25 DE SEPTIEMBRE, MARTES

Al alba, partimos.

Tuve que echar mano de la farmacia de campaña para medio despabilar a mi compañero. La servidumbre, acostumbrada a las espesas resacas que provocaba el legmi, colaboró eficaz y discreta. A una generosa dosis de ibuprofeno, un analgésico de acción rápida, añadí un remedio proporcionado por uno de los viejos esclavos: corteza de sauce. Eliseo debería masticarla, liberando así una forma natural de silicato. El calmante orgánico en cuestión fue providencial.

No fue preciso disculparse ante Nakebos por la precipitada salida de su casa. Al igual que el «guía» persa, dormía una mona que se prolongaría muchas horas. Los siervos prometieron trasladar nuestros saludos y agradecimientos al capitán y al-qa'id de la prisión del cobre.

Mi única obsesión en aquellos momentos era alejarme del lugar e interrogar al ingeniero. La misión no debía correr ningún riesgo…

Y tal y como fue planificado con Belša, dirigí los pasos hacia el «vado de las Columnas». Allí, supuestamente, predicaba y bautizaba Jehohanan el Bautista. Allí, quizá, se hallaba también el querido y añorado Jesús de Nazaret…

Eliseo, mudo y pálido, me siguió tambaleante. No protestó. Y supuse que el silencio era consecuencia del lógico malestar general ocasionado por la bebida. Me equivoqué…

El camino hacia el vado se hallaba muy cerca. Las orientaciones de los criados de Nakebos fueron precisas: el «vidente» (así llamaban en aquel tiempo a los profetas e iluminados) acampaba a orillas del río Yaboq, al nordeste de Damiya.

El Destino fue benevolente.

A trescientos metros del poblado, un caminillo de tierra roja fue a situarnos frente al mencionado Yaboq, en la margen izquierda. La modesta senda, siempre entre huertos, se aproximaba con timidez a las transparentes aguas del afluente del Jordán, y huía después hacia los bosques que habíamos divisado desde la fortaleza de El Makhruq.

Las referencias coincidían. El río, de apenas veinte metros de anchura, formaba en aquel paraje un considerable ensanchamiento —algo similar a un «lago»— de aguas poco profundas, perfectamente vadeables. En el cauce sobresalían cuatro bases de piedra, muy deterioradas por el tiempo y la fuerza de la corriente. Eran los restos de otros tantos pilones, destinados, en su momento, al sostenimiento de las bóvedas de un puente. Quizá nunca llegó a terminarse. La cuestión es que daban nombre al lugar: el «vado de las Columnas». En otras épocas —supuse—, el río fue más caudaloso, lo que aconsejó la referida construcción del puente de piedra.

En la otra orilla, en la margen derecha, a poco más de cincuenta metros de donde nos encontrábamos, se levantaba un muro de acacias del Karu, ahora florecidas, alegrando verdes y azules con millones de flores amarillas y esféricas.

El resto eran colonias de cañas, juncos y Cyperus, los sarmentosos bejucos, tan útiles en la fabricación de muebles y cestos. Aquí y allá, en las riberas, fieles a la línea del agua, despertaban también al nuevo y radiante día algunos altos y despeinados tamariscos del Nilo, con las flores rosas formando estrechos racimos. Algunos, descuidados, tocaban el agua, con el peligro de ser arrastrados.

Observé con atención. El silencio era casi redondo, apenas incomodado por el rumor de la corriente entre las «Columnas» y el confuso trinar de los averíos en bosques y cañaverales.

Un grupo de unas doscientas personas acampaban, en efecto, junto al Yaboq. Ocupaban buena parte de una larga «playa» formada por terreno guijarreño (miles y miles de pequeños cantos rodados de un blanco asombroso). Dormían. Era comprensible; no hacía ni media hora del orto solar.

A uno y otro lado de la senda roja se levantaban algunas tiendas de pieles de cabras, no muchas. Las mujeres, siempre madrugadoras, atizaban tres o cuatro hogueras para preparar el desayuno, y obligaban a los ejércitos de mosquitos a buscar territorios sin humo. Varios hombres, en taparrabos, se habían adentrado en el «lago» para proceder a un dudoso lavado del cuerpo. Tomaban el agua con las manos y la arrojaban sobre cabellos, pecho, brazos y espaldas. De inmediato, retornaban a la orilla, gesticulando y comentando a gritos «la frialdad de las aguas». ¿Frialdad? El Yaboq no bajaba en esas fechas de 25 o 30 grados… Un poco más allá, aguas abajo, otros dos individuos, también en saq, se afanaban en la limpieza de ollas y platos.

¿Por dónde empezar?

¿Estaría Jesús entre los que descansaban sobre los guijarros? También podía hallarse en el interior de alguna de las tiendas…

A primera vista no fui capaz de distinguirlo. Tenía que acercarme e indagar. Quizá la clave estaba en Yehohanan…

Eliseo, ausente, se había sentado al filo del camino. Seguía pálido y demacrado. Lo dejé al cuidado del odre y los petates y le hice ver mi intención de explorar el campamento. No respondió. Continuó con la cabeza baja, atrapado en la resaca. Eso creí. Y, decidido, me fui hacia el grupo.

¿Yehohanan? Ni siquiera sabía qué aspecto tenía. ¿No era mejor que preguntase por él? Aquella gente, sin duda, estaba allí por el Bautista…

Las reflexiones fueron súbitamente interrumpidas. Las cañas y los bejucos que prosperaban muy cerca de la orilla lo ocultaban.

Me detuve, indeciso.

Al pie de un corpulento árbol, escondido, como digo, por el cañaveral, descubrí un segundo grupo de individuos. Dormían también, acurrucados alrededor de un grueso y original tronco que, en principio, no supe identificar. Las nudosidades eran enormes. Parecía el «anciano» del lugar. Algún tiempo después, al retornar a la nave, Santa Claus ofreció la información exacta: estaba ante una sófora colgante de veinte metros de altura, copa redondeada y cientos de años de antigüedad[83]. Me recordó un sauce llorón, con la madera «epiléptica» y atormentada.

No supe qué hacer. Dos de los hombres que aparecían bajo la sófora acababan de sentarse y se desperezaban sin rubor.

El árbol en cuestión se encontraba a escasa distancia del camino y en el filo mismo del río, sobre un ligero pronunciamiento del terreno. Al principio me extrañó. ¿Por qué aquel segundo grupo se hallaba tan separado del primero? La distancia entre ambos era de un centenar de metros.

Y opté por los de la sófora. Estaban más cerca.

Me vieron caminar y aproximarme. De pronto, cuando me hallaba a treinta pasos, uno de ellos se levantó con prisas. El segundo no tardó en imitarlo. Las miradas parecían fijas en este explorador. Ninguno era el Maestro. Y pensé que podía encontrarse entre los que yacían al pie del árbol.

Al reparar en los rostros de los que me observaban tan atentamente, «algo» me advirtió. Las miradas no me gustaron; eran hoscas, poco amigables. Pero seguí avanzando.

Y a cosa de diez metros del árbol, los individuos dieron un par de pasos hacia quien esto escribe. Las caras, abrasadas por el sol, presentaban unas barbas largas y negras, muy descuidadas. Yo diría que llevaban mucho tiempo al aire libre.

Fue entonces, al aminorar la marcha, cuando me percaté de los «frutos» que colgaban de la sófora. Terminé deteniéndome. Y los hombres hablaron entre sí…

Eran vasijas. Mejor dicho, trozos de vasijas. Habían sido anudadas y suspendidas de las retorcidas ramas del árbol. Apenas se balanceaban.

¿Qué significaba aquello?

Intenté memorizar. Fue inútil. En mi entrenamiento, no supe de nada parecido entre los judíos. Los paganos sí tenían la costumbre de colgar osamentas y visceras de cabras de los árboles que consideraban sagrados. La sabina albar, en el camino hacia el Hermón, en la Gaulanitis, fue un ejemplo. Un triste ejemplo. Aquello, sin embargo…

Y creí leer algo en uno de los trozos de arcilla roja: «Ardo en celo…».

No acerté a distinguir el resto de la leyenda. Y, curioso e inocente, proseguí la marcha hacia el grupo. A partir de ahí, todo sucedió tan rápido que necesité un tiempo para aclarar lo ocurrido…

Los dos hombres, al ver cómo avanzaba hacia ellos, desenfundaron las espadas que ocultaban en las fajas y se dirigieron hacia este desconcertado explorador. Volví a detenerme, naturalmente, buscando, en vano, una explicación. ¿Qué sucedía?

Y los individuos, amenazantes, siguieron caminando, al tiempo que gritaban:

—¡Fuera del guilgal!… ¡Fuera, maldito pagano!

¿Guilgal? La palabra significa «círculo». Pero ¿qué círculo? ¿Y cómo sabían que era un pagano?

Retrocedí. No lograba entender…

Pero, al caminar de espaldas, fui a tropezar con una piedra y me precipité sobre el pasto. No estuve rápido ni acertado. En la caída, la «vara de Moisés» rodó entre los dedos, dejándome indefenso. Y la punta fría y afilada de uno de los gladius se reunió con mi garganta. La «piel de serpiente» no contaba. La protección, en esta oportunidad, fue establecida a partir de las clavículas…

Si aquel energúmeno hundía el hierro en mi cuello, estaba perdido.

Y en esos críticos instantes —casi eternos— fueron sus ojos, su mirada, lo único que llenó mi corazón. Ella, de nuevo…

Pero el Destino no había marcado mi hora. No allí, ni en aquel tiempo.

Una voz sonó en el silencio. Por un momento creí que se trataba de Eliseo. Quizá estaba contemplando la escena. No se hallaba muy lejos. Pero no. La voz, aflautada, no era la de mi compañero. Y la oí por segunda vez, exigiendo calma. Procedía de la sófora.

El de la espada obedeció. Retiró el gladius y ordenó que me alzara. Al incorporarme observé que la veintena de hombres que dormía bajo el árbol se hallaba en pie, alarmada por los gritos de sus compañeros. Ninguno me resultó conocido.

Uno de ellos —el de la salvadora voz— se destacó del grupo y fue a reunirse con los individuos armados. Me observó de arriba abajo e, inclinándose, recogió el cayado y me lo ofreció.

—¿No has visto el guilgal?

El tono, afable, me tranquilizó relativamente. Miré a mi alrededor y, entre la hierba, descubrí un círculo de piedras. Eran cantos rodados, probablemente de la «playa» que tenía a la vista, a orillas del Yaboq. Había sido trazado alrededor de la sófora, con un radio de ocho o diez metros. A decir verdad, pendiente de la búsqueda del Galileo, no reparé en la blancura de las piedras, medio ocultas por la maleza.

—Lo siento —me excusé, sin saber cuál había sido mi error—. No lo he visto…

El hombre, comprendiendo, admitió la excusa y, buscando una salida a la embarazosa situación, sonrió, mostrando una dentadura calamitosa, con las encías enrojecidas y sangrantes y media docena de dientes inclinados y peleados entre sí. El pequeño hombrecillo —no creo que levantase más de 1,50 metros de estatura— padecía una grave periodontitis (piorrea). La enfermedad estaba destruyendo el hueso que soporta los dientes, así como los ligamentos, lo que provocaba la lógica movilidad y la caída de los mismos. Probablemente había sufrido una primera fase (gingivitis) y la falta de un tratamiento adecuado terminó por arruinar la boca. En breve, si no se detenía la infección bacteriana, la destrucción del tejido óseo sería total. Aquélla, como ya informé en su momento, era una de las dolencias más extendidas entre los varones. También las mujeres y los niños la sufrían, aunque en menor proporción.

—¿Buscas a alguien?

Esta vez fui yo quien exploró la figura menuda y esquelética de mi interlocutor.

¿Quién era? Al parecer, tenía cierto dominio sobre el grupo que se cobijaba bajo la sófora. Los hombres de los gladius, las temidas espadas de doble filo, continuaban a su lado, pendientes de sus palabras y, naturalmente, de mis movimientos.

Parecía mayor de lo que realmente era. Quizá tuviera treinta años. La piel, arrugada por el sol, y la catástrofe dentaria, le daban aspecto de anciano. El cuerpo, con las costillas al aire, cubierto por un sencillo faldellín, no le favorecía. Su aspecto era tan aparentemente frágil que el menor soplo de viento lo hubiera colocado en un serio aprieto. Aquella lámina delicada, sin embargo, no era real. El «hombrecillo» era un ari, todo un león, según el lenguaje de los judíos.

Necesité un tiempo para responder. ¿Le decía que buscaba a Jesús de Nazaret? Estaba seguro de que ese nombre no le diría nada.

Y el hombrecito, paciente, sin apearse de la horrible sonrisa, esperó una explicación.

—No sé… —balbuceé.

Mi segunda torpeza impacientó a los que vigilaban. El del faldellín solicitó calma de nuevo…

—No conviene precipitarse, hermanos… No tiene por qué ser un espía…

¿Hermanos? ¿Un espía? ¿Me tomaban por un confidente?

Y me apresuré a identificarme como un griego que recorría el mundo, a la búsqueda de la verdad. Eliseo, también de Tesalónica, era mi acompañante en aquella aventura.

No sé si me creyó. Dirigió la mirada hacia el lugar señalado, en el que se divisaba a mi compañero, y, rascándose la enredada y sucia cabellera negra, exclamó casi para sí:

—¿Buscas la verdad?… Sólo él puede complacerte.

E indicó el ramaje de la sófora.

No supe interpretar sus palabras. ¿A quién se refería? ¿Hablaba de Dios? ¿Por qué señaló las vasijas que colgaban de las ramas? ¿O no fue así?

—Busco al que bautiza con agua —me adelanté, sospechando que me hallaba ante el Anunciador—. Me han dicho que es un vidente… ¿Eres tú?

El hombrecillo siguió rascándose con furia, utilizando las dos manos. Los piojos, evidentemente, lo consumían. Y así permaneció un tiempo, ajeno a la pregunta. Por último, examinando las negras y largas uñas, se afanó en destripar los pediculus, sonriendo con alivio. Finalmente, mirándome a los ojos, replicó:

—El «Anunciador», como tú lo llamas, es más que un vidente. Tendrás que esperar el toque del sofar, como todos…

Y dando media vuelta se alejó hacia la base del árbol. Los armados permanecieron al otro lado del guilgál, inmóviles como estatuas y, supongo, esperando mi reacción.

Aquél no era mi día. Tampoco comprendí el significado de las últimas palabras. Sabía lo que era un sofar, un cuerno de carnero, habitualmente empleado para reclamar la atención de las gentes en las solemnidades, en el inicio y la finalización del sábado y como anuncio de otras actividades religiosas. Pero ¿qué tenía que ver con el Bautista? Y lo más importante: ¿me encontraba en presencia de Jehohanan? ¿Era aquel hombrecito el pariente del Maestro?

Una ligera brisa hizo oscilar los trozos de vasijas que colgaban del corpulento árbol. Entonces terminé de leer algunas de las leyendas pintadas sobre el barro: «Ardo en celo por Yavé»… «Yavé, mi roca y mi baluarte»… «Yavé, mi escudo».

Eran manifestaciones de fervor religioso. Eso saltaba a la vista, pero ¿por qué suspendidas de las ramas?

E intentando no crear más conflictos, me alejé del «círculo de piedras» y reanudé la marcha hacia el objetivo inicial: el campamento existente en la orilla de los guijarros blancos. Era la última oportunidad. Si el Maestro no se hallaba entre los acampados, proseguiríamos hacia la Ciudad Santa. En una jornada podríamos situarnos a las puertas de Jerusalén. Antes haríamos una breve parada en Betania, en la hacienda de la familia de Lázaro. Jesús era amigo. Quizá supieran algo…

¡Pobre ingenuo!

Los planes del Destino eran muy diferentes…

Los cálculos fueron correctos. En la «playa», junto a la suave corriente del Yaboq, dormían o desayunaban unas doscientas personas. Formaban grupos. Imaginé que serían amigos o miembros de una misma familia. Había niños y ancianos. A juzgar por las sencillas túnicas, los turbantes o los saq o taparrabos de vivos colores, casi todos eran felah o campesinos. Gente humilde y poco ilustrada.

Me paseé despacio entre las tiendas y las hogueras, pendiente, sobre todo, de los que descansaban.

Negativo. El Maestro seguía sin aparecer…

Algunas de las mujeres, amables, me ofrecieron leche y pan. Lo agradecí. Al conversar, el cerrado arameo me hizo sospechar que procedían de Judea; probablemente de la región del Hebrón. Otros eran del valle y del este del Jordán. La mayoría estaban allí porque había oído hablar del vidente Yehohanan y, ante mi asombro, deseaba que los curase o, simplemente, que los mirase. Con eso —decían—, cambiaría su suerte. Fue entonces, a raíz de estas revelaciones, cuando caí en la cuenta de un hecho que casi pasó desapercibido. En el grupo observé algunos tullidos —especialmente cojos— y niños atacados por el virus de la polio. Empecé a comprender. Aquella gente, en realidad, no buscaba el consuelo espiritual o la palabra del Bautista; eso quedaba lejos para su corto entendimiento. Lo que los movía era la posibilidad de un milagro. Algo inherente a la naturaleza de un profeta o vidente, según la mentalidad de aquel tiempo. No sé por qué razón, ésos eran los rumores que corrían en torno a la figura de Juan o Yehohanan.

Pero mi obsesión era otra. Y proseguí la búsqueda, atreviéndome, incluso, a penetrar en la oscuridad de las tiendas de pieles.

Nada. El único resultado fueron algunas maldiciones y varias sandalias, arrojadas por los individuos a los que terminé despertando con mis inoportunas preguntas.

Y durante minutos permanecí sentado al filo de uno de los fuegos, tratando de aclarar nuestra situación.

¿Habíamos errado de nuevo? Allí, aparentemente, no estaba el Galileo. ¿Qué podíamos o qué debíamos hacer? Eliseo no presentaba buen aspecto. Necesitaría horas para recuperarse de la borrachera. Quizá no había indagado con precisión. Volvería a buscar. Removería el campamento, una vez más. Después, si el Hijo del Hombre seguía sin aparecer, trataría de arrastrar al ingeniero hasta Jericó.

Y sumido en estas cavilaciones, asistí a la llegada a la «playa» de otro grupo, no menos importante en el conjunto de los sucesos que estaban por llegar…

Eran vendedores. Tenían su «base de operaciones» en Damiya. Desde allí, todas las mañanas, se acercaban al campamento del Yaboq. Vendedores y algo más…

Empezaron a mezclarse entre los doscientos, ofreciendo víveres, pan recién horneado, agua, grandes hojas de palma para protegerse del sol, «lociones» contra los mosquitos, «abanicos» trenzados con esparto para los momentos más calurosos del día, cuando soplase el ardiente jamsín o viento del este, colirios fabricados con antimonio («refrescantes y milagrosos contra la violenta radiación del valle»), espinas de acacia para el aseo de los dientes, y cualquier otro servicio que pudiera requerir la parroquia. Era muy simple. El pueblo, como decía, se hallaba a poco más de trescientos metros. Todo dependía del precio o de la urgencia…

Era elemental. La presencia en el «vado de las Columnas» de Juan el Bautista se había convertido en un interesante negocio. Todos, en Damiya y alrededores, pujaban y se las ingeniaban para sacar partido. Todo servía…

Uno de los vendedores pasó muy cerca, pregonando lo que llamaban «agua de Dekarim», un zumo de raíces de palmera, muy recomendado para combatir «las mañanas tristes» (especialmente después de una borrachera por legmi) y los frecuentes trastornos intestinales ocasionados por las dudosas aguas de pozos y manantiales de la cuenca. Me pareció interesante, y solicité una de las calabazas. A Eliseo le vendría bien. Fue entonces, al servirme, cuando descubrí algo que me desconcertó. El hombre caminaba con la ayuda de una pata de palo. Le faltaba el pie izquierdo o, al menos, eso parecía.

¡Maldito bribón!

Al fijarme, me percaté del truco. El pie, supuestamente mutilado, se hallaba oculto en el interior de la prótesis. Una de las mugrientas bandas de tela que aparecían enrolladas sobre el doble armazón que sujetaba la madera a la pierna se hallaba suelta, y revelaba el engaño.

El individuo, hábil, siguió la dirección de mi mirada, y descubrió, a su vez, el fallo. Se apresuró a anudar la tela y, sonriendo con malicia, me hizo un guiño de complicidad. Y se negó a cobrarme. Estaba claro: agua «milagrosa» a cambio de silencio.

Acepté. Deduje que se trataba de un picaro; otro de los muchos que frecuentaban las aglomeraciones o las puertas de las ciudades, provocando la compasión del prójimo. Sí y no…

Olvidé al rufián y procedí a una última inspección de los allí reunidos. Algo, en el fondo del corazón, me dijo que la búsqueda era tan inútil como las anteriores. Pero no me rendí. Jesús de Nazaret tenía que estar en alguna parte…

Dos de los vendedores se acercaron a la orilla del agua y descargaron media docena de parihuelas, ordenándolas con minuciosidad. Las varas fueron dispuestas a un metro del río y las plataformas, de cuero, cepilladas y aseadas escrupulosamente. Y me pregunté: ¿quién podía necesitar las «camillas»? ¿Las vendían o las alquilaban?

Finalmente me rendí.

El Maestro no se hallaba en el vado. Por supuesto, nadie supo darme razón. Nadie sabía a quién me refería.

Y, decepcionado, caminé entre los grupos, dispuesto a regresar junto al ingeniero.

No lograba entender lo sucedido. ¿Cómo era posible que no lo hubiéramos encontrado? Eliseo y yo habíamos caminado sin descanso. Aquélla —la del Jordán— era la senda «habitual» hacia la Ciudad Santa. ¿Dónde estaba el error? ¿Podría haber tomado otro camino? ¿Quizá por la Samaría? Y ahora qué…

No tuve oportunidad de atormentarme con nuevas dudas. Un sonido bronco y cavernoso me hizo volver el rostro hacia el agua.

Los hombres del guilgal aparecían ahora en la «playa». Uno de ellos hacía sonar un cuerno de carnero, el sofar. Y recordé las palabras del hombrecito al interrogarlo sobre Yehohanan: «… Tendrás que esperar el toque del sofar, como todos».

El grupo se adentró en las aguas y fue aproximándose a la pilastra más cercana. Sólo el del cuerno continuó en la «playa», reclamando la atención con un segundo y prolongado toque.

La gente, alertada, guardó silencio. Algunos se pusieron en pie y otros, los menos, caminaron hacia el punto en el que permanecía el del sofar. Yo seguí inmóvil, muy cerca de las parihuelas.

A diez metros de la orilla, junto a la referida pilastra (el primero de los pilones del antiguo puente), los hombres que se cobijaban en la sófora se detuvieron. Rodearon la base de piedra y, con la corriente por las ingles, dieron la cara a la gente que observaba desde la «playa». Los conté. Con el del cuerno del carnero y el hombrecito, dieciocho. Y permanecieron firmes y silenciosos.

Acto seguido, ante la expectación general, el hombre de los piojos dio un salto y se encaramó sobre la pilastra. Uno de los acompañantes le tendió algo. Era un trozo de vasija. Yo diría que uno de los «ostracones» que se balanceaban bajo la copa del árbol.

El hombrecito contempló el arameo escrito sobre la arcilla y, tras aclararse la voz, alzó los brazos, dispuesto a dirigirse a los acampados.

Una extraña sensación —incómoda, diría yo— cayó sobre quien esto escribe, y me enturbió el pensamiento.

¿Me encontraba ante el Bautista? ¿Era ése el hombre «salvaje» del que habla Flavio Josefo?

A decir verdad, las descripciones físicas que acerté a consultar durante nuestro entrenamiento —esencialmente, las proporcionadas por los evangelistas y el citado historiador judío-romanizado— no decían gran cosa. La única pista fiable (?) era la de la vestimenta: «… pieles de animales cubriéndole el cuerpo». Aquel hombre no vestía con pieles. Lucía un faldellín de tela…

Naturalmente, a la vista de los numerosos y graves errores cometidos por los mal llamados «escritores sagrados», también la información ofrecida sobre el Anunciador podía estar equivocada. Hasta esos momentos, muy poco de lo observado en torno a la vida y al pensamiento de Jesús y su gente se ajustaba a lo escrito en los Evangelios. ¿De qué me extrañaba?

Y el sentimiento de decepción ante la fracasada búsqueda del Maestro se vio temporalmente eclipsado. Si aquél era Yehohanan, el esfuerzo por el Jordán no había sido en vano…

—¡Yavé es mi roca y mi baluarte!… ¡Yavé es mi liberador y la peña en la que me amparo, mi escudo y la fuerza de mi salvación!

El predicador empezó bien. La voz, débil y algo afeminada, llegaba hasta el grupo con dificultad, pero llegaba.

De vez en cuando miraba el trozo de vasija, tratando de recordar. El «ostracón», evidentemente, servía de referencia o chuleta.

Y en tono monocorde y aburrido —como el que recita de memoria—, fue enumerando decenas de alabanzas hacia Yavé, el Dios de los judíos.

—Ciudadela, refugio, salvador de mis enemigos, rescatador de las olas, lámpara que alumbra mis tinieblas, el Dios que me ciñe de fuerza, el camino…

No tardé en reconocer el texto. El hombrecito recitaba uno de los pasajes del Libro Segundo de Samuel.

Y el discurso se prolongó, provocando el lógico cansancio entre los oyentes. El hombre estaba entregado y daba lo mejor de sí, pero no era suficiente. Y la gente, saturada ante tanto elogio, volvió a lo suyo. Los vendedores aprovecharon y siguieron merodeando entre los acampados, ofreciendo a gritos las mercancías. El predicador, tras unos instantes de vacilación, intentó recuperar el control, levantando la voz y recriminando el desinterés de los allí congregados…

—¡Yavé me recompensa conforme a mi justicia! Pero ¿y a vosotros?… ¿Merecéis justicia?… ¡Él me paga conforme a la pureza de mis manos!… ¿Y vosotros?… ¿Estáis limpios?

Uno de los judíos, mordaz y deslenguado, contestó a las insinuaciones:

—¡Nosotros nos lavamos!… ¿Y tú, piojoso?

El desplante fue coreado por una risotada general y por otros improperios menos caritativos. Y se produjo el desastre.

Los hombres que rodeaban al predicador respondieron a los insultos, amenazando al gentío con los puños en alto. Y algunos de los acampados, furiosos, se fueron hacia el agua, tomaron guijarros y la emprendieron con el grupo. Yo tuve el tiempo justo de echarme a un lado…

El del sofar se metió en el río y huyó entre una lluvia de piedras. Sus compañeros, rescatando al atónito predicador de lo alto del pilón, desaparecieron igualmente aguas abajo, rumbo a la sófora.

En breve, la trifulca amainó. La gente se calmó, y los dieciocho, como una piña, permanecieron a distancia, en el agua y, a juzgar por los gestos, discutiendo qué hacer. Finalmente, persuadidos de que no era el momento para reanudar el sermón, dieron media vuelta y prosiguieron hacia la orilla en la que se recortaba el árbol de las vasijas.

Yo también estaba perplejo.

¿Era éste el Anunciador? ¿Era aquel hombrecito la mítica figura del Bautista?

Y del desconcierto pasé a una rabia sorda y progresiva. ¿Por qué nos habíamos desviado del objetivo fundamental? ¿Para ser testigos de un fanático?

Mi enojo no fue el único en aquella soleada mañana, junto al «vado de las Columnas». También los encargados de las parihuelas manifestaron su ira, pateando las varas entre juramentos. Las razones, sin embargo, como tendría oportunidad de comprobar algún tiempo después, eran distintas de las mías…

Y renegando de mi mala estrella, busqué el senderillo de tierra roja, dispuesto a despabilar a mi compañero. En cuanto fuera posible abandonaríamos aquel lugar. Ya había visto bastante. Con Belša o sin Belša, reanudaríamos la marcha. Jesús sí merecía la pena…

¡Pobre idiota!

¿Reanudar el camino hacia Jerusalén? ¿Cuándo aprenderé a no trazar planes más allá de treinta segundos?

Todo se vino abajo…

Al alcanzar el lugar en el que había dejado a mi hermano, sólo distinguí los sacos de viaje y el odre con el agua. Eliseo había desaparecido.

Me extrañó. El estado físico del ingeniero no era el más indicado para emprender una caminata. Además, acordamos que esperaría mi regreso…

¿Podría haber vuelto a Damiya? ¿Por qué?

Paseé la mirada a mi alrededor. Al frente, en el círculo de piedras, al pie de la sófora, el grupo capitaneado por el predicador seguía enzarzado en la discusión inicial. Aguas arriba, acampados y vendedores continuaban como los había dejado, entregados a sus quehaceres. ¿Me crucé con él? No, lo hubiera visto, sin duda…

De pronto creí oír un lamento. Procedía de uno de los entramados de juncos que se levantaba muy cerca, a la orilla de la senda.

Corrí hacia la vegetación y el corazón me dio un vuelco…

Eliseo yacía sobre la hierba, hecho un ovillo. Temblaba como una hoja. Temblaba y gemía.

¿Qué había sucedido? Aquella tembladera no era propia de una resaca.

Al lado, sobre el pasto, descubrí una descarga diarreica.

Esta vez fui yo quien tembló.

Empezaba a entender el porqué de la desaparición de mi compañero. Apremiado, buscó un lugar donde defecar y se escondió tras la barrera de juncos.

Traté de incorporarlo.

¡Dios! ¡Estaba ardiendo! La fiebre era alta.

Me miró y con un hilo de voz dijo:

—Lo siento…

Creo que no respondí. Estaba tan desconcertado que necesité algunos segundos para reaccionar.

No podía ser… Ahora no.

Y mis temores empezaron a confirmarse. El pulso era rápido. Examiné las heces. Eran casi líquidas y coleriformes, con el aspecto del agua de arroz, y de un olor nauseabundo.

«No es posible —me dije a mí mismo—, eso no…».

El muchacho continuaba temblando y gimiendo, pálido y, al mismo tiempo, consumido por la calentura.

Tenía que hacer algo…

Lo tomé en brazos y lo conduje de nuevo hasta el claro en el que nos habíamos detenido. Nada más depositarlo sobre la hierba, otro chorro diarreico me llenó de espanto. Esta vez contenía sangre…

Palpé el vientre y reaccionó con nuevos gemidos. El pulso aceleraba.

Después llegaron las náuseas y los vómitos…

El ingeniero, agotado y desmadejado, respondió como pudo a mis preguntas. La cabeza parecía que le fuera a estallar. También el vientre le dolía con intensidad. Era fácil oír los borborigmos o ruidos producidos por los líquidos y los gases.

Me separé y acudí a las ampollitas de barro que contenía la farmacia de campaña. Trasteé nervioso, sin acertar con el remedio adecuado. Pero ¿cómo saber el origen del problema? La etiología podía ser bacteriana, viral, parasitaria o tóxica. No tenía ni idea…

Y decidí esperar. Tenía que estudiar los síntomas con más calma y adoptar el remedio apropiado. Si estaba ante una disentería bacilar —Dios no lo quisiera—, el tratamiento debería ser más severo. Este tipo de infección intestinal era mortal en aquel tiempo. Me consolé y, hablando conmigo mismo, pensé en un «problema menor». Quizá había contraído una gastroenteritis. Quizá unas tifoideas o unas fiebres paratifoideas. ¿Una salmonelosis? ¡Dios santo! ¿Cuál de ellas? En el banco de datos de Santa Claus fueron registrados más de mil cuatrocientos tipos. ¿Fue contagiado por la typhi o por la enteritidis? ¿O estaba ante la infestación de la Salmonéíla choleraesuis? Sólo había una forma de averiguarlo, pero, lamentablemente, no estaba en mi mano. Al menos, en esos momentos. La «cuna» se hallaba a dos días de viaje. Allí podría haber efectuado los análisis necesarios y administrar a mi compañero el tratamiento idóneo. Olvidé la idea. Estaba donde estaba y tendría que salir adelante con los medios de que disponía…

Lo primero era tranquilizarlo. Regresé y, mientras le hablaba, restando importancia a los dolores y al malestar que lo tenía vencido, procedí a una nueva y exhaustiva exploración. Nada había cambiado. La fiebre, incluso, siguió aumentando. Solicitó agua y, al proporcionársela, percibí cierta dificultad al tragar. La respiración también aparecía alterada. Los temores aumentaron…

Le obligué a responder a diferentes cuestiones —supongo que absurdas—, y verifiqué con alivio que la coordinación mental y la dicción eran buenas. La visión parecía correcta. En cuanto a la debilidad muscular, la hallé dentro de los límites lógicos, dadas las circunstancias.

Estaba claro que Eliseo sufría un síndrome infeccioso patológico, probablemente contagiado por el agua o por los alimentos. Tampoco podía descartar la infestación por el contacto con personas, con objetos o con moscas. El valle del Jordán era un hervidero de insectos. Cualquier enfermo o portador, al manipular o cocinar los víveres, podría haber transmitido los gérmenes. ¿Dónde ocurrió? ¿Cuál fue la vía?

Me rendí. Pudo suceder en cualquier lugar…

Además, ¿qué importaba en esos críticos momentos? Lo que interesaba era frenar y hacer retroceder la infección.

El ingeniero, abrasado por la fiebre, pidió más agua. El odre, llenado ese amanecer en la casa de Nakebos, no tardaría en quedarse seco. La peligrosa deshidratación rondaba a nuestro alrededor. Tenía que actuar con rapidez y cautela. Las bacterias, al irritar el tracto intestinal, estaban provocando la pérdida de líquidos. Los vómitos, afortunadamente, no eran tan frecuentes como las diarreas. Aun así, la eliminación de electrólitos (especialmente, potasio, sodio y glucosa) era considerable. Necesitaba que Eliseo pudiera rehidratarse. Necesitaba sal, algún producto azucarado y todo el líquido posible. El zumo de frutas sería lo ideal. Si la deshidratación progresaba y vencía, mi amigo podría sufrir una insuficiencia renal oligúrica o un colapso vascular. También el fantasma de la acidosis, con la disminución de las reservas alcalinas de la sangre, aparecía de la mano de la pérdida de líquidos. Por fortuna, Eliseo no era diabético. Una acidosis extrema lo hubiera conducido a un coma…

Pero ¿por qué me atormentaba de esa forma? Ahora puedo confesarlo: sentí miedo…

Y todo —Jesús de Nazaret, la misión— quedó en segundo plano. Si mi hermano fallecía…

No, eso no era posible. Yo lo evitaría.

Lo primero era instalar a Eliseo en un lugar adecuado y proporcionarle reposo y el tratamiento más eficaz. Pensé en Damiya y en la casa del alcaide de la prisión del cobre. Supuse que no pondría impedimento. Belša, a su vez, me ayudaría. Sólo era cuestión de contratar los servicios de los responsables de las parihuelas y trasladarlo hasta el poblado. Después, ya veríamos…

Y así lo hice. Mejor dicho, así fue planificado. Cuando corrí hasta la «playa» y propuse el alquiler de una de las citadas parihuelas, los vendedores preguntaron por el destino. Dependiendo de la distancia, así era el cargo. Mencioné la casa de Nakebos y, automáticamente, la totalidad de los porteadores se negó en redondo. «Nakebos y su gente, incluida la servidumbre, eran víctimas de una maldición. Se lo merecía —dijeron—. Ojo por ojo…».

El hombre de confianza de Antipas sufría una dolencia que, prácticamente, lo había fulminado de la noche a la mañana. Nadie quería pisar la casa. Y por las informaciones recibidas en la «playa» empecé a atar cabos. Los habitantes de la casa en cuestión estaban experimentando los mismos síntomas que Eliseo. La primera deducción fue inevitable: mi compañero fue contagiado durante la estancia en la residencia del al-qa'id, quizá en la cena. Y recordé la carne de cocodrilo. Yo fui el único que no la probó. ¿Se trataba de una salmonella? Es posible que el niloticus, previamente infectado, no hubiera sido cocinado con las debidas precauciones. Quién sabe…

No tenía más remedio que ajustarme a las circunstancias. Seguiríamos en el «vado». Y pensé en la compra o en el alquiler de una tienda, similar a las de los allí acampados. Eliseo necesitaba, con urgencia, un mínimo de sombra y de protección. En aquellos momentos podía ser la tercia (las nueve de la mañana). En breve, el Yaboq sería un horno.

Planteé la necesidad de un refugio, agua y víveres, y los vendedores, astutos, se pelearon por el «negocio». Tuve que zanjar la discusión. Yo mismo elegí a dos de ellos y les encomendé la compra de todo lo necesario. Y agradecidos, besando casi mis sandalias, desaparecieron hacia Damiya con un buen puñado de denarios. Prometieron regresar «como si tuvieran alas»…

La fiebre rondaba los 40 grados. Busqué la dudosa protección de uno de los cañaverales y esperé.

Maldije de nuevo mi estrella. Por no tener, no tenía ni un mal lienzo con el que aliviar la calentura. Rasgué mi túnica y preparé una compresa empapada en el agua del río. Aquel contínuo ir y venir hasta la orilla, procurando refrescar la frente y las sienes del ingeniero, no pasó inadvertido para el grupo que continuaba bajo la sófora. Ahora, más calmados, se preguntaban el porqué de mi extraña actitud. Sinceramente, casi no reparé en ellos.

La respiración, entrecortada, me tenía obsesionado. No sé qué absurdas ideas se apoderaron de mí en aquellos instantes…

Y el miedo, como digo, se sentó a mi lado.

Pellizqué el dorso de las manos y verifiqué que la resistencia de los pliegues aumentaba. La deshidratación, imparable, fue la peor de las torturas. El agua del odre disminuía alarmantemente. Pensé en aproximarme al guilgal e implorar la que fuera necesaria.

De pronto, Eliseo dejó de sudar. El organismo, en alerta, bloqueó los conductos, evitando así nuevas pérdidas de agua. Le hice beber casi a la fuerza.

Y, semiinconsciente, entró en una fase de delirio.

¿Qué podía hacer?

Quizá si lo sumergía en el Yaboq podría equilibrar, en parte, el exceso de temperatura.

—Lo siento, mayor…

Eliseo empezó a balbucear, mezclando el inglés con el arameo. Traté de tranquilizarlo. Imposible. Ni siquiera me oía.

—… Ellos me obligaron… Lo siento, mayor… Sé que está prohibido, pero ella…

Y lo repitió una y otra vez…

—Ellos me obligaron…

No presté excesiva atención a sus manifestaciones. Sabía que estaba bajo los efectos de la fiebre. Sin embargo, ahí quedaron, en la memoria. ¿A quién se refería? ¿Quién le obligó? ¿De qué hablaba? Tendría que esperar al final de aquella aventura para entender el significado de las supuestamente absurdas palabras…

Más de una vez me planté en mitad de la senda de tierra roja, buscando con la mirada a los individuos a los que responsabilicé de la compra. Poco faltó para que me introdujera en el pueblo y los hiciera regresar a puntapiés…

«Calma —me repetí, intentando controlar los nervios—. Ya aparecerán. Ahora no debo abandonarlo».

Pero no fue así.

El tiempo pasó y los bribones no dieron señales de vida.

No podía esperar ni un minuto más. Primero le suministraría un antibiótico y un analgésico. Después me arriesgaría. Entraría en Damiya y estrangularía a aquellos bastardos…

Lo haría con mis propias manos…

Y la cólera me fue cegando.

Sí, eran unos miserables…

Dudé. ¿Me inclinaba por una combinación de sulfamida triple y estreptomicina o elegía el cloramfenicol? Me arriesgué. Supuse que estaba ante alguna variante de salmonella y preparé el primer fármaco. La dosis fue reforzada con extracto de bayas de mirtilo. A la puesta de sol repetiría el tratamiento. Si no reaccionaba, acudiría a un remedio más agresivo. Para la fiebre elegí sauce blanco, con una alta concentración de salicina. En la disolución del analgésico se fue lo poco que quedaba de agua. Y la irritación, como digo, fue invadiéndome…

Proseguí con las compresas húmedas, luchando contra la calentura. Mi hermano, derrotado, seguía respirando con dificultad. Los labios empezaron a agrietarse. El calor, denso, nos fue aplastando. En breve, el valle remontaría los treinta grados Celsius…

Necesitaba agua, líquidos, sal. Pero ¿dónde estaban aquellos malditos?

Me puse en pie y, desesperado, opté por la solución más rápida: solicitar agua a los del árbol de las vasijas. Si fallaba, lo intentaría con los acampados. Y al pisar la senda, una voz me detuvo. Era uno de los vendedores a los que había encomendado las provisiones y la tienda. Procedía del poblado. Se acercaba presuroso, con una cántara sobre la cabeza y una cesta a la espalda. Del segundo vendedor, ni rastro.

No pude o no supe contenerme. Lo reconozco: fallé.

Al descubrirlo, antes de que acertara a hablar, la emprendí a gritos con el pobre infeliz, acusándolo de todo lo que uno pueda imaginar y algo más. Fue un estallido de cólera y, supongo, una forma de vaciar la tensión. No estuvo bien.

El hombre, aterrorizado, imaginando que de los gritos pasaría a las manos, depositó el agua y las frutas sobre el caminillo y, dando media vuelta, huyó a la carrera.

Los gritos lo persiguieron…

Y al inclinarme sobre la cántara, una mano fue a posarse sobre mi hombro izquierdo. Me sobresalté.

Era el predicador. Por detrás, mudos, como siempre, aparecían varios de los hombres armados.

—¿Por qué tanta violencia?

El tono, aunque severo, no era amenazador. Y volvió a sonreírme con aquella lejana dulzura. Fue providencial. La presencia y el interés del pequeño-gran hombre me aliviaron, devolviéndome al estado del que nunca debería haberme distanciado.

Le narré mis penas y, en silencio, acudió junto a Eliseo y lo examinó.

Fue instantáneo. A una orden del hombrecito, su gente se movilizó. Los vi cortar los arundos, las cañas gigantes que crecían al amparo del Yaboq, y en un abrir y cerrar de ojos, hábiles, construyeron una «tienda» de dos aguas. Allí transportamos al ingeniero. El refugio, aunque rústico, resultaría eficaz contra los ardores tropicales. Y mi compañero y quien esto escribe dispusimos, al menos, de un techo.

Curioso Destino…

Los mismos hombres que me habían amenazado con sus gladius, ahora, entregados y dispuestos, se desvivían por cumplir los deseos de su jefe. Sencillamente, lo veneraban…

El resto del día fue menos agitado. Permanecí vigilante, manteniendo las dosis, las compresas mojadas y un permanente suministro de zumo de frutas con sal. La medicación hizo efecto, y mi compañero entró en una fase algo más relajada. Las diarreas, sin embargo, continuaron, aunque no tan coleriformes. Si el diagnóstico no estaba equivocado, la crisis debería ceder dentro de uno o dos días. Ojalá…

Y ese mediodía, merced a los buenos oficios del predicador, el vendedor al que yo había puesto en fuga aceptó regresar y me ayudó. Me disculpé. Y el hombre, generoso, pidió que olvidara lo ocurrido. Lo llamaban «Kesil». La palabra tenía un doble significado: tonto y Orion (la famosa constelación). Imaginé que la bondad natural de aquel felah había llevado a sus paisanos a clasificarlo como «tonto». Del otro vendedor no sabía nada, aunque apostó por su vida «que no volveríamos a verlo». Y así fue. Con el desertor voló también parte del dinero. No importaba. Nada de eso me preocupaba en aquellos momentos; sólo la salud de Eliseo.

Y Kesil entró a nuestro servicio por dos denarios de plata al día y el sustento. Siempre estaré en deuda con él…, y con el Destino.