III

Fue como salir de un banco de niebla. Los velos estaban desapareciendo muy despacio y el mundo estaba recuperando sus definidos perfiles con la misma desesperante lentitud. Lo primero que vio fue el color negro mate de las pantallas de la lámpara de dos bombillas del techo. La lámpara estaba apagada pero, aun así, la luz de su habitación era tan clara como la del día. Giró la cabeza. En la pared junto a la cama colgaban tres fotografías, ya descoloridas por el sol.

La más antigua mostraba a una pareja de novios delante de un fondo de estudio fotográfico; ambos se abrazaban un poco cohibidos y esbozaban también una cohibida sonrisa ante la cámara. El velo de novia enmarcaba un bello y virginal rostro de grandes y expresivos ojos. Dos mechones de cabello castaño rojizos que se escapaban del velo contribuían a arrebatarle al rostro su solemnidad. El novio, con el cabello negro cuidadosamente cortado, era, a pesar del frac que vestía, un soldado de la cabeza a los pies. Su porte era tan rígido y envarado como si se hubiera tragado el asta de una alabarda. Sus rasgos faciales eran regulares, severos y reservados a pesar de la sonrisa. Decían que Alexander se parecía mucho a su padre, no sólo físicamente sino también por carácter. La fotografía se remontaba a más de treinta años atrás. Menos de un año después de su boda Isabelle Rosin murió al dar a luz a Alexander. Alexander se pasó los tres primeros años de su vida en casa de los padres de su madre, tras lo cual lo enviaron a un internado. Markus Rosin, como miembro viudo de la Guardia Suiza, no habría podido atender debidamente a su hijo. Y ni una sola vez se le había pasado por la cabeza la posibilidad de abandonar su profesión. Los Rosin llevaban varias generaciones siendo soldados y guardias suizos. Y se enorgullecían de ello.

Sobre todo, Markus Rosin. Había servido con tal entrega al Santo Padre que fue el primer Rosin en ascender al puesto de comandante de la Guardia. La segunda fotografía lo mostraba impecablemente vestido con su uniforme de gala en compañía del último Papa en el patio de San Dámaso, durante su toma de posesión como comandante. Eso había ocurrido hacía trece años. Alexander, que asistía orgullosamente a la ceremonia entre el público, aún parecía escuchar cómo su padre había impartido su primera orden del día en tres idiomas:

—Viva il Papa! Es lebe die Schweiz! Honneur et fidelité!

La tercera fotografía correspondía a tres años después. Esta vez Alexander vestía el uniforme del ejército suizo y su padre había asistido a la jura de bandera de los reclutas. El fotógrafo había captado el momento en que el padre le tendía la mano al hijo para felicitarlo. Aunque la instantánea estaba un poco marchita, se distinguía con toda claridad la rigidez y el envaramiento de Markus Rosin, como si no se encontrara del todo a gusto. Siempre le ocurría lo mismo cuando vestía de paisano.

Los encuentros entre padre e hijo no habían sido muy frecuentes e incluso durante las pocas vacaciones que ambos habían pasado juntos no habían conseguido romper el hielo. Unos cuantos días y noches en común no bastaban para modificar la situación: cada cual vivía su propia vida. Entre tanto, Alexander había lamentado que jamás hubieran podido estar más unidos.

Se habían visto por última vez el día de su jura de bandera. Poco después el comandante Markus Rosin había muerto inesperadamente y su hermano menor Heinrich le había sucedido en su puesto de comandante de la Guardia. Heinrich Rosin también había sido el que había empujado a Alexander a prestar su servicio militar en la Guardia. La víspera de la jura de Alexander como guardia —ceremonia que siempre se celebraba el día seis de mayo—, el tío le había expresado su esperanza de que él fuera algún día el tercer comandante de la Guardia que ostentara con orgullo el apellido Rosin. Desde hacía quinientos años los Rosin habían prestado servicio en la guardia papal, desde que Albert Rosin de Zurich, a las órdenes del capitán Kaspar Röist, protegiera al Papa contra los lansquenetes alemanes y los soldados españoles.

—¿Cómo te va, Alexander? —Por primera vez, Alexander se dio cuenta de que no estaba solo. Utz Rasser permanecía sentado con su uniforme de diario junto a la mesita sobre la cual descansaba su boina, hojeando el último número de Facts; Alexander estaba abonado a aquella revista de su país. Utz miró con semblante preocupado a su compañero—. El esparadrapo es casi tan grande como tu cabeza, hermano. Quienquiera que fuera el cerdo, te ha dejado hecho polvo.

Los cerdos —dijo Alexander, tras haber recuperado sus recuerdos.

Se tocó cautelosamente la parte posterior de la cabeza y pasó la mano por encima del voluminoso apósito.

—Eran más, por supuesto. Lo habría tenido que imaginar. Por uno solo Alexander Rosin no se deja avasallar. —Utz dejó la revista sobre la arañada superficie de la mesa y le miró sonriendo—. ¿Te duele?

—No, no mucho, sólo una sorda presión.

—El médico te ha dado algo contra el dolor. Los comprimidos están encima de la mesa, por si la cosa fuera a peor. Volverá a visitarte a última hora de la tarde.

—¿Por qué?

—¿Que por qué, King Kong? Podrías tener, por ejemplo, una bonita conmoción cerebral. ¿Qué es lo que ocurrió en realidad?

Cuando Alexander finalizó su relato, Utz soltó un reniego merecedor de una visita al confesionario.

—¡Lástima que yo llegara demasiado tarde!

—No me vengas ahora con adivinanzas, Utz.

—Cuando terminó mi servicio de guardia, bajé una vez más a la armería. Estaba preocupado por… por…

—Por los asesinatos.

—Sí. Cuando vi la puerta abierta, la cosa cambió. Fui corriendo al sargento de servicio y pedí refuerzos. Tú estabas tendido al lado del tajo, inconsciente y con una herida sangrante en la parte posterior de la cabeza. En un primer momento, ¡pensé que había habido otro muerto!

—¿Mangaron algo los dos tipos?

Utz apoyó el codo derecho sobre la superficie de la mesa y se sostuvo la barbilla con la mano.

—Bien lo puedes decir. Faltaba el registro de salida de las armas de fuego.

—¡En tal caso, ya no se puede saber si hubo irregularidades en la entrega y la devolución de las SIG!

—¡Tú lo has dicho, príncipe sabio! —suspiró Utz, añadiendo a su lista para el confesionario otro asqueroso reniego—. Ahora todo me lo echarán en cara a mí. No puedo demostrar que actué correctamente.

—Estoy seguro de que no has incurrido en ninguna falta. ¿Pero por qué iba alguien a robar el registro?

—Puede que para que se sospechara de mí.

—O tal vez para colocar a alguien en el disparadero. ¿Y qué hay de tu suplente en la armería?

—¿Mark Tanner? —Utz meneó la cabeza—. Siempre se le ha elegido para el puesto por ser un hombre de la máxima confianza.

—Pero es un suizo del Valais, como Danegger. Los dos proceden del Bajo Valais, si no recuerdo mal. Ambos estaban muy bien compenetrados.

—Desde que se hicieron amigos… aunque eso no significa automáticamente que haya habido complicidad.

—¿Y si Tanner le hubiera hecho un favor a su amigo sin sospechar su intención?

—Eso significaría que es un tonto de remate. ¡Una SIG con el cargador lleno no se pasea por ahí sin una finalidad determinada!

La conversación le estaba provocando a Alexander más preocupaciones que su herida, la cual sólo le producía unas constantes pulsaciones.

—Esperemos que la investigación nos permita descubrir la verdad —dijo, lanzando un suspiro.

—¿Qué investigación?

—¡Qué pregunta tan tonta, Utz! La investigación de los asesinatos, naturalmente.

—Hoy se dará oficialmente por cerrada. Wetter-Dietz ha convocado una rueda de prensa para esta tarde. Las grandes cadenas de televisión y las emisoras locales informarán en directo. Eso es algo muy distinto de los desfiles de siempre y las noticias de cada día. Puede que también lo transmitan en diferido.

Monsignor Wetter-Dietz era el portavoz del Vaticano, un alemán cuyos comunicados de prensa solían ser tan ásperos como él. Pero, al mismo tiempo, tenía fama de ser un genio de las lenguas, por lo que el cargo le iba como anillo al dedo. Sin embargo, ¿de qué servía hablar diez o doce idiomas cuando el mensaje que se transmitía con ellos era tan seco como una hostia consagrada?

Sólo de pasada se enteró Alexander de que hoy estaban a primero de mayo. Lo que Utz le había dicho acerca del resultado de la investigación sobre los asesinatos lo había dejado perplejo.

—¡Una cosa así no se puede resolver en un día!

—El Vaticano sí puede. Las controvertidas manifestaciones del nuevo Papa ya han levantado suficiente polvareda.

No podría haber peor momento para unos asesinatos sin resolver en el Vaticano. Por eso la Secretaría de Estado del Vaticano ha decidido terminar cuanto antes con el asunto.

—¿La Secretaría de Estado o el cardenal Musolino?

Utz contestó a su vez con una pregunta más que justificada:

—¿Acaso hay alguna diferencia?

Tras una breve pausa, Alexander volvió a la carga:

—En caso de un asesinato en el ámbito de la Guardia, el comandante de la Guardia —o su sustituto— también tiene algo que decir. Musolino no se atreverá a tomar una decisión pasando por encima de Von Gunten.

—Bueno, Su Eminencia se atrevería a eso y a mucho más, pero no tiene por qué hacerlo. Nuestro nuevo comandante provisional —Musolino ha confirmado a Von Gunten en el cargo— ha respaldado la decisión de Su Eminencia. Lo sé a través de Schnyder, que me ha facilitado la noticia fresquita.

El teniente coronel Roland Schnyder prestaba servicio como oficial en la Comandancia de la Guardia, por cuyo motivo siempre estaba muy al corriente de todos los acontecimientos secretos.

Las manos de Alexander se hundieron en la colcha.

¿Eso significa que Musolino ha comprado la aquiescencia de Von Gunten, asegurándole la sucesión en el puesto de mi tío?

Utz ni siquiera se inmutó.

—Decir directamente semejante cosa sería desde un punto de vista penal una clara difamación o una calumnia. Y desde el punto de vista del servicio sería una falta disciplinaria de padre y muy señor mío.

—Comprendo —rezongó Alexander incorporándose en la cama—. Actuaré con diplomacia.

—¿En qué?

—En mis tratos con nuestro nuevo comandante.

—¡El médico te ha prescrito reposo absoluto en la cama!

—¡Ayúdame a vestirme!

Alexander se quedó petrificado en cuanto entró en el despacho del comandante de la Guardia. Heinrich Rosin ni siquiera llevaba veinticuatro horas muerto y Antón Von Gunten permanecía sentado con tanta seguridad en el negro sillón de cuero detrás del escritorio como si llevara siglos ocupando aquel lugar. El espectáculo fue para Alexander más un motivo de desagrado que de asombro. Era un secreto a voces que Von Gunten se consideraba el mejor comandante del mundo.

Según una antigua tradición, los comandantes de la Guardia procedían de la aristocracia suiza, a la que pertenecía Von Gunten. En los tiempos más recientes había habido algunas excepciones a esta tácita norma y así había ocurrido en los casos de Markus y Heinrich Rosin. Los clérigos y los hombres perteneciente a la aristocracia suiza jamás lo habían visto con buenos ojos y se debían de haber alegrado enormemente ante el nombramiento oficial de Von Gunten como nuevo comandante.

El espacio recordaba un museo del terruño. En la pared colgaban muy apretujados el uno al lado del otro los retratos de los comandantes de la Guardia, empezando por el primero, Kaspar von Suenen, que había permanecido al frente de la Guardia entre 1506 y 1517, y su sucesor Markus Röist que, para poder conservar su cargo de alcalde de Zurich, había enviado a Roma como suplente suyo a su hijo Kaspar, a quien correspondía el tercer retrato. El último retrato, un cuadro tan decididamente realista como una imagen fotográfica, mostraba a Markus Rosin. Muy pronto se añadiría a los demás el retrato de Heinrich Rosin.

Alexander conocía los rostros sin necesidad de leer los correspondientes nombres que figuraban debajo. Von Suenen, Von Meggen, Segesser von Brunegg, Pfyffer von Altishofen, Meyer von Schauensee; familias nobles suizas que habían dado más de un comandante. ¿Estaría deseando Von Gunten fundar una nueva dinastía?

—Siéntese, Alexander, déjese de cumplidos. —El teniente coronel señaló el sillón de las visitas. Reprimiendo una sonrisa, añadió—: No sé si regañarle porque, en contra del consejo de los médicos, ya anda por ahí como si nada, o si alabarle porque su sentido del deber es más grande que sus dolores. ¿Me quiere usted contar lo que ocurrió en la armería?

Alexander le repitió lo que ya le había contado a Utz Rasser.

—Unos hechos extremadamente graves —dijo Von Gunten, lanzando un suspiro—. Y tanto más preocupantes por cuanto se han producido coincidiendo con este doble asesinato tan espantoso.

—Y no sólo por la coincidencia —objetó Alexander, inclinándose hacia adelante—. Más importante me parece el nexo entre ambos asuntos.

—¿Cuál sería, según usted? —preguntó el teniente coronel en tono de inocente curiosidad.

—Con el debido respeto, es algo que se nos ha escapado de las manos.

—¿Se refiere a la desaparición del registro de armas?

—Exactamente.

Von Gunten se encogió de hombros.

—No es posible que Danegger se lo llevara.

—No. El tampoco fue mi atacante. Lo ocurrido demuestra que tenía cómplices… siempre y cuando él sea el responsable de los asesinatos.

—¿Cómo puede usted dudarlo, Alexander? Usted vio los cadáveres. Y el arma que empuñaba la mano de Danegger.

—Más aún, agarré a Danegger porque quería ver el arma. ¿Lo recuerda, mi teniente coronel?

—Sí, yo estaba presente.

—Y usted sabe también lo mucho que llovió anoche.

—Pues sí. ¿Pero eso qué tiene que ver?

—Danegger debió de venir al cuartel. Habría tenido que estar chorreando, pero yo sé que estaba completamente seco. ¿Cómo lo explica usted?

Von Gunten volvió a encogerse de hombros.

—A lo mejor, llevaba un paraguas.

—¿Alguien encontró un paraguas junto al cadáver?

—No, que yo sepa. Pudo dejarlo en algún lugar de la casa.

—En tal caso, alguien tendría que haberlo encontrado.

—¿Y también le expresará mis dudas?

—De ninguna manera. Los hechos hablan por sí solos. Danegger sostenía en la mano el arma del delito y tenía un móvil.

—No sé —murmuró Alexander en tono dubitativo—. Usted dice que la víspera mi tío quería degradar con deshonra a Danegger. Yo mismo había hablado dos días atrás con mi tío acerca de Danegger, pero él no me había comentado nada al respecto.

—Las reflexiones que se suelen hacer aquí no las proclamamos a los cuatro vientos.

—En tal caso, Danegger tampoco debía de saber nada acerca de ellas, lo cual significa que hay que descartarlas como móvil de los asesinatos.

—Puede que el comandante Rosin le hiciera algún comentario con el fin de hacerle entrar en razón. Pero el chico era muy irascible y se lo tomó a mal y eso les costó la vida a su tío y a su tía.

Alexander tuvo la impresión de estrellarse contra un muro de hormigón armado.

—Pero los dos desconocidos de la armería —insistió una vez más—, ¿qué pintan en todo eso?

—Yo soy un soldado, no un policía, pero sospecho que no tienen nada que ver con el asunto.

—No lo creo, puesto que precisamente se llevaron el registro de salidas de las armas de fuego.

—Pudo ser una maniobra de distracción. Quisieron utilizar el hecho sangriento para ocultar sus propias intenciones.

—¿Y qué clase de intenciones eran esas?

—Me temo que eso jamás lo sabremos puesto que, al final, usted los ahuyentó. En cualquier caso, aparte el registro de las armas y la SIG de Danegger, no se ha denunciado el robo de ningún otro objeto.

Alexander clavó los ojos en los de su interlocutor.

—Mi teniente coronel, aunque usted no comparta mis dudas, ¡le ruego que no cierre todavía las investigaciones sobre este caso de asesinato!

Durante una breve eternidad llena de silencio, las miradas de ambos hombres se cruzaron hasta que Von Gunten se levantó de su sillón con un brusco movimiento. Casi automáticamente se alisó con las manos el uniforme. Parecía un maestro delante de la pizarra cuando se situó junto a la galería de retratos de los comandantes y señaló los cuadros.

—Aquí hay más fama y honor reunidos que en muchos grandes ejércitos. Los suizos siempre se han mantenido fieles al Santo Padre con riesgo de su vida y a menudo también con la ofrenda de su muerte. Dios sabe a cuántos momentos difíciles ha sobrevivido la Guardia y, sin embargo, Su Santidad siempre ha podido confiar en su fidelidad. Lo que ocurrió anoche puede haber hecho tambalearse por primera vez la confianza del Papa en nosotros. ¿Cómo se puede fiar de un cuerpo de vigilancia cuyos miembros se matan unos a otros a tiros? Sólo hay un medio para zanjar este asunto. Tenemos que disipar las oscuras nubes que se ciernen sobre nuestro honor y nuestra formalidad, ¡y cuanto antes, mejor!

—¿Aunque subsistan las dudas acerca… del carácter de dichas «nubes»?

—¿Dudas? —gritó Von Gunten cual si fuera el instructor de un campo de ejercicios—. Yo no tengo la menor duda acerca de lo ocurrido. Y el inspector general Parada tampoco la tiene. Si el jefe de seguridad del Vaticano considera aclarado el asunto, no veo ningún motivo para no prestar mi conformidad. Muy al contrario, yo…

El melodioso timbre del teléfono lo interrumpió. El teniente coronel contempló por un instante su escritorio con expresión irritada. Después habló con el mismo tono de voz contrariado que había utilizado para hablar con Alexander. Al mismo tiempo tragó saliva fuertemente y adoptó una actitud más ceremoniosa.

—Sí, ya está mucho mejor —dijo casi tartamudeando—. Ahora mismo está conmigo, Santidad. —Volvió a tragar saliva y tartamudeó—: S… sí, ahora mismo tomaré las medidas necesarias, Santo Padre.

Colgó como si estuviera en las nubes.

—¿Santo Padre? —repitió Alexander.

—Sí, casi no lo puedo creer. Ha llamado personalmente. Nos esperan todavía unas cuantas sorpresas.

Von Gunten estuvo casi a punto de santiguarse.

—Nada ortodoxas, eso seguro —dijo Alexander—, pero creo que Juan Pablo I también utilizaba personalmente el teléfono.

—Pero el Papa Custos tiene ocurrencias todavía menos ortodoxas. Quiere verle, Alexander.

—¿A mí? Pero si yo no soy más que un simple cabo de la Guardia.

—Eso dígaselo usted al Santo Padre.

—¿Cuándo?

—Ahora.

Cruzaron el patio de San Dámaso. El diluvio era todavía más intenso, pero Alexander apenas se daba cuenta. Siguió como hipnotizado a su jefe y trató una vez más de comprender cómo había podido el teniente coronel rechazar sus dudas acerca de la culpabilidad de Danegger sin pestañear siquiera. Y al mismo tiempo se preguntó por qué motivo quería el Santo Padre hablar con él.

El hecho de que, con el cardenal Jean-Pierre Gardien, hubiera accedido a la cátedra de San Pedro un hombre de ideas fuera de lo común quedó claramente de manifiesto en su primera alocución después de la ceremonia de su coronación. Casi nadie esperaba que el nuevo Papa fuera el primero en pedir perdón por las faltas de sus antecesores y también, casi como anticipo de lo que iba a ocurrir, de las suyas propias. Había anunciado que la Iglesia Católica en los comienzos del nuevo siglo recorrería otros caminos y reflexionaría acerca del significado de la doctrina de Jesucristo. Unas palabras que habían desencadenado toda suerte de conjeturas.

El papa Custos repartía lo insólito al por mayor. Pocos días después de su elección, había explicado que tenía intención de organizar un encuentro entre los dirigentes de todas las grandes religiones con el fin de poder encontrar la manera de superar los conflictos religiosos en todo el mundo. Posteriormente, durante un programa vespertino en directo en televisión había contestado a una encuesta telefónica acerca del tema «¿Es el sexo duro mejor que el tierno amor?». Los telespectadores habían escuchado perplejos cómo Custos explicaba, hablando con toda sinceridad, que él no era naturalmente versado por experiencia en el tema pero suponía que algo que fuera duro y permanente tenía que ser más agradable que algo que fuera tierno; y no se estaba refiriendo precisamente a su almohada. Muchos se rieron de buena gana, la prensa ya había encontrado el titular para el día siguiente y a la gente le encantó la sinceridad del Papa. La Curia se echó a temblar, pensando en cuál sería el siguiente paso.

El Palacio Apostólico se tragó a los dos hombres y un ascensor los condujo hasta el tercer piso. Allí se encontraban los aposentos privados del Papa, custodiados por dos guardias suizos y dos gendarmes. Los cuatro se cuadraron ante el comandante, aunque el saludo de los hombres de la Vigilanza dejó un poco que desear. El rechoncho hombre de rubicundo rostro y cabello pelirrojo que hizo señas a Alexander y Von Gunten de que se acercaran era un nuevo motivo de comentario acerca de las insólitas ideas y los métodos del nuevo Papa. Don Ovasius Shafqat ya era antes de la elección papal el secretario privado del cardenal Gardien. A un cardenal se le habría podido hacer ver que estaba confiando en un borrachín irlandés —pues ésta era precisamente la fama que tenía Shafqat—, pero al Papa decididamente no.

En una pequeña pero cómoda zona de espera con plantas ornamentales tan altas como un hombre, asientos de mimbre y un bien abastecido revistero, Shafqat echó un zarpazo de una de sus garras cubiertas de vello pelirrojo. Más que el levantamiento de una barrera, fue una invitación a sentarse.

—Si tiene la bondad de esperar aquí, comandante… Su Santidad sólo me ha expresado su deseo de hablar con el cabo Rosin.

Von Gunten se sentó con expresión petrificada. Había confiado con toda su alma en que —en el supuesto de que la visita de Alexander al Papa tuviera algo que ver con los acontecimientos de la víspera—, él también fuera recibido por el Santo Padre.

Alexander siguió al clérigo irlandés a través de una espaciosa sala y se notó una sensación de flojera en las rodillas. Una cosa era desfilar en formación delante del Papa o montar guardia delante de su palacio y otra muy distinta mantener con él una conversación privada. Shafqat se acercó a una alta puerta de madera maciza y llamó fuertemente con los nudillos. Tras un lacónico «adelante» desde el otro lado, Shafqat abrió, franqueó la entrada a Alexander y cerró la puerta por fuera.

La cuadrada sala era la estancia de trabajo privada del Papa y también su biblioteca privada. Las paredes estaban cubiertas del suelo hasta el techo de estanterías llenas de libros. Se aspiraba un anticuado olor a papel, pegamento y tinta de imprenta. El Papa permanecía de pie junto a una pequeña escala de mano, hojeando un libro. Entonces lo apartó a un lado y se volvió con excesiva rapidez hacia su visitante: la escala de mano se tambaleó y con ella el Santo Padre. Con su blanca sotana y los brazos extendidos como pidiendo ayuda, parecía un gigantesco pájaro blanco temeroso de alzar el vuelo. Alexander se acercó presuroso y sostuvo con las manos las caderas del Santo Padre. Este se apoyó en los anchos hombros del guardia y consiguió levantarse y ponerse a salvo en terreno más seguro.

—Es lógico que así sea —dijo en su lengua natal.

—¿Cómo? —soltó Alexander antes de darse cuenta de que no era correcto que hablara con tanta familiaridad con el Santo Padre sin un previo saludo.

—Que la Guardia Suiza sea el apoyo de la Santa Sede. Usted lo acaba de demostrar, hijo mío.

Alexander hincó la rodilla y besó el Anillo del Pescador del Papa. Este lo levantó inmediatamente del suelo.

—Tengo que rendirle homenaje sobre todo por lo que anoche tuvo usted que soportar, cabo Rosin. Tome asiento, se lo ruego.

Alexander lo siguió hasta dos pesados sillones de cuero marrón entre los cuales había una mesita auxiliar con una botella de coñac y dos copas. El Papa hizo un gesto de ofrecimiento.

—Bueno, supongo que no le está permitido tomar una copa vestido de uniforme.

—Pues no sé —contestó Alexander, perplejo—. Usted… quiero decir que usted, Santidad, es el comandante supremo.

El Papa soltó una seca carcajada.

—Tengo que acostumbrarme todavía a muchas cosas. No sólo a ser el jefe de la comunidad de creyentes más grande de este planeta, no, sino al hecho de que el ejército más pequeño del mundo también obedece mis órdenes. Al mismo tiempo, no ejerzo ningún dominio sobre un solo destacamento militar. ¡A su salud! ¡Es una orden!

Ambos bebieron y a Alexander le sentó muy bien. Una sensación de calor le recorrió el cuerpo. En el momento de acudir en auxilio del Papa, notó que la debilidad de sus piernas se intensificaba y que una punzada de dolor le traspasaba la cabeza. Ahora, sentado cómodamente en el sillón y con el coñac papal en el estómago, se seguía sintiendo un auténtico inútil, pero un poco mejor.

—No puedo decirle cuánto siento la terrible historia de su tío y de su tía. —El Papa pasó a utilizar el francés y pareció saber o adivinar que el suizo dominaba aquel idioma mejor que el italiano—. En los últimos días había mantenido intensas conversaciones con el comandante Rosin y ambos nos habíamos compenetrado muy bien. Es muy duro haberle perdido. Para usted mucho más que para mí.

Alexander le dio la razón pero no comprendió adonde quería ir a parar su anfitrión. Por una parte, toda aquella ostentación de una reunión en privado se le antojaba un poco exagerada si es que el Santo Padre sólo quería manifestarle su pésame; pero, por otra, había algo más en las palabras del Papa. De manera subliminal lo percibía, pero, cuando pretendía sacarlo a la luz, un punzante dolor le volvió a traspasar la cabeza. Fue como cuando aquella noche un puñetazo le había golpeado la parte posterior de la cabeza y él había experimentado la sensación de que le partían el cráneo por la mitad.

La copa se le escapó de la mano sin fuerza, el coñac se derramó sobre la alfombra de color claro. Alargó la mano hacia la copa pero su cuerpo se movía como a cámara lenta, arrastrándose muy despacio y con torpeza. Cuando finalmente consiguió ponerse en marcha, ya no pudo detenerse. Cayó hacia adelante y resbaló del asiento. A su alrededor, todo se empezó a distorsionar, aumentó de tamaño, se encogió y perdió los contornos en un confuso perfil, como un desierto bajo un sol implacable.

Y allí estaba el gigantesco pájaro blanco inclinándose hacia él. Alexander percibió cómo las manos del Santo Padre le acariciaban dulcemente la cabeza. Lentamente y con cuidado los dedos se deslizaron sobre su piel como siguiendo unas huellas secretas que sólo el Papa pudiera distinguir.

El dolor se fue mitigando, cedió el lugar a un suave calor como el que previamente le había recorrido el cuerpo con el coñac. Sólo que el calor de ahora era mucho más intenso y omnipresente. Se sintió envuelto por él como por un manto de amor y seguridad. La sensación de protección y de amor que lo rodeaba mitigó el dolor y la aflicción. Cerró los ojos y pensó que ojalá aquella sensación perdurara eternamente. Todos los demás pensamientos y emociones perdieron su significado. Jamás hubiera imaginado que el amor y la confianza pudieran ser más importantes que la cólera, el temor y la duda.

Cuando volvió a abrir los ojos, aún estaba tumbado en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo del Papa, el cual lo estaba contemplando con una preocupada sonrisa en los labios.

—¿Ya se encuentra un poco mejor, Alexander? Me parece que ha confiado excesivamente en sus fuerzas al levantarse de la cama.

—Sí… lo siento… Santidad…

Dolorosamente consciente de haberle causado una mala impresión al Papa, trató de incorporarse. Custos lo ayudó. Alexander recogió la boina del suelo, se la puso y dijo:

—Creo que tengo que darle las gracias, Santo Padre. Me ha quitado los dolores, ¿verdad?

La sonrisa del Papa le pareció tan exculpatoria como la de un muchacho sorprendido en una travesura.

—Es una herencia familiar, ¿comprende?

—No —contestó Alexander creyendo ver en los ojos del Santo Padre un atisbo de decepción.

—En usted luchan entre sí muchos sentimientos contradictorios —añadió el Papa—. Por una parte, experimenta una inmensa cólera contra los demás y contra sí mismo. ¿Tiene eso algo que ver con los terribles asesinatos?

—Sí, Santidad.

—Pero, ¿por qué tanta cólera contra sí mismo? ¿Acaso cree que habría tenido que impedir que ocurrieran los hechos?

—No. ¿Cómo habría podido hacer tal cosa? Ignoraba los propósitos de Danegger.

—Sí, claro. No voy a seguir insistiendo, Alexander. Pero, si algo lo atormenta, puede venir a verme cuando quiera. Es una invitación sincera.

—Gracias, Santo Padre.

El Papa apoyó el índice de la mano derecha sobre sus labios.

—Le ruego por lo que más quiera que no diga nada acerca de lo que acabo de hacer, Alexander. No quiero que la cristiandad me confunda con la santísima Virgen de Lourdes. Ya me imagino la que armaría la prensa. El «Rasputín del Vaticano». ¡No, me tiene que prometer que guardará silencio, en serio!

Custos le tendió su delicada mano. Mientras Alexander la tomaba y la estrechaba, se sintió como un colegial que acabara de sellar un pacto infantil con un compañero. Sin embargo, en los ojos del Papa se percibía una profunda seriedad.

El Santo Padre lo acompañó a la puerta y, al salir, Alexander ya no experimentó la más mínima sensación de dolor. Shafqat se acercó presuroso y Custos regresó a su biblioteca. Von Gunten permanecía repantigado en su asiento de mimbre, hojeando un periódico con una indolencia impropia de un militar. Su mirada lo era todo menos benévola. Ya en el ascensor, preguntó:

—Por Dios bendito, Alexander, ¿de qué han hablado durante tanto rato? Se ha pasado más de una hora con él.

Alexander miró sorprendido el reloj. Von Gunten tenía razón; debía de haber permanecido allí más tiempo del que pensaba. Su superior le repitió la pregunta.

—No puedo decir por qué ha durado tanto la entrevista.

—¿Y eso por qué? ¡Soy su comandante!

—Y Su santidad es mi supremo amo y señor. He tenido que prometerle silencio al Santo Padre.

Von Gunten lo estudió con una mirada difícil de descifrar. Por primera vez pareció sentir algo así como respeto hacia Alexander. No podía ser en modo alguno temor.

—Vaya a acostarse y tranquilícese —dijo el teniente coronel mientras el ascensor se detenía en la planta baja con una ligera sacudida.

—La orden ya la he recibido.

Alexander se tumbó en la cama cumpliendo la orden pero no pudo dormir. Pensaba incesantemente en su encuentro con el Santo Padre. Un aura peculiar rodeaba a aquel hombre. No se percibía en él la menor sensación de espiritualidad como la que cabía esperar de los venerados pastores supremos de la cristiandad. Varias veces había tratado a Alexander como a un igual. Y después, sus insólitos dones. Por supuesto que Alexander había oído hablar muchas veces de hombres con poderes curativos. Lo que en ello hubiera de mentira o de verdad jamás le había interesado demasiado. Sin embargo, el Papa no sólo le había quitado el dolor sino que, además, le había leído el alma y eso lo había dejado profundamente impresionado. Por muy supremo amo y señor y pastor espiritual suyo que fuera el Santo Padre, ni siquiera él le podía revelar lo que más lo atormentaba desde la víspera. No se lo podía decir a nadie mientras no aclarara los sentimientos que lo embargaban.

Sus pensamientos giraban constantemente alrededor del Papa y de la pregunta acerca de los poderes de Custos. La respuesta se la dio tal vez el médico que fue a visitarlo por la tarde y no pudo encontrar ni rastro de las heridas.

—Ni por dentro ni por fuera. Hasta esta herida tan grande de la cabeza ha sanado por completo. ¡Esto es un prodigio! —exclamó el médico sacudiendo enérgicamente la cabeza.

Puesto que estaba exonerado del servicio, Alexander se quedó en su habitación y encendió el televisor. Justo a tiempo para asistir al comunicado de prensa del portavoz del Vaticano. Este facilitó un informe acerca del delito de sangre de la víspera, probablemente por centésima vez aquel día. Las fotografías mostraban a los difuntos en vida. De Heinrich Rosin y Danegger se añadían unas filmaciones de un desfile de la Guardia Suiza. Alexander se vio a sí mismo al lado de Danegger. El espectáculo le produjo una punzada de dolor.

Apareció la imagen de una presentadora ya no demasiado joven, tremendamente maquillada y vestida de verde chillón:

—El Vaticano, en su calidad de Estado soberano, tiene el derecho de llevar a cabo la investigación y el enjuiciamiento de los actos delictivos dentro de su territorio independientemente de la justicia italiana. En el caso del asesinado comandante de la Guardia se ha renunciado a la ayuda administrativa de las autoridades italianas y la investigación se ha cerrado con insólita rapidez. El portavoz del Vaticano monsignor Wetter-Dietz nos explicará ahora el porqué.

Apareció en pantalla el espacio destinado a las ruedas de prensa, en la Sala de Prensa de la Santa Sede. Todos los corresponsales acreditados en el Vaticano —eran unos cuatrocientos—, los llamados vaticanistas, parecían haberse presentado en su totalidad, y permanecían allí apretujados hombro con hombro. El espacio reservado a las ruedas de prensa sólo disponía de doscientos asientos. Este y la sala de prensa anexa no se encontraban en el Vaticano sino a escasa distancia de la plaza de San Pedro, en Via della Conciliazione. Oficialmente por motivos de espacio, pero también porque la Curia quería evitar las hordas de fisgones periodistas en el corazón de la cristiandad.

Entró monsignor Wetter-Dietz, un hombre enjuto, vestido de negro. El alzacuello revelaba su condición de sacerdote. Los periodistas guardaron silencio mientras tomaba asiento bajo el escudo del Estado del Vaticano en el cual figuraba la tiara, la triple corona papal con las dos franjas colgando desde la parte posterior y, debajo, las llaves cruzadas y atadas con una cuerda. La tiara, antiguamente utilizada en la ceremonia de coronación de los papas, era el símbolo de la triple autoridad del Papa como «Padre de los Príncipes y de los Reyes», «Señor del Mundo» y «Representante de Cristo en la Tierra». La doble llave representaba el poder de atar y desatar, conferido por Jesús al apóstol Pedro y sus sucesores en el papado. En la escena descrita en el versículo 16,19 de San Mateo se basaba todo el papado. Mientras se disparaban las cámaras y seguían encendiéndose los flashes, Wetter-Dietz dio comienzo en un monótono italiano sin el menor acento extranjero a la exposición de los hechos. Con secas palabras volvió a repetir los datos esenciales, tratando de acabar con cualquier conjetura y cualquier recargada descripción adicional.

—A pesar del trágico carácter de los acontecimientos, éstos encierran muy pocos secretos. La aversión que a Marcel Danegger le inspiraba su comandante a causa de ciertas discrepancias relacionadas con su servicio se considera el origen de una conducta motivada por la exagerada reacción de un joven dominado por los nervios. Puesto que la investigación técnica del delito no ha permitido descubrir hasta la fecha ningún otro indicio, el juez instructor del Vaticano ha tomado la decisión de dar el caso por cerrado.

El silencio duró un par de segundos. Los periodistas tenían que comprender primero que eso era todo lo que había. Después se armó un griterío que Wetter-Dietz soportó con estoica imperturbabilidad. Al final, los reporteros se calmaron y empezaron a formular algunas preguntas.

«¿El atentado podía obedecer a algún móvil político?». «No», contestó el portavoz del Vaticano, «semejante posibilidad estaba de todo punto excluida».

«¿Habría de por medio alguna motivación de carácter sexual?». «¿Se habría pretendido ocultar alguna otra cosa mediante el asesinato?». «¿Por qué se habían cerrado las investigaciones con tan asombrosa rapidez?»

Con la misma firmeza de antes, Wetter-Dietz cortó todos los intentos de ampliar los acontecimientos. Sólo una vez dejó entrever su irritación. Una joven periodista, cuyo atractivo rostro mediterráneo llamó la atención de Alexander, preguntó:

—¿Qué se puede decir acerca del robo en la armería de la Guardia Suiza? ¿Qué relación guarda este acontecimiento con el delito?

Wetter-Dietz no había dedicado ni una sola palabra al robo y, que Alexander supiera, el hecho tampoco se había comunicado oficialmente a la prensa.

Tratando de salirse por la tangente, el portavoz del Vaticano se mordió el labio inferior y después contestó en tono vacilante:

—A este respecto no puedo decir nada, no sé nada acerca de este presunto robo.

Quedó claro que estaba mintiendo.