XXIV

Miércoles, 20 de mayo

La caída al abismo interminable persiguió a Alexander hasta sus más agitados sueños. Con la tensión que lo dominaba, jamás habría creído poder dormir, pero, después de los agotadores esfuerzos y de la noche en vela, el cansancio lo venció. El proyector cinematográfico que tenía en el cerebro le mostraba la caída de su amigo como queriendo compensar el hecho de que sus ojos no lo hubieran podido ver.

El poderoso cuerpo de Spartaco que, alcanzado por las balas, había perdido el apoyo del pie. Buscando inútilmente con las manos un saliente de la roca donde agarrarse. Un desamparado ovillo de miembros que iban cayendo. Una dolorosa e interminable secuencia a cámara lenta. Con los ojos enormemente abiertos, despidiendo destellos fosforescentes como la pantalla del amplificador de luz residual, el que estaba cayendo miraba aterrorizado hacia arriba donde se encontraba Alexander. Abrió la boca y emitió una especie de chirrido. La repentina luz le recordó el relampagueo del fogonazo.

La luz era la de una linterna de bolsillo y el chirrido era el de la apertura de la puerta de la celda. De eso fue consciente Alexander cuando la película de su cabeza quedó interrumpida. La tristeza por la pérdida de su amigo le iba reptando lentamente por dentro. Casi habría deseado poder regresar al mundo de los sueños, como si allí tuviera la posibilidad de salvar a Spartaco. Además, le dolía haber fracasado en la misión que ellos mismos se habían asignado. Sin embargo, su preocupación por Elena superaba el dolor por la pérdida de Spartaco.

Poco a poco regresó a la realidad. Recordó la caminata por la rocosa isla. Varias veces había caído porque el saco que le cubría la cabeza le impedía ver. Por eso tampoco había visto adonde lo llevaban los hombres que lo estaban dirigiendo con lacónicas órdenes y ásperas manos. Sin embargo, estaba casi seguro de que su calabozo se encontraba en el sótano del siniestro castillo. Había bajado varias escaleras a través de unas frías y húmedas profundidades. El saco y las esposas se los habían quitado al llegar a la celda. Allí no había ninguna posibilidad de huir. Las paredes, el suelo y el techo eran de piedra desnuda. El único mobiliario estaba constituido por un catre de madera y una áspera cubierta de lana, no había ni ventanas ni luz artificial. La pesada puerta de hierro habría servido para una prisión de máxima seguridad. Sin una palabra más, los armados desconocidos lo habían dejado solo allí dentro.

Los tres hombres que ahora acababan de entrar pertenecían al mismo grupo que lo había conducido hasta allí. Vestían pantalón y chaqueta negra. Sobre el bolsillo izquierdo de la pechera de la chaqueta lucían una cruz blanca cuyos brazos arriba y a la derecha estaban delimitados por unas rayas transversales. Como dos letras T superpuestas que se cruzaran en un ángulo de 90 grados. O como dos cruces de las llamadas de San Antonio que en el Apocalipsis de San Juan son el sello de Dios, el símbolo de la Redención. En el campo superior derecho figuraba un cangrejo. El animal, que podía cambiar de caparazón, era el símbolo de la Resurrección de Jesucristo. La cruz de la doble T era con toda evidencia el escudo de Totus Tuus.

Pero los hombres no daban precisamente la impresión de ser portadores de la vida eterna… sino más bien de una rápida muerte. Sobre sus costados colgaban unas fundas de pistola. Uno de ellos había extraído el arma y estaba apuntando a Alexander; era una Glock automática. Alto y musculoso, el hombre le recordaba un poco a Spartaco.

A los otros dos los conocía. Contra el moreno de la cabellera rizada y la ancha boca había luchado en las obras de la carretera de los Montes Albanos. Al tipo de rostro cuadrado y barbilla a lo Kirk Douglas ya lo había visto un par de veces anteriormente. Era el que había disparado contra él y Donati en la Piazza Farnese y en el Vaticano contra el Papa. Y era el secuestrador de Elena.

Alexander se levantó del catre, se le acercó y le preguntó a gritos:

—¿Qué han hecho con Elena? ¿Dónde está?

En inglés, porque los hombres de Totus Tuus se habían expresado en dicho idioma.

El Músculos alargó la mano en la que empuñaba la Glock en gesto de advertencia.

—¡Callar boca y venir!

Los otros dos se colocaron uno a cada lado del prisionero y el Músculos se situó detrás. A Alexander no le cupo la menor duda de que cualquier intento de fuga por su parte sólo le habría llevado a recibir un tiro en la espalda. Por eso obedeció percibiendo a cada paso la frialdad del suelo. Descalzo y enfundado en el desgarrado traje de neopreno, debía de ofrecer probablemente un aspecto de lo más curioso.

Su temor inicial de que desde el calabozo lo llevaran directamente a la cámara de las torturas no se hizo realidad. El camino conducía escaleras arriba. Unas luces de pared iluminaban las galerías y las escaleras. En aquella isla la electricidad se debía de fabricar mediante generadores propios. Tras subir varias escaleras, les salió al encuentro una clara luz natural y Alexander comprendió que se había pasado varias horas durmiendo. Las escaleras terminaban en un pasillo con ventanas ojivales protegidas por gruesos cristales. La vista daba al norte. Más allá del ondulado paisaje de Brecqhou se extendía el mar que aislaba aquella mancha de tierra de todo, de las leyes de los hombres y de cualquier posible ayuda. A juzgar por las sombras, debían de ser las nueve o las diez de la mañana. Suponía que sus guardianes lo habían despojado durante la noche no sólo de su equipo sino también de su reloj de pulsera.

Otras escaleras conducían dos pisos más arriba. Había cuadros, esculturas y arañas de cristal por todas partes… justo el esplendor que cabía esperar del aspecto exterior del castillo. Alexander tenía otras cosas en que pensar y lo vio todo de pasada, aunque no le cupo la menor duda de que se trataba de obras de arte originales. En una espaciosa estancia cómodamente amueblada aunque excesivamente recargada para su gusto, lo esperaba un montón de ropa limpia. Encima de todas las demás prendas se podían ver unos pantalones oscuros de algodón y otro jersey de lana. Al lado de la cama había un par de mocasines de tela más ligeros.

—Eso se lo puede usted poner cuando se haya aseado —dijo el hombre del hoyuelo en la barbilla, señalando una puerta abierta que daba acceso a un cuarto de baño revestido de mármol.

—¿Y cuándo se sirve el desayuno?

A Alexander la situación le resultaba grotesca. Lo trataban como a un criminal peligroso pero lo habían instalado en una habitación digna de un hotel de lujo.

—Después —contestó el otro sin una pizca de humor.

Los tres se quedaron en la estancia, pero, por lo menos, no lo siguieron al cuarto de baño. La rodilla lastimada le escoció al entrar en contacto con el jabón. La tonificante ducha le sentó extremadamente bien y, por un instante, se olvidó del callejón sin salida en que se encontraba. Se sentía más bien como un turista la mañana de un día muy prometedor.

Vio una maquinilla de afeitar eléctrica y la utilizó. Era un soldado y estaba convencido de que el aspecto exterior influía en el estado interior, aunque también fuera cierto lo contrario. La historia de la guerra pocas veces había visto un ejército tan desarrapado, pero con una moral de lucha más alta. Ignoraba lo que lo esperaba en aquel increíble castillo, pero quería enfrentarse con lo desconocido de la mejor forma posible.

El copioso desayuno inglés que él acompañó con una jarra de café caliente también vigorizó sus fuerzas. Comió sin apetito pero con hambre canina. En cuanto se hubo puesto la ropa limpia, sus guardianes lo acompañaron un piso más abajo a un saloncito con vistas al mar. La joven que le preguntó con una sonrisa en los labios qué le apetecía almorzar pareció querer darle una vez más la impresión de que aquello era más bien una estancia de vacaciones. Si no hubiera ido absolutamente sin maquillar y no hubiera llevado un sencillo vestido negro con el escudo de Totus Tuus, habría podido pasar por una camarera de uno de los muchos hoteles turísticos de la cercana pero lejana isla de Guernsey.

Mientras Alexander se tomaba las últimas alubias que le quedaban en el plato utilizando tenedor y cuchillo, el hombre del hoyuelo en la barbilla gritó:

—¡Atención, el general!

Los tres hombres se cuadraron de cara a la puerta.

—Pónganse cómodos —dijo como de pasada el hombre que acababa de entrar, acercándose a la mesa a la cual permanecía sentado Alexander.

—Alubias, beicon, salchichas, huevos revueltos y tostadas. Siempre te ha gustado almorzar bien, Alexander.

—Un hombre como es debido tiene que almorzar como es debido. —Alexander miró al otro—. ¿Acaso no es eso lo que tú me has enseñado, padre?

¿Habría tenido que emocionarse? ¿Sentirse abrumado? ¿Habría tenido que experimentar la sensación de que el suelo se estremecía bajo sus pies? ¿Tenía que levantarse de un salto y abrazar al padre al que llevaba diez largos años dando por muerto?

No se sentía abrumado ni se alegraba. Tras haber escuchado en secreto el contenido de la reunión en la capilla de las piedras preciosas, tenía claro que Markus Rosin vivía y había evitado deliberadamente establecer cualquier contacto con él. De su padre no quería abrazos… exigía respuestas.

Markus Rosin tampoco había dado la menor muestra de querer saludarlo cordialmente. Permanecía allí de pie tan tieso como siempre, sin que apenas hubiera cambiado exteriormente. Su nervudo cuerpo no parecía albergar ni un solo gramo de grasa superflua. Sólo el rostro estaba ligeramente más arrugado y su cabello cortado a cepillo se había vuelto canoso. Llevaba el mismo uniforme que los tres guardias. Pero en sus hombros resplandecía, además, el cangrejo blanco. No iba armado.

—Ya se pueden retirar —les dijo a sus hombres—. No creo que haya ninguna dificultad.

—Como usted mande, mi general —dijo el del hoyuelo a lo Kirk Douglas.

Alexander dijo, ahora en alemán:

—La última vez que nos vimos, tú eras todavía comandante. ¿Quién te ha ascendido? Seguro que ni la Guardia Suiza ni el Ejército suizo.

Markus Rosin se acercó una silla y se sentó directamente de cara a Alexander.

—A mi cargo uno no asciende, es elegido.

—¿Quién te ha elegido, los jefes de Totus Tuus?

—Me quito el sombrero, hijo mío, estás muy bien informado.

—No fue muy difícil. —Alexander señaló la cruz que adornaba la parte izquierda de la pechera de su padre—. ¿Cuáles son tus planes como general de Totus Tuus? ¿Vas a lanzar una nueva Cruzada para conducir al mundo hacia los criterios de tu Orden?

—La jerarquía militar de una organización tan grande es muy altruista. Pero nosotros no perseguimos ningún objetivo militar. La conversión es necesaria, precisamente en tiempos tan agitados como los nuestros, pero no con la fuerza de las armas.

—¿No con la fuerza de las armas? —Alexander soltó una ronca y amarga carcajada—. ¿Y cómo llamas tú eso que le han hecho al Papa? ¿Y el atentado de Piazza Farnese? ¡De los asesinatos de tío Heinrich y tía Juliette, del padre Borghesi, de Ovasius Shafqat y de otros, mejor no hablar! ¿Fueron acaso intentos de conversión amistosa a lo Totus Tuus?

Un destello se encendió en los ojos de Markus Rosin y su rostro se endureció.

—Eso fue en legítima defensa. El Anticristo ha ocupado la Santa Sede. Si no defendemos ahora la verdadera fe con todas nuestras fuerzas, ¡será demasiado tarde!

—Yo conozco al papa Custos —dijo serenamente Alexander—. Y no es en absoluto el Anticristo sino todo lo contrario.

—¿Pues qué es en tu opinión?

—El papa Custos ayuda a los hombres —dijo finalmente Alexander—. Y los quiere situar en el centro de la Iglesia. Eso lo convierte en el papa más importante de la historia de la Iglesia.

—¿Pretende ser el descendiente de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Y tú te crees esta historia tan insensata? ¿Porque obra pueriles prodigios?

—¡No fueron prodigios pueriles! Ha curado a enfermos. Yo mismo lo he experimentado.

—Muchos hombres tienen estos poderes e incluso existen explicaciones científicas para la desaparición de una enfermedad; a eso los médicos lo llaman remisión espontánea. La enfermedad se cura por medio de la liberación de sustancias del propio cuerpo. Algunas personas actúan incluso como catalizadores y ayudan a los enfermos a alcanzar una curación espontánea. Todavía no se ha investigado en detalle cómo funciona todo eso, ¡pero se trata de un proceso natural!

—El Santo Padre no ha dicho lo contrario.

—¿Ah, no? —Markus Rosin soltó un bufido. La serenidad de Alexander le estaba atacando los nervios—. ¿Acaso no se ha presentado como pariente directo del Mesías?

—Se ha calificado a sí mismo de descendiente de Jesús.

—¿Por quién tomas a Jesús cuando crees en el falso Papa? ¿Por un curandero cualquiera?

—Por un hombre que se propuso la tarea de elevarse por encima de lo humano, como Custos.

—¡Alexander! ¡Si niegas la divinidad de Jesús, eres un hereje!

—Pues me parece muy bien —replicó Alexander ante la perplejidad de su padre—. El nombre de los cataros, tenidos por herejes, procede del griego kátharos que significa «puro». Así se llamaba en la Edad Media una secta de cristianos que se creían en posesión de una fe pura.

—¡Unos disidentes que han escarnecido la Santa Iglesia y sus dogmas! —replicó Marcus Rosin jadeando.

—Y con razón. Cuando se trata de una falsa doctrina como la de los dogmas de la Iglesia. Jesucristo habló de una comunidad de iguales, libre de jerarquías y de burocracia. Pero la Iglesia que se llama de Jesús es una institución superjerárquica, una imagen calcada del Imperio romano ya desde su origen. De religión rebelde que era se convirtió en una de las más dominantes, en un instrumento de tutela y manipulación de las masas. Somete a las personas al mecanismo de la culpa y la penitencia y las convierte con ello en dóciles ovejas que, en la esperanza de su redención en el más allá, ofrecen su vida real en sacrificio al pastor. —Alexander se inclinó hacia adelante—. Y, si existen los representantes de una doctrina pura, herejes en el mejor sentido de la palabra, éstos son sin duda Custos y los Elegidos. Yo conozco la verdad. El Santo Padre me ha mostrado la Verdadera Faz de Cristo.

Markus Rosin palideció.

—¡Fue demasiado pronto! Tú no estabas preparado todavía para eso. Algún día yo te habría enseñado la esmeralda y entonces tú habrías podido comprender su significado.

—Creo que he comprendido muy bien su significado, padre. La doctrina que tú defiendes se basa en un engaño, en una resurrección que jamás tuvo lugar.

—¿Y qué?

—¿O sea que lo reconoces?

Alexander miró atónito a su padre.

—El Jesús histórico no tiene ninguna importancia para la fe en Dios. Él es el objeto de la fe, pero no su creador. Lo que cuenta es lo que surgió de su actuación, lo que hombres como Pablo consiguieron por este medio. La Santa Iglesia y su religión no se basan en un hombre llamado Jesús sino sola y exclusivamente en su mito, en Cristo el Redentor.

Alexander se inclinó hacia adelante y apuró el último sorbo de su café ya frío desde hacía un buen rato. Necesitaba aquella pausa para ordenar sus pensamientos. Hasta aquel momento, no se había batido del todo mal, pero la desconcertante revelación de su padre amenazaba con irle arrebatando progresivamente las municiones. Y, en lo más hondo de su ser, anidaba la duda. Markus Rosin demostraba una gran firmeza en su visión de las cosas y se notaba que había estudiado a fondo todas aquellas cuestiones, mucho más a fondo que él. ¿Acabaría resultando que el que estaba en lo cierto era su padre?

Todo se reducía a una pregunta que ahora Alexander formuló:

—Si ustedes, tú y los tuyos, tan convencidos están de su fe y de la nula importancia del Jesús histórico, ¿por qué tienen tanto miedo de que se dé a conocer la Verdadera Faz de Cristo?

—¿Es que no salta a la vista? —Markus Rosin parecía decepcionado, como si su hijo le acabara de demostrar su inmadurez con aquella pregunta—. Precisamente tú, que tanto te dejas confundir, deberías conocer la respuesta. Muchas personas dudarán a causa de la esmeralda, vacilarán en su fe y puede que se lleguen a entregar incluso a falsas doctrinas.

—¿Y eso es lo que temes? ¿Acaso las personas no deberían ser libres de decidir acerca de sus creencias? ¿Y no deberían conocer la verdad?

En gesto de perplejidad, Markus Rosin extendió los brazos.

—Tú hablas como si se tratara de elegir entre dos clases de mermelada para el desayuno. A primera vista, podría parecer que la cuestión de la fe en nuestro mundo tan secularizado carece de importancia. Pero, en realidad, nuestra civilización occidental está basada en la fe de la Santa Iglesia Romana, ha ido creciendo piedra a piedra desde hace dos mil años a partir de ella y está indisolublemente unida a ella. ¡Si le arrebatas esta fe a la gente, cortas las raíces de nuestro mundo y dejas que se hunda en el caos y la anarquía!

—¿Y por qué el Círculo de los Doce no destruyó hace tiempo la esmeralda, puesto que supone un peligro tan grande?

—Nosotros no queremos destruir la verdad —dijo Markus Rosin, levantando la voz—. Pero ésta tiene que ser protegida para que el poder de las tinieblas no haga mal uso de ella y la utilice para sus propios fines.

—¿Estás hablando del papa Custos?

—Sí. ¡El es el Anticristo!

—Eso no es más que una afirmación —replicó Alexander.

—¿Y qué? ¿Qué tal le va a vuestro Papa? ¿Ha curado de sus mortales heridas con la ayuda de sus Elegidos?

—¿Cómo sabes tú…?

Alexander dejó la pregunta sin terminar. No tenía que actuar de manera irreflexiva, no tenía que revelar demasiadas cosas acerca de los Elegidos y de su escondrijo.

—No lo sé, Alexander, simplemente lo sospecho. Así lo dicen las Sagradas Escrituras. En el Apocalipsis de Juan se describe al Anticristo: Y su llaga mortal fue curada y toda la tierra se asombró de la bestia. ¿Acaso eso no coincide con Jean-Pierre Gardien?

—¿Y bien?

—Pues entonces la situación no te sería muy propicia, hijo mío. Pues el Apocalipsis habla también de una segunda bestia que parece un cordero y habla como un dragón. Tú sabes que el dragón representa al demonio, al Maligno. Hizo que la tierra y todos sus moradores adorasen a la primera bestia cuya llaga mortal había sido curada.

Alexander se quedó sin respiración. No quería creer lo que su padre le quería dar a entender con las palabras de la Biblia. Al principio, aquel hombre le había dado la impresión de ser más una carga que un motivo de alegría. Después había simulado su propia muerte, incluso ante su hijo. Pero la insinuación parecía mucho peor que cualquier cosa que un padre le pudiera hacer a su hijo.

—¿Me crees un emisario del Maligno?

—Tú niegas la fe en la cual fuiste educado y hablas como un dragón contra la doctrina de la Iglesia. Tú proteges a la bestia del Apocalipsis, al Anticristo. Y, por encima de todo, aparentas servir a la verdadera fe y ser tan inocente como el cordero. ¿Qué quieres que piense?

Alexander miró a su padre a los ojos y lo que leyó en ellos lo llenó de furia. Se había trasladado a Brecqhou con la intención de condenar a la Cabeza de los Doce e incluso a matarla. Había dado por cierto que Markus Rosin había vendido su alma al Maligno. Ahora, cara a cara, el fundamento de semejante convicción se estaba desmoronando. No veía el menor engaño en las palabras de su padre y tampoco en su rostro ni en sus ojos. Estos lo miraban con tristeza, daban elocuente testimonio de su decepción al ver que él se había aliado con el bando contrario.

—¡Yo no sirvo al Maligno! —exclamó como si con la sola afirmación pudiera rebatir la opinión de su padre y destruir sus propias dudas.

Se levantó, se acercó a la ventana más próxima y contempló el mar que se agitaba incesantemente contra la escarpada costa. El espectáculo era impresionante, veía con toda claridad las verdes colinas de las pequeñas islas de Herm y Jethou entre las cuales se distinguía la larga costa de Guernsey. Casi le parecía ver la localidad industrial de St. Sampson con sus altas chimeneas y sus grúas de carga. Parecía pertenecer a otro mundo, un mundo de cosas seguras e inamovibles. A su juicio, el mundo se estaba tambaleando, como si las fluctuantes olas del mar se hubieran apoderado de Brecqhou y ahora se estuvieran llevando a la isla consigo. Ya no había tierra firme ni seguridad, sólo las dudas que lo roían por dentro.

Markus Rosin se le acercó por detrás y apoyó una mano en su hombro. Un escalofrío le recorrió la espalda. Un escalofrío no de repugnancia sino de emoción. ¡Cuánto había echado de menos en otros tiempos la cercanía de su padre, su cariño, su contacto!

Siempre le había querido demostrar a su padre que era digno de él, un Rosin auténtico, un hombre de verdad. ¿Cuándo si no ahora le podría ofrecer la prueba?

—Estás desconcertado, hijo mío, y con razón —dijo Markus Rosin en tono compasivo—. Puede que no te lo hubiera tenido que expresar con tanta dureza. Pero, en estos últimos días —mientras te esperaba— he estado buscando en vano otras palabras.

Alexander se volvió hacia él.

—¿Cómo te llegaste a convertir en general de Totus Tuus? Cuando te casaste con mamá, la debías de querer. ¿Cuándo empezó la fe a ocupar el primer lugar en tu vida, padre? ¿Cuando nací yo y murió mamá?

Los rasgos de Markus Rosin se endurecieron y éste dijo con un chirrido en la voz:

—No, la ruptura llegó antes. Cuando Isabelle estaba embarazada de ti, descubrí que ella me había engañado, más de una vez. Entonces comprendí que el amor entre un hombre y una mujer no es duradero… a diferencia de lo que ocurre con el amor de Dios.

—Cuando mi madre estaba embarazada —repitió muy despacio Alexander—. ¿O sea que yo…?

—He pensado mucho en ello —lo cortó su padre—. Pero, a medida que ibas creciendo, tanto más me convencía de que eras mi hijo. Mi padre, el comandante de la Guardia Andreas Rosin, me introdujo en el secreto de la Verdadera Faz de Cristo. Encontré mi sendero hacia Dios y espero llevarte a ti también algún día por el recto camino.

Alexander trató de imaginar lo que antaño debió de sentir su padre. ¿Creía que Dios había castigado a Isabelle con la muerte por su infidelidad? ¿Había creído al principio que su hijo era un bastardo y por este motivo se había apartado de él? Puede que el camino que lo había llevado a la cima de Totus Tuus hubiera sido una huida de la vida con todos los conflictos que ésta llevaba aparejados. En tal caso, puede que su convicción, que tan firme parecía exteriormente, fuera también la idea fija de alguien que estaba engañado. De repente, Alexander se compadeció de su padre.

—Deberías tumbarte a descansar un poco, hijo mío —le dijo éste—. Cuando te encuentres mejor, seguiremos hablando.

—Una cosa me queda todavía por saber. ¿Qué ha ocurrido con Elena?

—Siempre las mujeres, ¿verdad? —su padre esbozó una fría sonrisa—. Está aquí y se encuentra bien. ¿Quieres verla?

Por supuesto que Alexander la quería ver. Apenas podía reprimir su emoción cuando su padre lo acompañó a lo largo de varios pasillos y tramos de escalera. Los guardias armados que iban encontrando por el camino se cuadraban al paso de su general. Por lo demás, el castillo, teniendo en cuenta su enorme extensión, daba la impresión de estar absolutamente desierto.

En respuesta a una pregunta de Alexander, su padre le explicó:

—Esta parte se utiliza sobre todo para conferencias y reuniones. Cuando vienen los principales miembros de nuestra Orden procedentes de todos los lugares del mundo, el castillo te parecería cualquier cosa menos desierto. Pero ahora mismo hay más gente en otras alas del edificio.

—¿Y por qué este ostentoso castillo?

—¿Qué otra cosa habríamos podido construir aquí? ¿Un segundo World Trade Center o una copia de San Pedro?

Como para confirmar las palabras de su general, a cada paso que daban se iban cruzando cada vez con más personas, hombres y mujeres, todos ellos vestidos con el sencillo uniforme oscuro de la Orden. Apuraban el paso como hormigas e iban de acá para allá como cumpliendo un plan que sólo ellos conocían.

Padre e hijo salieron al aire libre, a un pequeño patio interior. Un equipo de obreros de la construcción, todos ellos vestidos con unos monos oscuros que ostentaban el escudo de Totus Tuus, estaba ocupado en la tarea de levantar los muros de un edificio anexo de forma semicircular. Cuando estuvieron más cerca, Alexander se dio cuenta de que aproximadamente la mitad de los silenciosos obreros que se movían con gestos casi mecánicos estaba integrada por mujeres. Una de ellas que, empapada de sudor, estaba empujando una carretilla de arena, tropezó y cayó perdiendo el equilibrio junto con su carga. Mientras permanecía de rodillas al lado del montón de arena, la mujer levantó la vista y su mirada —la de Elena— se cruzó con la de Alexander.

El se le acercó presuroso y la ayudó a levantarse. Su alegría al verla quedó considerablemente enturbiada por las circunstancias del encuentro. Alexander manifestó su preocupación por Elena. Esta tenía las mejillas hundidas y unas oscuras ojeras profundamente marcadas bajo los ojos.

Sosteniendo entre la suyas sus ásperas manos encallecidas a causa del inusual trabajo, Alexander le preguntó a gritos:

—Elena, ¿qué demonios haces tú aquí?

—Pues ya lo ves, estoy trabajando.

—¿En qué trabajas?

—Estamos construyendo un nuevo almacén.

Alexander no lo entendía. No habría podido decir en qué condiciones esperaba encontrar a Elena. Pero seguro que no como una heroína de la construcción. Le parecía una desconocida, como si estuviera bajo los efectos de las drogas. Pero no daba esta impresión. Sus pupilas no estaban dilatadas y su mirada no estaba empañada. Pero, al mismo tiempo, no podía ser dueña de sí misma. Se encontraba bajo la poderosa influencia de Totus Tuus.

Para arrancarla de su estupor interior, le dijo:

—¡Spartaco ha muerto! Anoche los hombres de Totus Tuus lo mataron de un disparo.

—Lo siento mucho —replicó ella con la impasible voz propia de un robot.

—¿Que lo sientes? —rugió Alexander, sacudiéndola por los hombros—. ¿No se te ocurre nada más que decir, Elena? Era tu amigo. ¡Los dos vinimos aquí para ayudarte!

—No tenían que haberlo hecho, no hacía falta. Aquí tengo toda la ayuda que necesito. —Su boca esbozó una sonrisa que contrastaba fuertemente con su petrificada mirada—. Tengo que seguir trabajando.

Se restregó las manos, enderezó la carretilla y tomó una pala para recoger la arena y volver a cargarla.

Alexander se volvió hacia su padre.

—¿Qué han hecho con ella? ¡Este trabajo es demasiado duro para ella y para las otras mujeres!

—Con el tiempo se acostumbran. Los hombres y las mujeres que aquí ves han pecado contra Dios y contra su Orden. El duro trabajo forma parte de su penitencia. Mientras robustecen su cuerpo, fortalecen también su espíritu. Y consiguen algo que pueden contemplar con orgullo. Es bueno para ella trabajar aquí.

—¿Que es bueno dices? —Alexander meneó la cabeza con un gesto de incredulidad—. Esto para mí es una colonia de castigo, algo que forma parte de un lavado de cerebro. ¿Qué puede tener de bueno?

—Conduce a los hombres por el buen camino —contestó Markus Rosin impertérrito.

Alexander se preguntó si su padre, a causa de la conducta de la infiel Isabelle, había llegado al convencimiento de que los hombres necesitaban ser gobernados con mano dura. Gobernados y tutelados.

La seguridad en sí mismo de que hacía gala Markus Rosin era una poderosa arma, aunque no la más poderosa si lo que pretendía era convencer a su hijo. Lo que a él, Alexander, lo había hecho dudar no eran ni los argumentos ni la fuerza de persuasión de Markus Rosin, sino el simple hecho de que el general de Totus Tuus fuera su padre.

Había escuchado la reunión de los miembros del Círculo y había creído que podría volver a matar a aquel que durante tanto tiempo había dado por muerto, ya fuera físicamente por medio de la fuerza física, o bien espiritualmente en su propia alma herida por medio del reconocimiento de que a Markus Rosin nada le importaba su hijo. En su encuentro cara a cara con su padre había descubierto que la voz de la sangre podía ser más fuerte que las insinuaciones de los sentimientos heridos.

Ahora tenía la oportunidad de demostrarle a su padre que podía ser el hijo y el hombre que Markus Rosin siempre había querido tener a su lado. ¿Acaso la Cabeza de los Doce no les había manifestado a los demás miembros del Círculo su disgusto por el ataque contra la vida de Alexander? ¿Y no le había dado a entender su padre en el trascurso de su conversación que en él veía con agrado a su sucesor? ¿Por qué si no habría querido Markus Rosin revelarle en el momento apropiado el secreto de la Verdadera Faz de Cristo?

¡Sucesor de su padre, Cabeza de los Doce, tal vez incluso general de Totus Tuus! Estos eran los pensamientos que ocupaban la mente de Alexander y lo inducían a pasear inquieto por la estancia a la que había sido conducido por la mañana para que se cambiara de ropa.

Después de su encuentro con Elena, que para él no había sido más desconcertante que la reunión con su padre, dos guardias lo habían vuelto a acompañar. Su padre había anunciado que se verían a la hora de cenar. Los guardias habían cerrado la puerta por fuera. La ventana carecía de barrotes, pero no ofrecía ninguna posibilidad de escapar. La pared era demasiado lisa como para poder trepar por ella. Y, además, bajo la ventana se abría el patio del castillo. Aunque Alexander hubiera conseguido llegar hasta allí, habría seguido siendo un prisionero.

Además, no tenía la menor intención de escapar sin Elena. Y sin estar seguro de quién tenía razón, si su padre o el Papa Custos.

Había un pequeño frigorífico lleno de bebidas. Seguramente, en estancias como aquella se alojaban los peces gordos de Totus Tuus durante las reuniones que su padre le había mencionado. Por la tarde los guardias le sirvieron una bandeja con bocadillos, lo cual le pareció más que suficiente después del copioso almuerzo de la mañana. A diferencia de lo ocurrido por la mañana, no necesitaba comer nada pues estaba demasiado enfrascado en sus propios pensamientos. Antes de verse con su padre, tenía que aclararse las ideas a propósito del lado en el que se encontraba. Sólo así podría llegar a una decisión para él y para Elena.