IV

Sábado, 2 de mayo

Una amarillenta neblina se cernía sobre Roma cuando el microbús salió por la Puerta de Santa Ana a Via di Porta Angélica. En su interior, unos jóvenes vestidos con téjanos, jerseys o chaquetas de cuero se apretujaban en los asientos, muchos de ellos con los ojos cerrados. Con semejante tiempo, la Ciudad Eterna no tenía nada que ofrecer. En aquella fría y húmeda mañana, casi todos ellos se habían levantado temprano para poder disfrutar de su día de permiso en la sala de fitness del cuartel o bien sentados delante de su portátil.

Puede que Alexander fuera el único en alegrarse. Mientras el microbús rodeaba las altas murallas que protegían la Ciudad del Vaticano, el edificio que tenía a su espalda se le antojó algo así como una cárcel. El desplazamiento al lugar donde se impartían las clases de seguridad significaba para él una agradable distracción. Apenas había dormido y, desde la transmisión de la rueda de prensa de la tarde anterior, experimentaba una constante sensación de inquietud.

Durante la cena en la cantina de la Guardia, el teniente coronel Von Gunten se había acercado a Alexander y le había dicho que no se había encontrado ningún paraguas que Danegger hubiera podido utilizar la noche de los asesinatos.

Sin embargo, aquello no significaba nada. Si hubiera llevado el paraguas en cuestión, habría podido encontrar mil maneras de deshacerse de él. Von Gunten lo había felicitado por su rápida recuperación y lo había invitado a tomarse unos cuantos días de permiso extraordinario. Alexander había rechazado el ofrecimiento. No quería disponer de más tiempo para cavilar. Prefería participar de la vida normal de la Guardia, esperando en su fuero interno poder descubrir algún indicio que le permitiera disipar la sombría niebla que envolvía los asesinatos.

Como siempre, al otro lado del Tíber, el tráfico estaba a punto de sufrir su habitual infarto matutino. En medio del ajetreo, Utz Rasser conducía el vehículo con tanta pericia como si estuviera acostumbrado a las calles de Roma; cualquiera que pretendiera circular en automóvil necesitaba unos nervios de acero. Delante del edificio de las clases prácticas de la policía en Piazza Farnese la situación hubiera sido muy complicada de no haber encontrado una apartada plaza de aparcamiento para autobuses, afortunadamente libre. Mientras Utz efectuaba las maniobras para aparcar, Alexander descubrió el Fiat Tempra color granate del comisario Donati. Al final de la hilera de vehículos aparcados se encontraba una furgoneta con el logotipo de una empresa de la limpieza callejera de color azul oscuro. Detrás de los empañados cristales dos trabajadores permanecían sentados con su bocadillo del desayuno o su periódico de la mañana.

—¡Vamos, todos fuera! —apremió Utz a sus compañeros, abriendo la portezuela—. Quiero entrar en el edificio antes de que empiece a diluviar.

Precedidos por Alexander y Utz, una docena de aburridos guardias hizo su entrada en el edificio de las clases prácticas. El anciano portero saludó con la cabeza con aire cansado mientras Utz le comunicaba el motivo de la visita, y volvió a enfrascarse en la lectura de las páginas deportivas del periódico. La sala de las clases se encontraba en el segundo piso y las ventanas daban a la zona ajardinada de un patio interior que ahora no se podía ver, pues el comisario Donati había bajado las persianas y estaba ocupado en la tarea de preparar un proyector de diapositivas. A la luz de las lámparas fluorescentes la mañana resultaba todavía más triste.

Donati los saludó con parcas palabras mientras ultimaba los preparativos para la clase. Sus movimientos eran ágiles aunque un tanto envarados; su pierna izquierda de rodilla para abajo era de aluminio o algo parecido. La pierna de carne y hueso que antaño tuviera se la había destrozado ocho años atrás en Milán un artefacto explosivo de la mafia. Donati tenía fama de ser uno de los más hábiles y exitosos policías de la lucha contra la mafia. El artefacto explosivo había modificado la situación. La mujer y los dos hijos de Donati habían muerto en el atentado y el propio Donati había regresado al servicio después de mucho tiempo, pero ya no en Milán. Ahora prestaba servicio en Roma como instructor de jóvenes policías y de la Guardia Suiza.

Donati ya había terminado con sus preparativos y, haciendo una pausa en su tarea, le preguntó a Utz:

—¿Por qué protegen ustedes a un tirano?

—¿Cómo? —tartamudeó Utz.

—Quisiera saber por qué se encarga usted de proteger a un tirano.

Utz miró con una sonrisa a Donati.

—Usted se confunde, comisario. Yo sirvo en la Guardia Suiza, no en las SS.

—Ya lo sé que sirve usted en la Guardia Suiza —replicó Donati—. Responda, por favor, a mi pregunta. ¿Por qué usted y sus compañeros arriesgan sus vidas para proteger a un tirano?

—¡Pero… el Papa no es un tirano!

Los finos labios de Donati esbozaron una leve sonrisa.

—El potencial autor de un atentado diría justamente lo contrario. Y eso sólo ya lo convierte en un personaje peligroso. El que por profunda convicción atenta contra la vida de alguien actúa más allá de la lógica y la humanidad. ¡Con eso tienen siempre que contar ustedes, señores míos!

El policía tomó una hoja de papel de encima de su escritorio y leyó:

—«Estoy desconcertado. ¿Y por qué? Porque he hecho aquello por lo que Bruto fue honrado y lo que convirtió a Tell en un héroe. Pero yo, que he matado a uno de los más grandes tiranos que jamás ha habido en este mundo, seré considerado un vulgar asesino». —Donati volvió a depositar la hoja de papel sobre la mesa y miró a su alrededor—. Bueno, ¿qué les parece a ustedes, quién escribió este texto?

Los guardias permanecieron en silencio sin saber qué decir, algunos trataron de adivinarlo:

—¿François Ravaillac, el asesino de Enrique IV?

—O el asesino de Enrique III, aquel fraile dominico…

—Sí, se llamaba Jackes Clément.

—No, a ése lo traspasó con una lanza la guardia de Enrique después del atentado. No tuvo tiempo de escribir nada.

—¿A lo mejor, fue aquel Gerard, el que disparó contra Guillermo de Orange el Taciturno? Más tarde lo ejecutaron.

Mientras se iban agotando las respuestas, Donati encendió el proyector. La pantalla mostró la imagen de un antiguo dibujo en blanco y negro: cinco personas en el palco de un teatro. En primer plano, figuraban un hombre y una mujer. La mujer se retorcía las manos impresionada mientras el hombre con perilla caía con su asiento hacia un lado. Medio inclinado a su espalda un hombre con barba efectuaba un disparo contra su cabeza con una vieja pistola Derringer. En la mano izquierda, el autor del atentado blandía un cuchillo de gran tamaño. Detrás de la perpleja mujer se veía a otra mujer más joven y un oficial; ambos parecían terriblemente asustados.

—¿Conocen esta situación? —preguntó Donati.

El sargento Kurt Mäder se presentó:

—El asesinato de Abraham Lincoln el catorce de abril de 1865, Teatro Ford de Washington.

Donati asintió con la cabeza y se sacó un puntero de rayos láser del bolsillo. El punto rojo del puntero se detuvo en el pecho del autor del atentado.

—John Wilkes Booth lo tuvo muy fácil. Delante del palco presidencial no había la menor vigilancia. Tras cometer el atentado, saltó desde el palco al escenario y gritó: Sic semper tyrannis!, ¡Así terminan siempre los tiranos!

El punto rojo se apagó y se hizo el silencio hasta que Alexander dijo:

—Entonces la cosa está clara. Booth es el que se tenía a sí mismo por un nuevo Bruto o un nuevo Guillermo Tell.

—¡Pero Lincoln no era un tirano! —replicó alguien a su espalda en la semioscuridad.

—Según la interpretación actual de la historia, no, y tampoco para la opinión pública de entonces, pero sí lo era para Booth y sus compañeros —explicó Donati—. Eran unos firmes partidarios de la Confederación y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para invertir el avance de la Unión. Lo que he leído al principio lo escribió Booth en su diario cuando se ocultaba de sus esbirros tras el asesinato de Lincoln.

Donati introdujo la siguiente diapositiva entre el objetivo y la lente convergente. Era una fotografía del Mahatma Gandhi muerto, adornado con pétalos de flores por sus desolados seguidores.

—¿Gandhi también era un tirano? —preguntó Utz, soltando una seca carcajada.

—A los ojos de su asesino, con toda seguridad —contestó Donati sin dárselas en absoluto de gracioso—. El hindú Nathuram V. Godse, el que disparó contra Gandhi, explicó en el transcurso del juicio que él y sus dos cómplices habían actuado con el convencimiento de que Gandhi se merecía la muerte por haber criticado la violenta manera de proceder de los hindúes con respecto a sus conciudadanos musulmanes. Como es natural, los hindúes radicales consideraban legítima su violencia y tenían a Gandhi por un tirano, porque ponía en tela de juicio su presunto derecho. Este punto de vista no salvó a Godse y a sus cómplices de la soga, pero Gandhi tampoco se salvó de la bala mortal. El «Alma Grande» que por medio de su doctrina y de su ejemplo quería romper el antiguo círculo vicioso del odio y de la violencia, se convirtió precisamente por eso en una amenaza —y en un tirano— a los ojos de aquellos que optaban por el odio y la violencia.

La tercera diapositiva mostraba un caos de explosiones y humo. Un hombre vestido con una camisa de color claro volaba desde un infierno directamente hacia el espectador. En segundo plano, medio ocultos por el humo, se veían unos cohetes de defensa antiaérea en sus rampas de lanzamiento. Entre ellos, un hombre encañonando a alguien con un fusil de asalto.

—¿Quién conoce esta escena? —preguntó Donati.

Alexander contestó sin pensar:

—El atentado contra Anuar El-Sadat, El Cairo, el 10 de octubre de 1981.

—El 6 de octubre —lo corrigió Utz.

—Correcto —dijo Donati sonriendo—. ¿Quién sabe algo acerca de los autores del atentado?

Esta vez contestó Utz tan rápido como si hubiera salido disparado de una pistola.

—Unos soldados egipcios. Se habían introducido en el desfile militar organizado por el presidente Sadat para conmemorar la conquista del Canal en 1973. Saltaron de su carro de combate, arrojaron unas granadas de mano y abrieron fuego.

—Muy bien —lo elogió Donati—. ¿El motivo?

—En 1973 Sadat era todavía para los egipcios un héroe de guerra que los había conducido a la guerra del Yom-Kipur por el Canal de Suez —añadió Utz—. Pero después, se convirtió de halcón en paloma y viajó incluso a Jerusalén para abrazar a Golda Meir y a Moshe Dayan. Los enemigos irreconciliables de los judíos en Egipto no podían aceptar eso. Con el tratado de paz de Camp David, Sadat firmó su sentencia de muerte.

—Una descripción muy precisa —dijo Donati, mostrando la siguiente diapositiva de personajes asesinados: John F. Kennedy, Martin Luther King, Isaac Rabin—. Todos ellos lucharon por la paz y el entendimiento y se convirtieron en una amenaza y en unos tiranos para aquellos que predican el odio y la violencia.

Apagó el proyector de diapositivas, volvió a encender la luz y escribió los nombres en la pizarra: Lincoln, Gandhi, Kennedy, King, Sadat, Rabin. Y debajo escribió: El que quiera la paz…

—Los hombres como estos seis corren el mayor peligro que imaginarse pueda. Los enemigos de la paz son por naturaleza peligrosos. Pero, cuando se sienten acosados, cuando la obcecación se convierte en puro odio, hay que contar con la posibilidad de que cometan actos impensables. Por este motivo el Santo Padre está constantemente amenazado de muerte. El atentado que Alí Agca cometió contra Juan Pablo II lo demostró de manera muy significativa. Su tarea, señores míos, es de una ingratitud difícilmente superable. Su jefe es un tirano de la paz para toda la vida. Nadie podría ser amado por más personas, pero tampoco nadie es odiado por más personas. Por eso tienen ustedes que estar pensando constantemente en esto en cualquier momento de su servicio, sin que importe lo aburrido que les pueda parecer el monótono servicio de guardia cotidiano, la presentación de informes o la necesidad de posar para las cámaras de los turistas. El artefacto explosivo estalla cuando uno menos se lo espera. Y yo sé muy bien lo que digo.

Mientras pronunciaba la última frase, Donati se introdujo las manos en los bolsillos; Alexander creyó haber visto que le temblaban.

Utz pidió la palabra:

—Si la ardiente defensa de la paz es realmente tan peligrosa, Jesucristo debió de estar más expuesto a los atentados que todos los demás juntos.

—Muy cierto. —Cuando Donati desplazó la mirada hacia Utz; fue como si acabara de regresar de un largo viaje—. Sabemos muy pocas cosas acerca del Jesús histórico, ¿verdad? Es muy posible que se haya intentado más de una vez apartarlo violentamente a un lado. Si usted examina bien la situación, comprobará que la traición de Judas Iscariote no fue más que un atentado, sólo que de carácter extremadamente perverso. En lugar de pegarle simplemente una puñalada, Judas besó a su víctima. Él no desenvainó directamente el puñal sino que el trabajo sucio se lo dejó a los esbirros que él mismo había ido a buscar.

El comisario se volvió hacia la pizarra y, debajo de los seis nombres, escribió en grandes letras mayúsculas la palabra JESÚS.

Mäder murmuró:

—Si Jesús viviera actualmente, seguro que no se escaparía con un simple beso.

Donati, que lo había oído, añadió:

—Por supuesto que no. Sin ánimo de ofenderles, señores, pero ni toda la Guardia Suiza sería capaz de protegerlo. Si el Mesías regresara, correría un grave peligro. Sería para millones o más bien para miles de millones de personas, el enemigo público número uno, y no sólo para los no cristianos.

—¿Qué quiere usted decir, comisario? —preguntó Alexander.

—Con harta frecuencia los cristianos se han enfrentado en guerra entre sí, sus Iglesias están divididas. Puede que cada Iglesia cristiana tratara de utilizar el retorno del Hijo de Dios para sus propios fines. Aquellos que no lo consiguieran, tendrían todos los motivos del mundo para convertirlo en un demonio… o para neutralizarlo y convertirlo en inofensivo.

Las palabras de Donati acerca de la vuelta del Mesías siguieron ocupando los pensamientos de Alexander mientras todos permanecían de nuevo sentados en el microbús y Utz trataba, desesperado, de sortear el peligro de la salida de la plaza de aparcamiento provisionalmente ocupada por ellos para regresar a la calle. Una fuerte lluvia estaba golpeando una vez más los cristales. El vehículo azul seguía en su sitio y los dos empleados de la limpieza viaria seguían con su pausa de descanso, o habían iniciado otra.

Alexander vio salir a Donati del edificio, protegido bajo un paraguas de gran tamaño y sosteniendo una cartera de documentos en la mano izquierda. El antaño temido perseguidor de la mafia parecía ahora un empleado de una compañía financiera que hubiera salido para ir a desayunar. Se estaba dirigiendo a su Tempra.

Alexander se levantó y abrió la portezuela corredera.

—Pero bueno —dijo Utz, sorprendido.

—Seguro que aún tardarás cinco minutitos en salir de aquí. Tengo otra pregunta para Donati.

Alexander se acercó al Fiat granate. Donati se había colocado la cartera de documentos bajo el brazo; necesitaba una mano libre para la llave del automóvil.

—Una palabra, comisario.

—¿Sí?

Alexander se apretujó contra él bajo el paraguas.

—Soy el sobrino del comandante Rosin.

—Lo sé. Mi más sentido pésame.

—¿Podría usted imaginar que mi tío hubiera sido asesinado por motivos parecidos… a los que llevaron a la muerte a Gandhi, Sadat y los demás?

Donati arrugó la frente bajo el cabello prematuramente encanecido.

—Yo creía que uno de sus compañeros de usted había disparado contra él por discrepancias relacionadas con el servicio.

—Esta es la versión oficial —replicó Alexander, observando por el rabillo del ojo cómo se abrían las portezuelas del vehículo azul.

Poco antes el motor se había puesto en marcha. Bajaron dos hombres enfundados en monos azules. Cada uno de ellos sostenía en sus manos un extraño aparato. A primera vista, parecían unas pistolas de aire comprimido como las que se utilizaban para empujar las hojas caídas y la basura por delante de las escobas mecánicas. Sin embargo, los hombres no iban protegidos con orejeras y no llevaban a la espalda ninguna bombona de aire comprimido. Y los aparatos no estaban conectados a ninguna manguera. Los aparatos medían unos ochenta centímetros de longitud. Entre el asa y las correas de sujeción colgaba un tambor de gran tamaño. Por encima del cañón se observaba un asa de transporte dividida en dos partes. La boca parecía el inclinado extremo inferior de un tubo de escape.

—¿Tiene usted alguna duda acerca de la exposición de los hechos en la rueda de…?

Donati ya no pudo seguir. Alexander se le echó encima y lo arrastró consigo, levantándolo del sucio y mojado asfalto. Ambos fueron a parar rodando detrás del Toyota Corolla aparcado delante del Fiat de Donati. El comisario perdió la cartera de documentos y su paraguas se dobló bajo el peso de ambos hombres hasta quedar convertido en una obra de arte abstracto.

Un segundo después una granizada de perdigones y astillas de vidrio se mezcló con la lluvia, y las lunas del Tempra quedaron destrozadas. Las secas detonaciones de las dos armas de gas licuado sonaron como los ladridos de unos perros viejos. Las lunas del Corolla también se rompieron y algo tiró violentamente del cuello de Alexander. Un trozo de la longitud de un pulgar de su chaqueta de ante quedó hecho trizas.

—¡Con la siguiente salva esos se nos cargan! —murmuró Donati.

Rodó dos metros hacia un lado, sujetó de repente una Beretta con ambas manos y efectuó cinco disparos seguidos desde el suelo donde permanecía tumbado. El comisario era un experto tirador. Como en los cursillos de instrucción, mantenía el peso del cuerpo un poco apoyado hacia el lado derecho de tal manera que la cabeza pudiera descansar sobre el bíceps derecho. La óptima posición de tiro para una persona diestra tumbada en el suelo.

Y dio en el blanco, tal como pudo ver Alexander. Habría sido mejor que apartara la cabeza, pero atisbó con curiosidad a través del hueco entre los dos vehículos destrozados.

Uno de los dos autores del atentado inclinó la cabeza y cayó de rodillas. El otro efectuó otro disparo hacia el lugar desde el cual Donati había abierto fuego. Pero el policía ya se había apartado rodando y permanecía agachado a la entrada del edificio de las clases de instrucción. La perdigonada que había rociado el asfalto lo había acribillado de mala manera.

Uno de los dos atacantes levantó a su cómplice herido y lo empujó al interior de la furgoneta; inmediatamente después, se sentó al volante. El vehículo dio marcha atrás con tal rapidez que chocó con un Lancia que estaba aparcando al otro lado de la calle. El motor soltó un rugido y la furgoneta salió disparada. Donati le envió dos balas por detrás sin aparente éxito.

Los guardias suizos habían saltado del interior del microbús y ahora permanecían en la calle contemplando con asombro el vehículo fugitivo. No menos consternado parecía el portero que había salido corriendo a la calle.

Donati se apartó de la pared del edificio y le gritó:

—¡Dé la alarma, Paolo! —Después añadió bajando la voz—: Aunque ahora ya es demasiado tarde.

Lo único que quedaba del tiroteo era la insólita arma de gas licuado del atacante herido, abandonada en el centro de la calzada mojada por la lluvia.

—Un fusil automático de gas licuado de la Pancor Corporation, tipo Jackhammer o martillo neumático —explicó el calvo especialista en armas en la jefatura superior de la policía de Roma, al pie del Quirinal. Contempló con verdadero asombro el arma envuelta en plástico—. La caja de plástico rodea el cañón y el cerrojo y forma al mismo tiempo una culata de pistola y unas asas de transporte. De esta manera, el arma resulta más sólida y manejable.

Sus dedos acariciaron casi amorosamente la caja y se detuvieron en el tambor.

—Un tambor de revólver para doce cartuchos de doce disparos se acopla fácilmente al arma. Las municiones del cartucho tienen, junto con un alcance de hasta cuarenta metros, un efecto devastador. Es un milagro que ustedes dos sólo hayan sufrido un par de arañazos.

Alexander y Donati se encontraban con el especialista en armas en un mal ventilado despacho de la policía, contemplando con una mezcla de asombro y temor aquella arma sorprendentemente ligera y, sin embargo, de efectos tan impresionantes. Había transcurrido una hora desde el atentado y, hasta aquel momento, no había ni rastro de nada, aparte el Jackhammer de la Pancor y la furgoneta, encontrada hacía un cuarto de hora en la Stazione Termini, la principal estación ferroviaria de Roma. No se sabía si los autores del atentado habían huido en otro vehículo, a pie o en tren; todo eran simples conjeturas. La única esperanza de los efectivos policiales, que se habían desplegado a toda prisa por todas partes, era que uno de los hombres estuviera gravemente herido y, por consiguiente, alguien hubiera caído. El asiento del copiloto de la furgoneta estaba empapado de sangre.

—¿Quién utiliza semejante arma? —preguntó Donati.

—¿Quién dice usted? —El calvo soltó una leve carcajada—. Los profesionales. Usted mismo lo acaba de experimentar. Asesinos que quieren matar sin preocuparse por las bajas que pueda haber. Este tipo de arma sólo se lleva para un propósito definido. Es de tamaño demasiado grande y no se pueden llevar muchos cartuchos porque son excesivamente voluminosos, sería como correr por ahí con una mochila a la espalda.

Donati contempló el fusil de gas licuado.

—¿Se sabe si los grupos organizados utilizan este tipo de arma?

—¡Por supuesto que sí! Hace dos años en Milán un carabiniere quedó destrozado durante una redada en un escondrijo de la mafia. Un fugitivo miembro de la banda dejó a su espalda el tambor de un Jackhammer a modo de despedida.

—¿Y qué? —preguntó Alexander sin comprender.

El calvo sonrió como un vendedor de coches que estuviera ponderando los detalles técnicos del más reciente cacharro de lujo.

—Al tambor se puede acoplar una espoleta de presión, una idea muy bonita de la Pancor, la verdad. De esta manera, cuando se deposita en el suelo, el tambor se convierte en una mina de protección. Cuando el carabiniere lo pisó, todos los cartuchos de doce municiones se dispararon simultáneamente. Sus restos se tuvieron que arrancar literalmente uno a uno de las paredes.

—Recuerdo la historia —dijo Donati en voz baja.

Su sombrío rostro dio a entender que estaba pensando en otro atentado de Milán, el que se había producido ocho años atrás.

—Me voy pitando con esta joya. —El especialista en armas tomó el Jackhammer acoplado y se encaminó hacia la puerta—. Ya estoy pensando en lo bien que lo voy a pasar con la investigación balística.

Donati se había acercado a la ventana mojada por la lluvia y estaba contemplando el hervidero del tráfico alrededor de la sede principal de la policía, que estaba rodeada por tres importantes calles. Mientras se volvía, se inclinó y se golpeó la prótesis. Esta emitió un ruido sordo.

—Incluso cuando alguien ha sufrido lo que yo, se vuelve un poco imprudente con el paso de los años. Las bandas organizadas lo saben y dejan que pase el tiempo. Lo importante es atrapar a alguien. Ocho años. ¿Cuánto tiempo puede arder este odio…? —Se sentó sobre el escritorio y miró fijamente a Alexander—. Usted me ha salvado la vida, signor Rosin. ¿Cómo es posible que haya reaccionado tan rápido?

—Los dos asesinos ya estaban sentados en la furgoneta cuando llegamos nosotros. Dos horas son un poco demasiado tiempo para un segundo desayuno. Y, encima, bajar bajo un fuerte aguacero y ponerse inmediatamente a currar es lo menos italiano que puede haber. Además, me llamó la atención que usted, antes de bajar, hubiera dejado el motor encendido.

—Tiene razón, yo también habría tenido que darme cuenta. Los automóviles son peligrosos.

—¿Los automóviles?

Donati asintió con la cabeza.

—Antiguamente eran coches de caballos. Mientras una posible víctima de atentado permanezca en casa, incluso bajo vigilancia, puede sentirse relativamente segura. Pero en la calle todo es posible. Enrique IV iba sentado en un coche de caballos abierto cuando Ravaillac lo apuñaló. Juan Pablo II se desplazaba a bordo de un vehículo abierto entre la multitud que lo aclamaba y, de esta manera, le ofreció a Alí Agca un blanco extraordinario. El nazi Heydrich también fue atacado y asesinado en un automóvil por unos patriotas checos y lo mismo le ocurrió al heredero de la corona austríaca, el archiduque Francisco Fernando. Y, como es natural, también a John F. Kennedy. Pero, más peligroso que el hecho de desplazarse en automóvil es el momento de subir y bajar.

—¿Yeso?

—Desorganización y distracción. Dos factores que a los autores de los atentados les vienen de maravilla. Los guardaespaldas se tienen que preparar cuando la persona a la que protegen sube o baja del automóvil. Uno tiende una mano para ayudar y no se fija en lo que hay a su alrededor. La propia víctima también está distraída. En septiembre de 1975 en San Francisco un atacante disparó contra el presidente norteamericano Gerald Ford mientras se disponía a subir a una limusina. En marzo de 1981 le ocurrió al presidente Reagan en Washington cuando salía de un hotel para dirigirse al automóvil que lo aguardaba. Podemos construir búnkers y limusinas blindadas, también el Papa dispone de su papamóvil a prueba de balas, pero el subir o bajar de un automóvil sigue siendo lo más peligroso.

Una joven agente pelirroja con un vestido de punto entró para informar de que la furgoneta azul había sido robada aquella mañana a la empresa encargada de la limpieza urbana con sede en el Aventino.

Cuando la agente se retiró, Donati preguntó:

—¿Ha podido ver bien a los asesinos, signor Rosin?

—Pues no demasiado. Todo ha sido muy rápido y, encima, estaba lloviendo. Me he fijado sobre todo en el arma.

—Me da igual. Vamos a ver de todos modos si nuestro Botticelli puede empezar a dibujar algo. ¡Venga conmigo!

Donati lo acompañó un piso más abajo hasta una sala de informática ampliamente equipada. Alexander no comprendió muy bien si el apodo de «Botticelli» se refería al computador o bien al hombre de rubia melena de artista que, con la ayuda del más moderno software, se dedicaba a realizar retratos robot. Éste recorrió rutinariamente con el ratón los rostros del monitor azul que iba a modificar siguiendo las indicaciones de Donati y Alexander. Las narices y las orejas aumentaban de tamaño o se reducían, los cabellos crecían y desaparecían en fracciones de segundo. Al final, se quedaron con dos imágenes cuyo parecido dejó estupefacto a Alexander.

Ambos hombres tenían entre veinticinco y treinta años y ninguno llevaba barba. El herido tenía un rostro redondo y una barbilla huidiza mientras que el otro presentaba unos rasgos faciales angulosos y una barbilla con un hoyuelo fuertemente marcado.

—Se parece un poco a Kirk Douglas —comentó el hombre del computador.

El cotejo de los retratos robot con los almacenados en la memoria del computador de la policía así como con los de la Europol, la Interpol y el FBI no permitieron conseguir ningún resultado positivo. O, tal como dijo Donati:

—Está claro que los dos son rostros anodinos. Con eso no se puede hacer nada.

Mientras abandonaba la sala de los computadores, Donati se volvió hacia Alexander:

Signor Rosin, me había hecho usted una pregunta antes de que los asesinos nos interrumpieran.

—Sí, acerca de mi tío. Pero, a lo mejor, ahora no es el momento indicado para…

—¿Por qué no? Su tío tenía que morir. Hemos dejado que las cosas siguieran su curso sin prestarles atención. ¿De qué tendríamos que quejarnos?

Encendió un cigarrillo, Alexander declinó el ofrecimiento.

—Usted ha hablado de la versión oficial. ¿Cuál es su opinión privada?

—No tengo ninguna teoría, sólo una duda.

—¿Por qué?

Alexander explicó que, a pesar de la fuerte lluvia nocturna, la ropa de Danegger estaba completamente seca. E informó a Donati del robo en la armería a pesar de la orden que le había dado Von Gunten de mantener el asunto en secreto. Confiaba en Donati. En alguien tenía que confiar.

El comisario soltó dos, tres espesas nubes de humo.

Yo en su lugar también tendría mis dudas, signor Rosin.

—Sí, pero, ¿quién y qué se oculta detrás de todo eso en caso de que Danegger no lo haya hecho?

—Mientras el verdadero culpable no se dé a conocer, usted sólo podrá acercarse a él tratando de descubrir el móvil de sus actos. Me ha preguntado si su tío podría haber sido asesinado como los hombres acerca de los cuales hemos hablado en clase. ¿Por qué?

—Porque me pregunto si el atentado estaba dirigido contra mi tío como persona o más bien ha tenido algo que ver con el puesto que ocupaba y, por consiguiente, también con el Papa.

—Una reflexión muy interesante.

—Pero, ¿qué se podía conseguir con el asesinato de mi tío? —preguntó Alexander en tono dubitativo.

—Es difícil decirlo con los pocos datos de que disponemos. Puede haber sido una advertencia.

—¿Una advertencia? ¿A quién?

—Al Papa. Una advertencia más apremiante difícilmente se podría imaginar: hemos liquidado al comandante de tu guardia de corps y lo mismo podemos hacer contigo en cualquier momento.

—En caso de que así fuera, ¿qué conseguiría el asesino con su advertencia?

—Si usted lo descubre, sabrá quién es.

Mientras esperaba a Utz en el Scampolo, Alexander pensó en su visita al Papa y en su conversación con Donati. En caso de que el asesinato de su tío representara efectivamente una advertencia al papa Custos, ello significaba probablemente que el Santo Padre sabía o sospechaba algo. ¿Por qué había querido recibir a Alexander? ¿Para hacerle una advertencia o para averiguar si tenía algo que ver con la historia?

El Scampolo era un oscuro local en pleno centro del Borgo Pio, el «Pueblo Piadoso». El primitivo barrio directamente situado al otro lado de la Puerta de Santa Ana había resistido todos los intentos de demolición y modernización. Ni siquiera Mussolini había conseguido destruirlo cuando arrasó calles enteras con el fin de dejar espacio para la construcción de la Via della Conciliazione. En el antiguo espacio reservado a los peregrinos se apretujaban numerosos locales. En algunos solían comer los colaboradores del Vaticano mientras que otros se habían convertido en trampas para turistas. El Scampolo conservaba su antiguo encanto. El propietario confiaba más en la fiel clientela de siempre que en las riadas de turistas atraídas por los folletos y los señuelos.

Alexander, sentado junto a una mesa de esquina situada entre sol y sombra, tomó con desgana una copa de grappa —el típico orujo italiano—, miró hacia la puerta y después consultó el reloj. Ya eran las ocho y media, y eso que Utz le había prometido reunirse con él a las ocho. Von Gunten le había rogado que reconstruyera de memoria y en la medida de lo posible la desaparición del registro de las armas. Puede que sólo fuera una chapuza y sólo se limitara a las últimas semanas, pero Utz quería intentarlo de todos modos. Por lo visto la tarea le había llevado más tiempo de lo que pensaba.

A su regreso al Vaticano, Von Gunten lo había llamado a su presencia y lo había interrogado acerca del atentado de Piazza Farnese. El teniente coronel pareció alegrarse de que el nombre de Alexander no hubiera aparecido en la información de los medios de difusión:

—Después del asesinato del comandante Rosin la Guardia ya ha protagonizado suficientes titulares.

En el televisor situado por encima de la barra se estaba dando información acerca del atentado de aquel día. Por suerte, Donati y los guardias suizos ya se habían ido cuando se presentaron las unidades móviles. Se mostraron ampliamente las imágenes de los dos vehículos acribillados a balazos, las lunas rotas, los salpicaderos destrozados, las tapicerías reventadas. El calvo especialista en armas había tenido razón: rayaba en el milagro que ellos hubieran conseguido salvar el pellejo.

El presentador informó desde el estudio que los autores de los hechos aún no habían sido localizados y que no se conocía ningún dato acerca de su identidad. Se suponía, sin embargo, que se trataba de un acto de venganza de la mafia milanesa contra el comisario Donati.

El siguiente informe filmado se refería a los acontecimientos que habían tenido lugar en Milán ocho años atrás. Una fotografía mostraba a Stelvio Donati y a su familia en una fiesta callejera. Donati aparentaba veinte años menos, con el cabello oscuro, la piel tersa y los ojos brillantes. Hasta sus labios, ahora tan finos, eran más vivos y carnosos. Su agraciada esposa estaba un poco gordita y tenía un rizado cabello rubio. El hijo se parecía más a ella, mientras que la niña había salido más a su padre.

La siguiente imagen mostraba la destrucción. Sólo se veían los restos de un vehículo quemado, pero eran suficientes para que uno se hiciera una idea de la terrible explosión que se había producido. Había ocurrido durante una salida dominical: Donati había bebido un poco y por eso había preferido dejarle el volante a su mujer. Él aún no había acabado de subir cuando ella giró la llave de encendido… y entonces se disparó la espoleta del artefacto explosivo. Sólo por esta causa consiguió Donati salvar la vida.

—Una historia terrible. Parece increíble que los hombres sean capaces de semejante acción.

La joven que permanecía de pie delante de Alexander era muy atractiva. El negro cabello corto, los pronunciados pómulos y el color oscuro de su tez le conferían una apariencia meridional. El rostro la resultaba familiar, pero no lograba identificarlo. La mujer era extremadamente alta, cosa que tal vez se pudiera atribuir a las gruesas plataformas de sus zuecos negros. Sus largas y esbeltas piernas iban enfundadas en unos estrechos vaqueros a rayas negras y grises. Encima de un ajustado top de color de rosa lucía un blazer de tejido vaquero a juego con los pantalones.

—Aquí está todo lleno. —Dirigió una mirada dubitativa a las mesas ocupadas—. ¿No le quedaría, por casualidad, una silla libre?

—Por casualidad, sí. —Alexander esbozó una sonrisa y, de repente, ya no lamentó que Utz se estuviera retrasando—. ¿Le apetece beber algo?

—Encantada. Una Coca-Cola, por favor.

Alexander llamó al camarero del mostrador.

—Me llamo Elena.

—Alexander.

—Su nombre suena tan poco italiano como su acento. ¿Pertenece usted a la Guardia Suiza?

Alexander se echó a reír.

—¿Acaso es usted adivina?

La joven también se rió.

—No, sólo medianamente inteligente. El Vaticano está sólo a un tiro de piedra. Su edad y el corte de su cabello, su nombre y su… perdón… deficiente italiano.

El camarero sirvió la Coca-Cola y el presentador de la televisión informó de que el atentado de aquel día se había producido después de la clase de seguridad impartida a unos miembros de la Guardia Suiza.

Elena abrió enormemente los ojos.

—¿De veras? ¿Estaba usted allí?

Alexander asintió con la cabeza.

—¿Y qué? ¿Cómo ocurrió?

—No ha sido nada agradable.

Y no añadió nada más para dar a entender que el tema no era de su agrado.

Pero ella reaccionó de inmediato.

—No pretendía curiosear. Hablemos de otra cosa. ¿Cómo se convierte uno en guardia suizo?

—Usted no podría.

—¿Porque soy mujer?

—Sí. Además, habla muy bien el italiano y es, si se quita los zapatos, un poco bajita para el puesto.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que sólo los suizos pueden convertirse en guardias suizos.

—Claro, eso no es la Legión Extranjera. ¿Y qué más?

—Los requisitos son gozar de una salud inmejorable, medir una estatura media de un metro setenta y cuatro. Un guardia suizo tiene que haber cumplido el servicio militar en el ejército suizo. Tiene que ser católico romano y tener estudios equivalentes al bachillerato superior o una formación profesional terminada y tener una reputación irreprochable.

—Este último punto tiene gracia. ¿Eso cómo se consigue?

—Uno acude a su párroco y éste le extiende un certificado escrito en el que se atestigua su irreprochable reputación.

—Claro. ¿Se exige algún otro requisito?

—Un guardia tiene que ser soltero y no puede ser homosexual.

Los verdes ojos de Elena se iluminaron.

—Estos dos puntos me parecen especialmente interesantes.

—La Curia también lo cree.

Ambos se volvieron a reír. Alexander se lo estaba pasando muy bien. Por primera vez desde la noche de los asesinatos experimentaba algo así como una sensación de normalidad. No pensar por una vez en Heinrich y Juliette, sentirse despreocupado, reírse con una mujer. Y, por si fuera poco, con una que le gustaba especialmente.

Por eso no se alegró demasiado cuando Utz se acercó a Elena por detrás. Después observó perplejo cómo Utz agarraba sin miramientos a la mujer por el hombro y la obligaba a levantarse de la silla.

—¿Qué busca usted aquí? —le preguntó—. ¡Déjenos en paz!

Su llave era tan fuerte que Elena hizo una mueca de dolor. Alexander se levantó de un salto y apartó a Utz a un lado. El camarero y los demás clientes los miraron asombrados.

—¿Es que te has vuelto loco, Utz?

—¡No, el loco eres tú que estás facilitando información a esta fisgona!

—¿Fisgona?

—¿Acaso no te ha dicho que es periodista?

De repente, Alexander recordó dónde había visto anteriormente a Elena. Era la vaticanista que había dirigido una pregunta a monsignor Wetter-Dietz durante la rueda de prensa acerca del robo en la armería.

—Tengo que pedir disculpas una vez más —dijo ahora la joven—. Tendría que haberle dicho la verdad. Me llamo Elena Vida y soy redactora de Il Messaggero. Además, estoy acreditada en la sala de prensa de la Santa Sede.

—¡Ahora que ya ha revelado el motivo de su presencia aquí, ya se puede largar! —masculló Utz.

Elena ni lo miró. Sus ojos se clavaron en Alexander.

—¡Hable conmigo, por favor! Sé que hay algo que no encaja. ¿Qué ocurrió exactamente anteanoche en la armería?

—También ha estado en la Puerta de Santa Ana y ha intentado sonsacar a unos compañeros —explicó Utz—. Ha estado preguntando por ti, Alex.

Alexander miró a Elena.

—¿Es eso cierto? ¿Sabía quién era yo?

—Sí, pero…

—¡Váyase, por favor! —la interrumpió él—. La Coca-Cola corre de mi cuenta. Más de uno ha tenido que escarmentar en cabeza ajena por su propia estupidez.

Se sentía humillado. La pompa de jabón en la que poco antes había estado flotando y en la que había olvidado sus inquietudes acababa de estallar repentinamente. La despreocupación había cedido el lugar a la mentira y la desconfianza.

Mientras se retiraba, Elena se volvió una vez más.

—Alexander, no he obrado con mala intención, puede creerme.

—Sí, claro —contestó él fríamente—. Con tal de que aumente la tirada. Buona sera!

Cuando estuvieron solos, Utz dijo:

—He llegado justo a tiempo. La nena se creía que con sus ojos de gato y su precioso trasero te podría manejar a su antojo.

—Casi ha estado a punto de conseguirlo —dijo serenamente Alexander.

—No me extraña, la muy bruja es tremendamente guapa. —Utz sonrió con cara de conspirador—. ¿Tomamos algo?

—Preferiría emborracharme.

—Es la mejor proposición que me hacen hoy.

Utz se volvió hacia el mostrador y pidió una botella de tinto de la casa.

Un fuerte viento nocturno soplaba alrededor de la antigua iglesia de los Montes Albanos. El follaje de los árboles crujía incesantemente al ritmo de una sobrenatural melodía. ¿O acaso era el murmullo de su propia sangre lo que estaba oyendo mientras se cubría las orejas con las manos? Con los ojos cerrados y los codos apoyados sobre la manchada superficie de la sencilla mesa de madera, el único monsignore que allí había estaba tratando de ordenar sus pensamientos. En determinado momento se llevó un susto porque creyó haber oído el rugido de un motor. La casi gastada vela que ardía sobre la mesa, alrededor de la cual se había formado una corona de cera fundida, sólo arrebataba a la oscuridad una parte de la cocina de la casa. Mientras se acercaba a la ventana, el clérigo tropezó con una cesta de manzanas. Oprimió la nariz contra el sucio cristal de la ventana, pero allí afuera no se podía ver nada. Ningún faro encendido de automóvil, ningún haz de luz de linterna de bolsillo. Sólo las sombras de la noche mezcladas con la difusa luz de la luna. A lo mejor no había sido el motor de un vehículo, sino tan sólo el fuerte viento que agitaba las copas de las altas encinas y los labiérnagos.

Su inquietud era muy comprensible. Dos noches atrás Heinrich Rosin lo había visitado y ahora el comandante estaba muerto. Al clérigo no le cabía ninguna duda de que había una relación entre el asesinato y la misteriosa arqueta que el comandante le había confiado para que la guardara. Por mucho que los funcionarios del Vaticano hablaran de un irreflexivo acto cometido por un ofuscado guardia, el padre reconocía la mano de la Orden. Los miembros de aquella siniestra asociación a la cual él también había pertenecido en otros tiempos jamás habían sido muy remilgados cuando se trataba de proteger sus intereses. Y él había pagado las consecuencias de aquel hecho… tal como ahora le había ocurrido a Heinrich Rosin.

Se apartó bruscamente y contempló la amarillenta luz de la vela. ¿Qué tenía que hacer? Justamente aquel día se había enterado de la muerte de Rosin a través del periódico. Cualquier cosa que hubiera emprendido el comandante de la Guardia contra la Orden, ahora todo estaba en manos del cura. Y éste sólo podría tomar una decisión cuando supiera qué le había confiado Rosin.

Se dirigió a su espartano dormitorio, empujó la arqueta debajo de la herrumbrosa cama y regresó de nuevo a la cocina donde volvió a sentarse junto a la mesa. A continuación, se desabrochó la maltrecha sotana y se sacó la llave de un bolsillo interior de la misma. Después de un breve instante de vacilación, la introdujo en la cerradura.

La arqueta contenía un libro, un libro sorprendentemente antiguo. Tenía muchos siglos de antigüedad, se dio cuenta enseguida. La centenaria escritura era alemana. El dominaba muy bien aquel idioma, aunque sabía hablarlo mejor que escribirlo. Sin embargo, disponía de tiempo.

Informe secreto del mozo de la Guardia Albert Rosin

de Zurich acerca de los portentosos acontecimientos

de los cuales él fue testigo

en tiempos de la Santa Liga de Cognac

en Roma y otros lugares

Cuya primera parte

Benvenuto Cellini, este loco presuntuoso de orfebre, es el culpable de toda la desgracia. Si no hubiera sido tan indiscreto con sus habilidades de tirador, se habría podido evitar lo más grave, estoy completamente seguro. Sólo que al testarudo florentino le importaba un bledo la espantosa muerte de millares de personas, el robo de todas las haciendas de unos cuantos comerciantes y banqueros, la pérdida por parte de doncellas sin tacha de su más preciado tesoro o el hecho de que Roma, la madre de todas las ciudades, se hubiera podido librar de la desenfrenada devastación y el pillaje. ¡Miserable y arrogante Cellini!

Sin embargo, debería iniciar éste informe relacionado con unos acontecimientos tales que de ellos sólo unos pocos elegidos habrían podido dar fe, un poco antes de que todo ello ocurriera, y más concretamente el cinco de mayo del Anno Domini de 1527, mientras el domingo, santo día del Señor, veía posarse las alargadas sombras del atardecer sobre Roma y contemplaba delante de sus puertas los interminables y serpenteantes ejércitos de andrajosos soldados que se disponían a tomar por asalto la Ciudad Eterna.

La desgracia había empezado con la incontenible y asoladora marcha sobre Roma de aquel violento e imperial ejército que se había formado cuando, a principios de febrero, los lansquenetes alemanes de Frundsberg se juntaron en Piacenza con los soldados italianos y sobre todo españoles del apátrida duque de Borbón. El emperador Carlos había enviado un poderoso enjambre de más de veinte mil brutales mercenarios Reisläufer suizos para derrotar a la Liga Santa de Cognac. Así se llamaba la unión mediante la cual nuestro piadosísimo papa Clemente VII se había aliado con el muy católico rey Francisco de Francia, con el duque de Milán, con Florencia y con la República de Venecia en defensa de la paz de la Cristiandad y la libertad de los territorios italianos. Fue el año de aquel domingo aciago en que el ejército enemigo apareció delante de las puertas de Roma.

Yo, el zuriqués Albert Rosin, fiel guardia de corps suizo del Santo Padre, me encontraba aquella tarde de domingo con mis compañeros delante de las murallas del Vaticano, contemplando con creciente preocupación cómo los prados neronianos se llenaban de tropas imperiales. Raras veces se ha podido contemplar una multitud tan exhausta y dividida. Apenas había un hombre que tuviera la ropa intacta y la armadura entera. Muchos iban con la cabeza descubierta con sólo el enmarañado cabello por encima de los macilentos rostros, cuyos ojos cegados por el ansia de sangre y la rapacidad nos miraban rebosantes de codicia. Averiguamos con cierto alivio que el multitudinario ejército germano-español no llevaba consigo ni piezas pesadas de artillería ni máquinas de asedio. Todo eso los lansquenetes, que ya desde hacía tiempo esperaban la soldada —según la información que nuestros espías nos habían facilitado—, lo habían enviado de nuevo a Ferrara para poder llegar cuanto antes a Roma, que suponían muy rica en tesoros y débil en defensas.

¡Y con razón!

Sin ánimo de ofender al Santo Padre, no andan enteramente errados quienes piensan que éste no dio muestras de mucha inteligencia cuando prescindió de los servicios de los dos mil mercenarios de Giovanni della Bande Nere, así llamado por el color negro que vestían sus huestes en memoria de su pariente el papa León X, y de un número equivalente de Eidgenossen, es decir, miembros de la antigua confederación de cantones helvéticos. ¿De veras le habría costado tanto como al emperador Carlos, constantemente falto de recursos, reunir el dinero necesario para la soldada? Y, sin embargo, los hombres nos hacían tanta falta como a un ciego la luz.

Mientras los imperiales se iban acercando cada vez más a Roma, el Papa reunió a toda prisa unas milicias y pidió ayuda a los ricos y los nobles en defensa de la ciudad. Muchos enviaron a unos pocos hombres armados, o ninguno, pues tenían miedo y preferían atrincherarse bajo la protección de los efectivos que montaban guardia en sus palacios. Unos tres o cuatro mil defensores muy mal equipados, junto con nosotros, los escasos pero orgullosos ciento ochenta y nueve mozos de la Guardia Suiza, tuvieron que enfrentarse a un ejército enemigo de veinte mil soldados.

El sol se ocultó más allá de la desembocadura del líber, en el mar Tirreno, cansado de la contemplación de los ejércitos constantemente renovados que rodeaban Roma cual si fueran una muralla viviente. Los negociadores del duque de Borbón hicieron renacer la esperanza de que Roma fuera respetada. Yo me encontraba junto a la puerta abierta a través de la cual ellos entraron en el Palacio Apostólico montados a caballo. Entre los encumbrados personajes observé una figura envuelta de la cabeza a los pies en una capa negra, a lomos de un negro corcel. La capa y el manto del animal eran del mismo color, tan negro como la noche, de tal manera que caballo y caballero parecían constituir un único ser, como los centauros. Y, aunque no pude ver el rostro del personaje vestido de negro, percibí el peligro que emanaba de él. Y me pareció sentir la presión de una espada invisible contra mi garganta.

Mientras unos mozos se acercaban para sujetar a los caballos y los negociadores bajaban de las sillas, la capucha del oscuro personaje resbaló por un instante hacia atrás y el espectáculo me provocó un escalofrío: un duro y resuelto rostro de afilados perfiles y profundas arrugas. En el temible semblante destacaban unos inmisericordes ojos oscuros en los cuales ardía un fuego infernal. Nuestras miradas se cruzaron brevemente y yo bajé la mía al suelo. Cuando volví a mirar a los negociadores, el desconocido ya se había vuelto a cubrir el rostro.

No aparté los ojos de la temible figura mientras acompañábamos a los miembros del cortejo a la presencia del papa Clemente. Iba al frente de la escolta nuestro capitán en persona, el señor Kaspar Röist, natural como yo de la ciudad de Zurich, que tan benévolo se mostraba siempre conmigo.

El Santo Padre nos esperaba bajo la custodia de unos compañeros nuestros de confianza, al frente de los cuales figuraba Herkules Göldli. Rodeado por los cardenales y obispos, los nobles señores y los secretarios, Clemente VII permanecía majestuosamente sentado en su asiento tapizado en terciopelo rojo, bajo el baldaquino de damasco rojo del cual colgaban unos flecos dorados, sin que nada turbara la serenidad de su noble semblante. Las comisuras de sus labios parecieron contraerse en una mueca casi burlona mientras los rudos personajes aminoraban la marcha en su presencia, como si no supieran muy bien si se encontraban delante de su jefe espiritual o bien del archienemigo de su emperador.

Ninguno de los enviados había dejado el sombrero y los guantes en la antesala, tal como hubiera exigido la costumbre, y tampoco ninguno de ellos había hincado la rodilla antes de pisar el umbral de la estancia. Sin embargo, en presencia de Su Santidad, algunos representantes del enemigo se acordaron por lo menos de su obligación como cristianos. Se descubrieron, cayeron de rodillas ante el Papa y le besaron los pies, que descansaban sobre un cojín de paño rojo. Los que así lo hicieron eran sin excepción de origen español e italiano, mientras que los alemanes, contaminados por la herejía de Lutero, se negaron a rendir homenaje al Santo Padre.

Y el embozado tampoco hizo el menor ademán de saludar con el debido respeto al jefe de la Cristiandad. Permaneció de pie en segundo término enhiesto, cual si fuera una columna, como si nada de todo aquello le importara en absoluto.

Del grupo de capitanes alemanes se separó un hombre de unos treinta años y agradable apariencia cuya ropa, a pesar de la larga marcha, mostraba un aspecto absolutamente limpio e impecable. Se situó delante del Papa y se presentó en un italiano perfectamente comprensible como Sebastian Schertlin, lo cual causó una extraordinaria impresión. Yo había oído hablar de aquel experto soldado que había aprendido el oficio al lado del viejo Frundsberg. Como hombre de letras que era, el señor Schertlin era versado no sólo en el manejo de la pluma sino también en el de la espada, cosa que yo, con toda humildad, también habría podido reconocer en mí. Había participado en la expulsión del duque Ulrich de Württemberg y también en la represión de los campesinos alemanes; había combatido en la guerra contra los turcos y cerca de Pavía y, por sus grandes hazañas en aquella famosa batalla, había sido nombrado caballero. En presencia del Papa se mostró tan audaz como en el campo de batalla y exigió sin recato el pago de trescientos mil escudos «como salario para mis valientes soldados y los seguidores de mis compañeros aquí presentes», tal como gustaba de subrayar.

—¿Como salario, decís? —El papa Clemente lo miró con mal disimulado sarcasmo—. La verdad es que no sabemos por qué tendríamos que pagarles un salario a los soldados que el emperador Carlos ha contratado para que destruyan la paz de la Cristiandad. A Nos y a la Iglesia vos no nos habéis prestado el menor servicio.

El capitán Schertlin replicó con una serenidad no exenta de firmeza:

—No exigimos el salario por un servicio ya prestado sino por uno que todavía no hemos cumplido.

—Decís cosas muy extrañas, capitán. —Clemente miró a su alrededor y obtuvo de los más valientes de sus seguidores una obligada sonrisa de complicidad—. Estoy seguro de que nos podréis decir en qué consistiría este importante servicio futuro.

—Es muy sencillo de explicar: cuando recibamos el dinero exigido como indemnización a cambio del hambre, el frío, la lluvia y las fatigas sufridas, nos iremos de Roma sin que ni un solo habitante de la ciudad haya sufrido el menor daño. —A pesar del enorme significado de las palabras pronunciadas, Schertlin permaneció tan tranquilo como si acabara simplemente de pedir un vaso de vino y un pedazo de carne. El Papa se inclinó hacia adelante mientras en su rostro se dibujaba una expresión de recelo.

—¿Y qué nos vais a anunciar si no cumplimos vuestras desvergonzadas exigencias?

—Tomaremos y destruiremos esta ciudad y todos los que en ella habitan morirán. Con todos vuestros bienes, nuestro salario está asegurado.

—¿Y vos creéis que no nos vamos a defender?

—No podréis resistir mucho tiempo —contestó Schertlin con el tono de voz con que alguien expone unos hechos incontrovertiblemente ciertos—. Nosotros tenemos cinco o diez hombres por cada uno de los vuestros. No tenemos nada que perder, estamos hambrientos y queremos cobrar finalmente nuestra soldada.

—Si se os entrega la suma, ¿podemos contar con la retirada de vuestras tropas?

El capitán asintió con la cabeza.

—El príncipe de Orange y el duque de Borbón se comprometen a ello.

Clemente lanzó un profundo suspiro.

—Vuestras exigencias son injustas y desproporcionadas, pero queremos evitar derramamientos de sangre y nos manifestamos dispuestos a pagar a vuestros hombres doscientos mil escudos.

—¡Trescientos mil!

—¡Eso es demasiado! —gritó el Papa enfurecido, perdiendo cualquier dominio que todavía le quedara sobre sí mismo.

—Más bien demasiado poco en comparación con las fatigas que hemos sufrido para venir a Roma.

—¡Nadie os había llamado!

—¡Y, sin embargo, aquí estamos y sólo con trescientos mil escudos en nuestros bolsillos nos volveremos a ir!

—¡Sois unos desvergonzados!

—¡Con creces!

Clemente se hundió de nuevo en su asiento y dijo en un susurro:

—No podemos reunir trescientos mil escudos. Aceptad los doscientos mil que os ofrecemos o buscad la suerte en la batalla.

—Así lo haremos y la suerte estará de nuestra parte.

—¡Pero no Dios! —gritó el Santo Padre, cuya voz resonó por la sala como una maldición.

Dos de los capitanes españoles e italianos se estremecieron profundamente.

Entonces se adelantó el embozado y se bajó la capucha. La contemplación de los duros rasgos de su rostro causó una honda impresión tanto a los cardenales como a los obispos, los caballeros y los soldados. Todos se lo quedaron mirando cual si fuera un engendro del demonio. Y su fría voz metálica, semejante a dos hojas de acero que chirriaran al chocar entre sí, contribuyó a acentuar el efecto:

—Con el permiso de Vuestra Santidad. Hay para vos una posibilidad de compensar los cien mil escudos que faltan.

La intervención del hombre fue tanto más efectiva por cuanto hasta aquel momento éste había guardado un silencio absoluto. Fue como si un demonio hubiera surgido de la nada y se hubiera plantado de repente entre los congregados. Hasta el Santo Padre, nuestro Papa, estuvo a punto de perder su serena y comedida actitud.

—¡Hablad! —le exigió con tronante voz el Santo Padre al desconocido, que no se había presentado ni una sola vez.

—Disculpad mi cautela, pero lo que tengo que decir sólo está destinado a los oídos del Santo Padre.

Sus palabras dieron lugar a que los capitanes imperiales dirigieran al hombre de la capucha negra unas recelosas —cuando no decididamente hostiles— miradas; sin embargo, ninguno de ellos tuvo el valor de manifestar su cólera con palabras y mucho menos con hechos.

El rostro del Santo Padre también se ensombreció.

—Vos y vuestros acompañantes ya os habéis burlado suficientemente de mí, por consiguiente ya no es necesario que tengáis ninguna consideración. Decid tranquilamente delante de todo el mundo lo que os ha traído hasta aquí.

En lugar de responder, el desconocido se adelantó ágilmente hacia el baldaquino y se inclinó ante el Santo Padre. Kaspar Röist, Herkules Göldli y yo nos abalanzamos de inmediato sobre él, los dos primeros con las espadas desenvainadas y yo con la alabarda, cuya afilada punta empujé contra el cuello del forastero.

—¡No os mováis si no queréis que os atraviese! —le dije, dispuesto a llevar a la práctica mi advertencia a la velocidad de un rayo.

Mis demás compañeros ya habían dirigido sus hojas contra los capitanes y por un instante las negociaciones estuvieron a punto de convertirse en una carnicería.

El desconocido vestido de negro torció la boca en una triste sonrisa.

—Tu determinación te honra, suizo, pero yo no tenía intención de causarle el menor daño al Santo Padre. Nunca he llevado armas. Me acerqué al Santo Padre simplemente para evitar que mis palabras secretas llegaran a oídos no autorizados.

Extendió lentamente las manos desde las anchas mangas para mostrar que no ocultaba arma alguna en ellas.

—Te damos las gracias, hijo mío —me dijo el papa Clemente—. Pero damos crédito a este forastero. Si quiere pronunciar sus palabras en voz baja, que así lo haga.

Me retiré a regañadientes y lo mismo hizo nuestro capitán Kaspar Röist y su teniente Herkules Göldli. Con sumo cuidado y en actitud vigilante, observamos cómo el desconocido vestido de negro se inclinaba hacia nuestro Santo Padre como un gigantesco cuervo que se arrojara sobre su presa. Pensé por un instante que el desconocido iba a devorar a Su Santidad allí mismo, y un frío sudor me empapó la espalda.

El Papa seguía ileso cuando el desconocido de negro retrocedió para reunirse con los capitanes, a primera vista por lo menos. Sin embargo, su rostro había adquirido un tinte ceniciento, sus ojos parpadeaban como los de un ciervo acorralado en el bosque y sus manos asían con trémulas sacudidas los brazos de su asiento. Ahora él también miró al forastero como si fuera el demonio redivivo.

—¿Y bien? —dijo el siniestro personaje en un apremiante susurro—. ¿Qué le parece la sugerencia a Vuestra Santidad?

Nuestro Santo Padre respiraba con dificultad y tuvo que hacer varios intentos antes de que sus trémulos labios pudieran articular finalmente las palabras:

—¿Quién… quién sois vos? ¿Y cómo lo sabéis?

—Mi nombre no importa, pero, si os agrada saberlo, me llaman Abbas de Naggera. El cómo lo sé tampoco tiene importancia. Lo importante es ¡que lo sé!

—¡Sólo lo podéis saber porque os habéis aliado con los poderes del mal!

El hombre vestido de negro soltó una triunfal carcajada.

—¡Entonces reconocéis que yo he descubierto la verdad!

Clemente se mordió el labio inferior y guardó silencio. Tras haberse recuperado, dijo:

—Lo que buscáis, no está aquí. Lo mandé trasladar lejos cuando los ejércitos enemigos ya se estaban acercando a Roma.

—Deberíais saber que quien miente comete un pecado, Santidad.

El Papa quería replicar algo, pero el osado personaje que se hacía llamar Abbas de Naggera le cortó la palabra:

—Sé que mentís. Y se me está acabando la paciencia. Por consiguiente, contestadme: ¿estáis de acuerdo con mi proposición o no?

No había nadie en la sala del Consistorio cuyos ojos no estuvieran pendientes del Santo Padre. Aunque sólo éste y el señor de Naggera supieran de qué estaban hablando, todos los demás teníamos claras dos cosas: lo que el personaje de negro había propuesto era algo tan monstruoso que Clemente no lo podía aceptar. Y, en caso de que éste no aceptara la proposición, sacrificaría Roma y probablemente a todos sus habitantes a la codicia y la sed de sangre de los enjambres de abandonados soldados.

Durante un buen rato pareció que el Papa no iba a tomar ninguna decisión. Pero, al final, se incorporó con un brusco movimiento, como si quisiera levantarse y arrojar a su adversario al suelo.

—¡No puedo hacer lo que vos exigís!

—En ese caso, Roma morirá —replicó el otro.

—Puede que muera Roma, pero de una cosa no cabe duda: vuestra negra alma jamás podrá alcanzar el reino de los cielos, ¡ni siquiera al cabo de mil años!

—Tal vez tengáis razón —dijo Abbas de Naggera con el semblante muy serio—. Pero allí donde yo expíe mis pecados, vos no estaréis muy lejos, Santidad.

Con esta insolencia, se volvió para retirarse y los capitanes se congregaron a su alrededor. Mientras contemplábamos cómo la comitiva abandonaba el Vaticano a lomos de sus corceles, yo intuí que algo terrible estaba a punto de abatirse sobre nosotros. Pero ahora las sombras de la tarde se interponían todavía entre nosotros y el sangriento seis de mayo. El día en que morirían casi todos mis compañeros y yo me conocería con el funesto orfebre Cellini.

Mucho después de que los enviados del duque de Borbón hubieran desaparecido al otro lado de nuestras murallas, el papa Clemente conservaba aún el temor escrito en su rostro. No el temor a aquello que amenazaba la ciudad de Roma y a todos nosotros, sino el miedo a aquellos de quienes Abbas de Naggera le había hablado en voz baja. A todos los que habíamos sido testigos de aquel encuentro —los cardenales y obispos y nosotros, los mozos de la guardia— nos exigió la promesa de guardar silencio acerca de lo ocurrido. Y si yo doy a conocer ahora este informe secreto, es porque creo que el conocimiento de aquellos singulares sucesos del año del Señor de 1527 podría tener importancia algún día lejano. Tomo la pluma con el firme propósito de que nadie deberá leer estos apuntes más que mis hijos y los hijos de mis hijos. A ellos corresponderá la decisión, por muy pesada que sea la responsabilidad que tengan que asumir ante sí mismos y ante Dios Todopoderoso, de darlo o no a conocer a otros.

Era de noche y el Santo Padre y sus altos dignatarios estaban rezando y entonando cánticos en la Capilla Sixtina para impetrar de Dios Nuestro Señor su gracia y su auxilio. En amargo contraste con sus sagrados cánticos, se oía la barahúnda de la ciudad a este y al otro lado de las murallas, donde los defensores y los sitiadores tomaban sus precauciones. Desde la colina del Janículo, tomada por los lansquenetes y los soldados, brillaba el resplandor de las innumerables hogueras que nos anunciaban la desgracia. Aquella noche apenas dormimos. Incluso los que no estaban de guardia no consiguieron pegar ojo, temiendo lo que la mañana del nuevo día traería sin la menor duda sobre Roma: el brutal asalto de las turbas.

En cuanto la pálida aurora se hubo posado sobre los tejados y los pináculos de la parte occidental de la ciudad, el enemigo empezó a ganar terreno por doquier. Animado por el redoble de los tambores y el sonido de las flautas, por los gritos de guerra y las burlonas canciones, avanzó en tal número y con tal fuerza que la caída de nuestras murallas sólo sería cuestión de unas pocas horas. Los hombres del duque de Borbón no habían permanecido ociosos durante la noche sino que, en su transcurso, habían utilizado los mimbres y los listones de las empalizadas rotas para construir con ellos unas sencillas pero extremadamente útiles escalas de asalto. Rápidamente alcanzaron el líber y sólo las pardas aguas los obligaron a detenerse en la orilla. Los mozos encargados de la impedimenta saquearon los molinos de agua y trasladaron a tierra pesados sacos de trigo antes de prender fuego a los edificios. Los imperiales transportaron al lugar piezas de artillería ya ensambladas y respondieron a nuestro fuego, el cual causó numerosas bajas entre sus filas.

Pero Dios desde el Cielo parecía habernos abandonado. Envió una espesa niebla que impidió a los hombres de nuestra artillería alcanzar sus objetivos. Protegidos por los grises velos de niebla pudieron los enemigos cruzar el Ponte Sisto y entrar en el barrio del Borgo con toda tranquilidad. Sólo ahora se pudo poner fin al combate cuerpo a cuerpo, por más que nuestras fuerzas fueran para ello demasiado exiguas. La niebla matutina aún no se había disipado cuando los enemigos de la Cristiandad pudieron irrumpir en el Vaticano.

—¡El Papa! —gritó el capitán Röist mientras los asaltantes entraban en San Pedro y en el Palacio Apostólico—. ¡Llevad a Nuestro Santo Padre a lugar seguro en el Castel Sant'Angelo!

El impresionante coloso del Castel Sant'Angelo elevaba sus poderosas murallas a través de la niebla, como si fuera un gigante invencible. Unos cuantos meses atrás, cuando los sediciosos señores de Colonna desfilaron por la ciudad a lomos de sus monturas, Su Santidad ya se había refugiado con éxito en aquel lugar. El castillo disponía de provisiones y municiones para mucho tiempo. A lo largo de la víspera se habían trasladado a la fortaleza unos grandes arcones con los efectos personales del Papa y de sus cardenales. Todo estaba preparado para volver a trasladar al jefe de la Cristiandad a lugar seguro.

—¿Dónde esta el papa Clemente? —preguntó preocupado Kaspar Röist.

—Está rezando todavía o una vez más en la Capilla Sixtina —contestó Herkules Göldli.

—Pues id en su busca y llevadlo al Castel Sant'Angelo —ordenó el capitán—. ¡Y utilizad el Passetto!

El Passetto, el pequeño pasillo, era una parte de las antiguas murallas de la ciudad del papa León IV, que el papa Nicolás III había mandado convertir en un pasadizo cubierto que unía el Vaticano con el Castel Sant'Angelo. Arriba estaban los arqueros y arcabuceros romanos sobre las murallas almenadas, disparando incesantes flechas y balas de plomo contra las huestes enemigas, que se acercaban cada vez más.

Mientras el teniente Göldli con un grupo de mozos de la Guardia se dirigía a toda prisa a la Capilla Sixtina, el capitán Röist empezó a lanzarse contra los cada vez más próximos lansquenetes. Su condición de alemanes quedaba plenamente de manifiesto a través del fuerte griterío con el cual aclamaban como Papa a aquel Lutero. Yo mismo había recibido de Röist la orden de mantener en reserva un nutrido grupo de hombres para cerrar las posibles brechas en nuestras débiles defensas. Lo cual resultó sensiblemente útil, pues los hombres de Röist estaban siendo empujados hacia atrás por un segundo grupo de enemigos. Ahora estaba en mi mano y en la de mis escasos hombres salvar al capitán y a los suyos.

Fue un brutal enfrentamiento, una sola paliza bastó para que nuestras espadas y nuestras armaduras, nuestras manos y nuestros rostros quedaran muy pronto empapados de sangre. Los compañeros murieron a mi alrededor con el valor propio de unos verdaderos suizos.

Cuando ya me había abierto camino con la alabarda entre las filas de los lansquenetes, vi a mi capitán. Sangrando a través de numerosas heridas, había caído de rodillas al suelo. Dos lansquenetes, armados uno de ellos con una espada de dos manos y el otro con una larga lanza, lo mantenían en una apurada situación mientras él se defendía valerosamente con la espada y el puñal. Acababa de apartar de sí la ancha hoja de la espada de dos manos pero ya el lancero estaba a punto de descargarle el golpe definitivo en la espalda. Yo me adelanté hacia él y lancé un poderoso grito para apartar su atención de Röist.

El lancero de barba pelirroja reparó en mi presencia y abandonó literalmente a mi capitán para volverse contra mí. Adelantando la pierna izquierda, intentó atacar y extendió hacia mí la ensangrentada punta de su arma, como si yo fuera tan tonto de echar a correr directamente hacia él. Había calculado el punto exacto en el que debería dar por finalizado mi ataque y evitar el golpe. Nada más incorporarme, dirigí rápidamente la punta de mi alabarda hacia el asta de la lanza y con su ganchudo extremo le arrebaté el arma al perplejo lansquenete. Este cayó al suelo dando un traspié. Cuando se levantó gimiendo de dolor y alargó la mano hacia la espada que llevaba al cinto, yo ya me encontraba a su lado. El hacha de acero de mi alabarda cayó sobre su espalda y partió por la mitad la coraza de su armadura. El de la barba pelirroja volvió a caer al suelo, boca abajo, a mi lado. En la siguiente arremetida, hundí la alabarda tan profundamente en su espalda que hasta pude oír el estallido de los huesos. Un terrible estremecimiento le recorrió el cuerpo antes de quedarse inmóvil y muerto a mis pies.

¿Y Kaspar Röist?

El también yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre cada vez más grande. A su lado permanecía tumbado el lansquenete que empuñaba la espada de dos manos. Sus manos aún sujetaban el puño de la espada, pero en su garganta se abría una profunda herida.

Mientras me inclinaba sobre mi capitán, cuyas heridas eran tan numerosas que ni siquiera se podían contar, éste abrió los ojos y me preguntó con un trémulo hilillo de voz:

—¿Dónde está el Santo Padre?

Miré hacia el Passetto y vi acercarse a Herkules Gödli con los suyos. Lo acompañaban cardenales y obispos y también el papa Clemente montado en un impresionante caballo blanco. Fabien Maurois, el mozo de cuadra francés del Santo Padre, llevaba las riendas del animal. Probablemente habían mandado sacar el caballo blanco para que, en caso de gran peligro, Su Santidad pudiera alejarse con más facilidad. Sin embargo, a mí no me pareció una idea demasiado feliz, pues de esta manera Clemente quedaba excesivamente expuesto a la mirada del enemigo.

—Estará con toda certeza en lugar seguro —dije, tranquilizando al capitán cuyo estado era de lo más preocupante. Sólo unos inmediatos cuidados y reposo lo podrían salvar. Huir con él de allí, recorriendo el largo camino hasta el Castel Sant'Angelo, era demasiado peligroso.

Gracias a Dios, nuestros suizos habían derrotado totalmente a los lansquenetes, aunque al precio de unas terribles bajas. Mandé acercarse a tres hombres y les pedí que llevaran al capitán a su casa bajo la custodia de su esposa, la señora Elisabeth Klinger. Allí lo trasladaron; fue la última vez que vi a Kaspar Röist. Más tarde me contaron que una turba de españoles acuchilló bárbaramente al herido en presencia de su esposa.

¡Aquellos demonios españoles!

Eran cien veces peor que los lansquenetes alemanes. Lo mismo volvió a ocurrir entonces, cuando de repente una numerosa cuadrilla de ellos se abalanzó sobre el grupo que rodeaba al Santo Padre sin gritos de guerra ni cánticos de batalla, lo cual hizo que su presencia resultara todavía más inquietante. Entonces vi la causa que los impulsaba a seguir adelante: un hombre enfundado en un hábito negro, nada menos que Abbas de Naggera, permanecía de pie detrás del numeroso grupo, señalando con el brazo extendido a Su Santidad.

Los hombres se arrojaron con fiera determinación contra Herkules Göldli, pero el valeroso teniente, que con tanta justicia llevaba el nombre del «semidiós griego», describió un círculo con su espada de dos manos y sesgó a un atacante tras otro, dejándoles con el pecho desgarrado, la garganta cortada o la cabeza cercenada. Sin embargo, los españoles no sabían ni de dudas ni de vacilaciones, como si el misterioso personaje vestido de negro les hubiera arrebatado a todos el miedo mediante un conjuro secreto. Aunque puede que la sensación de temor que emanaba de él fuera mucho más grande que el miedo a la muerte.

El caballo blanco se espantó y se abrió paso soltando fuertes relinchos por entre las filas de los incansables luchadores. Si el papa Clemente no se hubiera agarrado a sus crines, no cabe duda de que habría resbalado de la silla. Algunos españoles lo persiguieron.

Yo reuní a los pocos hombres que tenía, pertenecientes a mi cuadrilla y al grupo de Kaspar Röist que todavía estaban en condiciones de luchar, y juntos nos dirigimos rápidamente al encuentro del Santo Padre.

Un español se detuvo en seco, levantó la ballesta, apuntó brevemente y disparó. Creí perdido al Santo Padre, pero el virote de la ballesta se fue a clavar en el cuello del caballo. El corcel tropezó relinchando desesperadamente y cayó al suelo. El papa Clemente resbaló de la silla y se golpeó contra un muro.

Dos enemigos saltaron por encima del caballo que se agitaba dolorosamente en el suelo entre fuertes relinchos y fueron los primeros en llegar junto al Papa, que trataba laboriosamente de levantarse. Habrían podido arrebatarle la vida sin la menor dificultad con sus ensangrentadas hojas, pero, curiosamente, no parecían pretender tal cosa. Levantaron al Papa del suelo en su afán de atraparlo vivo. Al darse cuenta de ello, Clemente opuso resistencia y se soltó de la presa. Dio un traspié y cayó de nuevo al suelo, junto al muro. Con dos de mis compañeros, Hans Gutenberg de Chur y Ueli Zaugg de Glaris, llegué al lugar de los hechos. Nuestra superioridad pareció ser la salvación del Papa. Ueli permaneció de pie, lanzó un grito, dejó caer la espada al suelo y se sostuvo la cabeza con ambas manos. El ballestero español había conseguido cargar su arma y hacer blanco con su virote en su ojo izquierdo. El desventurado cayó al suelo y empezó a retorcerse en medio de espantosos dolores. El maldito ballestero soltó el arma y desenvainó su katzbalger, la espada propia de los lansquenetes alemanes, para acudir presuroso en auxilio de sus compañeros. Ahora la superioridad estaba de su parte.

El pensamiento de mi compañero herido me llenó de furia y me indujo a abalanzarme contra el ballestero. Mi alabarda tenía un alcance mucho mayor que el de mi espada. Antes de que él pudiera reunirse con sus compañeros, la hoja del hacha de mi alabarda le cercenó el cuello y su cabeza cayó rodando sobre su cuerpo. El decapitado español, de cuyo cuello manaba profusamente la sangre, permaneció de pie y volvió a levantar el Katzbalger para descargar un nuevo golpe antes de venirse definitivamente abajo y sufrir el final que se merecía.

Hans Gutenberg tuvo por tanto que defenderse a sí mismo y al Papa contra los otros dos enemigos. Mientras blandía la alabarda para parar el golpe de la espada de uno de ellos, el otro español decidió aprovechar la ocasión para traspasar a Hans con su partisana. Llegué justo a tiempo y conseguí romper el asta de la partisana con un rápido golpe. Mientras el soldado de hundidas mejillas contemplaba con asombro su arma destrozada, hundí la punta de mi acero en su bajo vientre. Se vino abajo y se puso a aullar como un perro apaleado.

Ahora Gutenberg se había librado del segundo español y con el asta de su alabarda se lo quitó de entre los pies. Mediante un hábil movimiento de rotación y un golpe de la hoja del hacha, le cortó al soldado la cabeza.

Nuestro Santo Padre nos dio las gracias a Hans y a mí con efusivas palabras.

Una vez más nuestros valientes mozos de la Guardia Suiza habían logrado rechazar al enemigo. El camino al Passetto estaba expedito y ya no se veía por ninguna parte al siniestro Abbas de Naggera. Como si se hubiera desvanecido en el aire tras el fracaso de su tenebroso plan. Los muertos y heridos cubrían el sagrado suelo del Vaticano. Entre ellos, muchos que más de una vez habían combatido conmigo hombro con hombro. Toda una multitud de caídos yacía cerca de la basílica, alrededor del alto obelisco rematado por la bola dorada en la que descansaban los restos de julio César.

En vano buscaba yo el cadáver del siniestro español cuando de pronto me asaltó una funesta sospecha: no había caído ni había emprendido la fuga, más bien se había retirado para regresar con un mayor número de soldados. Abbas de Naggera quería atrapar vivo al papa Clemente por un motivo que sólo ellos dos sabían.

El fragoroso rugido de un cañón muy cerca del lugar donde nos encontrábamos me arrancó de mis meditaciones y entonces grité:

—Hans, tenemos que aprovechar la ocasión. ¡Vamos a llevar a Su Santidad al Castel Sant'Angelo!

Con mi espada puse fin al sufrimiento del caballo blanco. Ueli Zaugg también gemía en el suelo, cubriéndose el rostro con las manos. Levanté vacilando la espada por encima de él, pero después la volví a guardar en la vaina. No tuve valor para librar del tormento a mi compañero de armas. No nos lo podíamos llevar con nosotros: todos nuestros cuidados tenían que ser para el Papa, que en cualquier momento podía verse amenazado por nuevos peligros.

Éste se había herido la pierna al caer, por lo que Hans Gutenberg tuvo que ayudarlo. Yo los precedía sosteniendo en alto la alabarda. Llegamos al Passetto justo a tiempo para enfrentarnos con un nuevo ataque español.

Antes de que yo me sumergiera en el interior de los fríos muros del pasadizo de la huida, reconocí una vez más allí afuera a Abbas de Naggera, que ahora permanecía sentado en la silla de un caballo negro, incitando a sus hombres con fuertes gritos. Comprendió que se le había escapado la presa y su fiera mirada se me antojó más terrible que el fogonazo de una de aquellas piezas de artillería llamadas culebrinas, cuya boca semejaba la cabeza de una serpiente o un dragón.

Las defensas levantadas por encima de nosotros en lo alto de las murallas rechazaron el ataque de los españoles, mientras el resto de los mozos de la guardia suizos, a las órdenes de Herkules Göldli, entraba en el Passetto y cerraba a su espalda el camino de la huida. Al final, llegamos al Castel Sant'Angelo, donde se apretujaban llenos de miedo no sólo soldados sino también los habitantes de Roma. La contemplación del Papa salvado del peligro les infundió nuevos ánimos. Sin embargo, lo que más me dolió mientras Herkules Göldli pasaba lista fue que, de ciento ochenta y nueve suizos, sólo quedaban cuarenta y dos.

El Vaticano se encontraba en manos enemigas y por encima del Palacio ondeaba la bandera amarilla del emperador Carlos con el águila negra de dos cabezas. Más allá de las recias murallas del Castel Sant'Angelo, toda Roma parecía haber sido arrasada por los imperiales. Las nieblas matinales ya se habían disipado cuando yo me situé en el baluarte de Mateo en compañía de Herkules Göldli y Hans Gutenberg y contemplé el espectáculo. Por todas partes ardían hogueras y se elevaban al cielo numerosas columnas de humo que cubrían el cielo de Roma cual si fueran nubes negras. Nuestras defensas abrían constantemente grandes brechas en las filas de los soldados y los lansquenetes. La puerta principal de la fortaleza permanecía abierta y ofrecía cobijo a los romanos que buscaban protección. Lástima y compasión era lo que inspiraban los atemorizados rostros cubiertos de heridas y ennegrecidos por el humo de las hogueras de las figuras que, con las últimas fuerzas que les quedaban, cruzaban la entrada del castillo arrastrando los pies.

Mientras nuestros baluartes, con sus arcabuces, sus bombardas, sus morteros y sus culebrinas, mantenían alejado del Castel Sant'Angelo al grueso del enemigo, algunos pequeños pelotones de asalto imperiales, con unos cuantos efectivos a caballo que habían conseguido salvarse de las balas, trataban de penetrar en nuestra fortaleza al abrigo de la corriente de refugiados. Uno de los hombres —una vez más el maldito español— consiguió llegar hasta la puerta. Era un grupo a caballo en medio del cual pude distinguir a Abbas de Naggera. Iba vestido con su negro hábito de costumbre, pero la cogulla le había resbalado de la cabeza.

Dejé a Göldli y a Gutenberg allí donde estaban y eché a correr soltando un reniego muy poco cristiano, salté por encima del adarve hacia la puerta y le grité al guardián que bajara de una vez el rastrillo.

En realidad, el tamaño de las huestes del siniestro español había aumentado significativamente. Un considerable número de soldados de a pie se había congregado a su alrededor como llovido del cielo. Probablemente se habían hecho pasar por fugitivos. Sólo a nuestros ballesteros que estaban apostados en las dos capillas de las procesiones a la entrada del puente, y cuyos virotes habían alcanzado merecida fama entre los españoles, pudimos agradecer que los taimados atacantes no cruzaran la puerta.

Al final, el rastrillo bajó hasta el suelo y los últimos refugiados consiguieron entrar por lo pelos. El fiero rostro del señor de Naggera, que tan cerca había estado de alcanzar su objetivo, se torció en una mueca de cólera.

Le arrebaté el arma ya cargada a un arcabucero que se encontraba a mi izquierda y apunté contra el español. Pensé con rapidez: aquel hombre era un demonio o no le andaba muy lejos. Borrar su rostro de la faz de la tierra se me antojaba un servicio más grande que la muerte de cien soldados. En cuanto vi el negro hábito delante de mi cañón, efectué un disparo.

Una nube de pólvora me envolvió, los ojos me escocieron y me empezaron a llorar. En cuanto pude ver de nuevo con claridad, Abbas de Naggera estaba intentando conseguir por todos los medios que su caballo volviera a obedecer sus órdenes. Estaba claro que mi bala se había incrustado profundamente muy cerca del negro corcel.

—El tiro no ha estado mal, aunque un tanto precipitado —tronó a mi espalda una alegre voz. Correspondía a un mozo de lozano y juvenil rostro, bajo cuyo gorro profundamente encasquetado asomaban unos rebeldes bucles. Su refinado atuendo estaba sucio y presentaba varios desgarrones, y su semblante se veía ennegrecido por la pólvora. Sostenía en la mano un arcabuz con un cañón tan reluciente como un espejo—. Contáis con todos los requisitos para convertiros en un buen tirador, mi buen suizo, pero aún tenéis que aprender a no dejaros llevar por la impaciencia. Si hubierais esperado un poco más, habríais dado no entre los cascos del caballo negro, sino justo entre los ojos del jinete. Creo, sin embargo, que habíais puesto la mira en el extraño sujeto de la capa.

—Pues sí, en efecto —mascullé.

Me enfureció haber errado el tiro. Abbas de Naggera acababa de recuperar su caballo y se estaba dirigiendo con él desde nuestra fortaleza al Vaticano. Sus hombres lo seguían. Tuve la certeza de que no sería la última vez que me lo encontrara.

Me molestaba, además, que el descarado mozo que había llegado con los últimos grupos de fugitivos se atreviera a darme consejos. No era en modo alguno un soldado, sino un orfebre y escultor. Conocía su rostro y su nombre, pues trabajaba para el papa Clemente. Benvenuto Cellini era natural de Florencia, donde, según se decía, no convenía que se dejara ver demasiado a causa de toda una variada serie de disputas.

Por otra parte, no llevaba un arcabuz simplemente para presumir. Debía de ser un tirador muy estimable y, durante la gran peste, para huir de la ciudad infestada, se había ido a las ruinas donde había perfeccionado sus aptitudes de tirador con la caza de palomas.

—Este curioso español del caballo negro parece que ha sido el jefe de la jauría, un hombre importante sin duda —añadió serenamente Cellini como si aquél fuera un día como cualquier otro, como si no estuviéramos rodeados de millares de enemigos—. Es verdaderamente una lástima que no os hayáis encontrado, de otro modo, estos perros de aquí afuera habrían perdido hoy a dos importantes cabecillas.

—¿Qué queréis decir? —rezongué indignado.

—Bueno, puesto que tan amablemente me lo preguntáis, os lo contaré de muy buen grado. —Adoptó la postura de alguien que quisiera dar a conocer su mensaje a una inmensa multitud—. Esta mañana estaba yo en casa de Alessandro del Bene, que nos había rogado a mí y a mis amigos que vigiláramos su mansión. Mi amigo Alessandro y yo nos fuimos con dos acompañantes a efectuar un reconocimiento con el fin de averiguar hasta dónde habían avanzado los asesinos imperiales y, de esta manera, llegamos al Campo Santo, cerca de donde ellos se encontraban. A continuación, decidimos regresar a la seguridad de nuestras posiciones, pero yo no quería alejarme del campo sin luchar y propuse enviarle al condenado enemigo por lo menos una buena salva. De hecho, fueron dos salvas, en cuyo transcurso yo decidí poner la mira en un hombre que, a pesar de la niebla, destacaba con toda claridad por encima de los demás. No sé si ello se debió a que el hombre iba a caballo o a que yo le vi con tanta claridad porque llevaba un deslumbrante ropaje blanco sobre la armadura. El caso es que el hombre cayó y sus gentes lanzaron unos comprensibles gritos. Durante la retirada, un soldado romano nos comunicó que mi plomo había acertado a caer en el conde apátrida.

—¿En el conde Carlos de Barbón? —le pregunté casi sin resuello.

Cellini soltó una carcajada de satisfacción.

—Ni más ni menos.

—¿Y… ha muerto?

—Sus heridas eran tan graves que tardó muy poco en morir. Si queréis que os lo diga, el jefe de esta vergonzosa chusma tendría que haber sufrido mucho más. —Cellini reprimió un profundo suspiro—. Que así sea. Gracias a Dios, y eso es lo más importante, ¡ya está muerto!

Pareció alegrarse profundamente, pero yo tuve una mala corazonada. Desde que Georg von Frundsberg abandonara a sus lansquenetes, las soldadescas dependían cada vez más del orden. Nuestros espías habían informado que en marzo Frundsberg había intentado en vano apaciguar a sus lansquenetes enfurecidos por el impago de sus soldadas. Su insurrección lo había irritado de tal manera que había sufrido un ataque de apoplejía. Perdidas el habla y la fuerza, hubo que volver a trasladar al viejo Georg a Ferrara. Desde entonces Carlos de Borbón había dirigido el ejército más mal que bien. Creía que los hombres sólo le obedecían cuando les daba la gana. En cualquier caso, él había sido el único cuya voz les había impedido cometer las peores atrocidades. Ahora que él ya no estaba, yo veía desaparecer cualquier esperanza de salvación para Roma. Y para nosotros.

La necia sonrisa de Cellini daba a entender que no comprendía el alcance de su vanidosa acción. Por eso le dije:

—Ambos tenemos mucho que aprender. Yo disparo sin dar en el blanco, pero vos lo hacéis sin pensar.

Una curiosa mirada se cruzó con la mía, como si aquel zoquete necesitara tiempo para comprender mis palabras. Su sonrisa se apagó.

—Lo que ocurre es que sois un envidioso, suizo. ¡Lo que más me gustaría es poder desafiaros!

Señalé por encima del pretil la otra orilla del río.

—Mejor será que desafiéis a los del otro lado. Esos seguro que no os rechazarán.

—¡Envidioso! —gritó y, sosteniendo en alto su arcabuz, se alejó a grandes zancadas.

Miré hacia la otra orilla del líber, donde los imperiales corrían por las calles prendiendo fuego a las casas. Se me ocurrió pensar que aquel terrible seis de mayo iba a ser el principio del mal. Pero no imaginaba los peligros que me esperaban, ni tampoco el destacado papel que el muy presumido de Cellini iba a desempeñar en mi aventura.