V

Miércoles, 6 de mayo

Un espíritu crítico había dicho en cierta ocasión que, si esta sala era la entrada del reino de los cielos, estaba claro que Dios necesitaba urgentemente un nuevo arquitecto. Vista por fuera, la Sala Nervi parecía una pesadilla cinematográfica de Steven Spielberg. Era como si una gigantesca nave espacial hubiera bajado a la tierra, utilizando el Vaticano como pista de aterrizaje. Las dimensiones de la sala eran tan enormes que, con dos tercios de su superficie, cubría las cuarenta y cuatro hectáreas de la pequeña ciudad-estado. Fríos, fuertes y funcionales, sus muros se distinguían de todos los demás edificios de la Ciudad del Vaticano. La intención del arquitecto Pierluigi Nervi de integrar la sala de audiencias más grande del mundo encargada por el papa Pablo VI en el vetusto ambiente que la rodeaba había fracasado rotundamente.

A los peregrinos que esperaban pacientemente para entrar en la sala, formando una serpenteante cola que llegaba hasta la plaza de San Pedro, eso les daba igual. A ellos les interesaba única y exclusivamente participar en la primera audiencia general del nuevo papa. Pedro se mostraba benigno con las ovejas de su sucesor: desde hacía un cuarto de hora había dejado de llover y a través de los claros abiertos en la capa de nubes brillaban incluso un par de tímidos rayos de sol.

A pesar de que la expectación provocada por la elección del nuevo papa y por los titulares de la prensa acerca del asesinato de Rosin era muy grande, todo seguía presidido por la rutina. Los vendedores callejeros que ofrecían refrescos o baratos souvenirs religiosos iban recorriendo de arriba abajo la cola de gente que esperaba. Aquí y allá unos chicos y chicas se introducían de vez en cuando en la cola para, segundos después, conducir a un ratero esposado a uno de los furgones policiales que permanecían estacionados alrededor de la plaza.

Eso tampoco era nada especial. La plaza de San Pedro pertenecía de hecho al territorio del Estado del Vaticano, pero, de conformidad con una de las disposiciones de los Pactos Lateranenses con el Gobierno italiano, allí se encargaba de la seguridad la policía italiana. Los hombres uniformados y armados ejercían un efecto disuasorio mientras que sus compañeros vestidos de paisano luchaban contra la inevitable plaga de los rateros.

Delante de la entrada de la sala de audiencias unos miembros de la Vigilanza registraban los bolsillos de los peregrinos en busca de armas. Todos tenían que exhibir la entrada. De manera aleatoria los hombres de la Vigilanza exigían los pasaportes y comprobaban si el nombre, la fecha de nacimiento y el número de pasaporte que figuraban en la tarjeta de entrada coincidían con los del carné de identidad. Por lo menos con un día de antelación, cualquiera que quisiera participar en una audiencia general del Papa tenía que tomarse la molestia de recoger su entrada, bajo la presentación de sus datos personales. El Vaticano pasaba los datos a la policía italiana y ésta los cotejaba con los datos de sus archivos informáticos de terroristas y psicópatas violentos.

Tras superar los puestos de control, los creyentes y los curiosos pasaban al interior de la sala de audiencias. Esta se había construido para descongestionar la plaza de San Pedro, pero tenía muy poco en común con un templo. Sólo las ovaladas vidrieras de colores de las paredes laterales recordaban vagamente la antigua arquitectura religiosa. Por lo demás, la espaciosa construcción de hormigón armado resultaba tan fría y funcional por dentro como por fuera.

A ambos lados de un pasillo que conducía diagonalmente a la parte anterior se extendían interminables filas de sillas plegables de plástico negro y gris colocadas en altura decreciente, como en un teatro. Generalmente se reunían allí más de seis mil personas. Pero ahora se habían instalado dos mil asientos adicionales que, junto con un número todavía mayor de localidades de pie, podían alcanzar una capacidad de doce mil personas. Entre los cuarenta y dos arcos dobles que sostenían el techo abovedado, se abrían innumerables ventanitas que transformaban la luz solar en diminutas islas de difusa claridad. Ningún crucifijo, ningún fresco o tapiz con motivos religiosos adornaban el espacio. El pasillo terminaba después de más de ochocientos metros delante de un estrado elevado con un trono para el Papa y varios sillones destinados a los más altos dignatarios eclesiásticos. Sólo detrás del trono, dejando aparte las vidrieras laterales de colores, había una indicación de que aquella sala era una casa del Señor: la estatua de bronce más grande del mundo, el relieve realizado por Pericle Fazzini de La Resurrección de Cristo.

Los peregrinos empujaban hacia adelante para conseguir una plaza sentada. Los gendarmes de la Vigilanza se encargaban de que las filas de asientos reservadas a los invitados de honor y los enfermos permanecieran libres. Los vaticanistas ocupaban hasta la última fila de la tribuna de la prensa adosada a la pared. También estaban ocupadas todas las cabinas de traducción simultánea situadas junto a la tribuna, destinadas a los reporteros radiofónicos. Los fotógrafos de prensa y los equipos de televisión de las distintas emisoras de televisión se apretujaban junto al estrado y sólo con gran esfuerzo podía la Vigilanza mantenerlos a raya. Muchos canales de televisión importantes querían captar imágenes de la primera audiencia general del nuevo papa y algunas iban a transmitir el acontecimiento en directo.

Los gendarmes cerraron las puertas cuando el comandante Von Gunten con seis de sus guardias se situó delante de la zona de la entrada. La guardia de honor del Papa. De ella formaban parte también Alexander Rosin y Utz Rasser. Iban vestidos con el uniforme de gala: el vistoso uniforme de los Médicis, con sus guantes blancos y sus relucientes yelmos con penacho rojo. Las armas visibles a primera vista constaban de la alabarda y la espada colgada al costado izquierdo. Sólo si alguien miraba con más detenimiento, podía descubrir en el cinto, al lado de unos pequeños aparatos radiofónicos, un aerosol de gas irritante. Con una multitud tan numerosa como la que aquel día se había reunido en la sala de audiencias, se podía contar en cualquier momento con la posibilidad de algún incidente.

Riccardo Parada, que vestía un terno gris, se acercó a los guardias suizos y saludó a Von Gunten.

—Ahora vamos a permitir la entrada de los enfermos y los minusválidos. El Jefe podrá salir en cuestión de cinco minutos. Estoy esperando con impaciencia a ver qué tal resulta su primera actuación en la sala.

—Yo también.

Antón von Gunten no sólo se mostraba muy lacónico sino que, además, mostraba un semblante extremadamente sombrío. Alexander lo comprendía. Superar aquel día debía de constituir un gran tormento para el comandante en funciones. Era el seis de mayo, el día del Saco de Roma, el aniversario de la Guardia Suiza. Según la antigua tradición, en tal día los jóvenes reclutas prestaban juramento con una gran ceremonia en el patio de San Dámaso. Ante la mirada de cientos de invitados, altos eclesiásticos, autoridades políticas y militares, representantes de la Asociación de los Suizos y, como es natural, los orgullosos miembros de la Guardia, los reclutas, vestidos con el uniforme de gala delante de la bandera de la Guardia, juraban servir al Papa reinante y a sus legítimos sucesores con fidelidad, honradez y honor, dispuestos si así lo exigieran las circunstancias a entregar la vida por ellos. Alexander también había prestado aquel juramento. Demasiado le dolía al comandante de la Guardia el efecto que pudiera producir el asesinato en la unidad y en todo el Vaticano. Heinrich y Juliette habían sido enterrados la víspera. Debido a ello, la Curia había considerado inadecuada una ceremonia de carácter festivo. Los reclutas prestarían juramento por la tarde sólo en presencia del capellán de la Guardia y del comandante en funciones.

—Estoy francamente impaciente —repitió Parada, como si le molestara la parquedad de palabras de Von Gunten—. Parece que los cardenales ya están temblando de sólo pensar en los poco ortodoxos métodos del Santo Padre.

Von Gunten no contestó. Estaba claro que no quería dejarse arrastrar a una discusión acerca del comportamiento del Papa para con la Curia.

Molesto, el jefe de seguridad se apartó y miró hacia la entrada lateral de la sala de audiencias, a través de la cual se estaban empujando las últimas sillas de ruedas. Se sacó del bolsillo de la chaqueta un radio teléfono y dijo:

—Tessari para Parada. Ya estamos listos. El Jefe ya puede entrar.

Apenas cinco minutos después se acercó una caravana de limusinas de color negro en cuyo interior viajaban los altos dignatarios y el Papa. Este permanecía sentado en el asiento posterior de un Mercedes blindado, conducido por el anciano chofer Ferdinando Zanni, en compañía de su secretario privado. Zanni, que pertenecía al Palacio Apostólico tanto como el obelisco de la plaza de San Pedro, ya había servido al anterior papa como ayuda de cámara y chofer. Se le tenía por un hombre muy discreto y de la máxima confianza. En el asiento del copiloto se sentaba Aldo Tessari.

Los Guardias Suizos adoptaron la posición de firmes y von Gunten se cuadró ante el Papa, que estaba descendiendo del vehículo. Custos se alisó el blanco hábito y saludó a Parada y a Von Gunten.

—Mucha gente aquí dentro, ¿verdad?

El Papa se rascó la nuca con semblante pensativo.

—Quiera el Señor que la gente esté contenta conmigo.

De la limusina que seguía al automóvil del Papa había bajado el cardenal Musolino, el alto y delgado secretario de Estado. Su enjuto y arrugado rostro era tan sombrío como su negra sotana. Musolino ejercía el cargo con extraordinaria severidad. Sus subordinados y otros colaboradores del Vaticano lo llamaban «Mussolini» o lo apodaban «Duce».

Puesto que el secretario de Estado ocupaba el cargo hasta la muerte del papa, muchos en el Vaticano albergaban la esperanza de que, con el nuevo papa, un nuevo cardenal estaría al frente de la Secretaría de Estado. Sin embargo, Custos había confirmado a Domenico Musolino en su cargo. Probablemente, para un pontífice como él, que no tenía demasiada experiencia en el Vaticano, era importante tener al lado a un experto y respetado primer ministro, tal y como a menudo se llamaba al secretario de Estado.

Alexander no sabía nada al respecto: ignoraba si el Papa estaba satisfecho o no de su secretario de Estado. Sin embargo, era un secreto a voces que las declaraciones del Santo Padre provocaban unos constantes estallidos de cólera en Musolino. El último comentario del nuevo Supremo Pastor de la Iglesia Universal también lo había disgustado en gran manera. Levantó los ojos al cielo como si quisiera lanzar un profundo suspiro y siguió al Santo Padre al interior de la Sala de Audiencias.

Dos guardias suizos montaban guardia junto a la puerta exterior y otros permanecían en el extremo superior del pasillo. Utz y Alexander escoltaron al Papa hasta el final del pasillo. Con ellos se encontraban Shafqat, Von Gunten, Parada y Tessari y también un destacamento de la Vigilanza. Musolino y los demás dignatarios lo siguieron instantes después.

En el interior de la sala empezó la pesadilla de cualquier guardaespaldas. Millares de personas se levantaron jubilosamente de sus asientos y se apretujaron contra el cordón de seguridad de ambos lados del pasillo. Las cámaras se empezaron a disparar a intervalos de pocos segundos, los flashes se encendían por toda la sala. Los reflectores de las unidades de televisión concentraban en el Papa y sus acompañantes todos sus haces de luz. A cada paso Custos se detenía para estrechar manos y acariciar cabezas infantiles con una sonrisa en los labios que no sólo expresaba su paciencia sino también la alegría que sentía ante el entusiasmo y la cordialidad que los presentes le manifestaban.

Los miembros de la Guardia y los gendarmes trataban de mantener a los creyentes al otro lado de los cordones de seguridad. La posibilidad de proteger al cien por cien al Papa de un atentado era una simple quimera. Cualquiera de las incontables manos que se alargaban hacia él podía ocultar un cuchillo o un frasco de ácido. Alexander estudió los rostros y los ojos tal como el comisario Donati le había enseñado a hacer. El autor de un atentado se traicionaba sobre todo por la mirada. Antes de que la mano que blandía el cuchillo se adelantara o el dedo índice apretara el gatillo, la mirada se dirigía hacia la víctima… con aquella singular expresión que siempre acompañaba a la decisión de matar. El que reparaba en ello en el momento oportuno, ganaba unas décimas de segundo muy importantes para poder arrojarse con gesto protector sobre el Santo Padre o bien empujarlo al suelo.

Sin embargo, ahora parecían buscar en vano aquella mirada. Toda su tarea consistía en mantener bajo control a la exultante multitud. El que más destacaba en dicha tarea era Ovasius Shafqat. Las garras de oso del fornido clérigo trataban repetidamente de apartar las manos que asían con fuerza los brazos del Papa mientras empujaban al Santo Padre hacia adelante con suave firmeza.

Al cabo de media hora Custos llegó finalmente al estrado. Mientras tomaba asiento en el trono, fueron cesando paulatinamente los gritos, los cantos y los aplausos. La tensa espera había dejado su huella en los creyentes, los periodistas y los altos clérigos que permanecían sentados en el estrado a ambos lados del trono papal. A la derecha del Papa habían ocupado también su lugar Von Gunten, Parada y Tessari. Alexander se colocó a ese lado mientras que Utz lo hizo a la izquierda. En el estrado se sentaban Musolino a la derecha y el cardenal protodiácono Gianfranco Tamberlani a la izquierda del Santo Padre.

Shafqat, medio de lado detrás del trono, estaba intentando alargarle al Papa una mano llena de papeles que eran algo así como unas chuletas para el discurso, pero Custos los rechazó con una sonrisa. Cuando el Santo Padre empezó a hablar, los micrófonos que tenía delante se encargaron de que sus palabras llegaran hasta los más alejados rincones de la inmensa sala.

—Hermanos y hermanas, hijos míos, con corazón exultante he recibido vuestro júbilo y vuestro entusiasmo. Pero el día de hoy me llena también de tristeza. Estamos a seis de mayo, el día del Saco de Roma. En aquellos tiempos, aquel funesto seis de mayo del año del Señor de 1527, Roma y la Santa Sede fueron víctimas del odio y la violencia. Hoy no hablaré de la destrucción de tantas valiosas obras de arte y tampoco de la bárbara muerte de tan gran número de inocentes, mujeres y niños, que cayeron en manos de los saqueadores. Todos ellos se han ganado nuestro eterno recuerdo, pero un terrible acontecimiento de tiempos más recientes nos induce a pensar en los defensores de la libertad de la Iglesia y en los valerosos miembros de la Guardia Suiza.

Fue como si los representantes de la prensa y la televisión sólo hubieran estado esperando aquella referencia. Se apretujaron contra el estrado y Alexander tuvo la desagradable sensación de que esta vez el objeto de su curiosidad eran él, Utz y Von Gunten. Sin embargo, procuró no enojarse con los disparos de los flashes, no puso mala cara y trató de mirar estoicamente hacia la zona del público que llenaba la sala.

—Los miembros de la Guardia Suiza juran ser fieles al Santo Padre hasta la muerte —prosiguió diciendo el Papa—. En el Saco de Roma demostraron lo mucho que les iba en ello. Ciento cuarenta y siete suizos perdieron la vida, entre ellos su capitán Kaspar Röist. Desde aquellas sangrientas jornadas, ¿han aprendido los hombres alguna lección? Hace menos de una semana que una vez más un comandante de la Guardia Suiza ha vuelto a perder bárbara y sanguinariamente la vida. Esta vez no parece que haya muerto en defensa de la Santa Sede. Parece ser que el autor de los hechos es uno de sus propios hombres y que el móvil han sido unas discrepancias relacionadas con el servicio. ¿Es por tanto la muerte del comandante Rosin menos importante que la de Kaspar Röist?

Custos hizo una significativa pausa antes de dar él mismo la respuesta:

—Yo digo que no, muy al contrario. Si el comandante Rosin ha sido asesinado por uno de sus subalternos, este terrible suceso demuestra que la discordia y la desunión tienen a nuestro mundo en sus garras. Unas garras que han penetrado hasta lo más profundo de la Iglesia de Cristo. En aquellos desventurados días en que Roma se enfrentaba con su propia destrucción, se destruyó también algo mucho más importante: la unidad de la Iglesia. Se produjo una división que perdura hasta nuestros días. Un mundo en el que no puede haber un Cristo al lado de otro y en el que un guardia suizo asesina a otro no puede ser voluntad de Dios. Pero de la destrucción y la desesperación puede surgir algo nuevo. El pillaje de Roma fue el signo para dar comienzo a la renovación de la Curia, y el terrible asesinato dentro de los muros del Vaticano tiene que ser para nosotros el signo que nos invite a la reflexión y a la conversión. El hecho de que un hermano no soporte a su hermano y una hermana a su hermana tiene que terminar. La división de la Iglesia cristiana ocurrida hace quinientos años se tiene que superar. Y puede que la reunificación de la Iglesia sea un signo para todo el mundo, para que cese el odio contra otras razas y contra otras creencias. ¡Por eso prometo en este lugar hacer todo lo posible y ofrecer cualquier sacrificio para que durante mi ministerio la Iglesia cristiana se pueda reunificar!

Grande fue el entusiasmo que despertaron sus palabras, aunque no todos se alegraron. Muchos de los más altos dignatarios eclesiásticos permanecieron inmóviles con expresión petrificada. El cardenal Musolino, mientras juntaba las manos para aplaudir, dio la impresión de que sólo se le podría domesticar echando mano de toda la fuerza posible. La reunificación de los católicos con los protestantes puede que a muchos dignatarios eclesiásticos se les antojara tan inverosímil como años atrás lo había sido la reunificación de Alemania. Mucho más perplejos todavía parecían los hombres de la Curia, que consideraban al Papa muy capaz de cumplir sus promesas. La unión de ambas Iglesias por medio de sacrificios sólo podría significar una cosa: la renuncia a los dogmas de la Iglesia y la disminución del propio poder.

En medio del renovado alboroto, una niña se erigió en protagonista, introduciéndose entre los fotógrafos y los cámaras de televisión. La chiquilla de unos seis o siete años vestida de azul subió al estrado, pasando por delante de Alexander. Este hizo ademán de sujetar a la pequeña antes de que alcanzara el podio del Papa, pero Custos se levantó, efectuando un inequívoco gesto de invitación a acercarse. El suizo tuvo que quedarse en su sitio.

El Santo Padre se inclinó hacia adelante y sentó a la niña sobre sus rodillas.

—Dime cómo te llamas, pequeña.

La respuesta fue tan sencilla como vacilante:

—Lea.

Custos la miró sonriendo.

—Sería bueno que me saludaras, Lea.

—No.

Algunos de los presentes soltaron una carcajada y el Papa también se rió.

—Ah, ¿no? —preguntó—. ¿Pues por qué te has acercado a mí?

—Porque has dicho que ayudarás al mundo entero. ¿Es verdad o no?

—Pues sí, lo intentaré.

Una arruga de escepticismo se dibujó por encima de la nariz de la niña.

—¿Tú puedes ayudar al mundo sí o no?

—Es una tarea difícil, sobre todo cuando el mundo no se quiere dejar ayudar. ¿Lo comprendes, Lea?

La niña lo pensó con la cara muy seria y después asintió con la cabeza.

—Pues claro que es difícil. Pero tú lo podrías hacer, ¿verdad?

—Con un poco de suerte y, sobre todo, con la ayuda de Dios, sí podría.

—El mundo es muy grande y hay mucha gente —Lea lanzó un profundo suspiro de comprensión—. Seguro que es más fácil ayudar a las personas de una en una.

—Seguro que sí.

—Bueno. —Los grandes ojos castaños de la niña se iluminaron de emoción—. ¡Pues entonces, ayuda a mi mamá!

—¿Dónde está?

Lea señaló hacia la zona del público.

—Allí abajo.

—¿Te ha enviado ella para que me pidieras ayuda?

—No, yo me he soltado.

—¿Y tu mamá no te ha podido sujetar?

—¿Cómo podría hacerlo si no se puede mover?

—Comprendo —murmuró Custos—. Tu mamá esta enferma, ¿verdad?

—Sí. Se quedó paralítica en el accidente en el que murió mi papá. Ahora él está en el cielo, ¿sabes?

—Seguro que sí. —El Papa dejó a la niña en el suelo y se levantó—. Acompáñame hasta donde está tu mamá, Lea.

Los fotógrafos y los cámaras entraron rápidamente en acción para captar el momento en que el Papa bajaba del estrado tomando de la mano a la niña. A los vaticanistas les habría gustado poder abandonar la tribuna de la prensa y dirigirse rápidamente a la zona del público. Alexander descubrió a Elena Vida en la tribuna y apartó inmediatamente la mirada. El recuerdo de su encuentro con la guapa periodista cuatro días atrás le resultaba muy doloroso y lo distraía de sus obligaciones.

La madre de Lea estaba paralizada del cuello para abajo. Su silla de ruedas se encontraba entre las demás que había delante de la primera fila de asientos. Detrás de las sillas de ruedas se sentaban los cuidadores o familiares de los minusválidos. Custos se inclinó hacia la paralítica e intercambió con ella unas palabras en voz baja. Se lo tomó con calma y pareció haberse olvidado por entero de la presencia de los otros varios miles de personas en la sala. Inesperadamente, rodeó a la mujer con sus brazos y la estrechó contra su pecho como un padre que acariciara a su hija en un tierno abrazo.

Alexander contempló la escena como hechizado y más tarde no pudo decir si el Papa y la mujer habían permanecido unidos en aquel estrecho abrazo un minuto o bien diez. En determinado momento, un fuerte temblor se apoderó del Santo Padre. Fue como un repentino ataque de escalofríos. El Papa seguía fuertemente abrazado a la mujer. Los temblores se intensificaron.

Ahora Alexander ya no pudo permanecer por más tiempo en el estrado. Juntamente con Don Shafqat bajó de un saltó del estrado… y llegó justo a tiempo para sujetar al Papa. Como alcanzado por el puño de un ser invisible, Custos se apartó de la mujer de la silla de ruedas y cayó hacia atrás. Si Alexander no hubiera soltado la alabarda al suelo y sujetado a Su Santidad, Custos se habría desplomado. Todo el cuerpo del Papa se estremeció y una espesa capa de sudor le cubrió la frente y el rostro. Fue como si hubiera perdido totalmente las fuerzas.

Mientras Shafqat sostenía al debilitado Pontífice por el otro lado, la mirada de Alexander se posó en la madre de Lea. Ella también temblaba de la cabeza a los pies. Pero era comprensible, pues la mujer se había levantado de su silla de ruedas. Con torpes movimientos se acercó a su hija y la estrechó en sus brazos tal como el Papa había hecho antes con ella.

Los fotógrafos y los cámaras trabajaron al unísono mientras la sala se llenaba de un jubiloso frenesí. Todo el mundo gritaba:

—¡Milagro! ¡Milagro!

Utz Rasser también había abandonado su puesto en el estrado. Él y Alexander sostuvieron al debilitado Papa para acompañarlo a la salida de atrás. Don Shafqat utilizó los codos y los puños para abrirle camino a través del numeroso grupo de periodistas. Cuando abandonaron la sala, la gente a su espalda seguía dominada todavía por un delirante entusiasmo.

La caravana de vehículos seguía estacionada delante de la puerta de atrás de la Sala Nervi. Ferdinando Zanni abrió la portezuela del Mercedes blindado y vio cómo se atendía al exhausto pontífice. Sin voluntad propia cual si fuera un muñeco de trapo, Custos dejó que lo remolcaran hasta el asiento de atrás del automóvil.

Shafqat se acomodó a su lado y le ordenó a Zanni:

—¡Rápido, no perdamos el tiempo! Su Santidad necesita descansar. Y la prensa podría aparecer en cualquier momento.

El Mercedes salió disparado en dirección al Palacio Apostólico.

Los dignatarios de la Curia salieron por la puerta de atrás. Los cardenales Musolino y Tamberlani estaban manteniendo una acalorada conversación con monsignor Wetter-Dietz.

—Tenemos que ofrecer una explicación —tartamudeó el portavoz—. Dios mío, los hechos se han transmitido en directo a través de ocho emisoras de televisión. El resto del mundo los verá como muy tarde en los telediarios de la noche. Un comunicado de prensa es inevitable.

—Por supuesto, pero no ahora mismo —contestó Musolino levantando la voz, como si sólo haciendo un supremo esfuerzo pudiera serenarse—. Reflexionaremos sin prisa acerca de la mejor manera de explicar los acontecimientos. ¡Pero que nadie se asuste!

—Ha hablado usted muy bien, Eminencia —replicó Wetter-Dietz, obstinado.

—Ya le llamaré, monsignore. —Musolino subió al Lancia azul marino en el cual Tamberlani ya había tomado asiento. El chofer del servicio de conducción del Vaticano iba a cerrar la portezuela, pero en aquel momento el secretario de Estado vio a Alexander—. ¡Cabo Rosin, acompáñenos!

—Pero… ¡es que estoy de guardia!

—Como cardenal secretario de Estado, soy su jefe supremo, exceptuando a Su Santidad, ¿o no?

—Sí, Eminencia.

Musolino lo miró con una fría sonrisa en los labios.

—¡Pues entonces, tómelo como una orden, si quiere! ¡Suba!

Alexander y el cardenal Musolino atravesaron interminables salas llenas de obras de arte cristianas; uno habría podido tener la impresión de que el secretario de Estado formaba parte de los museos vaticanos. En el patio de San Dámaso Musolino se había despedido de Tamberlani y había entrado con Alexander en el ala del Palacio Apostólico cuyo tercer piso albergaba las dependencias de la Secretaría de Estado.

Hasta aquel momento no había intercambiado ni una sola palabra con el guardia. La situación cambió en cuanto ambos estuvieron en su despacho, el cual, comparado con las bellísimas estancias de allí afuera, resultaba extremadamente sobrio. Un enorme escritorio lleno de dossieres y documentos, un computador y toda una serie de teléfonos demostraban que la sede central de la Administración del Papa no era pura representación sino que en ella se trabajaba de verdad.

Musolino abrió un armario empotrado que encerraba un pequeño pero bonito mueble bar y se dirigió con una botella de brandy y dos copas a un rincón de descanso con una mesa auxiliar de cristal. Detrás había una solitaria conífera de interior. Invitó a Alexander a sentarse y se acomodó tras haber servido el licor.

Cuando el cardenal le ofreció una copa, Alexander declinó el ofrecimiento con la mano.

—Gracias, Eminencia, pero estoy de guardia.

—Yo también. Pese a ello, necesito echarme un trago al gaznate. Y usted también tiene cara de necesitarlo. Por consiguiente, beba tranquilamente.

Alexander bebió y disfrutó de la sensación de calor que se propagó por su interior. La tensión que experimentaba desde el encuentro del Papa con la paralítica empezó a disiparse. Se reclinó contra el respaldo del sillón de cuero y estuvo casi a punto de olvidar que el hombre que permanecía sentado delante de él apurando a grandes tragos su copa era el representante del Santo Padre.

Llamaron a la puerta y entró un hombre muy corpulento en traje talar. Su vacilante mirada se clavó en Musolino.

—¿Qué ocurre, Failoni? Dije que no quería ser molestado.

—Lo sé, Eminencia, pero desde la sala de prensa están llamando constantemente. Las líneas están a punto de romperse ante el alud de peticiones de que se dé a conocer una toma de posición conjunta.

—La toma de posición se dará a conocer durante la rueda de prensa.

—¿Y eso cuándo ocurrirá, Eminencia?

—Cuando yo haya reflexionado acerca de la toma de posición que se deberá adoptar.

El colaborador de Musolino sintió que la sangre le subía a las mejillas.

—Muy bien, Eminencia, ya no le molestaré más.

Cuando Failoni se hubo retirado, Musolino se volvió con una cansada sonrisa hacia Alexander.

—Una historia muy tonta, la verdad. Como si en este momento no tuviéramos suficientes motivos de irritación. Pero, ¿a quién se lo digo? Usted está directamente afectado por el triste acontecimiento. Su tío y su tía, ¿no es cierto?

—Sí, Eminencia.

Alexander volvió a ponerse en tensión. De repente, la inquietud se apoderó nuevamente de él. Tuvo la sensación de que ahora iba a empezar la parte más desagradable. Musolino se le antojaba una serpiente que adormece a su víctima para que se confíe antes del inesperado ataque.

—Una verdadera tragedia —dijo el secretario de Estado, lanzando un suspiro—. El comandante Rosin era un hombre extraordinario. Quiero aprovechar esta ocasión para expresarle mi más sentido pésame, cabo Rosin. Ha dado usted muestras de una gran disciplina, también ayer durante el funeral. Le estuve observando.

—¿Por qué?

—Buena pregunta. —Musolino llenó las copas—. Sólo por el apellido que lleva no es usted un guardia cualquiera. Desde hace quinientos años su familia está al servicio de la Santa Sede. Hoy Su Santidad ha hablado del Saco de Roma. Entre los guardias que sobrevivieron a la carnicería y condujeron al papa Clemente a la seguridad del Castel Sant'Angelo, se encontraba su antepasado Albert Rosin. Con su padre y su tío hemos perdido en pocos años dos de los mejores comandantes. Nosotros —yo y muchos otros cardenales del Colegio Apostólico— nos consideraríamos muy afortunados si algún día volviera a estar al mando de la Guardia un comandante Rosin, tal vez un comandante Alexander Rosin.

Alexander se desconcertó. Esperaba un ataque, pero, en su lugar, había recibido una especie de alabanza. ¿Acaso Musolino pretendía halagarlo con falsas promesas?

—Me siento muy honrado, pero sólo soy un cabo y no sé qué camino me tiene preparado el Señor.

Los oscuros ojos de Musolino lo miraron con asombro. Alexander no tuvo más remedio que pensar en la mirada del autor de un atentado.

—Usted ha sido elegido, Alexander, tal como lo fueron sus antepasados. De lo contrario, no hubiera decidido prestar servicio en la Guardia. Cierto que no será el sucesor inmediato de su tío, pero llegará el día en que la Guardia volverá estar a las órdenes de un Rosin, de eso estoy seguro. Su excelente comportamiento en esta circunstancia lo demuestra. En cualquier caso, ha superado usted muchas cosas. Primero, el doble asesinato de sus familiares, después el ataque en la armería y, por si fuera poco, se ha visto implicado en el atentado contra ese policía. Por otra parte, ¿sigue usted creyendo que el robo en la armería tiene algo que ver con el asesinato de su tío y de su tía?

Alexander tomó la copa para ganar tiempo. Se sentía como en un banco de pruebas, como si el cardenal pudiera con su penetrante mirada leer sus pensamientos y sentimientos. E intuyó que de su respuesta dependerían muchas más cosas de las que ahora pudiera calcular.

Ingirió tan sólo un pequeño sorbo y contestó:

—Probablemente tiene razón el comandante Von Gunten al decir que ambos acontecimientos no están relacionados entre sí. El que consiguió introducirse en la armería… debe de haber aprovechado el revuelo provocado por el asesinato y dejado que a éste le siguiera la desaparición del registro de las armas reglamentarias para suscitar la apariencia de una relación entre ambos hechos. Danegger está muerto en definitiva y, por tanto, no puede haber sido el responsable del incidente en la armería.

Musolino soltó una carcajada de alivio.

—Piensa usted con lógica y no se deja arrastrar por cualquier oscuro sentimiento a pesar de tener sobrados motivos para ello. Eso me gusta mucho. Durante el período de puesto vacante en la comandancia, muy pronto habrá que disponer algunos ascensos. Creo que debería usted prepararse para lucir el distintivo de teniente en su boina.

—Gracias, Eminencia, su confianza me honra.

Alexander se esforzó en mostrarse sinceramente cordial. Por algún motivo, no consiguió experimentar una auténtica alegría ante la perspectiva del ascenso.

El cardenal se inclinó hacia adelante como un conspirador.

—Y, hablando de confianza, ¿qué impresión le ha causado el incidente en la sala de las audiencias? Dicho sea entre nosotros, naturalmente, puede hablar con toda franqueza.

—No entiendo muy bien. Usted estaba allí, Eminencia.

—¡Pero usted ha sostenido al Santo Padre, ha estado muy cerca de él, lo ha sujetado!

—Sí… ¿y qué?

—¿Ha percibido alguna curiosa emanación, alguna fuerza que salía de él?

Poco a poco, Alexander lo empezó a comprender.

—¿Quiere decir si creo que ha sido una curación milagrosa?

—Eso se pregunta el mundo entero. Y yo también, naturalmente. Seré yo en definitiva, quien tenga que decirle a monsignor Wetter-Dietz la explicación que deberá dar en público. ¿Es el Papa un hombre de poderes especiales? ¿O acaso la mujer no estaba tan enferma como ella pretendía?

—Creo que esto último se podrá aclarar a través de los informes médicos.

—Por supuesto que sí. Pero, ¿qué decir del Santo Padre?

—Lo único que yo he observado ha sido su profundo agotamiento. Se quedó absolutamente debilitado y eso me preocupó.

—¿Y nada más?

—No —contestó Alexander con toda sinceridad.

Musolino apretó las mandíbulas y su mirada traspasó a Alexander de parte a parte. Estaba claro que la respuesta no había sido de su gusto. Finalmente, preguntó:

—¿Qué ocurrió exactamente hace cinco días?

—¿Qué quiere usted decir, Eminencia?

—Su Santidad le recibió en su despacho privado. Pasó usted mucho rato con él.

—Es cierto.

—Ya sé que es cierto. —Musolino levantó un poco más la voz—. ¿Por qué se pasó usted tanto rato allí dentro?

—Eso no me está permitido decirlo, Eminencia.

Por un instante fue como si el cardenal estuviera a punto de levantarse de un salto para echarle una bronca. Pero se contuvo y preguntó con una excitación cuidadosamente reprimida:

—¿Por qué no me puede decir nada, cabo Rosin?

—Porque tuve que prometer guardar silencio a Su Santidad.

—En mi calidad de cardenal secretario de Estado, soy la mano derecha del Santo Padre. Mi palabra ocupa el segundo lugar detrás de la suya.

Alexander resistió la penetrante mirada.

—Eso lo dice usted, Eminencia.

Musolino se puso tan colorado como antes se había puesto Failoni. Las comisuras de su boca se estremecieron y sus ojos se abrieron enormemente. Unas décimas de segundo después consiguió dominarse.

Se levantó y dijo fríamente:

—Su fidelidad al Santo Padre le honra, cabo Rosin. Este es el espíritu que hace quinientos años animaba al guardia Albert Rosin. Lo tendré en cuenta. Si alguna vez necesitara cualquier clase de ayuda o si quisiera sincerarse conmigo, no tenga reparo. Yo siempre estaré a su disposición.

Alexander se levantó y se despidió con militar sobriedad.

Dadas las circunstancias, no podía por menos que sentirse más que satisfecho de aquella amistosa variante de vapuleo. A la vista del frío sesgo que había adquirido la conversación, contempló el ofrecimiento de ayuda por parte del secretario de Estado con profundo escepticismo. Teniendo en cuenta que algo muy parecido le habían dicho el comandante Von Gunten y monsignor Imhoof, y naturalmente, también el Santo Padre. Para su gusto, había en el Vaticano demasiadas personas que lo querían ayudar sin que tuvieran aparentemente el menor motivo para hacerlo.