XIV
Durante el viaje de regreso a Roma apenas se intercambiaron una palabra. Ambos estaban enfrascados en sus propios pensamientos, tratando de establecer un nexo entre el informe de Albert Rosin del siglo XVI y los acontecimientos presentes.
En determinado momento, mientras el Fiat circulaba brincando sobre los baches de la Via Appia, empezó a caer una ligera lluvia que se fue intensificando a medida que se acercaban a la ciudad. Los incansables limpiaparabrisas producían un ligero pero constante zumbido y dibujaban unas estrías parduscas por todo el cristal del parabrisas, manchado del polvo de las obras de la carretera y los caminos de tierra. Los árboles y los muros a derecha e izquierda de la carretera ofrecían a través de las estrías un aspecto tan espectral e irreal como el de unos seres espirituales. Tan poco comprensibles como la relación entre el Saco de Roma y los acontecimientos actuales que con tanto empeño Alexander trataba de establecer. Una vez en la ciudad, Elena dirigió su pequeño automóvil a la orilla izquierda del Tíber. Al otro lado del río se levantaban las murallas del Castel Sant'Angelo hacia el turbio gris del cielo. Detrás de las altas murallas de defensa se elevaba la imponente rotonda con las estructuras superpuestas, coronadas por la estatua de un ángel. La estatua de bronce representaba al arcángel San Miguel envainando la espada. Un símbolo del nombre de la fortaleza que se remontaba a los tiempos del papa Gregorio Magno, el cual, durante la plaga de peste del año 590 había tenido la visión de un ángel que se le había aparecido por encima del edificio anunciado el término de la mortífera plaga mientras deslizaba la espada en la vaina. Y, efectivamente, al día siguiente Roma se vio libre de la peste y desde entonces la fortaleza se conocía con el nombre de Castel Sant'Angelo.
Alexander vio en su imaginación cómo las torres y los adarves se llenaban de soldados, mozos de guardia suizos y milicianos romanos. E imaginó cómo defendían éstos la fortaleza con espadas y alabardas, ballestas y arcabuces contra los asaltos de los lansquenetes y los soldados. En realidad, el edificio no había sido al principio una fortaleza sino un mausoleo imperial. Su construcción se había iniciado en el siglo II bajo el emperador Adriano y se terminó bajo el emperador Septimio Severo. Su transformación en fortaleza tuvo lugar en el siglo siguiente bajo la presión de las invasiones germánicas. Desde el Castel Sant'Angelo se podía controlar el acceso norte de la ciudad. Más tarde, y como consecuencia de su proximidad con el Vaticano, se convirtió en fortaleza de huida papal. En tiempos de Albert Rosin, cuando Roma era mucho más pequeña, la imponente fortaleza debió de parecer enorme. La misma impresión seguía causando hoy en día el muro pentagonal que antaño rodeaba el Castel Sant'Angelo a modo de muralla de fortificación exterior. Cuando Elena giró a la izquierda hacia el Ponte Umberto I, Alexander preguntó adonde se dirigían.
—Vamos al Castel Sant'Angelo —contestó Elena, esbozando una enigmática sonrisa—. El destino ha querido que allí viva y trabaje el profesor.
—¿El profesor?
—Pues sí, el último sabio universal de nuestros tiempos. Su principal tema de interés es el Renacimiento romano y todo lo que con él se relaciona. Él nos podrá facilitar con toda certeza un par de respuestas esclarecedoras.
—No me parece muy buena idea —dijo bruscamente Alexander—. Como científico, nos soltará una disertación sobre el tema para darse importancia.
—No es un científico en el habitual sentido de la palabra. Yo más bien lo calificaría de sabio particular.
Alexander no acertaba a comprender que la Administración del Castel Sant'Angelo hubiera contratado los servicios de un sabio particular, pero se armó de paciencia. Poco después Elena aparcó a la sombra de la antigua fortaleza. Era lunes, día de descanso en casi todos los museos romanos, incluido el Castel Sant'Angelo. A causa de la fuerte lluvia, Alexander se había guardado el libro del informe de Albert Rosin bajo la chaqueta de cuero, punteada por negras manchas de quemaduras, el único resultado de su doloroso intento de salvar al padre Borghesi.
Al llegar a la verja cerrada delante de la cual se apretujaban los turistas los demás días de la semana, Elena pulsó con el pulgar un curioso timbre a cuyo lado colgaba una pequeña placa dorada con la inscripción de PORTINAIO. Eso debe de querer decir «portero» o «conserje», pensó Alexander.
O sea que, además del profesor, también se enteraría de su visita el portero, cosa que no le hacía la menor gracia.
Al cabo de unos dos o tres minutos de espera bajo una implacable lluvia, apareció un hombre protegido por un enorme paraguas marrón, acercándose sin prisas y con desgana a la puerta. Como si, por medio de su indolencia, quisiera castigar a los inoportunos visitantes que, a diferencia de él, no estaban protegidos de la lluvia, por haber llamado al timbre. Alexander le calculó al hombre de baja estatura y cabello ligeramente entrecano unos sesenta años. El rostro estaba dominado por unas gafas de gran tamaño cuyos cristales hexagonales eran casi tan gruesos como los de Borghesi.
—¡Hoy está cerrado! —los reprendió el portero que llevaba una chaqueta de punto con coderas de cuero, unos gastados pantalones de pana y unos viejos zapatos de cuero, todo de color marrón tierra como su paraguas. Al ver que Alexander y Elena no hacían ademán de retirarse, repitió su información no solicitada en alemán, inglés y francés.
—Pero usted tiene la llave —le gritó Elena, dirigiendo el rostro empapado por la lluvia hacia el portero.
El hombre de las gruesas gafas se detuvo y miró con asombro a través de la verja.
—¡Elena! ¡Es usted! ¿Pero por qué no me lo ha dicho enseguida?
—Es que usted ni siquiera me ha dejado hablar.
—Perdón, perdón —murmuró el hombre, sacándose un manojo de llaves de debajo de la chaqueta de punto y abriendo la verja—. Pero la verdad es que cómo iba yo a saber que era usted.
—A lo mejor, convendría que la dirección del museo instalara un intercomunicador —dijo Elena mientras ella y Alexander entraban en el Castel Sant'Angelo.
El portero cerró cuidadosamente la verja a su espalda.
—Permítame que le presente a mi amigo Alexander Rosin —dijo ceremoniosamente Elena como si no estuvieran de pie bajo una lluvia torrencial sino en una recepción oficial—. Éste es el señor Remigio Solbelli, el castellano del Castel Sant'Angelo.
Utilizó literalmente el antiguo término de «castellano» y Solbelli se inclinó en una reverencia cual si fuera uno de los petrificados actores secundarios que interpretan el papel de criados en una de aquellas viejas películas de época. Sólo hubiera faltado que dijera en tono condescendiente: «Os doy la bienvenida a esta venerable fortaleza, mi señor», o algo por el estilo.
Pero, en su lugar, se limitó a decir:
—Los amigos de Elena son mis amigos. ¡Síganme, dense prisa! ¡Esta maldita lluvia!
Los acogió bajo su paraguas, lo cual impidió prácticamente que Alexander pudiera reconocer las características del castillo. De hecho, ya lo había visitado tres veces; sin embargo, tras la lectura de los apuntes de Albert Rosin, lo habría podido contemplar bajo una nueva luz y no habría tenido que mirar constantemente al irregular suelo para no pisar uno de los grandes charcos.
Al parecer, Elena conocía muy bien al profesor, pues el castellano le había franqueado la entrada sin que ella se lo hubiera pedido. Alexander se tranquilizó un poco. Si ambos se conocían tan bien el uno al otro cabía esperar que el profesor fuera efectivamente discreto.
Solbelli no se había dirigido hacia la izquierda, donde estaba la taquilla de las entradas y donde se iniciaba la visita oficial al Castel Sant'Angelo. Rodeó hacia la derecha la rotonda de piedra que constituía el punto central de la construcción y los condujo pasando por delante del baluarte de San Lucas y la edificación de tres pisos en la que se ubicaban los despachos de la Administración y la librería. Cruzaron las puertas giratorias que permanecían abiertas los días de descanso y marcaban el final de la visita al castillo y que los demás días impedían el paso en aquella dirección. Al pasar por delante del edificio anexo, donde estaban ubicados los servicios para los visitantes y del cual se escapaban unos penetrantes olores de orina, los tres apuraron simultáneamente el paso como obedeciendo a una orden secreta. No lejos de allí se levantaba un pequeño edificio de dos plantas que, por su revoque y por la forma del tejado, parecía más reciente que el resto, aunque su antigüedad no fuera en cualquier caso inferior a los cien años. Mientras Solbelli los invitaba a entrar, a Alexander se le ocurrió pensar que aquél era un hogar muy apropiado para un profesor. El castellano sacudió las gotas de lluvia de su enorme paraguas, lo puso a secar en el recibidor y los acompañó a una pequeña cocina presidida por un calendario de pared con reproducciones de cuadros del Renacimiento. Aquel mes la Venus de Urbino de Tiziano derramaba a su alrededor, con su ingenua desnudez, una sorprendente voluptuosidad, teniendo en cuenta el lugar en que se encontraban.
Solbelli se acercó a la vieja cocina de gas y tomó un hervidor de agua salpicado de manchas.
—Voy a preparar primero un poco de té. Según los entendidos, éste es el más apropiado.
Mientras la llama rojo azulada acariciaba el fondo del hervidor, Solbelli sacó de la despensa medio pastel de cerezas, lo colocó encima de la mesita rinconera y dispuso los platos, los cubiertos y las tazas. Mientras el té reposaba en las tazas y cada cual ya tenía un buen trozo de pastel delante, el castellano invitó a los visitantes a servirse sin cumplidos.
—Siempre me alegro de que venga usted a verme, Elena —dijo Solbelli esbozando una ancha sonrisa—. Aunque tengo que suponer que su principal interés no es precisamente un viejo.
—No esté tan seguro —replicó Elena en el mismo tono de guasa; ambos daban la impresión de ser unos viejos amigos que cumplían con buen humor un ritual de saludo de probada eficacia—. Sabe usted muy bien que todas las conversaciones con usted son no sólo un beneficio sino también un placer. Pero tiene usted razón, necesito una vez más su ayuda. ¡Alex, enséñale al profesor el libro!
—El libro… al profesor… —tartamudeó Alexander sorprendido, mirando al hombre de la chaqueta de punto—. ¿El es el profesor?
Solbelli hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Yo no soy un profesor. Elena no puede dejar de llamarme así.
—Bueno, no soy la única persona en hacerlo —protestó Elena—. Conozco a muchos destacados científicos que se califican a sí mismos oficialmente como profesores y que se dirigen justamente de esta misma manera a este profesor. Pues hay preguntas a las cuales sólo él puede responder.
—¡Bueno, ya basta! —ordenó el castellano a quien llamaban profesor—. ¿Qué ocurre con este libro?
El libro aún permanecía escondido bajo la chaqueta de Alexander. Mientras éste dudaba en sacarlo, Elena torció el gesto y le explicó a Solbelli:
—Tiene miedo de que usted sea un charlatán, profesor. Le he asegurado que no, que usted guardará silencio como una momia.
—Como dos momias —dijo el profesor, mirando con una sonrisa a Alexander—. Confíe en mí y yo veré qué puedo hacer por usted.
Alexander le entregó finalmente el libro diciendo:
—Primero quisiera saber si es auténtico.
Solbelli estudió cuidadosamente el volumen y deslizó los nudosos dedos sobre el cuero como si acariciara a su amada. Después abrió el libro, hojeó las primeras páginas, las examinó con detenimiento y las sostuvo a contraluz delante de una ventana de sucios cristales.
—Es auténtico —afirmó—. Auténtico en el sentido de que tanto el papel como la escritura pertenecen al siglo XVI. Como es natural, sin una comparación de escrituras, no puedo asegurar que su antepasado sea el autor de estas líneas.
Alexander lo miró con insistencia.
—¿Cómo sabe usted que Albert Rosin es un antepasado mío?
—Elena ha mencionado su nombre, que no me es desconocido. La historia de su tío y de su tía se mencionó en todos los medios de difusión. El nombre de Albert Rosin también me es familiar. Puede que usted sepa que el Renacimiento es mi pasión. Me interesa especialmente la Roma de aquella época y aquí, por motivos estrechamente relacionados entre sí, el Castel Sant'Angelo me ha cautivado. Sé a través de antiguas crónicas que Albert Rosin fue uno de los pocos mozos de la Guardia que sobrevivieron al Saco de Roma. Y que usted y su difunto tío son descendientes de aquel Albert Rosin se publicó también en todos los periódicos a raíz del asesinato.
—En primer lugar, en Il Messaggero —subrayó Elena.
—Disculpen mi desconfianza —dijo Alexander—. Últimamente han ocurrido tantas cosas… que estoy un poco trastornado. ¿Puedo preguntar una cosa?
—Para eso está usted aquí.
—¿Cómo ha podido usted establecer la autenticidad del libro sin haberlo sometido a análisis químicos?
—Los análisis químicos sólo son necesarios cuando existe alguna duda. Pero yo no tengo ninguna.
—Pues yo tendría serias dudas a pesar de no ser un experto —reconoció Alexander—. La simple blancura del papel en un libro tan antiguo me deja perplejo.
—Eso es precisamente lo que confirma la autenticidad —explicó Solbelli con la sonrisa propia de un indulgente erudito—. El papel de libro de aquella época no amarilleaba tan rápido como esta basura barata que hoy se utiliza para imprimir. Aunque entonces nadie se preocupara por la protección del medio ambiente, se utilizaba mucho más papel sin celulosa que ahora. La celulosa sin lignina se obtenía de restos de lino y algodón.
—Pero también podría ser un papel más reciente, tan nuevo que aún no hubiera tenido tiempo de amarillear.
—De ninguna manera —replicó el profesor. Tomó la primera página y la sostuvo a contraluz delante de la ventana—. Observe usted cuidadosamente el papel, signor Rosin. ¿Ve usted estas finas líneas horizontales y verticales?
—Sí, parecen una red.
—Un tamiz, para ser más exactos. Con un tamiz de penacho se sacaba una parte de la materia prima del papel de la tina. Cuando se sacudía el tamiz, el agua sobrante se filtraba y las fibras de celulosa se aglutinaban. Esta pasta se extendía sobre un filtro de lana y se cubría con otro filtro. Así salían las capas una tras otra y todo se volvía a drenar. Para nosotros es importante que la característica muestra del tamiz de penacho se encuentre presente en el papel. Tal como ocurre aquí. Las finas líneas horizontales proceden de las verjuras del tamiz de bronce mientras que las verticales algo más gruesas proceden de los corondeles.
—Lo llaman papel de tina, ¿verdad? —preguntó Elena mientras el profesor asentía con la cabeza—. ¿Pero esta muestra no la podrían reproducir los llamados papeles nobles?
—Tiene usted razón, Elena, es lo que ocurre con los correspondientes tambores estructurados. Pero éste no es un papel moderno. Ahora mismo le podría dar una conferencia acerca del grosor, la consistencia, el color, el espacio entre los corondeles y las verjuras, pero se lo ahorraré. En su lugar, le señalaré simplemente el pez. ¡Mire aquí! —su dedo índice recorrió una marca de agua en el papel, un pez con unas aletas caudales de gran tamaño y una boca enormemente abierta—. Casi todos los fabricantes de papel tenían su propia marca de agua que, realizada en alambre, se fijaba en el tamiz de penacho. Este pez pertenecía a un tal Bonizo Pescatore, cuya actividad en Roma está documentada aproximadamente entre los años 1515 y 1550.
—Pescatore significa «pescador» —musitó Alexander en alemán. Levantando la voz, añadió en italiano—: Si se puede falsificar la muestra del tamiz, también se puede falsificar la marca de agua.
—Por supuesto que sí y precisamente con Bonizo Pescatore se ha intentado varias veces, pero nadie lo consiguió jamás. ¡Ponga atención! —Solbelli movió lentamente la página extendida de uno a otro lado delante de la ventana y algo casi increíble ocurrió con la marca de agua. Parecía que el pez estuviera moviendo la boca. Esta se abría y cerraba como si el animal estuviera yendo a la caza de alimento—. Un efecto curioso, ¿verdad?
—¡Desde luego! —se asombró Alexander—. ¿Cómo lo consiguió este tal Pescatore?
—Eso es lo que se preguntan los expertos en la materia. Por desgracia, no se ha conservado ninguno de sus tamices de penacho. Todos los intentos de reconstrucción de la marca de agua han fracasado. Quienquiera que pretenda imitar el efecto tiene necesariamente que modificar la marca y añadir nuevas líneas a la boca. Eso no ha ocurrido en las marcas de agua de estas páginas. Proceden sin la menor duda del taller de Bonizo Pescatore.
—Muy bien pues, el papel es auténtico —dijo Alexander—. ¿Pero se puede decir lo mismo de la escritura?
—Aparte el análisis químico que usted pueda mandar hacer, yo diría que sí. La manera de escribir y el estilo hablan absolutamente a favor.
—¿El estilo? Pero…
—Puedo leer, Herr Rosin —dijo el profesor en alemán—. Domino a la perfección el idioma alemán.
Alexander se ganó una mirada medio burlona y medio triunfal de Elena, la cual parecía decirle que el profesor les tenía reservadas otras sorpresas.
—¿Tiene usted tiempo y ganas de leer el libro, profesor? —preguntó Alexander—. Me interesaría mucho saber qué piensa usted de los apuntes de mi antepasado.
Elena se sorprendió visiblemente y los ojos del profesor se iluminaron como los de un niño delante de la mesa de los regalos el día de su cumpleaños.
—Me consideraría muy honrado —contestó Solbelli en tono tranquilizador—. ¡Una fuente desconocida de la época de la Liga de Cognac! Algunos estudiosos darían un dedo a cambio.
—Léalo con toda tranquilidad —dijo Alexander.
Se levantó y se acercó a la puerta de la casa. La lluvia había amainado. Ahora sólo alguna que otra gota caía sobre la tierra; la monstruosa capa de nubes que escupía agua se cernía tan densa y espesa sobre Roma como si sus húmedas y poderosas garras ya no tuvieran intención de volver a soltar la ciudad. La mirada de Alexander volvió a clavarse en el gigantesco ángel de bronce que coronaba la rotonda y que, de espaldas a él, miraba hacia el Tíber y el Puente del Ángel. Con su cabeza inclinada, el arcángel San Miguel ofrecía un aspecto abatido, como si sus hombros ya no pudieran soportar el peso de las nubes. Sus alas medio desplegadas parecían un último y vano intento de rebelión contra el cruel destino que no cesaba de bajar del cielo.
Un inesperado roce sobresaltó a Alexander. Cuando se volvió y vio a Elena, lanzó un suspiro de alivio y se avergonzó de sus temores. La mano de Elena descansaba todavía sobre su hombro y él se lo agradeció. Una misteriosa fuerza emanaba de ella. Puede que la causa de su alborozo fuera el simple hecho de saber que no estaba solo. Y en algunos momentos le pareció adivinar que ella sentía lo mismo.
—No te quería asustar —dijo Elena esbozando una sonrisa como de disculpa.
—Tú no me has asustado, sino aquello de allí.
Alexander señaló hacia el oscuro cielo por encima de la rotonda.
—¿El ángel?
—No, esta monstruosidad. Las nubes.
Ahora ella lo comprendió.
—¿Entonces crees en lo que Borghesi te contó?
—Si ahora todavía estuviera vivo, puede que me riera. Pero su muerte es su mejor aval.
—Quizá el profesor podrá arrojar alguna luz sobre este siniestro acontecimiento. Ya ha terminado de leer. Con eso le has deparado un gran placer.
—Pues él me lo ha deparado a mí —replicó Alexander mientras se volvía para seguir a Elena a la cocina.
Antes de cerrar la puerta de entrada, arrojó una última y recelosa mirada hacia el cielo. No se había dado cuenta del rato que llevaba allí afuera. Como si un poder desconocido hubiera dejado el tiempo en suspenso.
—¡Fantástico, esto es fantástico!
Con estas palabras lo recibió el profesor, sosteniendo el libro en sus manos como si fuera un tesoro.
—Me alegro de que le haya encantado, profesor. ¿Pero lo sigue considerando auténtico?
—Rotundamente sí. Hay muchas cosas que encajan con la imagen de las descripciones históricas oficiales. Y lo que no coincide tiene que ver con los pocos hechos conocidos de los cuales yo me ocupo desde hace tiempo. Además… ¡una historia tan demencial no hay quien se la pueda inventar!
—¿O sea que…? —Alexander tragó saliva y reanudó la frase—. ¿Lo considera usted un informe auténtico de una experiencia vivida por mi antepasado Albert Rosin?
—Lo podría jurar en cualquier momento.
—Pero los muchos relatos inverosímiles… —replicó Alexander, meneando la cabeza—. Por ejemplo, la huida bajo el agua.
El profesor apartó a un lado un par de migajas del pastel y depositó el libro encima de la mesa de la cocina.
—Vengan conmigo, les voy a enseñar una cosa.
Ambos lo siguieron a una estancia contigua tan espaciosa que debía de ocupar todo el resto de la planta baja de la casa. Era una especie de biblioteca, museo y trastero. Las paredes estaban ocupadas desde el suelo hasta el techo por unas anchas estanterías que se combaban bajo el peso de libros antiguos y otros más recientes. Había además antiguas esculturas, piezas antiguas de todas clases y un descomunal globo terráqueo de madera que parecía una especie de enorme canica.
Solbelli se acercó a una de las paredes repletas de libros. En todas las estanterías los volúmenes estaban colocados en filas de dos y tres libros de profundidad y fuera había todavía más libros, de tal forma que todos los milímetros de espacio estaban ocupados. Las sencillas tuercas que sostenían los anaqueles parecían no poder resistir el peso de los estantes desesperadamente sobrecargados. Era como si cada anaquel estuviera sostenido por los libros amontonados debajo y cualquier movimiento en falso pudiera provocar el hundimiento de todo el frágil sistema. Sin embargo, el profesor alargó con seguridad de sonámbulo una mano hacia la maraña de libros y sacó un pesado infolio.
Mientras lo trasladaba a una mesa redonda sobre la cual se amontonaban otros muchos volúmenes, Alexander leyó en su lomo en letras de oro adornadas con arabescos: Leonardo da Vinci. Solbelli se inclinó sobre el libro y lo hojeó hasta encontrar lo que buscaba. Se volvió a mirar a Alexander y Elena.
—¡Aquí, vengan a ver!
Como es natural, Alexander ya había visto otras veces dibujos de los inventos técnicos de Da Vinci. El genio universal del Renacimiento italiano había construido al parecer prácticamente todo lo que se había realizado en siglos posteriores, ya fuera una bicicleta, un automóvil, un helicóptero, un cañón de retrocarga o un carro blindado de combate. La doble página abierta mostraba con todo el detallismo propio del maestro una draga portuaria, una draga flotante, una embarcación propulsada por una rueda de paletas… y una escafandra.
—Aquí está —dijo Solbelli, incorporándose emocionado—. ¡Aquí tienen ustedes el modelo del traje descrito por Albert Rosin!
Era el bosquejo de una figura humana que parecía salida de un catálogo para frikis «sadomaso», envuelta en cuero de la cabeza a los pies. A su lado había en escala más grande un par de pesadas botas con una especie de garras de sujeción bajo las suelas y un asta rematada por una hoja curva como la que Albert Rosin había descrito como una «lanza con punta en forma de garfio». El hombre de cuero sostenía una cuerda con un gancho en la mano derecha. De su gorro salía un largo tubo vuelto hacia arriba en cuyo extremo había algo parecido a un disco de cuero.
—Como es natural, el snorkel es demasiado largo —sentenció Solbelli—. Cuando uno lo estira, es por lo menos tan largo como el buzo. Y es bien sabido que, como consecuencia de las diferencias de presión, es peligroso para el buzo respirar a través de snorkels de más de dieciséis centímetros de longitud. Eso Leonardo lo estableció más tarde y lo tuvo en cuenta cuando se realizaron los trajes que llevaron Albert Rosin y Benvenuto Cellini.
—Si usted lo dice —comentó Alexander en tono impasible.
—No parece usted muy convencido, signor Rosin.
—Hasta ahora siempre había pensado que las audaces construcciones de Leonardo no eran más que unas demenciales teorías.
—Por eso son tan importantes las notas de Albert Rosin. Desmienten estas hipótesis y no sólo estas. Le voy a enseñar otra cosa. Cuando la vea, creerá en su antepasado tanto como yo.
Salieron al vestíbulo donde Solbelli tomó un gran manojo de llaves que colgaba de un gancho de hierro de la pared. Sacó una linterna de uno de los cajones de la cocina. Salieron bajo la llovizna y subieron por rampas y escaleras alrededor de la rotonda hasta que el profesor abrió una estrecha puertecita lateral con una de las llaves del manojo. Unas cuantas lucecitas de emergencia iluminaban débilmente los laberínticos pasadizos y Alexander se alegró de que Solbelli hubiera cogido una linterna. Vuelta otra vez con las rampas y escaleras, esta vez hacia abajo. El aire se hizo claramente más frío y más húmedo. Otras dos puertas abrió Solbelli mientras seguían bajando. La segunda daba acceso a una estancia totalmente a oscuras que, de no haber sido por la linterna de Solbelli, no habría sido más que un lóbrego agujero. Allí no había ni una sola luz de emergencia.
El profesor dirigió el amarillento haz luminoso hacia una trampa del suelo cerrada por dos hojas de hierro oxidado y le pasó la lámpara a Alexander.
—Sosténgala.
Sacó de un oscuro rincón un garfio de hierro y levantó con él las hojas de la trampa, una detrás de otra. Abajo se abría una especie de pozo del que se escapaba un penetrante olor a cerrado. En la redonda pared del pozo asomaban unos salientes de hierro.
—Este es el pozo a través del cual Albert Rosin y Cellini bajaron al Tíber. Se descubrió hace unos años y no se menciona en la literatura acerca del Castel Sant'Angelo. Si el informe fuera falso, el autor no habría sabido nada al respecto.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Elena—. Eso da para toda una serie de artículos.
—No acabo de entenderlo —musitó Alexander—. ¿Para qué iba Leonardo da Vinci a regalarle al Papa dos trajes de buzo?
—No olvide que estos trajes eran entonces unas maravillas de valor incalculable —dijo Solbelli—. Además, tenían para el Papa una utilidad práctica, tal como demostró la huida de Albert Rosin y Cellini.
Alexander no se daba todavía por satisfecho, pues todo se le antojaba demasiado inverosímil.
—O sea que el regalo era muy valioso, pero, ¿cuál fue la contrapartida? ¿Tal vez una autorización para que Leonardo, a los fines de sus estudios, pudiera echar un vistazo a la colección secreta que albergaba el Vaticano?
—El Vaticano alberga unos secretos que nosotros no podemos calcular —contestó Solbelli.
—A quién se lo dice, profesor —dijo Alexander, lanzando un suspiro.
—Puede que el Papa tuviera una mosca detrás de la oreja a propósito de Leonardo da Vinci —prosiguió diciendo Solbelli—. Con la excusa de llevar a cabo unos estudios, Leonardo pudo haber espiado en los archivos secretos del Vaticano. Sus célebres cuadros y construcciones inducen a la gente, incluso a los científicos, a olvidar que el genio también tenía un lado oscuro que hasta hoy apenas se ha investigado. Algunas tradiciones hablan de las manifestaciones heréticas de Leonardo. Parece que pertenecía a los cataros y que llevó a cabo ciertas misiones secretas por encargo de los herejes.
—Una auténtica barbaridad —repitió Elena—. ¿Cómo es posible que yo jamás haya leído nada al respecto?
—Porque los historiadores como todos los demás científicos serios, huyen de las conjeturas más que de la peste; les parece que no es serio. Además, existen algunos círculos que se esfuerzan al máximo en ocultar este tipo de conocimientos.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —inquirió Alexander—. ¿Se refiere a los herejes o a la Iglesia?
—Ambas cosas entran en juego. El establecimiento de objetivos diametralmente opuestos podría exigir la adopción de medidas idénticas.
—Para mí la adopción de medidas tan radicales constituye un falseamiento de la historia —dijo Elena, indignada. Sobelli esbozó una sonrisa de complicidad.
< p>—La historia la hacen los que la escriben.
—¿Y los Fugger? —preguntó Alexander cuando ya se encontraban de vuelta en la cocina—. ¿Qué papel desempeñaron en el Saco de Roma?
Solbelli regresó a la mesa con un recipiente de té recién preparado.
—La información que facilita Albert Rosin acerca de la factoría de los Fugger en esta ciudad coincide con los conocimientos que aportan los historiadores. El establecimiento de los Fugger en la otra orilla del Tíber fue prácticamente el único edificio de toda Roma que respetaron los saqueadores, pues allí éstos recibían dinero a cambio de sus botines. Pero los Fugger también mantenían estrechas relaciones con el emperador Carlos V. Su dinero se utilizó en la elección imperial para asegurarle los votos necesarios y más tarde Carlos siempre les adeudó considerables sumas de dinero.
Elena, que se estaba calentando las manos con la taza de té, preguntó:
—¿Pues por qué los mercaderes actuaron después en contra de los intereses del emperador y ayudaron a Albert Rosin y a Cellini?
—Con esta pregunta toca usted precisamente el secreto del éxito de los Fugger —dijo el profesor, sirviéndose otra ración de pastel de cerezas—. Los de Augsburgo actuaban en varios frentes distintos y también habían hecho muy buenos negocios con la Iglesia. El mismo tráfico de indulgencias destinado a la construcción de San Pedro se llevaba a cabo por medio del banco de los Fugger y hasta 1524 los Fugger acuñaron las monedas papales.
—Por consiguiente, no les interesaba en absoluto la caída del papado —dedujo Elena—. Se aprovechaban del equilibrio de fuerzas.
—Es una manera de expresarlo —farfulló Solbelli con la boca llena de pastel—. Los Fugger tenían metidos los dedos en todas partes. Hasta el reclutamiento de los primeros guardias suizos de Julio II se pagó con siete mil ducados de los Fugger.
—No lo sabía —terció Alexander, que se creía un buen conocedor de la historia de la Guardia Suiza—. No olvidemos la carta de Antón Fugger. Parece ser que incurrió en alguna culpa en relación con el Papa.
Solbelli se secó la boca con una servilleta de papel.
—Es muy posible. Antón Fugger, que a principios de 1527 asumió la dirección general, había servido en la factoría de Roma en 1524. Allí tropezó con dificultades económicas acerca de cuyas secretas causas nadie sabe nada. Lo único que llama la atención es que, en contra de los contratos suscritos, el Papa les retiró a los Fugger el derecho a acuñar las monedas papales.
—Da la impresión de que la sucursal de Roma de los Fugger se vio metida en tan graves dificultades que el Papa consideró prudente no mantener relaciones demasiado estrechas con estos mercaderes —dijo Elena—. Es evidente que Antón Fugger era absolutamente culpable y, por este motivo, le expidió una especie de salvoconducto que después les fue extremadamente útil a Albert Rosin y Cellini.
—¿No hay ningún documento que lo demuestre? —preguntó Alexander—. Las transacciones comerciales estaban entonces tan documentadas como las de hoy en día.
—En la sede de Augsburgo de los Fugger se conservaban cuidadosamente todos los documentos —contestó Solbelli—. Poco después del Saco de Roma, todavía en el año 1527, Antón Fugger cerró la filial de Roma. Curiosamente, los documentos comerciales no se enviaron a Augsburgo y hoy se consideran desaparecidos.
—¡Antón Fugger quería ocultar algo! —exclamó Elena chasqueando los dedos—. Tal vez la causa de sus dificultades económicas de tres años atrás.
—Podría ser, aunque eso jamás lo sabremos con certeza.
En el rostro de Solbelli se dibujó una dolorosa expresión.
—¿Por qué razón cerró Antón Fugger la filial de Roma? —preguntó Elena.
—Los negocios iban mal. Los romanos no habían olvidado que los Fugger les habrían comprado el botín a los saqueadores. Puede que la traición de Engelhard Schauer a los enviados papales tuviera algo que ver con el cierre. El mercader no engañó tan sólo a Rosin y Cellini. Varias veces se había puesto del lado de los imperiales. A través de ellos favoreció el robo de costosas piezas de plata del Vaticano y de otras iglesias y con ellas acuñó monedas por su cuenta. Antón Fugger se puso como una furia cuando se enteró y lo despidió en el acto.
—Siempre Cellini —dijo Alexander, pensando en las desavenencias de Albert Rosin con el célebre orfebre—. ¿Qué papel interpretó en todo el asunto? En su autobiografía describe su actividad como bombardero en el Castel Sant'Angelo, pero no habla para nada de la misión secreta en Venecia.
—Por comprensibles motivos, el Papa Clemente les exigió a él y a Albert Rosin guardar absoluto silencio al respecto. —Solbelli se reclinó contra el respaldo de la silla de cocina. Estaba claro que se sentía muy a gusto en el papel de docente—. Pero puede que Rosin no fuera el único en escribir un informe secreto acerca de la aventura veneciana. La autobiografía de Cellini que usted ha mencionado anteriormente era inicialmente mucho más amplia. El propio Cellini reveló que rompió una parte de su escrito y la arrojó al fuego para no dañar sus buenas relaciones con los poderosos.
—¿Y qué nos ocultó? —quiso saber Elena—. ¿Qué habían tramado en secreto Cellini y este tallador de piedras preciosas, Giuseppe Lorenzo?
—Albert Rosin nos da la respuesta —dijo el profesor y, tomando el volumen en sus manos, buscó la parte correspondiente y leyó—: «Nuestra colaboración ha merecido la pena, maestro Cellini —dijo él con la voz ronca—. El que no haya visto el original y sólo lo conozca a través de las descripciones, no se dará cuenta de la falsificación».
El profesor levantó la vista.
—La cosa está clara. El tallador de piedras preciosas Lorenzo tenía que realizar una copia de la esmeralda y el orfebre Cellini colocó esta copia en el engarce de oro que él había creado según el modelo de la piedra original.
—La piedra llamada la Verdadera Faz de Cristo —dijo Alexander.
—Una famosa esmeralda que desde el Saco de Roma se da por desaparecida —explicó Solbelli—. Llegó a Roma como regalo del sultán otomano Bayaceto II al papa Inocencio VIII junto con una considerable cantidad de ducados de oro y una famosa reliquia, la de la Santa Lanza. Oficialmente se trataba de regalos, pero, en realidad, eran un soborno. El hermano menor y pretendiente al trono del sultán, el príncipe Cem, había huido de Bayaceto y se encontraba bajo la protección del Vaticano. En la práctica se trataba de un cómodo refugio y Bayaceto quería evitar que Cem se escapara de allí.
—Lo de la esmeralda debió de ser algo muy especial teniendo en cuenta el interés que el papa Clemente VII y este misterioso Abbas de Naggera sentían —dijo Elena.
—El nombre de la esmeralda lo dice todo y el propio Albert Rosin lo reconoce en su informe —dijo el profesor—. La desaparecida piedra preciosa parece ser que mostraba un rostro de perfil, y, más concretamente, el rostro de Jesucristo.
—¿Y qué? —dijo Alexander, frunciendo el entrecejo—. En todo el mundo hay millones de imágenes de Jesús talladas, pintadas, dibujadas, esculpidas o modeladas.
—Sin duda —reconoció Solbelli—. Pero la de la esmeralda pasa por ser el único retrato realizado en vida del modelo.
Durante una breve eternidad se hizo el silencio. El profesor disfrutó del efecto que sus palabras habían ejercido en Elena y Alexander.
—¿En vida del modelo? —repitió finalmente Alexander—. ¿El retrato se realizó en vida de Jesús y muestra su verdadero rostro?
Solbelli soltó una carcajada.
—Por eso precisamente la esmeralda recibe el nombre de la Verdadera Faz de Cristo.
Elena formuló una pregunta que también le interesaba a Alexander:
—¿Y por qué razón quiso el Papa mandar hacer una copia del retrato?
—Abbas de Naggera iba detrás de la piedra como va el demonio detrás las pobres almas —contestó el profesor—. Y, al parecer, el Papa quería impedir que el español llegara a ver la Verdadera Faz de Cristo y por eso mandó realizar un falso retrato. Así lo veo yo.
—¿Pero por qué no tenía que ver Naggera el retrato? —insistió en preguntar Elena—. ¿Tan peligroso era eso?
—Para saberlo habría que encontrar primero la esmeralda —contestó Solbelli—. Pero nadie la ha vuelto a ver desde hace casi quinientos años.
—Vaya gracia, si permanece escondida en una capilla secreta debajo del Vaticano —dijo Elena, mirando a Alexander—. ¿Es que tú no sabes nada de eso? Ustedes los Rosin pertenecen al grupo de protectores de esta notable piedra preciosa.
—Ahora me entero. Si yo supiera cómo se accede a la capilla subterránea, inmediatamente la iría a ver.
—A este respecto no se sabe nada —dijo el profesor, sinceramente preocupado—. Por otra parte, dudo mucho que siga existiendo esta capilla. En los últimos siglos se han llevado a cabo numerosas excavaciones debajo del Vaticano. No ahondaré en sus secretos, pero, en caso de que tuviera usted intención de seguirle la pista a la esmeralda, entonces lo tomaré en consideración. —Dio unas palmadas al libro—. Desde hace más de quinientos años muchos hombres han tenido que perder la vida a causa de la Verdadera Faz de Cristo, puede que varios miles.
—¡Profesor! —dijo Elena, levantando la voz—. ¿Quiere acaso decir que los imperiales se abatieron sobre Roma sólo para apoderarse de la esmeralda?
—Los lansquenetes y los soldados sólo buscaban el botín y la satisfacción de sus burdos placeres. Pero este Abbas de Naggera parece ser que fue la fuerza motriz del asalto a Roma. Y cabe suponer que su único objetivo no era otro que la esmeralda.
—Si eso es cierto —dijo Alexander—, si de veras el español envió a miles de hombres a la muerte sólo a causa de esta piedra, no puedo por menos que felicitar a mi antepasado por haberle partido la cabeza.
—Puede que Albert Rosin salvara al mundo de una amenaza, pero puede que no —dijo Solbelli en tono sombrío—. No olvide mi advertencia: cualquiera que sea su intención, ¡tenga mucho cuidado!