?
Alexander esbozó una leve sonrisa.
—Creo que hoy en día sólo hay una.
—¿Y eso qué? —La signora Del Grosso se encogió de hombros—. Ustedes me han mentido. ¡Por consiguiente, largo de aquí!
—Lástima —dijo Alexander lanzando un suspiro mientras seguía a Elena—. Está claro que esperábamos demasiado de la sugerencia del padre Borghesi.
—¿Ha dicho usted Borghesi? —preguntó la mujer—. ¿Giorgio Borghesi?
—Justamente.
Lo miró con semblante inquisitivo.
—¿Conoció usted a monsignor Borghesi?
—Murió en mis brazos. Y me dijo que preguntara a la loca de los gatos. Éstas fueron sus últimas palabras.
—¿Que preguntara? ¿Sobre qué?
—Sobre el tesoro del Maligno, que, por lo visto, se encuentra debajo de San Pedro.
—¿Y por qué le habló a usted monsignore de eso?
—Me quería dar a conocer o tal vez advertir acerca de algo importante. El responsable de su muerte quería también hacer callar a Borghesi.
—Sí, he leído que debió de ser un asesinato —dijo la mujer en voz baja. Volvió a sentarse y su pensativa mirada se perdió en la distancia—. Preste atención —dijo al final—, le voy a contar una historia…
¡La guerra!
Esta palabra había cambiado su pequeño mundo. El mundo se llama Vaticano y antes era un lugar muy tranquilo. La pequeña Adriana, hija del jardinero del Vaticano Emilio Vivarelli y de su mujer Maria que trabaja en la lavandería del Vaticano, pertenece al reducido grupo de niños que vive detrás de las murallas del Estado de la Iglesia. Incluso vino al mundo aquí.
Los Vivarelli ocupan una pequeña vivienda debajo de la Capilla Sixtina. Estaba previsto entregarles una vivienda más grande en el Palacio del Vaticano, pero después no habían podido mudarse allí. De ello también es culpable la guerra, que ha traído al Vaticano numerosos forasteros, hombres, mujeres y niños. Fugitivos que se tienen que ocultar primero de los fascistas y después de los alemanes. Todos se tienen que apretujar de cualquier manera y los Vivarelli pueden estar contentos de conservar su pequeña vivienda. A Adriana no le caen mal ni los fascistas ni los alemanes. Los forasteros aportan emoción y variedad a su mundo. Y resulta maravilloso jugar con todos aquellos niños. Sobre todo, con Nuccio. El padre de Nuccio había repartido octavillas en las cuales se exhortaba a la gente a oponer resistencia a los fascistas. Por eso tuvo que refugiarse con su mujer y su hijo en el Vaticano.
Pasan los días y muy pronto la guerra deja de ser algo especial en la vida de Adriana. Hasta el día en que juega con Nuccio al escondite entre la Escuela del Mosaico y la Estación. El territorio es muy vasto y está lleno de exuberante vegetación. Este año el padre de Adriana aún tiene que ponerse a trabajar en ello, pues la guerra ha puesto sus planes patas arriba. Pero precisamente por eso los niños han elegido este lugar para sus juegos.
Adriana ha contado muy despacio hasta diez y se inicia la búsqueda. Llama varias veces a Nuccio, pero no consigue descubrir la burda artimaña. Corre entre los arbustos buscando todos los posibles escondrijos.
El ligero crujido de una rama la obliga a detenerse y su cabeza se vuelve hacia la izquierda. El ruido procedía de aquella dirección. Pero ahora todo se ha vuelto a quedar en silencio. Allí, detrás de aquella retama tan alta como un hombre, ¿no es la llamativa mata de pelo rubio-pelirrojo de Nuccio lo que ella está viendo? Esboza una picara sonrisa… ¡lo ha encontrado!
Volverá a llamarlo por su nombre, le dirá que ha sido descubierto, pero su grito queda ahogado por el ensordecedor rugido de unos motores. En cuestión de unos segundos el rugido se intensifica y la sombra de un pájaro gigantesco oculta el cielo. ¡Un avión volando muy bajo directamente sobre el Vaticano!
Desde que empezó la guerra, Adriana ha visto muchos aviones sobrevolando Roma, pero ninguno había volado jamás tan bajo sobre el Estado de la Iglesia. Ninguno.
Se asusta y su temor va en aumento cuando algo cae desde el vientre del aparato. Este parece un pájaro muerto de cansancio, que va soltando sus huevos.
¡Bombas!
Ella sabe que las bombas son malas. En Roma también han caído algunas. Destruyen las casas y matan y mutilan a la gente.
Sin pensarlo demasiado, se tira al suelo y lanza un grito de advertencia. Pero Nuccio no la puede oír. El fuerte rumor del aparato ahoga cualquier sonido.
Un agudo silbido se mezcla con el estruendo de los motores y su intensidad va en aumento a pesar de que Adriana, que permanece tumbada boca abajo sobre la hierba, se cubre la cabeza con las manos y aprieta los antebrazos contra las orejas. Cierra fuertemente los ojos como si con ello pudiera alejar la rugiente desgracia.
Varias explosiones se suceden con tal rapidez que se mezclan en un solo trueno. Un fragor que lo penetra y se lo traga todo, que ahoga cualquier otro ruido. Adriana percibe un fuerte golpe en la nuca.
Es lo último que recuerda cuando vuelve en sí.
¿La han cegado las bombas? No ve nada. Pero nota algo: un fuerte dolor de cabeza y una presión que le oprime el pecho.
Se tumba boca arriba y se tantea el tronco. Está cubierta de piedras y tierra. Adriana aparta a un lado el peso y se toca la cabeza. Se nota las manos pegadizas y comprende de inmediato que es sangre. Su sangre.
Se quiere levantar, pero se golpea la cabeza y entonces el dolor en las sienes se multiplica. Reprime un grito de dolor que se transforma en un gemido. Parece que nadie la oye, ni siquiera cuando vuelve a gritar levantado más la voz. Grita una y otra vez el nombre de Nuccio en medio de la oscuridad. Nada.
Debe de encontrarse en una especie de agujero lo bastante hondo como para que ella pueda arrastrarse a gatas.
Un pensamiento cruza por su cabeza: ¡cómo la regañará su madre cuando ella vuelva a casa tan sucia! ¡Si es que vuelve!
Los peores temores se apoderan de ella. A lo mejor, se encuentra bajo una capa tan gruesa de piedras y tierra que nadie la podrá localizar. Y entonces, ¿qué ocurrirá? ¿Se asfixiará, se morirá de hambre o de sed? ¿Se la comerán las ratas?
Tantea a ciegas la irregular superficie que la cubre y en vano trata de traspasarla, de abrir un agujero hacia arriba, hacia la libertad. Recorre también con las manos las paredes de su prisión hasta que distingue un leve rumor. Espera un instante, contiene la respiración y aguza el oído. ¡Otra vez, es el maullido de un gato! Adriana se arrastra en la dirección de la que procede el ruido y nota de repente una corriente de aire en el rostro. Animada, avanza con más determinación hasta que tropieza con otra pared y sufre una nueva decepción. Sus manos palpan una tosca piedra sin labrar. Pero después encuentra una brecha. Allí descubre guijarros sueltos. Los aparta a un lado con velocidad febril sin darse cuenta de que se está lastimando la piel de las manos y los brazos y rompiendo las uñas.
Al final, la brecha es lo suficientemente ancha como para que Adriana se pueda deslizar a través de ella. Toca una cosa blanda que pega un brinco hacia atrás y suelta un bufido de temor.
—No tengas miedo, gatito —dice Adriana en un susurro para no asustar todavía más al animal—. A lo mejor, nos podemos ayudar el uno al otro. ¿Conoces algún camino que nos lleve arriba?
La respuesta consiste en un maullido, que ella sólo puede interpretar como un sí.
El gato se aleja corriendo y Adriana lo sigue, avanzando todavía a cuatro patas. La galería se ensancha y le permite correr encorvada y, finalmente, incorporarse del todo.
La corriente de aire es más fuerte. En determinado momento, vislumbra una minúscula luz. Es sólo un débil resplandor pero un inmenso rayo de esperanza, pues significa también que no se ha quedado ciega.
Vuelve a oír el maullido del gato. Suena como una invitación: «¡Date prisa, Adriana, sígueme!».
Cuando Adriana dobla una esquina, la luz se intensifica. Es un extraño fulgor de brillo increíble. Seguro que no es una luz natural. Pero Adriana tampoco conoce ninguna lámpara capaz de brillar con semejantes matices de azul, rojo y verde. A lo que más se parece es a la de unas vidrieras de colores iluminadas por cirios como las que se ven cuando uno pasea al anochecer por el Vaticano. Mientras sigue avanzando hacia la mágica luz, ve por primera vez al gato que se ha convertido en su guía a través del mundo subterráneo. Un flaco animal de erizado pelaje oscuro. Para Adriana, que ya no creía volver a ver jamás un ser vivo, es el gato más hermoso del mundo. Lo sigue con gratitud. La esperanza de encontrar un camino que le permita abandonar aquella prisión nocturna le hace olvidar todos sus dolores.
Dobla otra esquina y contempla con asombro la fuente de la extraña luz. El espectáculo es increíble. El espacio subterráneo se parece a una capilla, a pesar de que en todo el Vaticano no existe ningún templo semejante, por lo menos sobre la superficie. En el pequeño altar arden varios cirios alrededor de una arqueta de madera. Algunos se han apagado y otros siguen ardiendo. Su luz reverbera en las paredes de donde procede el increíble resplandor. Pues las paredes están adornadas con centenares de piedras preciosas cuyos colores se entremezclan: el verde de las esmeraldas, el rojo de los rubíes, el azul de los zafiros y el violeta de las amatistas.
Todo es tan insólito, tan desconcertante, que Adriana olvida por un instante la apurada situación en que se encuentra. Contempla las paredes con asombro y observa que las piedras preciosas forman distintos diseños. Detrás del altar innumerables amatistas forman una cruz de tamaño tan grande como el de un hombre. ¿Quién ha creado este espacio, quién enciende los cirios?
Y entonces piensa: si alguien viene aquí y se encarga de encender los cirios, tiene que haber un camino para salir. ¡Un camino hacia la libertad! Hace un rato, en la oscura galería, ha pasado por delante de algunos ramales. Pero no sabe adonde conducen aquellos caminos y si terminan una vez más en una pared.
El gato se introduce en un hueco que se abre muy cerca del suelo. Con cuidado y con gran esfuerzo Adriana, que sostiene un cirio en la mano, puede deslizarse también a través del agujero. Al hacerlo, se desgarra la ropa, pero ya no piensa en la reprimenda de su madre.
Otra vez se tiene que agachar y seguir tortuosas vueltas hasta que el camino se ensancha una vez más. Mejor ventilado. Más claro.
¡Aire puro y luz natural!
Echa a correr, tropieza, cae, se vuelve a levantar y sigue corriendo. Hasta que emerge al aire libre. ¡Finalmente!
La luz es tan intensa que hasta le lloran los ojos. A través del húmedo velo reconoce a su guía que inmediatamente se junta con otros gatos. Se tumban sobre la alta hierba de un prado rodeado de ruinas.
—Salí a este lugar, junto a los templos del período republicano —dijo la signora Del grosso dando por terminado su relato—. El gato me salvó la vida.
—O sea que usted recorrió casi dos kilómetros bajo tierra —dijo Alexander con asombro—. Y su camino discurría por debajo del lecho del Tíber.
—Así es —dijo serenamente la loca de los gatos—. Pero los carabinieri que me encontraron no me quisieron creer. Me llevaron a un hospital y, al día siguiente, me acompañaron de nuevo al Vaticano donde volví a ver a Nuccio.
—¿Él también había sobrevivido al bombardeo?
—Sí, pero con graves consecuencias. Yo tuve suerte en medio de la desgracia de caer en uno de los agujeros que las explosiones habían abierto y vuelto a cerrar. Eso me evitó sufrir otras heridas. El pobre Nuccio en cambio fue alcanzado por varios cascos de metralla. Uno de ellos se le clavó tan profundamente en el corazón que no se pudo operar. Nuccio del Grosso tuvo que pasarse la vida sufriendo por ello. Cuando nos casamos en 1960, ambos supimos que el nuestro no iba a ser un matrimonio muy largo, aunque no esperábamos que él muriera ya durante la luna de miel. Desde entonces estoy sola y trato de mostrarles mi agradecimiento a los gatos de Roma.
—¿Qué clase de bombardeo fue? —preguntó Alexander—. El Vaticano era territorio neutral durante la Segunda Guerra Mundial.
—Eso a las dotaciones de los cazabombarderos y a sus comandantes les daba igual.
—¿Sus comandantes? —repitió Alexander—. ¿Eso quiere decir que el Vaticano fue deliberadamente bombardeado?
—Jamás se aclaró oficialmente, aunque tanto los alemanes como los aliados rechazaron cualquier responsabilidad. Yo no vi en el aparato ningún emblema nacional, pero es que entonces aún no sabía lo que eran los emblemas nacionales. Por otra parte, unos cuantos días después, un prelado de la Secretaría de Estado se presentó en nuestra casa y me enseñó un cuaderno con varias imágenes de distintos aparatos. Quería saber si yo podía reconocer el cazabombardero. De hecho, yo encontré en el cuaderno un modelo de aparato que correspondía al que había visto. Aún no sé si pertenecía al bando de los aviones británicos.
Alexander la escuchó con atención y se inclinó un poco más sobre la mesa.
—¿Qué ocurrió después?
—El prelado palideció y me dijo que debería guardar absoluto silencio al respecto. Después ya no supe nada más acerca del asunto.
—¿Le habló usted a alguien acerca de la capilla subterránea?
La pregunta la había formulado Elena, que probablemente pensaba lo mismo que Alexander. El espacio subterráneo adornado con piedras preciosas debía de ser idéntico al lugar en el que el papa Clemente VII había tomado juramento al Círculo de los Doce.
—No. Al ver que los carabinieri se negaban a creer que yo hubiera pasado a la otra orilla del Tíber bajo tierra, consideré mejor no dar a conocer a nadie la existencia de la capilla. Sólo a Nuccio se lo conté cuando salió del hospital. Puede que en algún momento llegara a pensar que la capilla había sido un fruto de mi calenturienta imaginación, pues, a pesar de los años transcurridos, jamás la había vuelto a ver.
Elena soltó un grito de asombro.
—¿Nunca ha vuelto a estar allí, signora?
—A nosotros nos costó mucho encontrar el camino. La vez que seguí al gato, no me lo grabé en la cabeza, como es natural. Y bajo el suelo de Roma hay muchas viejas galerías y pozos.
—¿Quiénes son «nosotros»? —preguntó Elena.
—Monsignor Borghesi y yo. Cuando lo conocí hace ocho o nueve años, él vivía todavía en el Vaticano como beneficiado. Al igual que ustedes dos, él también vino a mí no sé con qué pretexto. Fingió interés por mi labor y me prometió llevar a cabo colectas en favor de los gatos sin dueño de Roma. Pero enseguida me di cuenta de que quería otra cosa. A él no le interesaba la signora Del Grosso sino la pequeña Adriana Vivarelli, que en su infancia había descubierto una galería subterránea en el Vaticano. Borghesi había leído algo al respecto en alguna parte y me preguntó si sabía algo acerca de un lugar de reunión bajo tierra, algo así como una especie de iglesia.
—Y usted le mostró la capilla de las piedras preciosas —concluyó Alexander.
—Su dinero le costó.
—¿Y qué? ¿Qué buscaba allí Borghesi?
—No tengo ni idea. Yo sólo fui su guía. Fue una experiencia curiosa. En la capilla nada había cambiado, como si sólo hubieran transcurrido unos días y no varias décadas desde el bombardeo. Los cirios ardían como entonces en el altar. El que se encargaba de los cirios debía de creer sin duda que las galerías a través de las cuales nosotros habíamos llegado hasta allí no tenían ninguna salida y, por consiguiente, no contaba con visitas inoportunas. Borghesi no se entretuvo mucho rato en la capilla. Miró perplejo un par de veces a su alrededor y después contempló la capilla. Las numerosas piedras preciosas no le interesaban en absoluto. De repente, la frente se le cubrió de sudor y pareció como si tuviera miedo de algo. Quiso abandonar la capilla cuanto antes.
Elena parpadeó mirando a la loca de los gatos.
—¿Y usted no se llevó un par de piedras, signora? Con eso habría podido comprar un montón de comida para los gatos.
La anciana se santiguó de inmediato.
—¡Dios me libre de cometer semejante barbaridad! Esta capilla o está maldita o es un lugar infernal. En cualquier caso, robar algo de allí no habría traído nada bueno.
A Alexander le rondaba algo por la cabeza.
—¿La arqueta de madera estaba todavía allí la última vez que usted visitó la capilla? ¿Vio a Borghesi contemplar fijamente algo del altar?
—No reparé en ello —contestó la signora Del Grosso para decepción de Alexander—. Y tampoco volví a acompañar jamás a Borghesi a la capilla.
—¿Él iba a menudo allí? —preguntó Elena.
—Tres o cuatro veces, siempre de noche. Curiosamente, se presentaba aquí de repente y, a cambio de un donativo, me compraba el acceso a la galería. Venía siempre muy nervioso y tremendamente asustado.
—¿Por qué? —quiso saber Elena.
—Yo jamás le pregunté el motivo. No era cosa mía.
A Alexander le bastó con intercambiarse una mirada con Elena para comprender que ésta pensaba lo mismo que él. Por eso preguntó:
—Signora, ¿querría usted acompañarnos a la capilla? A cambio de un donativo para sus gatos, por supuesto.
La anciana soltó una cascada carcajada.
—¿Apenas me puedo mover y tendría que avanzar a rastras por la estrecha galería? ¡No, gracias! Ya entonces, cuando acompañaba a monsignor Borghesi me costaba lo mío. —Hizo una significativa pausa y añadió en un susurro—: Además, ¡hay fantasmas bajo tierra! A veces oigo voces desde lejos, algunas veces hablan y otras cantan.
—¿Aquí abajo? —preguntó Elena.
La loca de los gatos asintió con la cabeza.
—Cuando se recorren las galerías subterráneas en dirección al Vaticano, algunas veces se oyen.
—Ah —dijo la periodista—. ¿Más o menos allí donde está la capilla de las piedras preciosas?
—Exactamente. ¡Allí se juntan los fantasmas!
—¿Nos puede describir por lo menos el camino, signora? —le rogó Elena.
—¿Y por qué describir? ¡Limítense a seguir las flechas de tiza que Borghesi marcó entonces en las paredes de piedra!