VIII
Viernes, 8 de mayo
Había perdido por completo la noción del tiempo. Era por la mañana muy temprano, eso seguro, pero nada más podía saber. ¿Ya había amanecido sobre Roma? La celda sin ventana estaba iluminada por un tubo fluorescente protegido por una malla metálica. Alexander permanecía tumbado en el estrecho catre, el único mueble que había en la estancia, contemplando una y otra vez con movimiento reflejo su muñeca izquierda. Sin embargo, el reloj ya se lo habían quitado en la Isla del Tíber, sede de la comisaría de policía, al igual que el dinero, la documentación y su cinturón. Tal como temían los agentes, el presunto asesino podía hacer lo mismo que su víctima. En algún momento pasada la medianoche un furgón policial había trasladado a Alexander desde la Isla del Tíber al Quirinal. Por lo menos, sospechaba que se encontraba allí, en la Jefatura Superior de la policía. El modelo de los furgones policiales carecía de ventanas y permanecía aparcado en un garaje subterráneo para cuando se necesitara. Formular sospechas y esperar era lo único que podía hacer Alexander.
De vez en cuando cerraba los ojos para borrar la luz fluorescente y la desesperada desolación de la pequeña celda. Sin embargo, los ojos cerrados veían cosas mucho peores: la difunta Raffaela Sini que colgaba bajo el andamio del puente como si fuera una herramienta de trabajo olvidada por los obreros. Ahora sus ojos no parecían muertos y le lanzaban miradas de reproche. Tras pasarse un buen rato esperando tumbado en el catre, se abrió finalmente la pesada puerta de acero y Alexander se vio en presencia de tres hombres. Dos iban uniformados y el tercero vestía de paisano con un arrugado traje de color beige. Su barbilla y sus mejillas estaban muy mal afeitadas, y se le veía cansado de no dormir y nervioso por el hecho de haber tenido que pasar la noche allí de servicio en lugar de estar en casa, acostado en una cama caliente.
—Signor Rosin, sígame.
Su voz también sonaba cansada y abatida.
—¿Quién es usted?
—El comisario Bazzini. Dirijo las investigaciones de este caso.
—¿Adonde me lleva?
—Si me acompaña, lo verá.
Alexander salió con aire receloso de la celda y esperó en vano a que le colocaran las esposas. Los dos hombres uniformados que caminaban a su espalda parecían estar seguros de lo que hacían. Alexander siguió al comisario hasta un ascensor y por el camino tuvo que subirse los vaqueros. Ahora le hubiera venido bien tener a mano el cinturón que se había comprado en el almacén.
Subieron hasta el tercer piso y allí entraron en un despacho lleno de humo en el que permanecía sentado el comisario Stelvio Donati, con un cigarrillo a medio fumar colgado de la comisura de la boca. La pierna izquierda formaba un ángulo poco natural con el resto del cuerpo. Saludó al suizo con una simple inclinación de la cabeza. La suave luz de la aurora que se filtraba a través de los listones de la persiana iluminaba la impresionante obra de sillería del Palazzo delle Esposizioni en el cual se organizaban constantemente exposiciones artísticas. Alexander había acertado al pensar que se encontraba en la Jefatura Superior de la policía romana.
Los dos agentes uniformados permanecieron de pie en la puerta. Bazzini le ofreció una silla a Alexander, se sentó en la esquina del escritorio y preguntó:
—¿Ha matado usted a la chica del Ponte Sisto?
—Puede que yo sea el culpable de la muerte de Raffaela Sini pero ni la he tocado.
—¿Acaso conocía también a la chica?
—Me había citado con ella en el Ponte Sisto. Cuando llegué allí, ella ya debía de estar colgando bajo el puente.
—Tiene suerte de contar con un testigo.
Bazzini lo dijo en tono claramente malhumorado.
La inquisitiva mirada de Alexander iba de un comisario a otro.
—¿Quién es el testigo?
Bazzini señaló hacia la puerta.
—Tráigalos a los dos.
Uno de los dos hombres uniformados abandonó la estancia y regresó poco después en compañía de un hombre y una mujer. Alexander no conocía al alto y corpulento individuo pero sí, en cambio, a la mujer vestida con un blazer a rayas y unos vaqueros negros.
—¿Es usted mi testigo? —le preguntó Alexander a esta última, mirándola desconcertado.
—No, es él —contestó Elena Vida, señalando a su acompañante.
El hombre llevaba el negro cabello peinado en una rizada melena que le confería el aspecto de un héroe de una antigua película de romanos. Con su poderosa constitución física y su ancho e impasible rostro a Alexander le recordaba a Victor Mature en Sansón y Dalila.
—Spartaco Negro, un colaborador mío.
—No conozco al signor Negro y no sé cómo puede demostrar mi inocencia.
—Le he estado vigilando —dijo Negro con voz de trueno.
—¿Cuándo?
—Toda la tarde y la noche, desde la Piazza Navona hasta el Ponte Sisto.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Un encargo de Elena.
Alexander digirió la información en sólo tres segundos, después se levantó de un salto y se encaró con la periodista:
—¿Me ha mandado espiar? ¡Está claro que no se fía de mí!
Ella no se inmutó.
—Me fío de usted en la misma media en que usted confía en mí, Alexander. No me comentó nada acerca de su cita con la chica. Además, tendría usted que alegrarse de que yo haya desconfiado de usted. Sin la declaración de Spartaco, ahora se enfrentaría con una sospecha de asesinato.
—Ya he tenido suficiente con el rato que he pasado en la celda. ¿Por qué ha durado tanto todo esto?
—La signorina Vida y el signor Negro se han presentado inmediatamente ante el comisario Donati —explicó Bazzini, irritado. El tampoco parecía demasiado satisfecho del sesgo que habían adquirido los acontecimientos.
—Elena me había hecho el encargo y primero tenía que informarla a ella —dijo Negro.
—Y yo he decidido acudir primero al comisario Donati —terció Elena—. Porque sabía que usted lo conocía, Alexander.
—Todo un detalle —masculló Bazzini—. Menos mal que el signor Rosin conocía a alguien de la policía de Roma y no de la de Pekín. De lo contrario, habríamos tenido que esperar un par de días la declaración del signor Negro. A propósito de la declaración, ¿se ha redactado el acta correspondiente? —preguntó, mirando a Negro.
—Se acaba de hacer, signor comisario.
—En tal caso, ya puede usted retirarse junto con su solícita mandante.
Elena dio un paso al frente y miró enfurecida a Bazzini.
—Pero es que yo quisiera oír lo que tiene que decir Alexander.
—Por supuesto que sí, signorina —Bazzini se levantó y la miró con una falsa sonrisa en los labios—. ¿Le parece bien este despacho o prefiere usted una suite del Hassler para el interrogatorio? ¿Quizá quiere también que informemos a la televisión para que todo el mundo pueda seguir el interrogatorio en directo?
Elena no quiso responder a la provocación.
—No veo ningún motivo para sus burlas.
—Ahora ya no, tan pronto como usted y su amigo abandonen mi despacho. Buon giorno!
Obedeciendo a su indicación, los dos agentes uniformados acompañaron a Elena y a Negro fuera de la estancia. La última mirada de Elena se dirigió a Alexander. ¿Se engañó éste o le pareció leer en ellos un sentimiento de preocupación?
Bazzini se volvió hacia él.
—Ahora usted también puede retirarse, signor Rosin. ¿Qué quería usted de la difunta?
—Quería simplemente que Raffaela Sini, viva, me facilitara una información. Era la amiga de Marcel Danegger.
—¿Y ése quién es?
—El hombre que primero disparó contra el tío y la tía del signor Rosin y después disparó contra sí mismo, si es cierto el informe del Vaticano —dijo Donati, tomando por primera vez la palabra.
Bazzini asintió con la cabeza.
—O sea, la amiga del hombre que asesinó a sus familiares. ¿Y qué demonios quería usted de ella, signor Rosin?
—Quería hablar con ella para comprender por qué Danegger lo había hecho.
—¿Que por qué? —Bazzini volvió a sentarse en la esquina del escritorio—. Motivos profesionales, dicen.
—Eso es lo que dicen. Pero yo quería saber algo más.
—¿Y por qué se citó usted con la muchacha a una hora tan tardía y en un lugar tan romántico?
—Ella eligió la hora y el lugar —contestó Alexander, informando a continuación de su encuentro con ella en el Almacén—. Ignoro qué tenía que hacer en el Trastevere.
—Nosotros tampoco lo sabemos —terció Donati—. Tenía costumbre de acudir a las Palomas Blancas de la Via Appia. Pero allí nadie nos pudo facilitar más información.
—¿Qué es eso de las Palomas? —preguntó Alexander, lanzando un suspiro.
—Una especie de orden de monjas seglares o como se llamen —Bazzini esbozó una sonrisa—. Se hace pasar por algo así como un hogar para muchachas descarriadas, pero es más bien un orfelinato. Y, hablando de muchachas, ¿por qué lo mandó seguir la signorina Vida? ¿Por qué se citaron ustedes en la Piazza Navona?
—De eso no puedo hablar.
Un brusco estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Bazzini.
—¡Tendría usted que colaborar un poco más, signor Rosin! Hasta hace muy poco era usted un sospechoso de asesinato.
—Hasta hace muy poco, usted mismo lo ha dicho, comisario.
—No esté usted tan seguro. Este Negro me huele a chamusquina. Como su declaración se tambalee, usted volverá a ser el sospechoso número uno.
—Le agradecería que, por ahora, me devolviera mi cartera de documentos, mi reloj y, por encima de todo, mi cinturón.
Bazzini pareció no haberle oído.
—Si usted no ha asesinado a la muchacha, ¿quién lo ha hecho?
—Su trabajo es precisamente averiguarlo.
—Puede haber sido un suicidio —dijo Donati en un incrédulo tono de voz.
El rostro de Bazzini se iluminó repentinamente mientras miraba a Alexander con expresión taimada.
—¡Se lo preguntaremos a la doctora Gearroni!
La doctora Gearroni era una mujer de cincuenta y tantos años cuyo reino era el Departamento de Medicina Legal, ubicado en el sótano del gigantesco edificio de la policía, llamado en tono de guasa por los policías «el sótano de los fiambres». Al principio, mientras Donati, Bazzini y él mismo bajaban en el ascensor, Alexander había pensado que el enfurecido comisario quería encerrarlo de nuevo en la celda. Pero, en realidad, estaban bajando a la zona de la prisión sólo para que Alexander pudiera recuperar sus efectos personales. Cuando bajaron después al sótano de los cadáveres, Alexander se extrañó que él, que no pertenecía a la policía, pudiera entrar en aquel lugar. Sin embargo, cuando estuvo delante del cadáver de Raffaela Sini y vio de nuevo la misma sonrisa de antes en el rostro de Bazzini, supo que se trataba de una táctica de la policía. La contemplación del cadáver estaba destinada a provocarle un fuerte impacto. Era una contemplación a la cual de buena gana hubiera renunciado.
La muerta yacía en obscena desnudez sobre la mesa de autopsias de acero inoxidable que, a los pies del cadáver, terminaba en una cubeta de gran tamaño. Alexander tuvo la sensación de que los últimos vestigios de vida que todavía pudieran quedar en Raffaela se iban filtrando gota a gota hacia aquel desagüe. Pero aquello era naturalmente una locura. No quedaba ningún vestigio: Raffaela estaba muerta.
La doctora Gearroni los miró, sorprendida. Se acercó la enguantada mano izquierda al rostro y se arrancó la mascarilla que le cubría la boca. Se situó junto a la cabeza de la muerta, sosteniendo en la mano derecha una pequeña sierra eléctrica.
—¡Pero, bueno, Bazzini, me tendría usted que conceder un poco de tiempo para terminar mi informe! Usted confunde el trabajo nocturno con un acto de magia. Estaba a punto de abrir el cráneo para buscar posibles hemorragias en los dos orificios cerebrales.
Bazzini señaló el cadáver y replicó en tono tan de reproche como el de la doctora:
—¡Ni siquiera ha cortado nada, dottoressa! Y eso que ya hace un par de horas que tiene a la chica.
La mujer, enfundada en su bata verde de patóloga, echó la cabeza hacia atrás y proyectó la barbilla hacia afuera:
—Comisario, su cadáver no es el único de esta noche y no ha venido acompañado de una petición de prioridad.
—Pues entonces hemos bajado para nada —rezongó Bazzini—. ¡Como es natural, usted no nos podrá decir nada todavía acerca de si la chica fue asesinada o bien cometió un suicidio!
—¡Por supuesto que se lo puedo decir! —replicó la doctora Gearroni, cuyas palabras restallaron como una fusta por todo el sótano de los cadáveres—. Aunque mi misión no es prejuzgar, se puede decir, tras haber examinado superficialmente el cadáver, que la muchacha ha muerto por mano ajena.
—Pues entonces, ¿por qué sigue empeñada en abrir a Raffaela? —preguntó Alexander mientras un estremecimiento le recorría el cuerpo ante la idea de que la sierra eléctrica pudiera abrir la tapa de los sesos de la chica.
—Para comprobarlo, naturalmente. —La doctora Gearroni le miró primero a él y después a Bazzini con semblante irritado—. ¿Y éste quién es, si se puede saber?
—El asesino. —Mientras la patóloga abría más si cabe los ojos, si ello hubiera sido posible, Bazzini añadió—: El principal sospechoso de asesinato que ahora, gracias a la declaración de un testigo, ha quedado libre.
Sólo haciendo un gran esfuerzo consiguió reprimir un «por desgracia».
Donati se acercó a la mesa de autopsias.
—Explíquenos, por favor, cuáles han sido sus hallazgos hasta ahora, dottoressa.
La patóloga dejó la sierra al lado de la balanza, sobre la alargada mesa que había junto a la cabeza de la muerta, y señaló el cuello de Raffaela Sini.
—De acuerdo con las fotografías del lugar del hallazgo del cadáver y con las descripciones del lugar del hallazgo, la difunta, calculando desde el punto fijo de la cuerda, sufrió una caída de aproximadamente un metro y medio. Sin embargo, de las típicas heridas en la región cervical no hay ni el menor rastro. Los ligamentos, los músculos y los huesos no presentan la menor señal. De lo cual se deduce que la mujer no se ahorcó.
—Por consiguiente, no murió colgada de la soga bajo el puente —dedujo Bazzini.
—¡Por supuesto que sí! En cualquier caso, todo apunta en este sentido.
—Ahora mismo usted acaba de decir justo todo lo contrario, dottoressa.
—¡No es cierto! He dicho tan sólo que ella no se ahorcó. Más bien la ahorcaron, si no me equivoco, cosa que todavía no he hecho. Observe esta doble señal alrededor del cuello. La típica huella de una cuerda que alguien hace pasar por la cabeza y de la cual tira después. Cabe suponer que inmediatamente después la chica fue ahorcada en el puente. Para asegurarse de que efectivamente había muerto, el autor de los hechos debió de tirar fuertemente de sus pies. Se ven las señales aquí en las articulaciones de los pies.
—El que lo hizo tuvo que encontrarse de pie en una embarcación —reflexionó Donati—. Con esta embarcación debieron de trasladar a la muerta o la inconsciente hasta el lugar donde el signor Rosin la encontró. Un lugar de lo más absurdo para una suicida.
—¿Pero por qué toda esta escenificación si lo que se pretendía era simular un suicidio? —preguntó Alexander.
—Puede que no fuera algo premeditado —contestó Donati—. El asesino pudo haber contado con que usted buscaría a la signorina Sini en el puente y descubriría a la muerta. Para que, de esta manera, se le pudiera considerar a usted responsable del asesinato.
—Estas cuestiones son las que usted tiene que aclarar. —La doctora Gearroni lo miró con muy poca simpatía. Estaba claro que se sentía molesta ante aquella invasión de sus dominios—. Volvamos una vez más a la cuerda. Mientras se la colocaban, ella debió de oponer resistencia: lo demuestran las magulladuras en la zona de los huesos de las mejillas. Lo que no comprendo son estas marcadas huellas en la cadera que, en cualquier caso, son más antiguas y, por consiguiente, no tienen ninguna importancia en nuestro caso.
—Esas marcas en la cadera de Raffaela Sini… proceden de un cilicio —explicó Alexander, sentado en el asiento del copiloto del Fiat de Stelvio Donati. El automóvil ya estaba arreglado y ya no conservaba ninguna huella del fallido atentado. Alexander había aceptado de muy buen grado el ofrecimiento del policía de acompañarlo al Vaticano. Entre otras cosas, porque deseaba hablar en privado con Donati—. Raffaela Sini debía de ser una persona muy piadosa.
—¿Y usted cómo lo sabe?
El comisario se volvió a mirarle brevemente y después volvió a dirigir la mirada hacia adelante. Aunque era todavía muy temprano, el tráfico en la Via Nazionale ya era muy considerable.
—El cadáver de mi tío presentaba señales muy parecidas, también en la zona de las caderas.
—¿Y por qué no lo ha dicho antes en la sala de autopsias?
—¿Estaba obligado a revelarles este detalle acerca de mi tío a Bazzini y a la doctora Gearroni?
—¿Y a mí me tiene más confianza?
—Creo que para usted Raffaela Sini no es un simple expediente que desea archivar a la mayor rapidez posible.
—Lo que quiere decir es que este caso de asesinato no es mío.
—No, no es eso lo que quería decir. Usted es una persona que se preocupa por las demás personas.
—¿Por qué lo cree?
—Porque está aquí.
—Estoy en deuda con usted, ¿acaso lo ha olvidado? Usted me ha salvado la vida.
—Tiendo a pensar más bien que su vida corrió peligro a causa de mi presencia en aquel lugar.
El Fiat se detuvo delante de un semáforo en rojo y Donati se volvió a mirar a Alexander.
—Si he de ser sincero, esta idea también se me pasó por la cabeza. Pensé en la posibilidad de que hubiera una relación entre el atentado y los dos casos de asesinato. —El semáforo pasó a verde y el automóvil se puso en marcha. Donati miró de nuevo la calle—. Como es natural, sus comentarios acerca del cilicio acentúan esta sospecha. ¿De veras no me puede decir nada más acerca de la difunta, Alexander?
—Yo sólo sé que se moría de miedo. Pero de qué o de quién… no tengo ni idea. Tal vez me lo hubiera dicho en el Ponte Sisto.
—¿Y qué me dice de la periodista?
—Se muestra tan escéptica como yo acerca del informe de investigación que ha divulgado el Vaticano sobre los asesinatos Rosin/Danegger. Queríamos ayudarnos mutuamente en nuestras pesquisas.
—¿Pesquisas? —dijo Donati, acentuando cada una de las sílabas—. ¡Tenga cuidado y tome la muerte de la chica como una advertencia! Para las pesquisas ya está la policía de Roma.
—No en el Vaticano.
El sargento Marc Tanner de la escuadra romanche prestaba servicio como cabo de guardia en la Puerta de Santa Ana. El hecho de que en aquel momento acabara de enviar a Alexander al comandante Von Gunten no tenía nada de extraño. El sargento no podía hacer otra cosa: en primer lugar, Alexander había rebasado en varias horas el tiempo de permiso y, en segundo, estaba involucrado en un caso de asesinato. Todos los incidentes policiales en los que estuviera implicado algún guardia suizo se tenían que comunicar al mando de la Guardia.
Puesto que Alexander había sido detenido siendo inocente, el comandante no podía reprocharle que hubiera superado el tiempo de permiso. En cambio, el hecho de que se hubiera citado con la amiga de Danegger no parecía haberle hecho demasiada gracia a Von Gunten.
—¡El caso ya está oficialmente cerrado! —rugió el comandante de la Guardia en funciones—. ¡Y eso es válido también para usted, cabo Rosin! ¿Lo ha entendido?
—El cabo de la Guardia Rosin le ha entendido, mi comandante.
Von Gunten le miró con recelo desde su asiento.
—¿Por qué habla usted con ese retintín? ¿Qué quiere decir con eso, Rosin?
—Como cabo de la Guardia, considero el caso oficialmente cerrado.
—Ya. ¿Y como ciudadano particular?
—Con el debido respeto, mi comandante, eso a usted no le incumbe.
El peligroso fulgor de los ojos de Von Gunten desapareció en pocos segundos y éste se limitó a decir:
—Vuelva usted a su servicio, cabo Rosin.
Mientras abandonaba el despacho, Alexander comprendió que había provocado a Von Gunten. Y ésta había sido precisamente su intención.
Por la noche Alexander soñó con Elena Vida. Estaba desnuda y lo estrechaba en sus brazos. El se dejaba hacer, quería gozar del calor y la dulzura de su hermoso cuerpo.
Pero el contacto lo dejó helado. Su piel eran tan fría como… la muerte. Y los ojos de la mujer tendida sobre la mesa metálica también parecían muertos. Contempló los ojos de Raffaela Sini. Vio las marcas de estrangulamiento en su cuello y se sorprendió cuando la muerta extendió los brazos y lo estrechó contra su cuerpo, una fría carne sin vida. Quería librarse de la presa, pero la presión era cada vez más fuerte. Algo le pinchaba la piel como los clavos de un cilicio. Quería gritar pero no podía. Se notaba el cuello como apretado por una cuerda.
Cuando volvió a mirar a la mujer, su rostro había cambiado una vez más. Ahora era el de una amante que él había perdido ya para siempre. Pues sus ojos también estaban muertos.