XXI
Viernes, 15 de mayo por la mañana
Alexander apenas podía creer que el secuestro del Papa se hubiera podido desarrollar sin ningún contratiempo. Si no hubieran tenido que lamentar la muerte de Don Shafqat, se habría podido hablar de un éxito por todo lo alto. Donati había concebido el único plan posible: sorprendente y, por encima de todo, llevado a cabo dentro de las propias murallas del Vaticano. De haber tenido que penetrar con violencia en el Estado de la Iglesia, la Guardia Suiza, la Vigilanza y la policía italiana se habrían alarmado y habrían impedido la fuga.
Todo eso pasó por la cabeza de Alexander mientras éste abandonaba su habitación de la clínica privada de Orlandi. Se había duchado y se había tomado un desayuno insólitamente sustancioso para lo que eran las costumbres italianas. Había rechazado de plano el consejo de Donati de que se fuera un rato a descansar. Puede que le faltara toda una noche de sueño, pero después de todas las emociones vividas, no le apetecía irse a la cama. Aunque apenas hubiera pegado el ojo, ardía en deseos de averiguar cuáles eran las perspectivas de los siguientes planes de los Elegidos.
El sol se había ocultado detrás de las nubes y una mortecina luz matinal penetraba a través de las ventanas enrejadas. En los pasillos aún permanecían encendidas las lámparas belle époque que no encajaban para nada con un hospital.
Un grupo de unas diez personas entre hombres y mujeres pasó apurando el paso por su lado y empezó a subir por la escalera. Alexander descubrió entre ellos a Donati y Solbelli y, presa de la curiosidad, los siguió. Subieron hasta el último piso, donde el grupo desapareció al otro lado de una puerta de doble hoja. Delante de la puerta montaban guardia Dario y Leone. Ambos llevaban en bandolera sendas pistolas ametralladoras Typ Spectre M4, con las correas ajustadas. El arma de sólo treinta y cinco centímetros de longitud, con un cargador de cuatro tubos para cincuenta cartuchos de nueve milímetros, resultaba ideal como arma de protección personal gracias a su compactibilidad, su rapidez y su posibilidad de incremento de la precisión de tiro. Alexander no tuvo la menor duda acerca de la persona a la cual Dario y Leone estaban protegiendo.
Donati se había quedado rezagado y ahora se volvió tan inesperadamente que estuvo a punto de chocar con Alexander.
—¿Adonde va?
Alexander señaló la puerta.
—A ver a Su Santidad.
—¿Y por qué sabe que el Papa se encuentra aquí?
—Simple intuición.
—Sería usted un buen policía. Pese a ello, aquí dentro no puede entrar, como yo tampoco. Sólo los Elegidos pueden participar en la reunión.
—Creía que usted pertenecía al grupo de los Elegidos, comisario.
—Pertenezco a ellos, pero no soy uno de ellos. Si usted quiere, trabajo para ellos por convicción, no por dinero. El profesor Orlandi se encargó de cuidar de mí después de la historia del artefacto explosivo en Milán. —El rostro de Donati se ensombreció al recordarlo—. Agradezco a Orlandi y a sus especiales dotes el que ahora esté siquiera con vida. El me remendó no sólo el cuerpo sino también la fe, por eso le estoy eternamente agradecido a él y a los Elegidos.
—¿Agradece también el hecho de haber podido, a través de las clases que nos impartía a nosotros los de la Guardia Suiza, adquirir información acerca del Círculo de los Doce? ¿Y podría ser que usted mismo se hubiera encargado de apartar a Bazzini a un lado para que le encomendaran las investigaciones a usted?
Donati soltó una carcajada.
—Ya digo yo que sería usted un buen policía, signor Rosin.
Una canosa cabeza asomó por la puerta y unas gafas hexagonales reflejaron la fuerte luz de las lámparas del techo.
—¿Podrían los señores hablar un poco más bajo? —preguntó Solbelli en tono de reproche—. Aquí dentro un par de personas están tratando de concentrarse.
—Eso explíqueselo al signor Rosin —replicó Donati.
—¿Qué es lo que quiere?
—Entrar.
—Ah, comprendo. —El sabio le hizo una seña a Alexander—. Vaya, pues pase usted, signor Rosin.
—Pero…
Solbelli acalló la protesta de Donati con un autoritario gesto de la mano.
—Comprendo que el signor Rosin quiera salir en la foto. A fin de cuentas, prestó juramento de proteger al Santo Padre. Lástima que sólo uno de los miembros de la Guardia Suiza esté en condiciones de mantener su juramento. Yo, en su lugar, también querría estar presente.
Con recelo y puede que también con un poco de envidia, Donati observó cómo Alexander cruzaba la puerta que Solbelli cerró inmediatamente a su espalda.
Nada de habitación hospitalaria asépticamente blanca, nada de infusiones intravenosas, nada de monitores que pudieran informar acerca del estado del Papa. Alexander habría tenido que saber que en aquella clínica privada nada era como en otros hospitales. El espacio más bien se habría podido describir como un amplio dormitorio espartanamente amueblado. Una pequeña cama ocupaba el centro de la habitación. Su Santidad parecía sumido en un profundo sueño reparador.
A su alrededor se habían congregado varios hombres y mujeres, los Elegidos. Sus manos descansaban sobre la cabeza del Papa, su frente y su rostro. Varios brazos se habían deslizado por debajo de la cubierta de la cama, para tocar el cuerpo del durmiente. Parecía una especie de acto de culto, una ceremonia religiosa tanto más extraña por cuanto los Elegidos iban vestidos con prendas normales de calle y no envueltos en ropajes sacerdotales. Reinaba un silencio absoluto y todos aparentaban estar profundamente concentrados. Nadie pareció haberse fijado en Alexander.
Solbelli le indicó un sillón tapizado en un rincón. Alexander tomó asiento y vio cómo el sabio se arrodillaba junto a la cabecera de la cama al lado de Orlandi con las manos apoyadas sobre el rostro del Papa y se sumía en el mismo estado de aparente trance. Todo estaba tan insoportablemente inmóvil que Alexander casi no se atrevía ni a respirar. Pensándolo retrospectivamente, no habría podido decir cuánto tiempo permaneció sentado en el sillón con los ojos clavados en los demás. De los Elegidos parecía emanar una fuerza hipnótica que lo arrancaba del tiempo y el espacio. Una cálida y estimulante sensación de bienestar se apoderó de él, como si una secreta energía estuviera recorriendo la estancia. Le recordaba su visita al papa Custos antes de aquella pequeña eternidad de catorce días, en la que el Santo Padre lo había curado de sus dolores. Ahora experimentaba la misma seguridad que entonces.
La insólita ceremonia no lo sorprendía lo más mínimo. ¿Por qué iba a sorprenderlo? Antes de entrar en la estancia ya la había adivinado. Sólo que la parte racional de su ser le había impedido reconocerlo. Y tampoco se sorprendió cuando el Santo Padre abrió los ojos, miró a su alrededor y, con serena voz, se dirigió a los presentes, pronunciando unas palabras de gratitud a sus «hermanos y hermanas».
Unas palabras que lo dejaron exhausto, temblando, cubierto de sudor y casi al límite de sus fuerzas. Todos abandonaron la estancia apoyándose mutuamente los unos en los otros. Sólo Orlandi permaneció arrodillado junto a la cama, hablando en voz baja con el Papa.
Solbelli se acercó y se apoyó contra la pared, respirando afanosamente.
—El hermano Gardien tiene que descansar. ¿Qué más espera, Alexander?
—Explicaciones.
—O sea que quiere usted explicaciones, Alexander. Y, encima, supongo que muchas.
—No creo que sea mucho pedir, pero yo…
—Está extremadamente desconcertado, naturalmente.
El Papa esbozó una comprensiva sonrisa. Así por lo menos interpretó Alexander sus expresiones faciales. A la luz del crepúsculo que penetraba en la estancia a través de la ventana enrejada no se podía establecer con demasiada claridad.
Habían transcurrido más de doce horas desde que Alexander presenciara la singular ceremonia mediante la cual los Elegidos habían sacado al Santo Padre del coma. Alexander había conseguido dormir un par de horas con un sueño muy agitado en el que el rostro soñado de Elena pedía ayuda. No se sentía muy descansado. A diferencia de Custos cuya vitalidad resultaba asombrosa teniendo en cuenta las graves heridas de bala que había sufrido. Para él parecía que hubieran transcurrido no doce horas, sino doce semanas.
Ahora se encontraba en otra habitación más pequeña del piso de arriba, igualmente custodiada por dos hombres armados. Dario y Leone habían sido sustituidos por otros dos hombres cuyos nombres Alexander ignoraba. También iban armados con pistolas ametralladoras Spectre. Alexander había observado que otros guardias armados patrullaban por las amplias zonas ajardinadas. Cinco minutos atrás Solbelli se había acercado a él, lo había conducido a la presencia del Papa y, a petición de éste, se había retirado. Era la segunda vez que Alexander se reunía a solas con aquel hombre. Tantas cosas habían ocurrido desde su primer encuentro, tantas cosas habían cambiado en el transcurso de aquellas dos semanas… De la angustia que entonces se había apoderado de él cuando Don Shafqat lo había acompañado al despacho privado de Su Santidad, ahora ya no quedaba ni rastro. Otra cosa distinta era el hecho de que ahora el Santo Padre llevara puesto un pijama absolutamente mundano. La ardiente curiosidad y el reconocimiento de que ambos estaban participando en el mismo oscuro juego eliminaba el respeto.
—No le voy a soltar una conferencia, Alexander. —La voz del Papa sonaba fuerte y enérgica, no como la que cabría esperar de un hombre gravemente herido—. Será mejor que me haga usted mismo las preguntas.
Alexander se inclinó hacia adelante, lo miró a los ojos y preguntó:
—Santidad, ¿es usted el Papa Angélico?
Para su asombro, el Papa se rió para sus adentros.
—Por todos los santos, veo que va usted directamente al grano.
—Usted me ha pedido que le hiciera preguntas.
—Y tendrá usted su respuesta: sí y no. No soy ningún ser extraterrestre, aunque lo que usted ha experimentado en mi presencia lo haya podido inducir a pensar lo contrario. No he sido enviado para cumplir antiguas profecías. Pero llevaré a cabo aquello que desde hace siglos se considera la misión del Papa Angélico. La Iglesia tiene que volver a anunciar la palabra de Jesús y no las adulteraciones que han surgido a lo largo de dos milenios, sí, las tergiversaciones de su doctrina. Para aquellos que persiguen este mismo fin, yo soy el Papa Angélico… para mis adversarios, más bien el Anticristo.
—Y, para atraer la atención del mundo, quería usted obrar milagros.
—Algo así. Aunque yo no los llamaría milagros, por mucho que les guste este tópico a los medios de difusión. En principio, yo quería ir mucho más despacio y conducir progresivamente a los creyentes hacia la verdad. Pero los acontecimientos se precipitaron, empezando por el asesinato del comandante Rosin y de su esposa… simplemente, tenía que hacer algo. Después de nuestro primer encuentro, me pregunté si no convendría actuar más rápido para evitar que hubiera nuevas víctimas. Y, puesto que la audiencia general me brindaba la oportunidad de demostrar mis poderes curativos, no lo pensé más.
—A mí me parece un milagro lo que usted hizo en la Sala Nervi y lo que esta mañana han hecho los Elegidos con usted, Santidad. ¿Qué es lo que ocurre?
—Para explicárselo, tengo que aclararle quién soy. ¡Le ruego que encienda la luz!
Alexander así lo hizo. Una lámpara de techo de cuatro bombillas envolvió la estancia con su cálida y acogedora luz. En la mesa situada al lado de la cama del Papa había varios libros junto con una arqueta de madera. Era la arqueta que ellos habían rescatado de la capilla de las piedras preciosas en mitad de la noche. Aquel sencillo receptáculo encarnaba para él todos los secretos que se habían ido acumulando ante sus ojos en el transcurso de las últimas dos semanas. Quinientos años atrás su antepasado Albert Rosin había puesto en peligro su vida por la arqueta, o por lo que ésta contenía.
Alexander sufrió una decepción cuando Custos, en lugar de la arqueta, tomó un grueso volumen en sus manos. La agilidad con la cual el Papa se incorporó en la cama no era la propia de un hombre que estaba a punto de ser operado y que pocas horas atrás había despertado de un coma. Custos hojeó el volumen ilustrado y, finalmente, le mostró a Alexander una ilustración a doble página: trece hombres que, haciendo gala de las más variadas muestras de emoción, permanecían sentados alrededor de una alargada mesa o más bien parecían a punto de levantarse; sólo el hombre del centro, que llevaba barba y cabello largo, permanecía serenamente sentado en su sitio, extendiendo las manos con gesto apaciguador.
—¡La Última Cena! —exclamó Alexander, añadiendo tras una breve pausa—: De Leonardo da Vinci.
El genio universal del Renacimiento parecía perseguirlo sin cesar y afloraba a cada momento a la superficie: como inventor del traje de inmersión de cuero, como espía y maestro de herejes y ahora como pintor.
—El hermano Solbelli ya le ha explicado que Leonardo estuvo en el Vaticano para investigar acerca de los archivos secretos. Eso fue en el año 1492. Tres años después inició los trabajos de La Última Cena en el refectorio del claustro de los dominicos de Santa Maria delle Grazie de Milán.
»Eso induce a suponer la existencia de una relación secreta entre ambos hechos.
»Pero tan secreta no es. Contemple tranquilamente el cuadro y verá lo que Leonardo descubrió en Roma.
El Papa alargó el libro a Alexander. Las manos de ambos se rozaron brevemente y Alexander experimentó un cálido y agradable cosquilleo. Sus ojos examinaron la reproducción de la célebre pintura en busca de algo que pudiera llamarle la atención. En vano.
El Papa golpeó con el índice la segunda figura del extremo contando por la izquierda.
—¿Sabe usted quién es?
—No —contestó Alexander, que conocía efectivamente el nombre de los doce apóstoles, pero no podía ordenarlos en el cuadro.
—Se cree en general que se trata de Santiago el Menor —explicó Custos—. ¡Mírelo bien y después contemple las demás figuras del cuadro!
En la voz del Santo Padre se percibía una leve tensión. Parecía estar esperando ansiosamente que Alexander descubriera el secreto.
Al suizo le bastó con mirar sólo hasta la mitad del cuadro, después exclamó:
—Santiago y Jesús son asombrosamente parecidos, casi como si…
—Como si fueran hermanos gemelos, dígalo sin temor. —El Papa asintió satisfecho con la cabeza—. Leonardo ha acentuado el parecido incluso en el color rojo de la túnica; lo único que los diferencia es el manto que Jesús lleva echado sobre los hombros. Usted lo ha descubierto, Alexander. Este parecido de Jesucristo con uno de sus apóstoles es la clave del mensaje secreto del cuadro. Y es la causa por la cual siempre ha habido intentos por parte de los poderosos de destruir el cuadro o bien de apoderarse de él. Ya el soberano francés Luis XII cuando conquistó Milán en 1499 estuvo a punto de llevarse el cuadro a Francia, de no ser porque con gran esfuerzo se lo impidieron. Y así ha venido ocurriendo a lo largo de los siglos. Usted sabe que durante la Segunda Guerra Mundial cayeron algunas bombas sobre el Vaticano. Pues bien, el claustro de Santa María delle Grazie también resultó afectado, pues una bomba cayó sobre el refectorio. El techo y toda la pared de la derecha al lado del cuadro de Leonardo quedaron destruidos. La Última Cena se conservó en buena parte porque la habían protegido con sacos terreros. Hace ocho años se pudo evitar en el último momento el estallido de un artefacto explosivo de la mafia contra el refectorio.
—¿Hace ocho años? —preguntó Alexander—. Fue entonces cuando el comisario Donati perdió a su familia en un atentado con un artefacto explosivo en Milán.
—Estaba siguiendo la pista a la mafia, aunque no a causa del cuadro. Pero, gracias a su intervención, se pudieron impedir los planes de destrucción del refectorio. Después del terrible atentado, nosotros cuidamos de él. Era lo menos que podíamos hacer.
Ahora comprendió Alexander la causa del doloroso odio de Donati hacia los conjurados del Vaticano. Al parecer, los Elegidos no habían actuado de manera enteramente altruista al haber ayudado al comisario a recuperarse. Éstos jamás habrían podido soñar con tener un aliado dentro de las mismas filas de la policía.
Pero había algo que Alexander seguía sin comprender:
—Si Leonardo tenía algo que comunicar, ¿por qué no lo escribió claramente?
—De haber manifestado en público lo que nos dice su cuadro, hubiera acabado en la hoguera como brujo. Además, entonces no había mucha gente que supiera leer. Todo el mundo podía comprender un cuadro y dar su opinión al respecto.
La acentuación de las últimas frases le hizo comprender a Alexander que se trataba de una invitación. Las palabras del Papa le rondaban incesantemente por la cabeza: Como hermanos gemelos… Este parecido de Jesucristo con uno de sus apóstoles es la clave del mensaje secreto del cuadro.
—Jesús tuvo hermanos y hermanas —reflexionó finalmente Alexander en voz alta—. En cualquier caso, así se dice en el Evangelio de Mateo. Los teólogos conservadores lo interpretan de otra manera para defender la virginidad perpetua de María. Hablan de «primos» en lugar de «hermanos». O dicen que se trata de hijos del primer matrimonio de José.
El Papa dio una palmada.
—¡Muy bien, Alexander! ¿Recuerda también el número y los nombres de los hermanos de Jesús que menciona Mateo?
—Creo que eran tres. Santiago, José y Simón.
—Falta uno. El cuarto hermano de Jesús se llamaba Judas.
—¿O sea que Vuestra Santidad cree que eran efectivamente hermanos?
—No lo creo, lo sé. —El Papa señaló el libro abierto—. Volvamos a La Última Cena. Por supuesto que se trata de una simplificación, de la misma manera que el número de los apóstoles no constituye ningún hecho histórico sino tan sólo un símbolo. El doce es el número del círculo cerrado. Doce son las tribus de Israel, doce las piedras preciosas del pectoral de los sumos sacerdotes, doce los profetas menores y de ahí que doce fueran también los apóstoles. Doce horas tienen el día y la noche, doce meses tiene el año y conocemos doce signos del Zodíaco.
—Comprendo —dijo Alexander—. Los apóstoles que compartieron la última cena con Jesús pudieron ser ocho o catorce.
Custos asintió con la cabeza.
—En caso de que dicha cena tuviera lugar en la forma en que se nos ha transmitido. Si entendemos el número de los apóstoles como simbólico, éstos también lo podrían ser.
—¿Quiere decir que algunos apóstoles pudieron no existir?
—Tanto las figuras como las escenas individuales pudieron ser ficticias. Leonardo da Vinci pintó tres apóstoles que están relacionados entre sí y encarnan su mensaje. Junto con Santiago el Menor, aquí es importante también Judas Iscariote en la mitad izquierda del cuadro. ¿Ve usted cómo con expresión atemorizada se echa hacia atrás y con la mano derecha aprieta la bolsa de los treinta denarios de plata? Toda la historia de la traición ha sido objeto de muchas controversias entre los historiadores. Al igual que la representación de Jesús, el anuncio de la traición y de su propia muerte por parte de Jesús, del que Leonardo deja constancia en su cuadro, es un invento de los evangelistas para subrayar el hecho de que Jesús estaba perfectamente cuerdo y, precisamente a través de su muerte, se convirtió en el Redentor del mundo. De esta manera se tienen que entender la traición y la muerte como elementos esenciales del plan divino.
—Ha hablado usted de tres apóstoles, Santidad.
—Mire a la derecha, la figura que extiende el índice como en gesto de advertencia o de protesta. Es Tomás el Incrédulo. Su incredulidad, la traición de Judas y el parecido entre Jesús y Santiago el Menor son la clave del mensaje de Leonardo. ¿Comprende usted?
—No comprendo absolutamente nada —reconoció Alexander.
El Papa siguió adelante, impertérrito:
—A propósito de Tomás existen numerosas leyendas y escritos apócrifos. En ellos se le suele llamar Judas Tomás. Recuerde que uno de los hermanos de Jesús también se llamaba Judas y otro Santiago.
De pronto, Alexander lo vio todo tan claro como si se hubiera sumergido por entero en los pensamientos del Santo Padre.
—¡Judas, Tomás y Santiago… los tres apóstoles del cuadro, son una sola persona!
Custos asintió con la cabeza.
—Exactamente. Leonardo ha dividido los rasgos característicos de una persona y los ha trasladado a tres apóstoles.
—El incrédulo, el traidor y el que se parece a Jesús —dijo Alexander—. ¡Son una sola persona, un hermano del Señor! ¿Pero cuál?
—Judas, conocido también bajo el nombre de Judas Themas, Dídimo Judas Tomás o Tomás Dídimo. Eso que suena tan desconcertante es en realidad muy sencillo. Tomás, en arameo Toma, significa «mellizo». El mismo significado tiene el nombre de Dídimo. El hecho de llamar a alguien Tomás Dídimo, es decir, Mellizo-Mellizo, sería superfluo… por consiguiente, el nombre tiene que ser una indicación. La indicación de que Judas, llamado Tomás Dídimo…
—¡Fue el hermano mellizo de Jesús! —exclamó Alexander, percatándose enseguida de que había interrumpido al Papa—. Yo he leído algo acerca de las historias de este hermano mellizo, pero siempre las había considerado simples leyendas.
—Por desgracia, son verdad —dijo Custos—. Pues este Judas fue en realidad el traidor, no sólo de su hermano mellizo Jesús sino también de su doctrina. ¡Vea usted mismo!
Ahora el Papa abrió la arqueta de madera y sacó la esmeralda, por la cual Roma había sido devastada quinientos años atrás: la Verdadera Faz de Cristo. La piedra del tamaño de un huevo de gallina irradiaba un intenso fulgor que parecía ser algo más que el reflejo de la luz de la lámpara. Era como si un fuego ardiera en la piedra. Un fuego que llenó de vida los dos rostros mientras Alexander contemplaba la piedra preciosa y el Papa la hacía girar muy despacio. Eran tan parecidos entre sí que habrían podido ser dos perfiles de un mismo semblante.
El largo cabello llegaba hasta los hombros. Un rostro de barba corrida, expresivo y sin el menor defecto, como si el hombre al que pertenecía estuviera lleno de una enorme fuerza interior y de una profunda paz. Sin embargo, cuando uno de los perfiles desplazó al otro, apareció un nuevo rasgo. El rostro parecía el mismo y, sin embargo, de una extraña manera, resultaba duro y cerrado, como si un oscuro poder se hubiera adueñado del hombre.
—Desde el Saco de Roma, esta piedra figura como desaparecida —dijo el Papa—. Esta encubridora declaración estaba destinada a evitarle a la Santa Iglesia Romana otro desastre por el estilo. Pero eso no siempre ha dado resultado tal como demuestra el bombardeo del Vaticano. Sin embargo, en el Renacimiento la declaración gozaba de una cierta credibilidad; es decir, la esmeralda se había entregado a Abbas de Naggera y la muerte del español hizo que la desaparición de la piedra pareciera verosímil. La piedra que efectivamente le fue entregada y de la cual después ya jamás se volvió a saber, era la falsificación de la que se habla en las notas de su antepasado que usted ha leído. Sólo mostraba un rostro de Jesús… sólo tenía que mostrar uno pues la Iglesia tenía sus buenas razones para ocultar la existencia del mellizo.
—¿Qué amenaza podía ésta representar?
—Como Jesús, Judas Tomás se rebeló contra el severo judaísmo de los fariseos y las mercantilistas actividades que tenían lugar en el templo. Los Mellizos y sus seguidores querían conseguir que la ley estuviera al servicio de los hombres y no al revés. Hasta aquí la descripción coincide con el Nuevo Testamento. Jesús se negó a ser el cabecilla del movimiento porque tenía a su disposición unos poderes que a los demás hombres les estaban vedados. Hoy en día hablaríamos de poderes paranormales, entonces se hablaba más bien de milagros. No es de extrañar por tanto que Jesús y sus discípulos se ganaran la hostilidad de los fariseos y los sacerdotes del templo.
—Pero también de los romanos.
—Exactamente. Los tumultos que estallaron en el territorio de Judea ocupado por los romanos los provocó el gobernador romano Poncio Pilato. Sus manos no estaban tan limpias como los evangelistas nos quieren hacer creer para echar más la culpa a los sacerdotes y los fariseos. Pilato tenía un vital interés en archivar cuanto antes el expediente de Jesús o Yeshua, tal como lo llamaban sus contemporáneos. Por eso se puso del lado de los acusadores y condenó a muerte al sedicioso Yeshua. Y la mañana de los preparativos para la fiesta de la Pascua, los soldados romanos, los sacerdotes que instigaban a la plebe y los pocos seguidores de Yeshua que se atrevieron a permanecer a su lado en su hora más amarga, salieron del Pretorio romano con el condenado cubierto de sangre hacia el lugar de la Calavera, es decir, hacia la colina del Gólgota.
Custos hablaba con tanta vehemencia como si él mismo hubiera estado allí. Y entonces ocurrió algo muy extraño: la voz del Papa y el resplandor de la esmeralda atrajeron de tal forma a Alexander que éste creyó ser testigo directo de los acontecimientos ocurridos dos mil años atrás.
Con la piel de la cabeza desgarrada por las espinas, cubierto de heridas y hematomas, Yeshua ben Joseph fue llevado a rastras desnudo y a trompicones al monte de la Calavera. Después de la flagelación, apenas se podía tener en pie. Y fue bueno que se doblara y no pudiera ver los rostros de la gente que aguardaba al borde del camino. No eran la burla y la curiosidad que reflejaban muchos rostros lo que más atemorizaba a Yeshua. Éste temía más bien la mirada de aquellos a quienes amaba, en primer lugar, la de su madre Mirjam. Su cuerpo, que era una sola herida ensangrentada, le dolería más a ella que a él. El hecho de verlo desnudo y expuesto a todas las miradas, le arrebataría más dignidad a ella que a él, que muy pronto se libraría de todos los dolores. La desnudez era una parte del castigo que no sólo afectaba al cuerpo sino también al espíritu. Cuanto más se acelerara la hora de su muerte, tanto mejor sería para él y para todos los que lo amaban.
Por consiguiente, se sintió casi aliviado cuando la muchedumbre llegó a la cima del Gólgota. Y el súbito dolor que experimentó cuando los soldados le traspasaron con clavos las manos y los pies le pareció un agradable anuncio de su inminente liberación. Percibió las ásperas manos de los soldados cuando éstos lo levantaron junto con el brazo horizontal que llamaban patíbulum. Apoyado en dos gruesas horquillas de madera, el brazo horizontal fue empujado más arriba y se deslizó con un sordo crujido a lo largo del brazo longitudinal fuertemente clavado en la tierra hasta quedar encajado en la muesca ya dispuesta a tal efecto.
Los soldados se enjugaron el sudor de la frente y comentaron en tono quejumbroso, utilizando la lengua de los romanos:
—¡Cochina paliza! Tendríamos que usar una madera más ligera para el patíbulum.
—Eso no tiene nada que ver con el patíbulum sino con el sujeto que está colgado ahí. Debe de tener unos huesos muy pesados.
—Puede que algunos hasta sean de oro. No me extrañaría, tratándose de un rey.
—¿Cómo que rey?
El otro soltó una carcajada y señaló el rótulo que el gobernador había mandado colocar: El Rey de los Judíos.
Introdujeron entre las piernas de Yeshua un tarugo de madera para sostener el bajo vientre en el brazo longitudinal y clavaron finalmente el rótulo por encima de su cabeza. Yeshua lo vivió todo como si fuera un sueño, estaba deseando deslizarse a un mundo sin sufrimientos, pero un renovado dolor lo arrancó del embotamiento. Dos clavos traspasaron las tibias para fijarlas a la madera del brazo longitudinal.
Tras haber recuperado de nuevo el conocimiento, Yeshua contempló a la muchedumbre sedienta de espectáculo y oyó sus gritos:
—¡Crucifícalo!
—¡Mata al hipócrita!
—¡Si quiere ser rey, que lo sea del reino de los muertos! Los que más gritaban eran los sacerdotes del templo que habían incitado al pueblo. También muchos de los mercaderes y cambistas, cuyos negocios en el templo sagrado Yeshua había denunciado públicamente, figuraban entre los que gritaban. Este representaba un peligro para ellos y por eso querían su muerte.
Sin embargo, la contemplación de las muecas de odio de muchos de los que deseaban su final tanto como él mismo no era lo peor. Pues acababa de ver a Mirjam, su madre. Rodeada de amigas y del fiel Yohanan, permanecía como petrificada y se habría desplomado de vergüenza y tristeza si los demás no la hubieran sostenido.
Para Yeshua era terrible pensar en todo el sufrimiento que le había causado con su manera de vivir. ¿Pero acaso ella no lo había apoyado, no lo había acompañado a lo largo del difícil camino? ¿Acaso no había tomado animosamente sobre sí todos los dolores para acercar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios? Puede que éste hubiera sido el mayor error de Yeshua: el hecho de haber transmitido su firme voluntad y su ánimo a sus seguidores.
La mirada de Mirjam se cruzó con la suya. Esta se soltó de las manos que la sujetaban, cayó sobre el polvo, volvió a levantarse sobre sus débiles piernas y se acercó corriendo a la cruz de en medio de la que colgaba su hijo entre las cruces de dos ladrones comunes. Sus amigas no se lo pudieron impedir y los soldados no quisieron. Estos contemplaban sonriendo el espectáculo que les estaban brindando la desolada madre y el hijo a punto de morir.
Yohanan siguió a Mirjam y la sujetó por los hombros para que no se desplomara delante de Yeshua y ofreciera más motivos de burla y desprecio a los soldados, los sacerdotes, los fariseos y los crueles alborotadores.
Cuando Yeshua vio al amigo y a su madre tomados del brazo, hizo acopio de todas sus fuerzas y dijo:
—La madre tiene un nuevo hijo, el hijo una nueva madre. Así debe ser…
Sus palabras quedaron interrumpidas por un acceso de tos. Un sanguinolento esputo cayó sobre el polvo.
Pero Yohanan lo había entendido e inclinó la cabeza para que él lo supiera antes de llevarse con gran delicadeza a Mirjam junto a sus amigas. Ahora Yeshua no paraba de toser. Su cuerpo fuertemente clavado en la cruz se arqueaba e intentaba moverse en un intento de desplazar el peso, aliviar los dolores y no llenarse la garganta de sangre y de bilis. Miles de puñales invisibles se le clavaban en la cabeza más dolorosamente que la corona de espinas que le habían colocado en el Pretorio para burlarse de él como rey de los judíos. Apenas podía respirar y, cuando trataba de atrapar un poco de aire, la sangre y la bilis le volvían a subir a la garganta. Los clavos que le provocaban nuevos dolores cada vez que intentaba moverse para desplazar el peso del cuerpo, lo mantenían despierto y le impedían participar de la gracia de alcanzar finalmente el reino intermedio de las sombras entre la vida y la muerte.
Poco a poco la gente se fue retirando. La muerte duraba demasiado, era demasiado aburrida como para que resultara entretenida para los espectadores. Después, mientras el cielo se iba oscureciendo poco a poco, casi todos los sacerdotes y los servidores del templo se fueron retirando a la seguridad del templo. La oscuridad del mediodía procedía del desierto, donde las tormentas de arena se agitaban en unas masas tan compactas que hasta cubrían el sol.
—¡Chamsin! ¡Chamsin! —gritaron los últimos espectadores, coreando el nombre del negro viento mientras huían a la cercana ciudad.
Los obstinados soldados ya no parecían tan imperturbables. Para ellos, la tormenta de arena era una señal de que los dioses estaban enojados. La contrariada expresión de sus rostros revelaba que gustosamente habrían seguido el ejemplo de los por otra parte despreciados judíos. Cuando una espesa niebla de arena envolvió el lugar de la Calavera, se cubrieron la cara con pañuelos y ocultaron sus cabezas detrás de sus alargados escudos.
El chamsin siguió soplando con fuerza y arrancó de cuajo un poderoso tamarindo al pie de la colina. Después, la oscuridad cubrió los ojos de Yeshua y la arena le penetró en todos los orificios del rostro y el cuerpo. No le importaba que la arena le tapara los canales de la respiración. Tanto antes llegaría la muerte y, con ella, la salvación. Sin embargo, la tormenta no irrumpió con excesiva fuerza en el Gólgota. Sólo agitó amenazadoramente su bastón de arena y después se retiró tan repentinamente como había aparecido sobre el desierto.
Yeshua vio una borrosa figura que se dibujaba vagamente sobre la niebla de arena que poco a poco se iba disipando. Creyó haber reconocido el rostro, pero no conseguía asociarlo con ningún nombre; el dolor y el agotamiento ya no le permitían pensar con claridad. A lo mejor, se había engañado al pensar que el borroso semblante pertenecía a alguien del más amplio círculo de sus seguidores. Pues el hombre se burló del crucificado y les dijo a gritos a los romanos que sería una lástima que el chamsin acelerara el fin de sus sufrimientos.
—Dejad que le limpie la nariz y la boca con vinagre. Y, cuando «el rey de los judíos» beba un poco, cada trago prolongará su resistencia y, con ella, sus sufrimientos.
Los soldados no se lo impidieron. En aquellos momentos, les daba igual lo que le ocurriera al agitador judío. Escupían arena y se frotaban los enrojecidos ojos soltando maldiciones.
El gracioso alargó a Yeshua una esponja fijada a un palo en forma de horquilla como si temiera tocar el vinagre. Por otra parte, la cruz no era muy alta y sólo tendría que alargar el brazo para alcanzar el rostro del crucificado.
La esponja refrescó y humedeció el rostro de Yeshua. Pero éste no agradeció el alivio que sólo significaba una prolongación de los sufrimientos tanto suyos como de su madre Mirjam que, en compañía de sus amigas y de Yohanan se había mantenido firme incluso durante la tormenta de arena. Apretó fuertemente los labios para no beber nada de líquido.
—¡Vamos, bebe, rey de los judíos! —le dijo el hombre en tono burlón—. ¡Para ti es el agua de la vida! Te lo envía mi señor con sus mejores saludos.
Por debajo de la burla, su tono de voz encerraba algo más, una seriedad oculta. Una exhortación, una súplica. ¿Y quién era su señor? Ahora Yeshua recordó con más claridad al hombre, aunque no su nombre. Era uno de los servidores del muy respetado Joseph, uno de los miembros del sanedrín, la asamblea que había condenado a muerte a Yeshua. Joseph, que en secreto era un seguidor de Yeshua, no había podido impedir el veredicto. Cuando los guardianes del templo habían entregado a Yeshua al gobernador romano para que confirmara la sentencia, Joseph le había dicho al oído:
—¡Mantente firme en la fe, rabí! Yo te ayudaré en todo lo que pueda.
Mientras lo recordaba, Yeshua decidió no oponer resistencia al vinagre. Abrió la boca, tomó la esponja entre los dientes y la succionó como un niño sediento el pecho de su madre. El líquido le produjo una fuerte sensación de ardor que muy pronto se convirtió en un agradable calor y después ejerció el afecto de una especie de narcótico.
¿Se había equivocado al confiar en el hombre y beber de la esponja? Pensó en sus numerosos enemigos que no estaban interesados en la abreviación de sus dolores sino en la certeza de su muerte. Quería proclamar a gritos su cólera, pero sólo le salió un crujido de los ya entumecidos labios.
El entumecimiento reptó por todos sus miembros y se extendió hasta las puntas de los dedos de las manos y los pies. Se sentía infinitamente cansado, ya no veía ningún rostro, ninguna persona, no oía ninguna voz. Ya no percibía los latidos de su propio corazón, estaba demasiado débil como para poder respirar. Pero ya casi no se daba cuenta, pues todo en él estaba muriendo.
—Al cabo de un tiempo sorprendentemente corto, Yeshua ya colgaba sin vida en la cruz. Por regla general, un crucificado tardaba unas treinta y seis horas en morir, pero en el caso de Yeshua no habían sido ni tres. El hombre que le había dado de beber regresó a toda prisa junto a su amo a quien hoy conocemos como José de Arimatea. Este fue a ver a Poncio Pilato y le pidió permiso para dar sepultura al muerto antes de que llegara el sábado en que todos los trabajos físicos estaban prohibidos. Pilato se alegró de poder cerrar de una vez el molesto capítulo de Yeshua y le concedió inmediatamente su autorización.
Alexander interrumpió al Santo Padre con una pregunta que era una de las cuestiones más controvertidas entre los exégetas de la Biblia y los investigadores de la Antigüedad:
—¿Dónde fue enterrado Jesús?
—Envolvieron el cuerpo sin vida en un lienzo y lo depositaron en un sepulcro que pertenecía a José de Arimatea y estaba situado muy cerca del lugar de la Calavera. El sepulcro se cerró con una piedra de gran tamaño. Un grupo de soldados montó guardia delante para evitar que los seguidores de Yeshua se reunieran allí o se llevaran el cadáver. Sólo José sabía que un pasadizo secreto unía la cámara sepulcral con el mundo exterior. A través de aquel pasadizo condujo a Yohanan, a quien en las Sagradas Escrituras se llama Juan y «el discípulo amado de Jesús», junto con otros seguidores. Estos administraron al presunto muerto una bebida, un antídoto contra el narcótico que él había aspirado de la esponja. Era una empresa muy arriesgada y puede que muchos otros no hubieran sobrevivido. Pero Yeshua era fuerte y estaba en posesión de unos poderes extraordinarios. Había podido sanar a otras personas y, por consiguiente, podía regenerar de inmediato su propio cuerpo. A través del pasadizo secreto, que se volvió a cerrar cuidadosamente para no traicionar a José, siguió a sus amigos hacia la libertad.
Cuando el papa Custos terminó su relato, hubo unos cuantos minutos de silencio que Alexander aprovechó para elaborar y asimilar lo que acababa de oír. Y para regresar al presente desde el pasado al que la emocionante historia lo había llevado. La vitalidad de la narración le había causado tan honda impresión que hasta le había parecido experimentar en carne propia los dolores del Crucificado. La arena le crujía entre los dientes y se notaba en la boca la acidez del vinagre.
La narración del Papa coincidía en sus rasgos esenciales con la representación de los Evangelios. El hecho de que a Jesús lo hubieran despojado de sus vestiduras podía atribuirse al sentido del pudor del evangelista. Por eso existen tantas estanterías repletas de estudios teológicos en los que se trata de «demostrar» que el Mesías llevaba un taparrabo en la cruz. Pero eso carecía totalmente de importancia en comparación con la historia de la esponja y de todo lo que ocurrió a continuación.
—Pues entonces, si Jesús o Yeshua no murió en la cruz, todos los relatos acerca de su resurrección de entre los muertos no son más que sandeces —dijo Alexander con la voz entrecortada por la emoción—. Y, si ello es así, ¡ya podemos olvidarnos de todo nuestro cristianismo!
—No de todo, pero sí de ciertas partes esenciales —replicó Custos—. Ahora comprenderá usted por qué hay hombres en el Vaticano que no retroceden ante la idea del asesinato con tal de proteger este secreto. Ya Pablo escribió a los corintios que vanos serían nuestros sermones y nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado. Por eso es tan frágil la tesis según las cual Él se entregó en sacrificio de expiación por nosotros. Nadie murió por nuestros pecados y nadie nos librará del peso de nuestras culpas si nosotros mismos no lo hacemos.
Alexander tragó saliva mientras trataba de asimilar todo el alcance de aquellas palabras.
—Otras ideas semejantes ya se habían expresado anteriormente… aunque nunca por boca de un papa —dijo al final.
—Comprendo muy bien sus dudas, Alexander. Se pregunta usted si no seré yo el Anticristo que ha venido a la tierra para arrebatarles a los hombres la verdadera fe. Escúcheme un par de minutos más, mi historia aún no ha terminado.
El Santo Padre volvió a guardar la esmeralda en la arqueta, pero no cerró la tapa. Tomó un vaso que había en la mesa y bebió un sorbo de agua antes de seguir adelante.
—Los sacerdotes del templo desconfiaban y temían al rabí Yeshua incluso después de su muerte. Para protegerlo de sus persecuciones, José lo llevó al desierto junto con su mujer y sus hijos, donde…
—¿Junto con su mujer y sus hijos? —lo interrumpió Alexander con incredulidad.
—Yoshua no era un santo sino un rabino, un predicador. Y un rabino como Dios manda cumple el precepto que le corresponde de tomar mujer y educar a los hijos. En compañía de su mujer y de todos sus hijos llegó Yeshua a la ciudad costera de Joppe que hoy conocemos como la ciudad portuaria de Jaffa. Joppe todavía no contaba con ningún puerto, pero se registraba en la zona un intenso tráfico de navíos mercantiles de gran tonelaje que se aproximaban a la costa y cargaban y descargaban por medio de embarcaciones de menor tamaño. El dinero y la influencia de José hicieron posible que Yeshua y los suyos subieran a bordo de una de ellas que zarpó aquel mismo día rumbo a las Galias. Allí los perseguidos encontrarían una nueva patria.
—Lo describe usted todo con tanto detalle como si hubiera estado allí.
—En cierto modo se podría decir que así fue. —Custos volvió a sacar la esmeralda y la hizo girar de tal forma que Alexander viera primero el rostro más amable y después el más sombrío—. Yeshua-Jesús abandona por tanto el escenario de nuestro drama. Entra en escena Judas Tomás o Judah Toma, el mellizo del Señor.
—A quien yo llevo todo el rato esperando —dijo Alexander lanzando un suspiro—. ¿Dónde estaba cuando prendieron, juzgaron y condenaron a Jesús?
—No en Jerusalén. Los mellizos habían discutido entre sí a propósito de una cuestión esencial. Yeshua quería renovar el judaísmo desde dentro, Judah Toma consideraba que eso llevaría mucho tiempo. El y sus seguidores abogaban por la fundación de una nueva fe que conservara los elementos positivos de la antigua pero que impusiera a los hombres unos preceptos menos duros y comprometidos.
Alexander chasqueó los dedos.
—Y, como su hermano mellizo había sido dado por muerto, creyó llegada su hora.
—Más aún, se creía que Yeshua había resucitado de entre los muertos. ¡Ahí estaba la gracia!
Custos se acaloró tanto que hasta se atragantó. Empezó a toser y Alexander vio la imagen del Crucificado, escupiendo sangre y bilis.
El Papa tomó otro sorbo de agua y dijo:
—Tal como ya he dicho, los sacerdotes del templo y sus aliados los consejeros no se fiaban en absoluto de la paz que había traído consigo la crucifixión de Yeshua. Se echaban mutuamente la culpa de los tumultos y, al final, consiguieron que Pilato diera orden de abrir el sepulcro para poder ver el cadáver del Crucificado. Y, por una ironía del destino, fueron ellos los que dieron lugar con ello a la leyenda de la resurrección. El sepulcro estaba vacío y el pasadizo secreto estaba tan bien escondido que no se pudo dar ninguna explicación razonable acerca de la desaparición del presunto muerto. Fue la ocasión para que Judah Toma se presentara como el resucitado de entre los muertos. El y sus seguidores acababan de encontrar con ello justo lo que desde hacía tanto tiempo andaban buscando: la principal figura divina de un nuevo movimiento religioso.
—Pero debió de haber seguidores del verdadero Jesús que se dieron cuenta del engaño.
—Puede que hubiera algunos escépticos, piense, por ejemplo, en la historia de Tomás el Incrédulo. Sea como fuere, la aparición del «Resucitado» se escenificó con gran inteligencia. Tal como usted sabe, el Señor se aparece en los Evangelios a sus discípulos de manera generalmente inesperada y sólo durante un tiempo muy breve. Y evita los estrechos contactos. Juan relata cómo María Magdalena ve a Jesús después de la resurrección y lo quiere abrazar. Pero él se aparta de la antigua confianza que reinaba entre ambos y le ordena que no lo toque. Algo parecido pudo ocurrir efectivamente.
—Pero habría sido un juego muy audaz.
—No, no lo fue porque estuvo todo muy bien pensado y fuertemente limitado en el tiempo. Según los Hechos de los Apóstoles, las apariciones duraron catorce días, datos con los cuales éstas tenían que coincidir aproximadamente. Después, en Judea ya no se volvió a ver ni a Yeshua ni a su mellizo. El falso Mesías desapareció de la escena. No sabemos si permaneció escondido o si fue eliminado. Puede que sus propios seguidores acabaran con él porque ya no lo necesitaban. El habría podido derribar con una sola palabra todo su edificio de mentiras. Tal cosa no ocurrió y así nació la leyenda de la resurrección gracias a la omnipotencia divina.
—¿Y el verdadero Jesús no trató de regresar a su patria?
—Murió pocos años después de su llegada a las Galias. Las circunstancias concretas no están claras. Dicen que cayó víctima de un complot.
—¿Urdido por su hermano mellizo o por los seguidores de éste?
—Tal vez. No lo sabemos.
—Todo eso es tan… increíble…
Custos sostuvo en alto la esmeralda.
—Fíjese en la Verdadera Faz de Cristo. ¿No le dicen estos rostros tan parecidos entre sí y, sin embargo, tan distintos exactamente lo que yo le acabo de decir… sólo que sin palabras?
Le pasó la esmeralda a Alexander, y el suizo estudió detenidamente los perfiles. De ellos se desprendía una verdad que no se podía demostrar ni con documentos ni con sellos. Custos tenía razón, aquella piedra confirmaba sus palabras mejor que cualquier documento escrito. Alexander creía en el Papa. Éste no necesitaba argumentos, llevaba la verdad en las manos.
—¿Quién labró los rostros en la piedra? —preguntó—. ¿Por qué es precisamente esta esmeralda un arma tan importante en la lucha por la verdad?
—Porque se labró en vida de Yeshua. Quien no se dejara convencer por su sola contemplación, podría establecer, por medio de análisis científicos, que la esmeralda tiene una antigüedad de dos mil años, es decir, que procede de la época de la gran transición. José de Arimatea, que conocía directamente tanto a Yeshua como a Judah Toma, mandó labrar los rostros como eterno testimonio de todo el juego de mentiras que se tejió en torno al falso Mesías.
Quedaba todavía una pregunta:
—¿Cómo sabe usted todo eso con tanta precisión, Santidad?
—En parte se debe a una agotadora y minuciosa labor de recopilación y, en parte, por lo que respecta al destino de Yeshua, a lo que se ha venido transmitiendo en mi familia a través de los tiempos.
—Ya habló usted una vez de su herencia familiar.
—Sí, los poderes de nuestro antepasado se han transmitido a muchos de sus descendientes.
—¿Su… antepasado?
—Mi familia vive desde hace dos mil años en el sur de Francia. Algunos de mis antepasados emigraron a otros países, también a Irlanda, donde nació Shafqat. Pero una rama se quedó cerca del lugar donde Yeshua pisó por primera vez el territorio de las Galias.
Alexander ya lo sospechaba en cierto modo y, sin embargo, le parecía incomprensible. El papa Custos, el Santo Padre, ¡había dicho nada menos que era un descendiente de Jesucristo!
—¿Pero por qué usted, sus parientes y los Elegidos han mantenido en secreto su origen a lo largo de tantos siglos?
—Porque la Iglesia no habría aceptado de buen grado tener que enfrentarse con los descendientes del Hijo de Dios. Y, encima, con unos hombres que afirman que la doctrina de la Iglesia no tiene nada que ver con el hombre cuya palabra constituye su fundamento. La Inquisición habría perseguido sin piedad a mis antepasados. No, tenemos que esperar a alcanzar el suficiente poder como para enfrentarnos con la Iglesia. Hasta que podamos anunciar la verdad desde una posición que nos permita ser escuchados y que pueda conferir credibilidad a nuestras palabras.
—Se refiere a la posición del Papa.
—Sí. La situación ya ha durado demasiado.
—Entonces… ¿usted no cree en lo que anuncia como papa?
Las dudas se apoderaron de Alexander. Unas dudas acerca de en qué parte debería estar. ¿Seguía siendo válido su juramento de servir al Papa y dar su vida por él, siendo el Papa alguien que se estaba aprovechando de su cargo? ¿Era aquel hombre tan siquiera un papa legítimo?
—Yo no creo en todo lo que es la doctrina de la Iglesia. Pero tampoco condeno esta doctrina en bloque. Es casi como cuando Yeshua se enfrentó con la interpretación excesivamente estricta de la ley de Moisés. También tenemos que reformar el orden establecido desde dentro. Puede que el cristianismo actual ya no conserve gran cosa de la doctrina de Yeshua, pero es todo lo que todavía conservamos. Desde hace dos mil años ha influido en el mundo. Casi dos mil millones de personas, más de un tercio de la población mundial, se llaman cristianos. Si destruimos esta fe, destruimos el mundo.
—Usted y los Elegidos podrían fundar una nueva religión —apuntó Alexander.
Custos se rió por lo bajo.
—¿Y sería eso a los ojos de la opinión pública algo más que una nueva secta de autodenominados seguidores de Jesús?
—Más bien no, en efecto.
—El cristianismo, tal como Pablo y sus seguidores lo anunciaron, tenía su fundamento en Yeshua, pero tergiversó su doctrina. Yeshua predicó la igualdad ante de Dios. Según sus palabras, el más pequeño valía tanto como un rey. Pero vea usted la jerarquía de la Iglesia, Alexander. ¿Se puede hablar aquí de igualdad?
—La igualdad se alcanzará en el Reino de los Cielos.
—¡Precisamente! —replicó con vehemencia el Papa—. Con el consuelo del más allá, se mantiene a la gente domesticada. Sin embargo, los sufrimientos y las inquietudes de los hombres existen en este mundo y es en este mundo donde se les tiene que ayudar. La fe en Dios puede desempeñar a este respecto un papel importante pero tiene que conducir a los hombres al amor y a la reconciliación, ¡no a las imposiciones y a la obediencia ciega!
Custos hablaba con la misma intensidad con la cual había descrito la crucifixión de Jesús. Alexander pensó que el Jesús histórico —Yeshua— debía de estar dotado de aquel mismo don. Las palabras se transformaban en imágenes y las imágenes acababan constituyendo una nueva realidad. Sus dudas acerca de la sinceridad del Papa se disiparon. Aquel hombre era el Santo Padre y Alexander había hecho bien en jurarle lealtad. Puede que aquel papa necesitara más afecto y apoyo que cualquier otro que lo hubiera precedido.
Alexander quería devolverle la esmeralda. Al hacerlo, las manos de ambos se rozaron y se juntaron con firmeza. El Santo Padre y el suizo acababan de sellar un pacto secreto, el de confiar el uno en el otro y ayudarse mutuamente.
—Tengo una deuda de gratitud con usted, Alexander. Ha hecho mucho más que aquello que su juramento le exige, pues ha conducido a mis hermanos a la capilla de las piedras preciosas y al Vaticano. Me ha salvado dos veces la vida. La noche pasada y el miércoles.
—¡Pero no pude impedir el atentado!
—Se arrojó sobre el autor del atentado. Si no hubiera sido usted tan valiente, la descarga de perdigones me habría alcanzado de lleno. No nos basta la fuerza de todos los Elegidos para despertar a un muerto. Eso no lo pudo hacer ni siquiera Yeshua.
—¿Pues cómo hay que interpretar lo que dicen las Sagradas Escrituras acerca de las resurrecciones de muertos como las que obró Jesús en Lázaro, en la hija de Jairo y en el hijo de la viuda de Naín?
—Si hubieran estado muertos, Yeshua no los habría despertado. Pero, si los despertó, es que todavía quedaba vida en sus cuerpos.
Soltando un suave gemido, Custos volvió a reclinarse sobre la almohada. Parecía agotado cuando cerró los ojos bajo los cuales se habían dibujado unas profundas sombras. Su caja torácica subía y bajaba con ritmo regular. Parecía que estuviera durmiendo.
Alexander se levantó en silencio y estaba a punto de abandonar la estancia.
—¡Espere! —lo llamó la voz del Papa—. Estoy en deuda con usted. Si puedo hacer algo por usted, le ruego que me lo diga.
—Hay algo —dijo Alexander, volviéndose hacia Custos—. Tengo que encontrar a Elena.