DEL 28 DE OCTUBRE AL 4 DE NOVIEMBRE

A la mañana siguiente, al alba, más calmado, crucé el villorrio y me dirigí a la zona que llamaban «Enaván» (hoy conocida también como Enón o Ainot Mechatzetsim). Aquella casa y sus habitantes ejercieron sobre mí un benéfico influjo. Fue Saúl, muy probablemente, quien me proporcionó las fuerzas y la claridad mental necesarias para continuar…

Las «fuentes» o «manantiales» era un lugar paradisíaco. Se encontraba más cerca de lo que suponía. Un caminillo rojo, embarrado por las últimas lluvias, partía de Salem y guiaba al caminante, sin pérdida, hasta una amplia llanura en la que dormían, plácidos, cinco o seis lagos de escasa profundidad y aguas azules, como los cielos del Jordán. Conté doscientos metros, aproximadamente, hasta el primero de los lagos. En realidad, un paseo desde la casa de Aba Saúl.

Los campesinos, madrugadores, se afanaban en los huertos y las plantaciones de palmeras existentes entre las lagunas. Por detrás, a lo lejos, entre los mástiles negros de los bosques, se asomaba, tímida, la línea verde e intrincada de la jungla, un territorio en el que no había penetrado, de momento.

El grupo de Yehohanan no se hallaba lejos. Según los felah, junto al árbol de «hierro», en el «tercer lago». Sólo debía rodear dos de los yam. No tenía pérdida.

Y así lo hice. En realidad, al aproximarme, observé que no se trataba de lagunas propiamente dichas. El agua nacía en generosos manantiales —conté seis, repartidos por la planicie—, quedaba remansada y, finalmente, huía en torrenteras hacia la línea de la jungla. Eran los laboriosos felah quienes habían sabido aprovechar los caudales, convirtiendo la zona en una excelente reserva de agua. Para ello, habían cerrado las salidas naturales con poderosas barreras de troncos, creando embalses y una red de canales que regaba las plantaciones y llegaba hasta Mehola.

Una espesura de cañas, tamariscos, los llamados arbustos de Abraham y voluntariosas adelfas peleaban en las orillas, disputándose cada palmo de aquella tierra roja y fértil como pocas. En las aguas, atentas, observaban cientos de garzas grises y blancas, pendientes de la comida y de los inoportunos intrusos. Algunas, al descubrirme, se alejaron prudentes o levantaron el vuelo, cambiando de lago.

El silencio, con seguridad, era el sello de Enaván. Sólo los manantiales y las aves se atrevían a alzar la voz, y siempre discretamente.

Fue simple. Reconocí el estilo del Anunciador a distancia…

Al sur de uno de los embalses —el que llamaban «tercer yam»—, en la orilla, se alzaba un solitario árbol de mediana corpulencia. De sus ramas colgaban los familiares ostracones o trozos de vasijas que había tenido ocasión de ver en la sófora del «vado de las Columnas». Muy cerca brotaban dos fuentes. Ambas impetuosas y con una singular característica: de una manaba agua fría; de la otra, separada poco más de un metro, surgía un caño templado, a unos treinta grados Celsius. Los chorros brincaban desde una peña, a unos cinco metros sobre el nivel del lago, formando una doble y «divertida» cascada. La llamaban te'omin («gemelos»). La fría era agua potable. La caliente, en cambio, se presentaba ligeramente salada. Ofrecían un asombroso contraste.

Abner y los suyos me reconocieron y se apresuraron a darme la bienvenida, abrazándome y besándome.

—Ésrin («Veinte») ha regresado…

Quedé sorprendido. El grupo había crecido considerablemente. Ahora sumaba treinta hombres.

Seguían manteniendo el guilgal o círculo de piedras.

En esta ocasión lo habían trazado alrededor del mencionado y solitario árbol, muy cerca del agua. Los campesinos lo llamaban «árbol de hierro». Al retornar al Ravid, Santa Claus me puso al corriente. Se trataba de una especie no muy frecuente en Palestina. Los griegos le dieron el nombre de métra sideros o «médula de hierro» a causa de la dureza de su madera. Florecía en un rojo «marte», con flores provistas de una fuerte nerviación que proporcionaban el aspecto de melena al viento. Para mí, desde esos momentos, fue el árbol «de la cabellera».

En los alrededores, entre las lagunas, cerca de los manantiales, acampaban curiosos y seguidores. En un principio, menos numerosos que en el «vado de las Columnas». Casi no vi vendedores y tampoco tullidos, enfermos, o los inevitables pícaros que contrataban sus servicios y los de las parihuelas. Deduje que el lugar, más apartado que Damiya, era la causa de esta aparente calma. Me alegré. Yo también necesitaba un mínimo de paz.

Y durante varias horas, sentado bajo las «melenas rojas» del árbol de hierro, observando el oscilar de los trozos de vasijas que colgaban de las ramas, este explorador recibió cumplida información de lo acaecido en aquellos días de ausencia. Todo, más o menos, había transcurrido con «normalidad»: los mismos discursos, la misma furia en las palabras del vidente, las mismas ceremonias de inmersión y, de vez en cuando, los mismos y catastróficos finales, con el Anunciador corriendo hacia el bosque de las acacias.

Yehohanan, como advirtieron los felah de Salem, se hallaba ausente. Abner no respondió a mi pregunta sobre el porqué de aquella ausencia. Bajó los ojos, resignado. Entendí.

Y el segundo en el «cuerpo apostólico» del Bautista procedió a presentarme a los «nuevos». Diez entusiastas del «reino» que creían en la misión de Yehohanan como precursor o preparador del camino del Mesías libertador político, religioso y militar.

La verdad es que recuerdo sus nombres y sus rostros con dificultad, a excepción de uno…

Todos, conforme eran mencionados, se levantaban y me abrazaban. Abner se extendía entonces en la enumeración de las virtudes del recién llegado, así como en la pureza de su origen genealógico. Supuse que la mayor parte de lo que aseguraba era pura invención, muy apropiada, eso sí, para los planes «salvadores» del grupo. Me armé de paciencia y resistí. Era lo establecido a la hora de las presentaciones en aquel tiempo y con aquellas gentes. Y, súbitamente, Abner mencionó su nombre y el pueblo del que procedía. Lo vi levantarse despacio, con desgana.

Me estremecí.

Parecía más joven, obviamente. Calculé entre veintisiete y treinta años.

Se aproximó y, en lugar de abrazarme, me besó en las dos mejillas.

Fueron dos besos fríos… «Judas, de Queriot…».

¡Judas, el Iscariote! ¡El hombre de Queriot, una de las aldeas de Judá, al sur de Jerusalén!

Entonces, ¡era cierto! Judas fue primero discípulo del Anunciador. Mis informaciones eran correctas.

Debió de notar mi interés, pero, tímido y reservado, se limitó a volver a su lugar. Es curioso, jamás lo vi sonreír. Abner lo presentó como hijo de una rica y noble familia de saduceos. Su padre, Simón de Judea, era célebre por sus empresas de fabricación de barriles. Judas había decidido dejarlo todo y buscar «la liberación de su alma y de su pueblo, por este orden». Por eso estaba allí, junto al nuevo profeta de Israel…

A partir de esos instantes, las palabras del segundo resbalaron en mi mente. Casi no le presté atención. Estaba fascinado ante la aparición del «traidor». Y di gracias a los cielos por la cadena de sucesos que me había llevado, finalmente, a Salem y ante la presencia del Iscariote. ¡Increíble Destino!

Y fue justamente a raíz de aquel 28 de octubre del año 25, domingo, cuando empecé a conocer al esquivo y retorcido Judas y a entender, en definitiva, el porqué de su comportamiento final con el Hijo del Hombre. Nada fue como lo han contado…

Casi no hablaba y, si lo hacía, seleccionaba muy bien a sus interlocutores. Mantenía la misma figura y los ademanes discretos y educados. Era alto (1,70 metros), si tenemos en cuenta la media de los varones en aquel tiempo. Siempre me recordó a un pájaro, con la nariz aguileña y afilada. Mostraba una piel blanca, casi transparente, con un rostro imberbe y unos ojos negros, profundos, inquisidores pero inseguros. Sus cabellos eran más largos que en el año 30. Caían delicadamente sobre los hombros. Eran tan negros y frágiles como su corazón. Entonces vestía con cierto lujo, siempre con túnicas de lino bordado, generalmente de color marfil. E inseparable, en la faja o hagorah que lo ceñía, una espada o una sica (un puñal corto), según el momento y el lugar…

Durante el tiempo que permanecí en Enaván no lo perdí prácticamente de vista. Estudié a fondo sus modales y penetré discretamente en su mundo. Así fue como supe de algunos de sus más acariciados «secretos». En aquellos momentos, el complejo universo de Judas se limitaba a una idea central y otras de menor rango. Su objetivo era colaborar, como fuera, en la liberación de su patria. Los zelotas[151] eran sus ídolos. Sólo aspiraba a formar parte de aquel grupo de patriotas y a expulsar a los kittim (romanos), arrojándolos al «gran mar» (Mediterráneo).

Entendí que la asociación con Yehohanan era una vía para demostrar su patriotismo, y más adelante, quién sabe, formar parte de pleno derecho de los «celosos por la Ley», como también llamaban a los zelotas. Como ya he referido en otras oportunidades —y no me cansaré de insistir en ello—, para la mayoría de los judíos, los romanos eran déspotas, sacrílegos, parricidas, incestuosos, ladrones, asesinos y pederastas (entre otras «lindezas»). Judas estaba convencido del triunfo de Israel sobre Roma. Creía en el Mesías y en la inevitable «depuración de los impíos». En algunos momentos llegó a pensar que el grupo que encabezaba el Anunciador era el ansiado movimiento de liberación nacional del que —según él— hablaban los profetas. Ésa fue la razón inicial que lo movió a solicitar el ingreso entre los discípulos del vidente del Jordán. De hecho, durante aquel tiempo, Judas se autoproclamó maquisard o «guerrillero» («iscariote»); así se lo conocería en el futuro. Su verdadero nombre era Judas ben Simón. Los padres, al tener conocimiento de esta decisión, lo repudiaron y lo desheredaron. Como ya mencioné, el grupo o secta de los saduceos, al que pertenecía la familia del Iscariote, predicaba el buen entendimiento con los invasores. Eso favorecía sus intereses económicos y mantenía sus destacadas posiciones entre las clases sacerdotales y la aristocracia judía. Y Judas supo jugar con el rechazo de su familia, aprovechándolo como una «condecoración». Los zelotas, por lo que pude deducir en aquellas fechas, ya se habían fijado en él. Pero, desconfiados en extremo, lo mantuvieron «bajo vigilancia», pendientes de sus palabras y sus actuaciones. Y lo adelanto ya: de no haberse producido la muerte de Yeho-hanan, el maquisard, muy probablemente, no se hubiera unido a Jesús de Nazaret. Pero Dios escribe recto con renglones torcidos…

Hablé mucho con Judas. Al principio, receló. Después, al comprobar mi amistad con Abner y, sobre todo, con el Anunciador, cedió, permitiendo un cierto acceso (lo justo) a sus pensamientos e intenciones. Su filosofía, como digo, era zelota. Judas practicaba el «deporte» de la libertad. Creía en ella por encima de todo. Era un indomable defensor del pueblo. Sus ídolos eran Pinjas (también llamado Fineés), nieto de Aarón y mencionado en Números (25), el profeta Elías y los hermanos Macabeos. Todos demostraron un especial celo por Yavé. Pinjas atravesó con su lanza a Zimrí, el israelita que se atrevió a introducir una mujer madianita en su tienda. Dice la Biblia que Yavé elogió el «celo» de Pinjas y detuvo una plaga que había enviado sobre su propio pueblo y que provocó la muerte de veinticuatro mil judíos. Elías, por su parte, según Judas, era el prototipo de «celoso por Yavé». En el libro primero de los Reyes (18, 40) se cuenta cómo el profeta terminó con la vida de más de cuatrocientos videntes del dios Baal, sencillamente «por celo hacia Dios». Él mismo los degolló. También los Macabeos eran el vivo ejemplo de la libertad y de la fidelidad al Dios de Israel. La rebelión contra la dinastía helénica de los seléucidas, en el año 167 antes de Cristo, fue un momento de gloria en la historia de su pueblo, en palabras del Iscariote[152]. Era preciso imitar al «Martillo» o «Macabeo». Era necesario levantar al pueblo y repetir la masacre del mar Rojo. Los romanos —según Judas— eran la encarnación del mal, como lo fue Egipto en los tiempos de Moisés. «¡Abajo los seléucidas! ¡Abajo Roma! ¡Dios es el único rey!». Éstos eran los pensamientos de aquel Judas del año 25, cuando todavía no había conocido a Jesús de Nazaret. ¡Lástima que los evangelistas tampoco hagan mención de este importante capítulo del Judas aspirante a zelota y discípulo del Anunciador!

Judas Iscariote, sencillamente, era un terrorista, tal y como entendemos hoy el fanatismo religioso llevado a sus más sangrientos extremos. Pero debo ser riguroso en los planteamientos. Judas, en esos momentos, era un aspirante a terrorista. Sólo contemplaba la vía armada como solución al problema del invasor romano. Se oponía a la materialización de cualquier censo. Los consideraba un insulto y un atentado contra la propiedad. Pagar impuestos a Roma era reconocer un gobierno impío y permanecer sumidos en la esclavitud. E iba más allá, haciendo suya la filosofía zelota: el beneficiario de esa lucha no era otro que el pueblo. «Tenemos que liberarlo —decía— y saldar sus deudas». Para ello, lo mejor era saquear los registros de Jerusalén. Allí constaban todas las deudas. «Hay que quemarlos —repetía—. El reino de Dios se aproxima, como dice Yehohanan, y nosotros debemos colaborar en ese gobierno de los cielos. Dios no dará el primer paso si antes no lo damos nosotros». Ésta era la filosofía medular del Iscariote. Y creía, incluso, que, una vez iniciado el combate, Yavé obraría sus acostumbrados prodigios. Quizá derribase ciudades, como había sucedido con Jericó, o abriera de nuevo las aguas y sepultara a los kittim. Aquella férrea creencia en un Dios hacedor de milagros, tal y como pronosticaban los profetas, los llamados Oráculos Sibilinos y el primer libro de Henoc, me puso en guardia. ¿Qué sucedería con Judas cuando fuera testigo directo de los asombrosos prodigios de Jesús de Nazaret? Empecé a sospechar algunas de las razones por las que se había unido al Galileo…

—El resto —manifestó sin la menor sombra de duda— es basura y debe ser tratado como tal. Todo el que colabore con los impíos será destruido. Eso incluye a los tibios…

Los «tibios», según él, eran los que «no sabían o no deseaban saber». Yavé era Dios, el único Dios, y no aceptaba competencia. Roma, los saduceos, sus propios padres, serían aplastados por el rodillo zelota. Si Yehohanan era el precursor en la lucha, él estaría en primera fila.

Naturalmente, no todos compartían esta idea sobre la urgente liberación nacional. Conocí a infinidad de judíos que, aun siendo patriotas, preferían el orden establecido por los romanos. Los bandidos habían sido reducidos, los caminos rehabilitados, el comercio intensificado y anuladas las antiguas invasiones extranjeras. No era lo ideal, pero se parecía. Si he de ser honesto, la pax romana fue bien recibida por un alto porcentaje de la población. En ese porcentaje no figurarían Yehohanan, sus discípulos, los apóstoles del Maestro ni, naturalmente, la Señora y parte de sus hijos. Pero de eso me ocuparé a su debido tiempo…

El 30, martes, apareció Yehohanan.

Siguiendo mi costumbre, todos los días, al alba, abandonaba Salem y me reunía en el guilgal con Abner y los suyos. Ese día, antes de la súbita irrupción del Anunciador bajo el árbol «de la cabellera», quien esto escribe se hallaba fuera del círculo de piedras, conversando con una de las familias de los acampados. Eran galileos y vecinos de Nahum. Conocían bien la «casa de las flores» y a sus habitantes. Buscaban remedio para uno de sus hijos, semiparalizado desde la infancia. Pensaban que Yehohanan podría sanarlo.

De pronto, oí voces. Procedían del guilgal. ¡Era el Anunciador! Nadie lo vio llegar. Discutía con Abner y su gente. Me quedé quieto, desconcertado ante los gritos.

Yehohanan parecía muy irritado. Señaló al responsable del sofar o cuerno de carnero. Creí entender. Sus órdenes eran terminantes. Al verlo llegar, el encargado del sofar tenía que alertar a los acampados, como siempre. Esta vez, ignoro la razón, el discípulo no lo hizo. Y el Anunciador, molesto, les reprochó su «falta de consideración para con el enviado de Yavé».

¡Dios santo! Aquel energúmeno seguía tan intolerante e irritable como en el «vado de las Columnas»…

Él mismo cogió el cuerno y lo hizo sonar. Después, con paso firme, se introdujo en el embalse, caminando con el agua hasta las rodillas hacia los te'omin o fuentes gemelas.

Su atuendo y su aspecto eran idénticos. La larga melena, aparejada en las habituales siete trenzas, danzaba a cada movimiento, tan amenazante como los ojos y la formidable estatura.

Se situó por delante de la doble cascada y, sin esperar a los atolondrados discípulos, empezó a predicar. La gente, sin demasiado entusiasmo, se puso en pie y fue aproximándose.

No percibí novedades en la filípica. Yehohanan repitió amenazas y avisos, advirtiendo de la inminente llegada del reino y de cómo los que no obedecieran sus órdenes serían arrojados a la gehenna eterna y se consumirían como paja seca. El infeliz del sofar se dio por aludido y enrojeció de vergüenza. Yo también me sentí incómodo. ¿Cómo era posible que los cristianos llegasen a deformar la imagen de aquel hombre, hasta el extremo de convertirlo en santo?

Y tras los acostumbrados «¡Arrepentios!», el Anunciador pronunció la palabra clave (sakak —«bajad al agua»—) y el del sofar se apresuró a romper el silencio con un toque largo. Era la señal para la ceremonia de inmersión. En esta ocasión sí se produjo un notable cambio. Abner y los armados habían logrado establecer un mínimo de orden. Los que deseaban «purificar» sus cuerpos aguardaban en fila, sin empujones ni prisas. Los discípulos rodearon al vidente y, con las armas dispuestas en la cintura, fueron permitiendo el paso, uno a uno, sin enfermos, tullidos o parihuelas.

—Las sanaciones en otro momento —gritó Abner—, cuando el profeta lo disponga…

Y en un respetuoso y, para mí, inusual silencio, los doscientos o trescientos acampados fueron desfilando por delante de las fuentes gemelas.

También la «liturgia» fue modificada, adaptándose a las «necesidades» del lugar.

El «candidato al reino» llegaba a la altura de Yehohanan y, como era previsible, quedaba atónito ante la imponente figura del Anunciador y, sobre todo, ante el aspecto feroz del vidente.

—¿Te arrepientes?

Si el hombre era rápido en la respuesta, Yehohanan lo empujaba materialmente bajo el chorro de agua templada, y allí lo mantenía durante dos o tres segundos.

Por el contrario, si el aspirante dudaba o balbuceaba una respuesta poco clara, el de las siete trenzas rubias lo desplazaba hacia el caño de agua fría, «como castigo a su tibieza» (!).

—¡Neqe! («¡Limpio!»)

Y el individuo se alejaba de los te'omin.

—¡Siguiente!

Las mujeres, como pude apreciar en el «vado de las Columnas», no contaban para el profeta. No preguntaba ni les prestaba la menor atención. Iban directamente a la cascada de agua fría. Todas —según él— eran «tibias».

Estaba claro. Dependiendo del paraje y de la proximidad a núcleos humanos más activos, así era el desarrollo de la actividad de Yehohanan. Si los pícaros y vendedores profesionales no lo seguían, los sermones y los «bautizos» transcurrían sin novedades dignas de mención. Éste fue el caso de Salem y sus manantiales.

Cuando el sol despegó sobre la línea de la jungla del Jordán, Yehohanan, atento, suspendió las «inmersiones» en la doble cascada. Abner solicitó paciencia a los que aguardaban en la cola.

—Al día siguiente…

Ésa fue la consigna transmitida por los discípulos. Y los acampados, decepcionados, retornaron a sus tiendas y chozas. En la orilla, silenciosos y derrotados, divisé a los miembros de la familia de Nahum, con el niño en brazos. No se atrevieron a moverse. Sentí una profunda lástima. El pequeño padecía una paraplejía inferior o crural[153] que le provocaba la parálisis de las piernas. Algún tiempo después, cuando el Destino lo estimó conveniente, confirmé el diagnóstico. Aquel niño, en cierto modo, formaría parte de la vida del Hijo del Hombre. Mejor dicho, de su gloria…

Seguí a los discípulos y me incorporé al guilgal.

Yehohanan, como era su costumbre, extrajo el talith del zurrón blanco y se cubrió la cabeza. Junto a las piedras que formaban el círculo, manteniendo a los curiosos a distancia, se hallaba la colmena ambulante.

El gigante tomó asiento al pie del árbol de hierro y, sin demora, inició una de sus habituales «clases», adoctrinando a los «heraldos» sobre el «inminente reino». Nada nuevo. Todo giró alrededor de sus obsesivas ideas: Yavé llegaba. Yavé enviaba a sus ejércitos. El Mesías aparecería en primera línea, con las armas y el escudo preparados, listo para romper los dientes de los impíos, los romanos. Yavé apacentaría los rebaños de Israel y los hijos de los extraños se convertirían en sus esclavos, labradores y viñadores…

Judas vibró. Aquél era su hombre…

Al concluir, Abner llamó la atención de Yehohanan sobre mi persona. Veinte había regresado…

No lo dudó. Me reclamó ante su presencia y preguntó por Jesús, su primo lejano.

Los discípulos, tan expectantes como el Anunciador, esperaron mi respuesta.

—Debo hablar contigo a solas…

Por un instante pensé que estallaría, obligándome a replicar de inmediato. No fue así. Tras unos segundos de silencio y de tensión, terminó alzándose y, pasando el brazo izquierdo sobre mis hombros, me invitó a caminar. Detrás quedó un murmullo de admiración. Aquel gesto del vidente no era normal. Y Veinte ganó nuevos e interesantes «dividendos» entre los discípulos, especialmente con el Iscariote.

El Destino, una vez más…

Probablemente fueron los treinta metros más angustiosos de mi estancia en Salem. Yehohanan entró en el agua y, naturalmente, yo con él. Y me condujo despacio hacia la peña de la que brotaban las pequeñas cascadas.

¿Qué le decía? Tenía que inventar algo. Jamás me atreví a trasladar su mensaje al Maestro: «¿Cuánto más debo esperar?».

Recuerdo que el olor corporal de Yehohanan me nubló momentáneamente.

¿Qué respondía?

Y al llegar junto al chorro de agua templada, el Anunciador preguntó por segunda vez.

—¿Has visto a Jesús?

No me dejó hablar. Y siguió formulando toda clase de cuestiones. Algunas, realmente lamentables…

—¿Cuánto tiempo debemos esperar? ¿Sabe que los ejércitos de Yavé están preparados? ¿Le has dicho que podemos reunir a miles de patriotas? ¿De qué armas dispone? ¿Entiende que tenemos que coordinar nuestros esfuerzos? ¿Le has hablado de mi poder para curar?

¿Curar? Yo no había asistido a ninguno de los prodigios que corrían de boca en boca y que, supuestamente, obraba el vidente de la «mariposa» en el rostro.

Finalmente, retirando parte del chal, me atravesó con aquella incómoda mirada. ¡Qué difícil resultaba acostumbrarse a las «pupilas» rojas!

Respondí con la verdad:

—No ha llegado su hora…

Se revolvió, furioso.

—¿Y cuánto más hará esperar al Santo?…, bendito sea su nombre. ¿Pretende que llegue hasta el yam y que le implore?

Dio media vuelta y, sin esperar respuesta —¿qué podía decirle?—, se dirigió a la cascada de agua fría, dejando que el salto lo cubriera. Y así permaneció, inmóvil, como un fantasma, bajo el rumor de la espumeante agua.

No los vi llegar. Me hallaba tan absorto en el imprevisible Yehohanan que no me percaté de su presencia hasta que los tuve a mi lado. Era la familia de Nahum. El padre, al vernos junto a los te'omin, se armó de valor y, tomando al pequeño entre los brazos, se aventuró en el embalse, dispuesto a solicitar el socorro del vidente. La madre, asustada, sostenía a un bebé. No supieron qué hacer.

De pronto, el gigante abandonó la cascada y, chorreando, con el talith de pelo humano pegado a la cabeza y a los hombros, se dirigió hacia quien esto escribe y, gritando, amenazó:

—¡Pues lo haré…! ¡Subiré hasta Nahum y me pondré de rodillas, si es necesario!

La familia, más aterrorizada aún ante la súbita reacción del profeta, se echó atrás.

—Y vosotros, ¿qué queréis? —preguntó con idéntica agresividad—. ¿No sabéis que soy el enviado? ¿No podéis dejarme ni un momento?

—Maestro —replicó al fin el hombre—, coloca tus manos sobre nuestro hijo… Sólo eso…

Por unos instantes, confundido, no supo qué hacer. Miró al niño. Después, acorralado, observó a quien esto escribe.

Alertados por los gritos, Abner y los suyos se lanzaron al agua. Judas, en cabeza, empuñaba la sica en la mano izquierda. El puñal brillaba, amenazador.

Yehohanan los contuvo con un simple ademán. Y los gladius regresaron a las fajas.

—Haré algo mejor…

Solicitó al pequeño, y el padre, obediente, lo depositó en los largos brazos del Anunciador. La madre, intuyendo algún tipo de peligro, se refugió tras el marido.

Abner me interrogó con la mirada. No supe qué responder. En realidad, sabía tanto como el pequeño-gran hombre…

—Ahora observa hasta dónde llega el poder del Santo, bendito sea su nombre…

La advertencia fue lanzada directamente a los ojos de este explorador.

¿Qué se proponía?

Y midiendo las palabras —yo diría que recreándose—, sentenció:

—Soy suyo… Su poder está en mí… Cuando vuelvas a verlo, recuérdale que somos hijos de la promesa… Somos el poder…

Supuse que se refería al Maestro.

Y ante el desconcierto de todos dio media vuelta y caminó hacia los saltos de agua. Al llegar frente a las cascadas, volvió a dudar. La madre se fue tras él, pero los discípulos le cortaron el paso.

Yehohanan eligió el de la izquierda y se colocó bajo el chorro, sosteniendo a la criatura entre los brazos. El niño, al contacto con el agua fría, reaccionó y, asustado, rompió a llorar. La madre intentó esquivar la muralla que formaban los discípulos y rescatar al hijo. No lo consiguió. Abrazó al bebé, retrocedió y se amparó en el marido.

El gigante, impasible, ajeno a los lamentos del pequeño, continuó bajo el agua por espacio de varios minutos.

¿Qué trataba de demostrar? ¿Pretendía curar la parálisis?

Reconozco que dudé. Durante algunos segundos, me vi sorprendido por una absurda idea: ¿estaba el Anunciador en condiciones de hacer desaparecer un meningo-mielocele? ¿Era cierto lo de su poder?

Lo rechacé a la misma velocidad a la que había llegado. Eso era imposible, al menos en aquel tiempo. Ni siquiera conocían las causas de la referida patología.

Aquello sólo podía ser teatro, o algo peor…

¿O era yo el equivocado? ¿Qué clase de individuo tenía ante mí?

La historia y la tradición, especialmente la cristiana, lo han presentado como un hombre valiente, devoto y convencido de la misión espiritual de Jesús de Nazaret. Yo, en cambio, me hallaba frente a un déspota, un iluminado y defensor de un Dios cruel y vengativo y, probablemente, un desequilibrado.

¿Quién tenía razón?

Al fin se retiró de la cascada y, lenta y teatralmente, mostró al niño a su familia y a los discípulos.

El muchacho seguía llorando. Temblaba de frío.

El padre acudió con rapidez y se hizo cargo del hijo.

—Ahora —sentenció Yehohanan con satisfacción— volved a casa…

Y la familia, convencida de la curación, quiso besar las manos del hombre de las «pupilas» rojas. Yehohanan lo permitió. Después, el matrimonio se alejó hacia el campamento. La gente, sospechando que algo extraño había sucedido en los te'omin, rodeó de inmediato a los de Nahum.

Quise seguir los pasos de la familia y verificar (!) si el niño continuaba con las piernas paralizadas. No pude. La mirada del vidente me buscó. Alzó los brazos y, a voz en grito, proclamó:

—¡Soy de Él!… ¿Quién como yo?

A partir de ahí, el Anunciador actuó con tanta celeridad como inteligencia. La noticia de la supuesta sanación corrió como la pólvora entre los acampados. Y se produjo algo similar a lo que contemplé en otras ocasiones. Seguidores y curiosos despabilaron y se lanzaron hacia el guilgal, enfervorecidos y deseosos de tocar al «sabio». Fue demasiado tarde. Cuando reaccionaron, Yehohanan ya había tomado su colmena y desaparecido hacia la jungla del Jordán. Abner y los discípulos sólo pudieron contenerlos a medias. Arrancaron los ostracones que colgaban del árbol de hierro y los guardaron como recuerdo.

Judas, a pesar de la confusión y del destrozo de los fanáticos, se sentía feliz y pletórico. Yehohanan era el líder. Él los conduciría a la victoria sobre Roma. Los zelotas tendrían puntual información de lo acaecido en aquella memorable fecha. Ésos fueron los pensamientos del Iscariote. Y no estaba equivocado, al menos en lo que a los zelotas se refiere…

Yo busqué a la familia de Nahum. La encontré empaquetando sus enseres. Era la orden del vidente.

Me trataron con gratitud, como si hubiera tenido algo que ver en el gesto del Anunciador. No dije nada. Me limité a observar al pequeño. Tal y como suponía, las piernas seguían desmayadas. El único cambio que constaté fue la fiebre. Era alta…

Al poco se retiraban de Enaván, tomando la senda del valle, rumbo a su casa, en el mar de Tiberíades.

Nos veríamos en el yam. Eso prometí…

Cuando la situación se apaciguó, Abner hizo un aparte y me interrogó. ¿Qué opinaba de lo sucedido? Y, sobre todo, ¿qué le diría a Jesús cuando volviera a verlo? ¿Le contaría la extraordinaria curación del niño paralítico?

—¡La victoria es nuestra, Ésrin! El Santo ha enviado a su Mesías… No lo dudes… ¡Él, Yehohanan, es el libertador!

Era evidente: la situación empeoraba. ¿Qué podía decirle? Día a día, como ya manifesté, los discípulos del Bautista se aferraban a la consoladora idea de un Yehohanan Mesías. Jesús no existía. Era un nombre, al que sólo hacía alusión el Anunciador. Era él, Yehohanan, el que arrastraba a las masas y ponía en pie los corazones. El posible, más que posible, conflicto entre los seguidores del Anunciador y los futuros discípulos del Maestro empezaba a dibujarse en una lejanía no tan lejana…

Me evadí como pude. Me sentí cansado y, lo que era peor, decepcionado. El personaje de la cabellera hasta las rodillas no era fácil. Me agotaba. Las primeras sospechas sobre un posible desequilibrio mental continuaban prosperando. Y pensé en los nemos. Tendría que buscar el momento y la fórmula para suministrárselos. Pero ¿cómo? ¿Me arriesgaba a seguirlo cuando se retirara hacia la línea de la selva, en el río Jordán? La posibilidad no parecía tan simple como en el «vado de las Columnas». Si me descubría, lo más probable es que me rechazase. Tampoco podía proporcionárselos en el guilgal. No era sencillo. Sus permanencias en el círculo eran cortas e imprevisibles. Además, Yehohanan casi no comía cuando se hallaba en compañía de los discípulos. La miel de la colmena ambulante era su único sustento.

El instinto me previno.

Tenía que actuar con rapidez. «Algo» se avecinaba…

Y cansado, como digo, busqué refugio en la pequeña casa de Aba Saúl, en Salem.

Sí, extraña e intensamente cansado…

El resto del día lo dediqué a pensar. Jaiá y Saúl, pendientes, supieron que algo me atormentaba. No intervinieron. Respetuosos, me dejaron conmigo mismo y con la nunca ganada batalla en la que debía pelear con mis propios sentimientos.

Ella estaba allí, entre las estrellas. Era la única conexión. Si levantaba los ojos, me vería, a veces brillante, a veces apagado. Si yo alzaba los míos, también la veía a ella, hermosa, silenciosa y distante.

Desde entonces, desde mi permanencia en Salem, cuando me sentía ahogado y perdido —es decir, sin ella—, buscaba en el firmamento e imaginaba que la mujer de mis sueños hacía lo mismo. Cada destello era un «te quiero»…

Nunca lo supo.

Dos días permanecí en Salem sin salir prácticamente de la casa. Las fuerzas me abandonaron. Casi no me tenía en pie.

Traté de racionalizar el problema. ¿A qué se debía aquel abatimiento? ¿Tenía origen en la crisis que bauticé como machi?[154] ¿Podía la lucha interna provocar un desmoronamiento físico y moral como el que soportaba?

También pensé en el mal que nos aquejaba desde el primer «salto» en el tiempo. ¿Fallaban las neuronas? ¿Me encontraba ante un episodio de alteración espacio-temporal?

Me asusté. Si era así, si resultaba atacado por lo que conocíamos como «resaca psíquica», estaba perdido. Me hallaba solo y a cuarenta kilómetros del yam. Si perdía el control de la situación, ¿cómo advertir a Eliseo? ¿Sería capaz de retornar al Ravid? Podía morir o, lo que era peor, vagar sin rumbo fijo y sin saber quién era realmente…

Doblé la dosis de antioxidantes. No lograba entender. Mantenía la medicación, la comida era saludable…

E imaginé que ella tenía más fuerza de lo que había supuesto.

Sí y no…

El viernes, 2 de noviembre, al despertar, me sentí bien. Los ánimos se pusieron en pie y los viejos fantasmas huyeron. Fue una falsa alarma. ¿O no?

Y regresé a Enaván.

Todo continuaba más o menos igual. Yehohanan, el Bautista, no había regresado. Seguía en algún punto desconocido del Jordán. Abner, acostumbrado a sus ausencias, procuraba suavizar la situación con sus diarias y, la verdad sea dicha, poco afortunadas prédicas. El número de curiosos creció. Ahora sumaban alrededor de quinientos. Judas también proseguía con lo suyo, medrando y cuchicheando entre los fieles seguidores, convencido de la secreta presencia de sus ídolos, los zelotas, entre los acampados.

Opté por retirarme. Prefería la soledad de Salem y la buena conversación de Aba Saúl.

Algo extraño, además, me reclamaba en la aldea. No supe definirlo en esos momentos. Era una permanente inquietud. Se posó en mi corazón desde que acerté a divisar el villorrio.

«Algo» singular, sí, tiraba de mí hacia aquel puñado de casas de barro…

Y me dejé llevar por la intuición. Caminé sin rumbo, saludando a los pacíficos felah y jugueteando con la numerosa población infantil. Poco a poco, todos fueron familiarizándose con aquel larguirucho extranjero, casi siempre silencioso y taciturno.

Lo había visto desde que llegué a Salem. Sin embargo, por una razón o por otra, no tuve ocasión de visitarlo. Se trataba de un pequeño cerro situado al oeste de la aldea, a escasos quinientos metros. Los huertos y palmeras lo rodeaban casi por completo. No creo que alcanzase más de quince metros de altitud respecto a la planicie de los «manantiales». La gente lo llamaba el «lugar del príncipe», en recuerdo, al parecer, de un noble que construyó su palacio en lo alto de la suave colina.

Fue asombroso…

Ahora, al ordenar mis memorias, casi no puedo creerlo.

Curioseé entre las ruinas. Eso era todo lo que quedaba del supuesto palacio. Piedras y más piedras, la mayor parte derruidas, recordando habitaciones y corredores. Sólo los reptiles daban vida y movimiento a los bloques de caliza, desgastada por la lluvia y los vientos.

A pesar de la desolación del paraje, me sentí bien. Era un lugar bendecido por el silencio, ese pequeño-gran dios que siempre termina huyendo de nosotros.

Busqué una sombra y me senté sin prisas. Y dejé que mi mente volara, trasladándome al yam. Allí estaban ellos…

Al poco, un benéfico sueño me alejó del Maestro y de Nahum. Y soñé…

Fue una ensoñación breve pero nítida. Todavía la veo…

Estaba dormido. Era el lugar en el que me hallaba en esos momentos. Podía verme a mí mismo, reclinado en uno de los muros de piedra blanca…

Alguien se aproximó. Lo vi llegar, pero fingí que dormía (?). Se inclinó ligeramente y me observó con curiosidad. Era un hombre tan alto como yo. Vestía una túnica, en un blanco roto, hasta los pies. Parecía seda. Los ojos, de un azul intenso, no parpadeaban.

Apreté la «vara de Moisés» entre los dedos y me preparé ante un posible ataque del desconocido.

El hombre sonrió y negó con la cabeza. El cayado no era necesario…

Los cabellos, tan blancos como los de Aba Saúl, eran más largos. Descendían hasta la cintura.

En el pecho, bordado en azul, lucía algo que me resultó familiar: ¡tres círculos concéntricos! Era un emblema o distintivo. Realzaba con intensidad sobre el brillante de la túnica.

Entonces abrió los labios y me «habló». Pero no fueron palabras lo que «pronunció». De su boca salió luz. Y quien esto escribe «comprendió» el significado de dicha «luz» (?): «Yo soy el verdadero precursor del Hijo de Hombre…».

Y la «luz» repitió: «Bar NasaBar NasaBar Nasa…».

Aquel «Hijo de Hombre» o Bar Nasa se propagó por las ruinas del palacio. Y el eco devolvió la «luz»: «Bar Nasa…».

«Cuando llegue el momento —prosiguió el hombre de las "palabras luminosas"—, busca a tus pies. Entonces comprenderás que esto no es un sueño…».

Después desperté.

Allí, obviamente, no había nadie. Sólo lagartos verdes y amarillos, bebiendo sol y, supongo, estupefactos ante la presencia de aquel «loco».

¡Qué extraño! ¡Otra vez los círculos!

Y di por hecho que la ensoñación era consecuencia de la presión que venía soportando. No conocía al personaje de las «palabras luminosas». No se parecía a nadie que yo hubiera visto hasta esos momentos. Sólo el anciano Saúl guardaba un remoto parecido…

¿Me estaba volviendo loco?

Pero las imágenes y las «palabras» (?) permanecieron en mi memoria, dominantes y vivas. Ahora, al saber qué sucedió poco tiempo después, en uno de los seguimientos del Hijo del Hombre, me estremezco. Nada es casual, y mucho menos los sueños…

Permanecí otro buen rato en el «lugar del príncipe». Revisé la ensoñación e intenté hallar algún sentido lógico. ¡Pobre idiota! ¿Desde cuándo la Divinidad está sujeta al raciocinio?

Soy así. No pude evitarlo. Repasé las «palabras» y, concediendo una hipotética verosimilitud a lo vivido, traté de comprender. ¿Por qué los tres círculos concéntricos? ¿Por qué aquellos misteriosos círculos en las esteras de la «casa de las flores» y en la de Saúl, el «doctor ordenado» de la Ley? ¿Es que Jesús y Aba Saúl tenían algo en común? ¿Se trataba de una simple coincidencia? ¿Por qué el hombre del sueño aseguró que él era el verdadero precursor? ¿Obedecía a mi rechazo hacia Yehohanan? ¿Estaba siendo víctima de mis propios sentimientos? ¿Por qué repitió «Bar Nasa» cuatro veces? Mejor dicho, cinco, si contaba el eco. ¿Qué debía buscar a mis pies?

Me rendí. No comprendía nada de nada. Definitivamente, aquello era un manicomio…

Aba Saúl y Jaiá se alegraron ante mi inesperado retorno. No sé si el anciano percibió algo. Me miró a los ojos y preguntó:

—¿Has encontrado lo que buscabas?

Sonrió malicioso y me invitó a tomar asiento sobre las esteras de los círculos.

Fue otro impulso. Me dejé arrastrar por la intuición, ese pequeño-gran dios que jamás huye y que nunca traiciona. Y le abrí mi corazón, relatándole el reciente sueño. Mejor dicho, parte del mismo…

Saúl, asombrado, me obligó a repetir el sueño por segunda vez. En ningún momento le hablé de las «palabras de luz». No mencioné el «mensaje» del caballero de la túnica de seda. No sé si hice bien o mal.

El anciano meditó unos instantes. Me perforó con sus ojos y removió en mi interior, como el que busca con afán. Por último, sereno, con una autoridad que todavía me confunde, exclamó:

—Estás aquí por eso…

Recordé su pregunta, cuando lo interrogué por primera vez sobre los enigmáticos círculos concéntricos de las esteras, pero, torpe de mí, no capté el sentido de esta última respuesta.

—No te comprendo…

—No importa —esquivó inicialmente—, ahora sé lo que debía saber.

Y al punto, arrepentido, retornó sobre sus propios pasos.

—Ahora sé que estaba en lo cierto: buscabas al Altísimo…

Intuí que Saúl ardía en deseos de manifestar algo. Y lo animé.

—No buscaba al Altísimo… Lo busco.

Fue así como el rabí de Salem accedió a contarme una historia de la que todavía no me he repuesto…

Pero antes de iniciar el relato reclamó a Jaiá y solicitó su talith. Al poco, Aba Saúl se cubría la cabeza y los hombros con un manto blanco. Y habló en voz baja, como el que revela un secreto…

—Fue hace mucho tiempo, en la época de nuestro padre Abraham…[155].

»Un día, en lo que hoy es la ciudad de Jerusalén, apareció un hombre. Era alto y con el cabello blanco hasta la cintura…

Sonrió, adivinando mis pensamientos.

—… Vestía una túnica blanca. Sobre el pecho presentaba unos extraños círculos. Tres exactamente. Tres círculos de color azul, como el cielo.

»Nadie supo de dónde procedía. Jamás mencionó a sus padres o familia. Dijo ser un príncipe, al servicio del Altísimo. Se llamaba Malki Sedeq.

—¡Melquisedec!

Saúl aceptó mi incorrecta pronunciación. Santiago, el hermano de Jesús, había mencionado su nombre en la sinagoga, al preguntarle sobre el origen de los tres círculos verticales que aparecían en la fachada del edificio. Eran la referencia a la hora de rezar. Para Santiago, los orificios en la pared procedían del referido príncipe o rey, aunque no estaba seguro.

—¿El Altísimo? ¿A qué te refieres?

—Al Único, al Santo, bendito sea su nombre… El Altísimo.

Saúl utilizó la palabra «Elyon» («Altísimo»), una de las cualidades de Yavé.

Quedé confundido.

Si los cálculos no fallaban, aquel príncipe, según el hakam o «doctor ordenado» de la Ley, fue anterior o contemporáneo del patriarca Abraham. ¿Cómo sabía de la existencia de Yavé? Pero, deseoso de llegar al corazón de la historia, no profundicé[156].

—¡Tres círculos! ¡Como el hombre del sueño!

El rabí negó con la cabeza.

—¿He comprendido mal? ¿No presentaba tres círculos en el pecho?

—Has entendido perfectamente —avanzó Saúl—, pero no ha sido un sueño…

—Entonces…

—Déjame proseguir…

Y el anciano, en el mismo tono de confidencialidad, abordó la clave de su relato.

—… Aquel príncipe explicó a los hombres cómo era Dios y, para eso, dibujó tres círculos concéntricos.

Acarició con los dedos los círculos trenzados en la estera sobre la que estábamos sentados y prosiguió, bajando la voz hasta el extremo que me obligó a pegarme literalmente a su rostro.

—Cada círculo representa un atributo de Elyon. El centro es el «presente para siempre». El príncipe lo llamó «amor».

El instinto volvió a golpear en mi corazón.

—De ahí brota todo lo demás. Ese centro flota en la eternidad y en la infinitud de Elyon. Ese centro es la «iod», la letra que inaugura el sagrado Nombre y la creación toda…

Guardó silencio.

Sí, había comprendido. Del amor nace lo visible y lo invisible, lo infinito y lo eterno.

—Los tres círculos, en suma, son la «bandera» de Dios, bendito sea su nombre…

—Y de esas características divinas, ¿cuál es tu preferida?

—No es un problema de elección, querido amigo. El centro, lo que proporciona sentido a todo lo demás, es el amor. Si no fuera así, no serían «tres» y no sería Dios. Por eso el príncipe lo llamó también «Ab-bā» («papá»).

Aquella palabra era la favorita de Jesús de Nazaret. Fue el término más repetido a lo largo de su vida.

«¡Ab-bā!»

¿Qué estaba pasando? ¿Quién fue aquel príncipe? ¿Por qué apareció en el sueño?

Saúl, adivinando mis pensamientos, replicó:

—Nosotros creemos que fue un enviado del Altísimo. El primero. Después, algún día, llegará el segundo. El príncipe lo anunció…

—¿Anunció al Mesías judío?

Saúl sonrió con desgana.

—No, Jasón, no fue eso. El príncipe anunció un Bar Nasa, un Hijo de Hombre, alguien pacífico que nacerá de una mujer y refrescará la memoria del mundo…

Debió de notar mi palidez.

«¡Bar Nasa!»

—¿Comprendes ahora? ¿Entiendes cuando digo que no ha sido un sueño?

—Pero…

—Lo sé —adelantó el sabio—, todo ha sido cambiado. Fue Ezrah quien empezó a modificar la sagrada tradición…

Se refería a Esdras, el sacerdote que, al parecer, inició la labor de recopilación que, posteriormente, daría lugar a lo que hoy conocemos como Pentateuco. Esdras, judío de Babilonia, retornó a Jerusalén hacia abril del año 428 antes de Cristo.

—… Después, mis propios compañeros, los escribas, alteraron los términos y casi borraron al príncipe. El mesías del que tanto hablan, el libertador político, el que devolverá la hegemonía y la gloria a Israel, es un invento de aquellos bastardos. El Bar Nasa que anunció el príncipe abrirá los ojos de los hombres a una realidad espiritual. Él mostrará una «cara» del Altísimo que nada tiene que ver con lo que pretenden esos ignorantes…

—¿Por qué lo cambiaron?

—El amor, querido joven, no llena los bolsillos. Los sacrificios al Dios del terror sí colman las arcas del Templo y mantienen sujeto al pueblo. A los escribas, sacerdotes y demás ralea no les interesa perder sus privilegios. El príncipe modificó los sacrificios a los dioses y el ritual de la sangre por la ofrenda de pan y vino y por la promesa de un Dios «amor». Es suficiente con buscar en uno mismo, en el «círculo central», para encontrar al Altísimo. Dios es un regalo, no un contrato…

—¿Y qué fue del príncipe?

—Tenía casi cien años cuando desapareció. Nosotros creemos que fue un mal'ak (literalmente, «ángel» o «mensajero»). Elyon lo envió, y Elyon lo arrebató en uno de sus paras

Aba Saúl utilizó el hebreo, la lengua sagrada, para referirse al «carro» (paras), más exactamente al «carro que vuela y que es tirado por caballos»[157]. Y pronunció el nombre del «carro divino» cerrando los ojos e inclinando la cabeza con respeto.

—¿Supones que no murió?

—Fue el primero. Después le ocurrió a Moisés y también a Elias[158].

—Pero…

—Lo sé, la razón lo niega. Yo no estoy hablando de razón, sino de Dios, bendito sea su nombre.

Y Aba Saúl me brindó la segunda versión.

—Otros dicen que el príncipe está enterrado ahí arriba, en las ruinas que acabas de visitar…

—El «lugar del príncipe» —exclamé—. ¿Y por qué eligió este paraje?

—Escucha con atención…

El anciano alzó las manos, señalando su entorno.

—No oigo nada —repliqué, al tiempo que me esforzaba por apartar el denso silencio—. ¿A qué te refieres?

El rabí llevó el dedo índice izquierdo al oído y sugirió que prestara más atención.

—Lo siento —me rendí—, sólo oigo el silencio…

—Exactamente. Por eso eligió este lugar. La paz prefiere anidar en el silencio. Nosotros somos discípulos del silencio. Acudimos a su escuela todos los días. El silencio es una ventana que se abre directamente sobre Dios, bendito sea su nombre, pero el hombre todavía no la ha abierto.

Según Aba Saúl, Salem o Salom («paz») fue el nombre impuesto por los discípulos del «príncipe de la paz» a la «región que más amaba». Allí, en lo alto del cerro, transcurrieron sus últimos días en la Tierra.

—¿Nosotros? ¿Por qué hablas en plural?

No quiso responder. Se limitó a sonreír, solicitando calma.

No fue difícil imaginar que, al hablar de «nosotros», hacía alusión a un grupo o movimiento que mantenía vivo el recuerdo de Melquisedec y sus enseñanzas. Melquisedec, el primero que, al parecer, habló de un Dios Altísimo y de un Dios Padre, el «verdadero precursor o anunciador del Hijo de Hombre». Santiago, el hermano del Galileo, estaba en lo cierto cuando apuntaba la existencia de una especie de orden, la de los melquisedec o príncipes de la paz. Un grupo hermético del que no sabía nada y que, sin embargo, llenó mi corazón, ratificando las palabras de Jesús de Nazaret.

Estaba desconcertado y, al mismo tiempo, deslumbrado. Aquel venerable anciano de cabello blanco y largo, como el príncipe, no sabía nada del Maestro y, no obstante, sabía más que nadie, mucho más que la familia de Jesús y muchísimo más que Yehohanan…

Por supuesto, silencié mi amistad con el Hombre-Dios. Si así estaba calculado por el Destino, ambos se reunirían, en su momento…

A decir verdad, Aba Saúl fue el primer judío, de los que acerté a conocer, que no creía —para nada— en un mesías «rompedor de dientes». Cuando insistí en lo singular del «hallazgo», Saúl me amonestó. Supongo que tenía razón.

—La verdad no ha sido hecha para ser pregonada. Cuando alguien cree poseerla y la expone al aire libre, la verdad confunde la lengua de su amo…

—Pero tú, vosotros —me apresuré a rectificar— sabéis que el pueblo está en un error. El Mesías no será un libertador político…

—¿El pueblo? —sonrió con ironía—. Sólo importa el hombre. El mundo cambiará cuando los gobernantes aprendan ese sencillo principio: cada hombre es un mundo diferente, de la misma manera que no hay dos círculos iguales. No hay que hablar a las multitudes. Conviene hablar a cada corazón. Y eso es lo que hacemos. Ahora te ha tocado a ti…

—No comprendo. ¿Por qué dices que la verdad no está hecha para ser pregonada? El príncipe de la paz lo hizo. Ese «Hijo de Hombre» que llegará algún día también la proclamará…

—No te confundas, Jasón. Ellos no son como nosotros. La verdad es el lenguaje de los dioses. Los humanos ni siquiera sabemos hablar. El príncipe o el próximo Bar Nasa no se refieren a la verdad, sino a una muy remota aproximación a la verdad.

Me observó, intentando averiguar si lo seguía.

Negué con la cabeza. No eran palabras fáciles para mí.

—No te asustes, querido e impaciente amigo. La verdad existe, pero no aquí. Si llegaras a poseerla, te consumiría como el fuego. Una cosa es manifestar que la verdad está ahí, en el Altísimo, y otra muy distinta desnudarla delante de los hombres.

Aquellas palabras sí me resultaron familiares…

—Y para ti, ¿qué es la verdad?

—¿A cuál te refieres?

Me derribó, una vez más.

—¿Es que hay varias?

La sonrisa fue ensanchándose, y los ojos, finalmente, se iluminaron.

—¿Preguntas por la verdad de mi juventud? Huyó y me dejó esto…

Retiró el talith y mostró la cabellera nevada.

—¿Preguntas por la verdad que descubrí al enamorarme?

Creo que notó mi turbación.

—… Aquélla fue una de las más cercanas. Creí tocar el cielo. También huyó, esta vez de puntillas…

»¿Preguntas por la verdad que se sienta a tu lado, junto al dolor? A ésa la espanta uno mismo, en cuanto puede…

»¿Preguntas por mis ilusiones y esperanzas? Cada una viaja con una verdad sobre los hombros, todas diferentes…

»¿Te refieres, quizá, a la verdad que habita en esta casa, amasando con Jaiá el presente? Todos los días, el Altísimo se ocupa de cambiar su rostro…

»¿A cuál de esas verdades te refieres?

Mensaje recibido.

E intenté sanear otra de las dudas:

—¿Por qué insistes en llamarlo «príncipe de la paz», cuando, en realidad, su título es «Malki Sedeq» o «rey de justicia»[159]?

Complacido, muy complacido, replicó:

—La justicia es para los hombres. Los que trascienden el «círculo central» caminan por el territorio del amor. Es preferible pasar por esta vida dando que exigiendo. La paz es más saludable que la justicia. ¿Comprendes por qué cambiamos el título del príncipe? La justicia es ácida, siempre con esquinas. Es humana. Es vinagre. No es malo, pero sólo ayuda a condimentar. Preferimos el vino, la paz.

—Sí, lo sé —añadí, rememorando las palabras del Maestro en el kan de Assi—. El Padre no sabe de la justicia…

—Y tú, ¿cómo sabes eso?

No respondí. No era el momento.

Lo que sí estaba claro para quien esto escribe es que Aba Saúl era un hombre especial, un escriba con altos conocimientos que, a diferencia de otros doctores de la Ley, no guardaba para sí su ciencia y su sabiduría. Durante el período de predicación del Hijo del Hombre tendría oportunidad de comprobarlo. Los hakam o «doctores ordenados» se mostraban reticentes a la hora de dar a conocer sus secretos[160]. Sólo los compartían entre ellos, y casi siempre terminaban como armas arrojadizas contra adversarios o potenciales enemigos.

Estaba desconcertado y deslumbrado, sí…

¿Qué sucedió en las ruinas? ¿Por qué Saúl lo calificó de hélem, un «sueño-visión»?

Tímidamente, insistí. ¿Qué significado tenía aquel sueño o visión?

El anciano no supo o no quiso despejar mis dudas.

—Los sueños son como los deseos. Se cumplen siempre, aunque los hayas olvidado. A su debido tiempo, tendrás la respuesta…

Hizo una pausa y concluyó con una frase no menos enigmática:

—Los caminos de Ab-bā, el Altísimo, son circulares…

Algo sí quedó claro en la mente de aquel explorador. Si la historia sobre el «príncipe de la paz» era cierta, el gran Melquisedec sí fue el auténtico precursor de Bar Nasa, el «Hijo de Hombre». Esto satisfacía mis viejas incertidumbres. Como ya referí, el trabajo o papel de Yehohanan como iniciador del camino del Maestro era algo que no terminaba de entender. Jesús no necesitaba de un adelantado como el Anunciador. La obra del príncipe, en cambio, en mi modesta opinión, sí fue decisiva. El hombre de los tres círculos preparó la senda del Galileo, anunciando a un Dios Altísimo (El-Elyon) que, sobre todo, era «Ab-bā» («papá»). De él bebieron todos los demás: Abraham, Moisés, etc.

En cuanto a las últimas «palabras» del hombre que «hablaba con luz», francamente, me hallaba en blanco. Lo que sí puedo decir es que, a partir del «sueño», presté más atención a mis pies…

Y el Destino —estoy seguro— sonrió, burlón.

«Cuando llegue el momento busca a tus pies…».

Y sucedió, naturalmente.

Esa noche, al retirarme, empecé a madurar una idea. En cuestión de minutos me dominó. Tenía que zanjar la misión de los nemos y dedicar más tiempo al anciano Saúl. Estaba seguro: con él podría aprender mucho más que con el fogoso y repetitivo Yehohanan. La intuición aplaudió.

No lo dudé. Me hice con la pequeña ampollita de barro que contenía el «escuadrón» de nemos y la guardé en la bolsita de cuero que colgaba permanentemente de mi cuello y en la que conservaba las «crótalos», o lentes para la visión infrarroja. No sabía cómo ni cuándo, pero lo intentaría: le proporcionaría los nemos a la primera oportunidad. Después, cumplido el objetivo, apostaría por el escriba. Era mucho lo que deseaba preguntar…

El Destino —lo sé— volvió a sonreír, burlándose de este ingenuo explorador. El hombre no aprende de sus errores, porque lo que cuenta no es aprender…

Al día siguiente, sábado, 3 de noviembre, ansioso por activar el plan que acababa de concebir, me dirigí a los manantiales.

Yehohanan no había regresado.

Indagué, pero mi búsqueda fue estéril. Tal y como suponía, ninguno de los discípulos estaba al tanto del paradero del Anunciador. Lo sabía muy bien: seguirlo era violar las reglas del grupo. Abner indicó algo que ya sospechaba: lo más probable es que se encontrase en alguno de los ríos tributarios del Jordán, que descienden en las proximidades de Enaván. El problema era en cuál de ellos. En apenas cinco kilómetros, a partir de la frontera entre la Decápolis y la Perea, corrían dos grandes afluentes —el Querit y el Kufrinja—, amén de otros de menor porte. Buscarlo hubiera sido una pérdida de tiempo y de energía, con una probabilidad muy baja de hallarlo. Quedaba, además, la zona de la jungla jordánica. Cuando se alejaba del guilgal, todos lo veíamos desaparecer por la línea verde e impenetrable de la selva. ¿Permanecía aislado en esa, para mí, desconocida y nada recomendable región? Después de lo que contemplé en el bosque de las acacias, ¿de qué podía extrañarme?

Lo más sensato era aguardar. Y así lo hice. La espera, sin embargo, fue inútil. Yehohanan no regresó.

Y al ocaso, convencido de que el gigante de las siete trenzas no daría señales de vida, al menos en aquella jornada, me despedí de los habituales y me retiré a mi refugio, en la casa de Aba Saúl y Jaiá.

Esa noche, durante la cena, el anciano habló de la sabiduría. Quien esto escribe, intrigado ante sus muchos y brillantes conocimientos, se interesó por las fuentes en las que había bebido. El rabí me dejó hablar. Después, parco y misterioso, como siempre, desvió la cuestión hacia algo más importante.

—¿Qué entiendes por sabio?

Improvisé.

—La persona que tiene una información extensa y profunda…

Negó con la cabeza.

—Esos son los «tannaítas»[161] o «cara de libro»…

—No entiendo.

—El verdadero sabio, amigo mío, es el que dispone de conocimientos, sí, pero sobre sí mismo. Lo otro, almacenar información, no es sabiduría.

Y añadió, seguro de lo que planteaba:

—¿Qué sabes de ti mismo?

Me atrapó.

—¿Sabes de dónde vienes, por qué estás aquí y cuál es tu destino?

Teóricamente lo sabía. Sólo teóricamente…

—Muy pocos alcanzan a descubrirlo. ¡Y pobre del que lo haga!

—¿Pobre?

—Sí, el hombre lucha hasta que le llega ese momento. Si una de las verdades le sale al paso y lo hace sabio, ¡adiós! Nada será igual…

Yo había oído ese concepto…

—El hombre pelea hasta que los cielos le descubren su destino…

¿A quién le había oído decir algo similar? ¿Al Maestro?

—… La verdadera sabiduría, la que informa sobre uno mismo, termina apartándote. Como te digo, nada es igual a partir de esos momentos. Sabes pero no debes proclamar.

—Conozco hombres que, aun sabiendo quiénes son, han seguido en la lucha…

—Ésos no son hombres… ¡Son dioses! ¡Son príncipes encarnados!

Al fin recordé. Fue en los «trece hermanos». Fue aquel nómada. También habló del «ojo del Destino»…

—Resulta difícil de concebir —intervine, recuperando uno de los conceptos—. ¿La verdadera sabiduría aparta?

Comprendí que tenía dificultades para expresarse. Ésa es otra de las características del sabio.

—Cada cual hará bien en ocuparse del agua de su propio pozo. Es el Destino el responsable de llenarlos o vaciarlos, según… Sólo el que ha recibido esa revelación entiende lo que te digo.

Sí, la sabiduría aparta…

Dudó. Acto seguido, rectificó:

—Aunque lo más exacto sería hablar de la verdad… Es la posesión de cualquiera de ellas la que aparta.

—¿Sabiduría y verdad son la misma cosa?

—Sí, por eso el que «sabe» no levanta la voz. Por eso las verdades no deben ser proclamadas…

—Eso no parece justo…

—Te lo dije: las verdades son incendiarias. Deja hacer su trabajo al Destino. No interfieras. Cada cual tiene marcada su hora. Insisto: no pretendas sacar agua de dos pozos a la vez.

—Pero yo, por ejemplo, quiero saber, y tú estás proclamando tu verdad…

—No estoy proclamando, querido Jasón… Yo susurro…

—Eso es hacer trampas…

Aba Saúl, sonriente, tomó mis manos y las acarició con dulzura.

—El primer tramposo es Ab-bā…

Y se apresuró a explicarse.

—Todo sale de Él y todo regresa a Él. Los círculos son su juego favorito. Arrancamos en el camino sin saber que retornaremos al punto inicial… Dime, ¿quién hace trampas?

¡Ab-bā, el tramposo! Nunca lo hubiera imaginado.

Y el Destino, una vez más, llamó a mi puerta y me movilizó.

En realidad, fueron otros…

Sucedió de madrugada. Esa misma madrugada del sábado al domingo. Así empezó un amargo período, de triste recuerdo…

Pero trataré de ir paso a paso.

Fue en la última vigilia —la del gallo— cuando golpearon la puerta de Aba Saúl. Despertamos asustados. ¿A qué venía aquel escándalo?

Eran Abner y dos de los armados. Portaban antorchas.

Entraron como un vendaval, reclamándome. Ni siquiera me dejaron preguntar.

—¡Él te llama!

Y tiraron de quien esto escribe. Sólo tuve tiempo de ponerme la túnica…

Jaiá y Saúl, desconcertados, me vieron desaparecer en la oscuridad de la aldea.

Cuando llevaba recorridos algunos pasos, me percaté de algo grave: no portaba la «vara de Moisés»…

Imposible regresar. Los discípulos casi me arrastraban.

Intenté serenar los ánimos y averiguar qué ocurría. No prestaron atención. Siguieron a lo suyo, repitiendo una y otra vez:

—¡Deprisa!… ¡Él te llama!

Sólo había una explicación para aquella súbita e intempestiva irrupción. «Él» sólo podía ser Yehohanan…

¡Qué extraño! ¡Había regresado en mitad de la noche! ¿Qué demonios sucedía? Mejor dicho, ¿qué le sucedía?

Al entrar en la zona de las fuentes y embalses, no observé nada anormal. Todo parecía en calma. Los acampados dormían. Sólo en el guilgal danzaba un pequeño fuego. La mayoría de los discípulos se hallaba reclinada alrededor del árbol «de la cabellera».

En un primer momento no distinguí al Anunciador. Al hacerme con la oscuridad, lo descubrí junto al círculo de piedras. Dormía profundamente. Tres de sus hombres, sentados a un metro y con los gladius dispuestos, montaban guardia. El cuarto «vigilante», al otro lado del guilgal, era la colmena de colores.

No comprendí el porqué de tanta prisa.

Abner, en voz baja, sugirió que me sentara y tratara de echar un sueño. «El día podía ser muy intenso para Veinte».

¿Qué tramaban?

Mis preguntas cayeron en saco roto. Abner era una tumba. Se limitó a responder:

—Él quiere hablarte.

Tenía que reconocerlo. La fidelidad de aquellos treinta hombres era admirable. No cuestionaban las órdenes del líder (según ellos, el futuro mesías). Sencillamente, las cumplían. Hubieran dado la vida por él. La única incógnita, para mí, era Judas, el Iscariote.

E inquieto por el olvido del cayado, busqué amparo en las cercanías del árbol de hierro.

Sí, todo era muy extraño…

La «vara de Moisés»… ¿Cómo pude? Sin ella me sentía desnudo. Tenía que recuperarla…

Faltaban unas dos horas para el alba. La casa de Aba Saúl se hallaba muy cerca. Tenía que intentarlo…

Repasé la situación. Los del guilgal seguían dormidos. Tampoco en el campamento se percibían demasiados movimientos…

Y tomé la decisión. Me incorporé y, apresuradamente, sin mirar atrás, me alejé de Enaván. Sería cuestión de minutos…

Al parecer, tuve suerte. Nadie se percató de mi ausencia. Entré en la vivienda y, sin aliento, recuperé la vara.

Pero, cuando me disponía a retornar a los «manantiales», Jaiá, la «Viviente», me salió al paso. Tenía los ojos húmedos. Se secó las lágrimas y, aproximando la lámpara de aceite a mi rostro, imploró:

—Eres como un hijo para nosotros… ¡No vayas!

—¿Qué ocurre?

No respondió. Presentí algo.

—¿Dónde está Saúl? ¿Qué sucede?

—Él está bien. Eres tú el que corre peligro. Antes de que llamaran a la puerta tuve un sueño…

Aba Saúl entró en la habitación. Jaiá bajó la cabeza y se hizo a un lado.

—Deja que cumpla lo que está escrito —susurró el rabí—. Él mismo lo dispuso así…

Abrió la puerta y, amablemente, me invitó a seguir mi camino. Jaiá continuaba llorando.

Aturdido, corrí de nuevo hacia las «fuentes». ¿A qué peligro se refería? ¿Había escrito yo mi propio destino?

Nadie se percató de mi breve ausencia. Pude recuperar la «vara de Moisés», sí, pero acababa de sumar otra inquietud a mi ya vencido ánimo.

Me resigné. En realidad, hacía tiempo que lo había perdido todo…

Me despedí de las últimas estrellas.

«Te quiero…».

Al amanecer, el mundo, de nuevo, se puso en movimiento. Los acampados despertaron y también Yehohanan. Preguntó por Veinte. Abner me condujo hasta él y esperé. ¿Por qué nunca sonreía?

—Quiero enseñarte algo… —fue su escueto comentario.

Acto seguido, ignorándome, se dirigió a la colmena de colores. Abrió la tapa superior del «tonel» y extrajo uno de los panales. Lo hizo sin miramientos, como el peor de los apicultores. Pensé que las abejas, irritadas, se lanzarían sobre él. No fue así. Ante mi desconcierto, las africanas no se alteraron. El panal aparecía repleto de obreras y pecoreadoras[162]. Con seguridad, varios miles. Pues bien, los insectos, sencillamente, se retiraron y volaron al interior de la colmena. ¿Cómo lo hacía? Después fue perforando los alvéolos y sorbió la miel.

Yo continué de pie, aguardando una aclaración. Supongo que lo entendió. Avanzó hacia quien esto escribe y me interrogó con aquella mirada de fuego.

—¿De qué se trata? —adelanté con curiosidad.

Yehohanan siguió desayunando. Giró la cabeza hacia los acampados y exclamó con desprecio:

—Después, cuando se marchen ésos…

Me dio la espalda y fue a sentarse al pie del árbol.

¿«Ésos»?

Abner, atento, aclaró la duda. «Ésos», a los que el gigante se había referido tan despreciativamente, eran ocho o diez sacerdotes del Templo de Jerusalén. Estaban allí desde la noche pasada. Constituían una representación del resto del clero. Las noticias, inquietantes, no dejaban de fluir. ¿Quién era el tal Yehohanan? ¿Quizá el Mesías prometido? ¿Era un loco de atar, como tantos?

—Algo quieren —remató el pequeño-gran hombre—. El maestro no se fía de ellos. Veremos…

La verdad es que no pasaban desapercibidos. Se aislaron, permaneciendo lejos de los acampados. Eran inconfundibles. Todos vestían igual. Sobre un kolbur o prenda interior de lino con mangas cortas presentaban sendas túnicas blancas, igualmente tejidas en lino inmaculado, sin rastro de algodón, a las que llamaban efod. A pesar del clima caluroso del Jordán, aquellos rigoristas de la Ley habían viajado provistos de medias, igualmente blancas (empiljjot), que no podían retirar mientras estuvieran lejos del Templo. Se cubrían con un turbante o pañuelo de cabeza (ma'aphoret), también blanco, cuyos extremos descansaban sobre la nuca. Un pundar o bolsa blanca colgaba de cada cinto. Fueron éstos —los cintos de tela o hazor—, coloreados en azul y rojo, los que, poco después, cuando se aproximaron al Anunciador, llamaron mi atención. Cada uno exhibía una frase, extraída de los Proverbios o del libro de los Salmos. Todas aparecían bordadas en oro: «Maravillosos son Tus testimonios»… «Líbrame de la opresión del hombre y observaré Tus preceptos»… «El Eterno sopesa los espíritus»… «Más vale poco con justicia»… «¿Cuándo juzgarás a quienes me persiguen?»… «Tú estás cerca, oh, Eterno»…

Junto al grupo de «impecables» descubrí a otros viejos conocidos, de no menos triste memoria…

Eran los policías del Templo. En este caso, lo que denominaban una tabbah o guardia personal. En total, una decena de individuos, claramente identificables por sus largas túnicas verdes, hasta el suelo, y las «camisas» de escamas metálicas que los protegían hasta la mitad del muslo. Se tocaban con cascos bruñidos, muy brillantes y cupuliformes. Algunos portaban arcos de doble curvatura. La mayoría presentaba los largos y temibles bastones con los extremos armados con clavos. Eran los levitas[163], la escolta de la representación sacerdotal. Oficialmente protegían a los sacerdotes.

Abner tampoco sabía por qué estaban allí. ¿Simple curiosidad? ¿Eran portadores de algún mensaje para el Anunciador?

No tardaría en averiguarlo…

Los policías se hallaban bajo el mando de un ammar-kelin, una especie de guardián del Templo, aunque mi confidente, Abner, aseguró que su rango era superior (quizá se tratase de un srym o jefe de turno de los levitas). Era un sujeto muy corpulento, de casi 1,90 metros de altura. Ejercía también como jefe de matarifes. Su habilidad con el cuchillo era asombrosa. Según Abner, degollaba a tres corderos de un solo tajo. Si alguien se interponía en su camino, estaba muerto…

Su nombre era Musí, aunque todo el mundo, en Jerusalén, lo conocía por el alias: «Masroqi» o «Flauta».

—¿«Flauta»?

—Sí —aclaró mi amigo—, por lo que sopla…

Necesité una segunda aclaración.

Musí era un bebedor sin cuartel.

—Cuando se embriaga, día sí, día también, es más temible aún. Él solo podría incendiar una ciudad. Pase lo que pase —recomendó Abner—, no te acerques al Flauta…

Instintivamente, acaricié la parte superior del cayado. Había hecho bien en recuperarlo.

Concluido el desayuno, Yehohanan dio la orden y el del sofar entró en el agua, tocando el cuerno de carnero. El Anunciador se disponía a hablar.

Me eché a temblar…

El gigante de las siete trenzas rubias salió del círculo y se adentró en el embalse. Lo hizo despacio, solemne y teatral. Sabía perfectamente que lo estaban observando, sobre todo los sacerdotes.

Avanzó hasta situarse frente a la doble cascada. Levantó los brazos y buscó el azul del cielo. Después cerró los ojos y permaneció así varios minutos. Los acampados llegaron hasta la orilla. Los «impecables», con el Flauta al frente, hicieron otro tanto. Todos aguardaron, expectantes.

Abner y sus hombres, con los gladius en los cintos, ocuparon posiciones. Se agruparon cerca de su ídolo, con el agua por las rodillas y a poco más de treinta pasos de los acampados. Judas, seguramente, era uno de los más nerviosos. Al parecer, nos encontrábamos ante la primera «visita» oficial del Templo al que decía ser enviado de Yavé. En realidad, todos estábamos nerviosos…

Me situé junto a la roca de la que saltaban las fuentes gemelas, entre Yehohanan y los discípulos, y esperé.

El Anunciador bajó los brazos y comenzó el «sermón»:

—¡Yo soy el enviado!… ¡Yo soy de Él!…

La voz ronca dejó estupefactos a sacerdotes y levitas.

Y mostrando la palma de la mano izquierda, en la que se leía el «tatuaje», clamó:

—¡Suyo!… ¡Soy del Santo!… ¡Oh, Eterno, tú que salvas a los que buscan!… ¡Mirad mi mano!… ¿Quién como yo?

Uno de los sacerdotes cuchicheó al oído del más próximo. Ambos asintieron con la cabeza.

—… Él me guarda de los impíos que me acosan y de los enemigos ensañados que me cercan…

Y dirigió el dedo índice izquierdo hacia los ilustres visitantes.

Aquello empezó a calentarse.

—… Están ellos cerrados en su grasa. Hablan con la arrogancia en la boca… Avanzan contra mí… Ya me cercan, me clavan sus ojos para tirarme al suelo…

¿Qué hacía? ¡Estaba recitando, a su manera, el Salmo 17! Lo utilizaba contra los recién llegados…

Temí lo peor. Yehohanan carecía de tacto.

—¡Levántate, oh, Santo!… ¡Hazle frente!… ¡Derríbalo!… ¡Libera con tu espada mi alma del impío!

Los «impecables», dándose por aludidos, se removieron molestos.

—… ¡Mas yo, en la justicia, contemplaré tu rostro!… ¡Al despertar me hartaré de tu imagen!

Los acampados, igualmente atónitos, no se atrevían ni a respirar.

Y el Anunciador prosiguió con los ataques, gesticulando y centrando su ira en la representación del Templo. Grave error…

—… Si brotan como hierba los impíos, si florecen todos los agentes del mal…, ¡es para ser destruidos por siempre!

Ahora acudía al Salmo 92. Su memoria —tenía que reconocerlo— era prodigiosa.

—… ¡Pero yo soy de Él!… Y asistiré a la derrota… ¡Mira cómo tus enemigos perecen!… ¡Tú eres el Dios de la cólera y de la venganza!… ¡Tú levantarás mi frente como la del búfalo!… ¡Tú derramarás sobre mí aceite nuevo!

Judas, entusiasmado, alzó la sica y proclamó el nombre del Anunciador. Algunos de los discípulos lo imitaron. Fueron los menos. Nadie, entre los acampados, pronunció un solo Yehohanan.

El Flauta dio un paso al frente, dispuesto a entrar en el agua. El sacerdote que había cuchicheado se lo impidió, reteniéndolo. Y el de la túnica verde, furioso, golpeó la tierra con el bastón de clavos.

Abner, impotente, aparecía pálido.

El Anunciador no se inmutó. Al contrario. Y arreció…

¡Dios bendito! ¡Yehohanan se hallaba a años luz del mensaje del Hijo del Hombre!

—… ¡Mis ojos os desafían!… ¡Mis oídos escuchan a los malvados! ¿Hasta cuándo los impíos?… ¿Hasta cuándo triunfarán?… ¡A tu pueblo aplastan y a tu heredad humillan!… ¡Comprended, estúpidos!… ¡Insensatos!…

¿Cuándo vais a ser cuerdos?… ¡Yo soy de Él!… ¡Yo os anuncio que la ira del Santo brota ya como estos te'omin!… ¿Dónde os esconderéis…?

Las andanadas se prolongaron un buen rato, acusando por igual a blancos y verdes. Yehohanan tenía y no tenía razón. Aquellos individuos eran corruptos, hipócritas y malvados. Eso era cierto, pero, hasta esos momentos, no habían manifestado sus intenciones. Las acusaciones del Anunciador no eran justas. Abner y los discípulos más sensatos lo sabían: Yehohanan se precipitaba, una vez más. Su actitud beligerante sólo podía acarrear problemas…

Y recordé el «sueño». Recordé al hombre de los tres círculos y sus enigmáticas «palabras luminosas»: «Yo soy el verdadero precursor del Hijo de Hombre».

Tenía razón. Yehohanan no merecía ser el «heraldo» de Alguien tan pacífico y cálido como Jesús. Algo no encajaba…

De pronto cortó la prédica. Inspeccionó la posición del sol y extrajo el manto o talith de cabello humano del zurrón que colgaba en bandolera. Se cubrió y dio la siguiente orden:

¡Sakak!

Los discípulos, alertados, se gritaron unos a otros:

—¡Bajad al agua!

El del sofar animó a los acampados a participar en la ceremonia de inmersión (en este caso, bajo los chorros de las fuentes gemelas). El toque del cuerno dejó indecisos a los sacerdotes.

Tímidamente, algunos de los que contemplaban la escena desde la orilla del lago fueron entrando en las aguas y se acercaron al grupo de los armados. Los discípulos los condujeron ordenadamente hasta el gigante, formando una hilera.

Así dio comienzo la «liturgia» de purificación de los cuerpos.

—¿Te arrepientes?… ¡Limpio!… ¡Siguiente!

Yehohanan, con el rostro cubierto, no miraba casi al candidato.

Poco a poco, al verificar que la presencia de los «impecables» no representaba peligro alguno, otros acampados siguieron el ejemplo de los primeros y se sumaron a la larga fila.

No perdí de vista a los del Templo. Hablaron entre sí durante varios minutos. Discutieron. No parecían ponerse de acuerdo. Por último, el más viejo, quizá el que mandaba, hizo una señal a uno de los policías. El levita entregó su bastón a uno de los compañeros y tomó en brazos al sacerdote que lo había reclamado. Acto seguido, se adentraron en el embalse. En cabeza, el citado policía, con el viejo entre los brazos. A la izquierda, el Flauta. Detrás, el resto.

Y avanzaron entre las aguas, por la izquierda de la hilera de fíeles que aguardaban el chorro de agua fría o templada, según…

Abner y los suyos no tardaron en detectarlos.

Permanecieron indecisos. ¿Trataban de «bajar a las aguas», como el resto? ¿Deseaban purificarse y reconocer así el papel de Yehohanan? Las dudas se desmoronaron inmediatamente.

Los sacerdotes y levitas prosiguieron en silencio. El agua, por las rodillas, obligó a más de uno a recoger las vestiduras, ciñéndolas a los respectivos cintos. Las medias, blancas, terminaron en la ruina…

Los discípulos, prudentemente, se replegaron hacia los te'omin, formando una barrera protectora ante su ídolo. Yehohanan seguía absorto en la ceremonia de inmersión bajo las fuentes gemelas.

—¡Limpio!…

Y la representación del Templo se detuvo ante la doble cascada. Judas deslizó la mano izquierda hacia la sica que ocultaba bajo la faja. Otros discípulos, igualmente recelosos, acariciaron las empuñaduras de los gladius.

—¡Siguiente!

No hubo siguiente. El aspirante al «reino» que debía ser purificado no se movió. Todos estaban pendientes de los blancos (ahora no tan blancos) y de los verdes, en especial de los bastones de estos últimos.

—¡Siguiente! —clamó Yehohanan, al tiempo que descubría la presencia del clero y de sus protectores.

Nadie movió un músculo. La reacción del hombre de la mariposa en el rostro era imprevisible.

Y en mitad del embarazoso silencio, el que permanecía en brazos del policía preguntó:

—¿Quién eres?

Yehohanan se volvió hacia el sacerdote y lo observó desde la penumbra del talith. No respondió.

—¿Eres el Mesías?

Sólo el agua siguió con su conversación, ignorándolos.

El sacerdote, impaciente, repitió la pregunta.

Yehohanan, sin embargo, siguió mudo.

—¿Con qué autoridad haces esto?

El Flauta, estimando el mutismo del Anunciador como una falta de respeto, alzó el bastón de clavos por encima de la cabeza y amenazó al de las siete trenzas. Los discípulos no lo consintieron y, al instante, desenvainaron las espadas.

Yehohanan no se movió. Los acampados, aterrorizados, dieron media vuelta y huyeron como pudieron.

El sacerdote que presidía la delegación solicitó calma. Y el Flauta, lentamente, bajó el arma. Abner hizo una señal y los gladius regresaron a los cintos. Sólo Judas, el Iscariote, permaneció con el puñal en la mano, atento.

—Te lo preguntaré una vez más… ¿Eres el Mesías esperado? ¿Con qué autoridad predicas?… ¿Eres doctor de la Ley?

No terminaba de entender el porqué del silencio de Yehohanan.

—¿No has oído? —bramó el Flauta.

El Anunciador había bajado la cabeza. Parecía contemplar el perezoso movimiento del agua, impulsada por la caída de los te'omin.

—¡Bastardo!… ¡Responde!

Y el jefe de los levitas levantó de nuevo la temible maza. Los clavos destellaron en el aire.

Todo fue rápido.

Judas saltó sobre uno de los policías y colocó la sica en la garganta del sorprendido levita.

—¡Lo es! —gritó el Iscariote con los ojos encendidos—. ¡Es el Mesías prometido!

El Flauta, desconcertado, se apresuró a bajar el bastón.

—Y ahora, ¡fuera de aquí!

La orden del Iscariote no llegó a cumplirse. Abner quiso mediar, pero, de pronto, se oyó la voz ronca y severa de Yehohanan.

Levantó la cabeza y, dirigiéndose a Judas, lo llamó «ewü» (más que estúpido).

El Iscariote, pálido, pensó que se trataba de un error.

El Anunciador, sin embargo, avanzó un par de pasos y se encaró con el atónito discípulo.

¡Hará 'im! («Excremento humano»).

No había error. Y Judas, lívido, bajó el puñal. El levita retrocedió, alejándose del Iscariote. Y en otra impulsiva reacción, Judas dio media vuelta y avanzó a toda prisa hacia el guilgal. O mucho me equivocaba, o ambos, Judas y Yehohanan, acababan de cometer un grave error…

El Anunciador, entonces, buscó al Flauta. Se colocó a una cuarta de su rostro y retiró el manto, descubriendo las pupilas. El jefe de los matarifes, asustado, dio un paso atrás.

—Id y decid a vuestros amos que habéis oído una voz que clama…

Yehohanan hizo una pausa. Recorrió con la mirada a la comisión y continuó con el pasaje de Isaías, siempre a su manera.

—¡Abrid camino al Eterno!… ¡Preparad en el desierto un camino para nuestro Dios!… ¡Cada valle será levantado y cada colina y montaña serán bajadas, y lo rugoso será alisado!

Regresó junto al Flauta y, deslizando los dedos sobre la coraza metálica que cubría el pecho del policía, repitió la última frase:

—¡Lo rugoso será alisado!

Era asombroso. El Anunciador, evidentemente, no medía el peligro…

—¡Y será revelada la gloria del Eterno!

El Flauta dio otro paso atrás. La tensión no aflojó.

—¿Eres tú el Mesías? —insistió el que continuaba en brazos, a salvo de las aguas.

—Te lo he dicho… Soy una voz que grita: ¡Anunciad!… ¿Qué anunciaré? Que toda carne es hierba… Sécase la hierba y la flor se desvanece porque el aliento del Eterno la sopla… Eso es lo que os aguarda, a vosotros y a Roma…

—Por última vez —amenazó el sacerdote—. ¿Eres tú el Mesías?

—Él escoge un árbol que no se apolille —replicó Yehohanan con una seguridad que me dejó perplejo—. ¿No habéis comprendido los fundamentos de la tierra? Él, el Santo, es quien se sienta sobre el círculo…

Levantó los brazos y clamó con toda la potencia de que fue capaz:

—¡Y otro, más fuerte que yo, será enviado para restituir lo que es suyo!

Algunos sacerdotes y levitas, temerosos, retrocedieron.

—¡Es a ése a quien buscáis!… ¡El señor de los círculos!

A partir de ese momento no tengo muy claro cómo se sucedieron los hechos.

¿El señor de los círculos? ¿Qué sabía Yehohanan sobre esa cuestión?

La comisión, decepcionada, se retiró de Enaván.

—¡Está loco!

Ése fue el comentario unánime.

Yo no podía pensar. En mi mente flotaba una frase: «¡El señor de los círculos!… ¡El señor de los círculos!… ¡El señor de los círculos!».

¿Se refería al Maestro?

Recordaba bien los tres círculos concéntricos en las esteras de su hogar, en Nahum. Yo vi cómo los acariciaba mientras conversábamos.

¿Era Jesús de Nazaret el señor de los círculos? ¿De dónde procedía la información de Yehohanan?

Aba Saúl, que yo supiera, jamás había hablado con el Anunciador. Es más: al rabí de Salem no le agradaba el estrambótico personaje, y mucho menos su mensaje sobre un mesías político e instaurador de un reino puramente terrenal.

Entonces, ¿cómo sabía…? Tenía que salir de dudas.

Y hacia la hora sexta (mediodía), el hombre de dos metros de altura y la cabellera hasta las rodillas me reclamó bajo el árbol de hierro. Se inclinó hacia mí y, en voz baja, anunció:

—¡Vamos!… Te mostraré mi secreto.

E, hipnotizado, fui tras él.

Abner y el resto comentaron:

—Veinte es afortunado. Va adonde nadie ha ido.

Nos alejamos hacia el este. Después tomó la dirección de la jungla jordánica, el territorio prohibido…

Él siempre delante, con la colmena oscilando en la mano izquierda y cubierto con el talith de pelo humano. No me atreví a preguntar.

Y el sol, de pronto, se ocultó tras una nube. Fue como un presagio…

Jaiá, la Viviente, me lo había advertido: «Corres peligro…».

Supongo que ganó la curiosidad.

«¡No vayas!… ¡Tuve un sueño!… ¡No vayas!».

Jaiá acertó.

En Ab-bā, cuando son las 10 horas y 25 minutos del 24 de marzo de 2005.