23 DE SEPTIEMBRE, DOMINGO
Los relojes del módulo marcaron el orto solar a las 5 horas, 20 minutos y 17 segundos de un supuesto tiempo universal.
Y absurdamente obsesionado por el hipotético problema de la amnesia, ante el escepticismo de Eliseo, fui a grabar la «contraseña» en el tronco del manzano de Sodoma, en la «popa» del Ravid. Con aquellas letras a la vista —eso pensé—, la desactivación del cinturón gravitatorio no ofrecería dificultad alguna en el futuro… ¡Pobre necio!
«B M 3» (Base Madre 3).
El láser de gas hizo su trabajo, y allí quedaron las siglas, perdidas en lo alto de un peñasco. Si alguien acertaba a descubrirlas, no sabría «traducir» el significado.
Y emprendimos el camino hacia el pueblo de Nahum. En mi ánimo todavía sonaban las alarmas…
Ahora, más que nunca, deberíamos vigilar el «abanico luminoso» del «cíclope». Mejor dicho, que no fuera proyectado hacia los cielos. Si eso sucedía, si se repetía la avería, adiós a «Caballo de Troya» y, sobre todo, a Él.
Y ya que mencionaba la «casualidad», ¿qué debo pensar sobre lo acaecido aquella mañana de domingo, nada más pisar la calle principal de Nahum? ¿Casualidad o «todo previsto»? Lo dijo el Maestro. El pobre mortal no ofende a Dios, aunque lo pretenda. Pues bien, quizá esa palabra —«casualidad»— es la única injuria que podríamos arrojar a la cara del Padre (y tampoco). ¿Fue consecuencia del azar lo que vivimos? El hipotético lector de estas memorias sabrá juzgar…
Ocurrió, como digo, al entrar en el cardo máximus o arteria principal del pueblo. Podían ser las ocho de la mañana. Hacía tiempo que las gentes se afanaban en sus tareas. Estábamos en el primer día de la semana para los judíos, y eso siempre se notaba. A uno y otro lado de la calle, bajo los pórticos, los vendedores repasaban el género, reclamando con sus gritos a los transeúntes. Cestería, tejidos, recipientes de barro y de vidrio de todas las formas y tamaños, sacos de especias, verduras, muebles, ropa y artículos de cosmética, entre otros, hacían difícil el avance sobre el enlosado negro. En uno y otro sentido —hacia el yam o hacia la triple puerta, en el norte, por la que acabábamos de pasar— se cruzaban interminables reatas de onagros, cargadas con toda suerte de fardos. Y entre los jumentos y los mulos, los inevitables burreros, semidesnudos, con los palos en alto, amenazando y abriendo paso entre los desprevenidos. Un día más, supuse…
Y a cosa de un centenar de metros del cruce con el decumani, la segunda calle principal, a nuestra derecha, conforme caminábamos, creí reconocer la taberna en la que había entrado —en el «pasado»— con Jonás, el felah que me condujo hasta el astillero de los Zebedeo. Aquél era un buen sitio para preguntar por un primer alojamiento. Estas tiendas de bebidas, en las que servían también comidas, constituían los más destacados «centros de información» sobre la vida en Nahum. Allí lo sabían todo sobre todos y, si era necesario, lo inventaban. La cuestión era no defraudar al posible cliente…
Expuse la idea y, decididos, entramos en el lugar. Recordaba que el dueño era un tal Nabú, un sirio afincado en el lago desde hacía años.
El antro, iluminado con dificultad por varias lámparas de aceite que colgaban de las vigas, se hallaba poco concurrido. En el centro de la sala, completamente borrachos, canturreaban dos individuos. Se sujetaban, peor que bien, a sendos taburetes y a una mesa de pino, más negra que las paredes de piedra. Frente a la puerta, el típico mostrador, formado por una hilera de panzudas tinajas. Una plancha de madera, tan sebosa como el resto de las mesas, servía de tablero. Siete orificios permitían el acceso a las referidas tinajas.
En un extremo de la «barra», acodado y aburrido, se hallaba Nabú, hinchado como un odre de vino, sudoroso y somnoliento, esperando pacientemente que los clientes reclamaran una nueva jarra de schechar, la cerveza caliente, destilada con mijo, especialidad de la casa. A su espalda, colgados en el muro y como único adorno, aparecían los dos gruesos remos que había observado en mi anterior visita. Grabado a fuego, en griego, se leía en una de las palas: «¡Ay del país que pierde a su líder! ¡Ay del barco que no tiene capitán!». Nada parecía haber cambiado…
Al vernos, con desgana y paso tambaleante, el tabernero se acercó y, sin preguntar, llenó un par de jarras de barro con el líquido amarillo y espumoso de uno de los recipientes.
Fue mi compañero quien se interesó por algún alojamiento cercano, a ser posible en el cardo.
Nabú nos exploró de arriba abajo y, comprendiendo, señaló hacia los que cantaban y exclamó con voz de trueno:
—Sobre eso, mejor preguntad al kuteo…
Dio media vuelta y regresó al extremo del mostrador.
Kuteo era un apodo con el que se designaba a los samaritanos. Los judíos lo utilizaban como un insulto, así como la propia palabra: «samaritano» o samareïs (habitante de Samaría, una de las regiones de Israel). Kut o Kuta, en Persia, era la zona de la que, inicialmente, procedían los samaritanos. Al parecer, fueron colonos, llegados hacia el siglo VIII a. J. C. Ahí nacía el odio de los judíos ortodoxos, que no los consideraban de origen puro. Las alusiones de Moisés, en el Deuteronomio (32, 21) —hablando de los «no pueblo» y de la «gente insensata»—, y las del Eclesiástico (50, 27), todas supuestamente dirigidas a los samaritanos, terminaron por envenenar las relaciones. Kuteos y judíos se odiaban.
¿Quién de los dos era el kuteo?
Poco faltó para que desistiéramos. El estado de los individuos no parecía el mejor para facilitar ningún tipo de información.
Eliseo, sin embargo, se alejó hacia la mesa. Yo continué junto al mostrador y, por pura curiosidad, tomé una de las jarras y olfateé la supuesta cerveza caliente. Y digo bien: supuesta schechar…
Repetí la inspección y, al verificar el contenido, palidecí.
Nabú sonrió picaramente y me hizo un guiño de complicidad. Por supuesto, allí quedaron las jarras, con la «especialidad» de la casa: cerveza de mijo y orina…
Los borrachos, al descubrir al forastero, interrumpieron la monótona e insufrible cantinela, ofreciendo las jarras e invitando a mi compañero a que se uniera al coro. Uno de ellos, al incorporarse, osciló y fue a derrumbarse entre los brazos del ingeniero. Acudí en su auxilio y, como pudimos, lo sentamos de nuevo, dejando que durmiera la mona sobre la mesa.
En esos instantes, Eliseo llamó mi atención, señalando con el dedo al segundo sujeto.
El tipo, ciego de cerveza —o de lo que fuera—, no nos reconoció. Nosotros, en cambio, no tardamos en identificarlo…, y en comprender. ¡Bastardo!
La ira de Eliseo estaba justificada, pero, en voz baja, procurando no alertar al tabernero, le rogué que se mantuviera tranquilo. Teníamos que actuar con eficacia y discreción.
Lancé una ojeada a Nabú. Seguía nuestros movimientos, paso a paso, en el mismo lugar en el que lo había dejado.
Conversé brevemente con el borracho. Dijo llamarse tal y como lo tituló el sirio —Kuteo—, y ser originario de Siquem o Sichem, al norte de la Samaría.
No tuve duda. Se trataba del supuesto «cambista» que nos salió al encuentro cuando estábamos a punto de entrar en la casa de Jesús. La larga barba, teñida de rojo sangre, la baja estatura y el semblante enjuto y amarillo verdoso, eran inconfundibles. Pero ¿qué había sido del parche de cuero negro que le cubría el ojo izquierdo? Otra artimaña, supuse, para engañar a incautos. Aquel timador era tan tuerto como nosotros…
Y Eliseo, olvidando mi recomendación, hizo presa en la bolsa que colgaba del cuello del samaritano y la arrancó sin miramientos.
¡Bastardo!
El tal Kuteo, en efecto, portaba la pequeña bolsa de hule que había desaparecido del cinto de mi hermano en la referida jornada del martes 18. No era difícil imaginar lo ocurrido. En las apreturas, bajo el portalón de la «casa de las flores», Kuteo se deslizó entre los curiosos y terminó soltando el cordón que unía la bolsa al cíngulo. El «teatro» previo, invitándonos a cambiar moneda, sólo fue una «inspección del género»…
El instinto nunca se equivoca.
Pero el ladrón no estaba tan ebrio como parecía. O, al menos, al ver cómo el dinero «volaba», se recuperó notablemente. Y levantándose, alzando los brazos y chillando como un puerco, reclamó la bolsa, acusándonos de ladrones.
A partir de ahí, todo sucedió a gran velocidad.
Mi compañero se negó a devolver lo que era suyo y Nabú, avisado por los alaridos de aquella comadreja, se hizo con un enorme machete, rodeó el mostrador y se dirigió hacia nosotros, blandiendo el arma por encima de la cabeza.
—¡Te cortaré la mano, miserable!
Y antes de que pudiéramos reaccionar, el sirio llegó a la altura del perplejo Eliseo, lo sujetó por la garganta y lo catapultó contra la pared. Mi hermano cayó al suelo y el tabernero se precipitó hacia él, dispuesto a cumplir la amenaza. Mis dedos se deslizaron rápidos por la «vara de Moisés», buscando el clavo de cobre que activaba los ultrasonidos. Pero, al pulsarlo, el berreante Kuteo, obsesionado por el dinero, se interpuso y la descarga destinada a Nabú la recibió el samaritano en plena espalda. El disparo no sirvió de nada. Sólo era eficaz en el cráneo[56].
La súbita irrupción del falso tuerto, sin embargo, evitó lo peor y me concedió unos segundos, suficientes para rehacerme…
Kuteo, enloquecido, terminó topando con el sirio y ambos rodaron por el pavimento. Eliseo, veloz, consciente de mis intenciones, se quitó de en medio.
Un instante después, una segunda descarga bloqueó el oído interno de Nabú y provocó su inmovilización. El sujeto quedó inconsciente durante algunos minutos.
El samaritano no se enteró de nada. No supo qué le había sucedido al tabernero y tampoco por qué había perdido la conciencia, segundos después de Nabú. Nosotros sí lo supimos. La tercera descarga ultrasónica impactó de lleno en su frente, anulándolo. Aunque no tuve tiempo material de apoyar la acción con las lentes de contacto, el resultado, afortunadamente, fue bueno. Aquel machete y el maldito vendedor de orina no bromeaban…
Y tomamos buena nota. El «aviso» no fue ignorado. Nos encontrábamos en un «ahora» apasionante y peligroso al mismo tiempo. Era preciso extremar las precauciones.
Nos faltó tiempo para abandonar la taberna. En el exterior, cada cual seguía en sus quehaceres. Nadie se percató de lo ocurrido en el establecimiento de Nabú. Al menos, por el momento…
E intentando no levantar sospechas, a buen paso, nos alejamos de aquel sector del cardo.
Eliseo examinó el contenido de la bolsa de hule. Sólo quedaban cinco denarios de plata y algunas monedas de bronce (ases y leptas). El kuteo se había dado prisa en quemar los otros cinco denarios…
Al distinguir el muro de piedra que protegía la «casa de las flores», mi corazón se agitó. Pero ¿por qué? Mejor dicho, ¿por quién? A esas alturas, yo sabía muy bien por quién…
Cruzamos el portalón con cierta timidez. Los reencuentros con el Maestro y su familia siempre fueron así, un tanto inseguros por nuestra parte…
El patio común se hallaba casi desierto. Caminamos despacio. Al fondo, bajo el granado, sentada sobre las esteras y acunando al bebé entre los brazos, se encontraba Raquel, la hija de Esta y Santiago. Tenía los ojos bajos, posados sobre el niño. Oímos sonidos. Al principio no acerté a distinguir. Pensé que alguien rezaba o cantaba muy suavemente. Después fueron suspiros; procedían de la casa de la Señora.
No fue necesario saludar. La niña se percató de nuestra presencia y, rápida, cargando a Amos, se perdió tras la cortina de red de la primera estancia.
Al instante vimos aparecer a Esta. Detrás, la niña, agarrada, como siempre, a la túnica de la embarazada.
No supe muy bien qué decir. Deseábamos ver a Jesús…
La mujer no replicó. Se encaminó hacia la siguiente puerta —la de su suegra— y se perdió en la oscuridad del recinto.
Eliseo y yo, extrañados, nos miramos fugazmente. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba el Galileo?
Los suspiros, de pronto, arreciaron. Y también lo que yo había interpretado como un rezo o un cántico. Eran lamentos. Era la voz de la Señora…
Nos alarmamos. Poco faltó para que rompiéramos las normas de la hospitalidad y penetráramos en la estancia. Pero supimos esperar…
Esta retornó y, con su parco lenguaje, preguntó el porqué de nuestro interés por Jesús. No acerté a entender. Le recordé que éramos amigos y que, sencillamente, queríamos estar con Él.
La mujer, inmutable, volvió al interior.
El instinto, como un relámpago, me advirtió…
—No está en la casa —aclaró la embarazada, asomándose entre los paños de red—. Se ha marchado…
Esta esperó una respuesta. Sin embargo, al contemplar nuestra incredulidad, cambió de parecer y nos dio la espalda por tercera vez, retornando junto a los lamentos. Quise hilvanar los pensamientos. No fui capaz. La sorpresa me dejó en blanco. Mi hermano, atónito, no parpadeaba. ¿Dónde estaba Jesús? ¿Qué había querido decir?
La nueva presencia de la seca mujer bajo el dintel me hizo reaccionar y, antes de que abriera la boca, formulé la cuestión clave:
—¿Está en el pueblo?
Negó con la cabeza.
—¿Adónde ha ido? —intervino Eliseo sin poder contenerse—. ¿Cuándo?…
—No es posible…
Mi comentario terminó de confundirla. No supo dónde mirar ni a quién responder. Finalmente, atendiendo a mi compañero, repuso lacónicamente:
—No lo sé…
Era preciso no perder los nervios. Teníamos que averiguar lo sucedido y, sobre todo, dónde se hallaba el Maestro. Y esbozando una sonrisa, intenté tranquilizarme y tranquilizarla. Esta, a cada pregunta, acudía al interior de la vivienda, a interrogar, supongo, a la Señora. El empeño fue casi un fracaso…
Las mujeres lo vieron partir con las primeras luces del alba de aquel domingo, 23 de septiembre. Probablemente, a la misma hora que estos torpes exploradores abandonaban el Ravid. Colgó el saco de viaje de su hombro y desapareció. La Señora preguntó, interesándose por los planes de su Hijo. Jesús le proporcionó un solo dato: deseaba estar a solas con su Padre, en la Ciudad Santa… Eso fue todo.
El resto era fácil de imaginar. La madre, sorprendida y desolada por esta nueva marcha, cayó en otro episodio de profunda tristeza. Ruth y Esta intentaban consolarla… Ahí, como digo, concluyó el laborioso interrogatorio. El Hijo del Hombre había dejado Nahum con destino a Jerusalén. Y recordé sus palabras, poco antes de que nos condujera al terrado: «El Padre tiene planes a los que, por ahora, no tenéis acceso… Confiad».
Y, por un momento, imaginando que Jesús no deseaba nuestra compañía, me vine abajo. ¿Qué hacer ante una situación como aquélla? ¿Regresábamos al Ravid? ¿Nos resignábamos?
Fue Eliseo quien me hizo reaccionar.
¿Abandonar? Por supuesto que no. El objetivo de aquel tercer «salto» era seguirlo sin descanso. Y así sería mientras pudiéramos…
Traté de serenarme y de pensar lo más rápidamente posible. Si la información era correcta —Jesús jamás mentía—, sólo cabía una solución: emprender viaje hacia el sur. El Maestro, según mis cálculos, nos llevaba unas tres horas de ventaja. No era mucho. Podíamos darle alcance. Otra cuestión era el camino que debíamos seguir.
¿Eligió alguna de las orillas del yam, rumbo al río Jordán, o tenía en mente la ruta que atravesaba Samaría? Imposible saberlo. El Maestro era imprevisible…
«Lo lógico —me dije a mí mismo en un vano intento por economizar el problema— es que tome la senda del Jordán. Cruzar la región de los kuteos supone un riesgo…».
¿Lógico? ¿Qué era lo racional en todo aquello? ¿Por qué el Maestro, recién llegado a su casa, había tomado la decisión de salir de nuevo a los caminos? ¿Podría haber influido el frío recibimiento de María y de su hermano? ¿Y por qué Jerusalén? En cuestión de días, el pueblo judío celebraría la fiesta del Perdón o de la Expiación[57]. En esa sagrada jornada, la nación hebrea, como un solo hombre, se inclinaba ante el temido Yavé y solicitaba perdón por los pecados cometidos en el año anterior. Sin embargo, dudé. No creo que fuera ésa la razón que había impulsado al Galileo a trasladarse a Jerusalén. Jesús respetaba las leyes y la tradición, pero sus pensamientos discurrían por otros cauces. En especial, los relacionados con el pecado y la divinidad. Tenía que haber otra explicación para ese súbito viaje. Y prometí que lo averiguaría.
Saldríamos de inmediato hacia Jerusalén. Y lo haríamos por el camino más corto. Primero navegaríamos por el Kenneret o mar de Tiberíades, hasta la orilla sur. Era la ruta más rápida. Una vez allí, tomaríamos la senda que descendía paralela a la margen derecha del Jordán. En el «pasado» (aunque sería más propio hablar del futuro), quien esto escribe había hecho ese camino, aunque amparado en la seguridad de una caravana que procedía de Tiro. Fue después de la muerte del Hijo del Hombre. La marcha, de casi tres días hasta Jericó, resultó de gran utilidad a la hora de tomar referencias y de evaluar los peligros de la importante carretera.
Así fue decidido. El Destino se ocuparía del resto… ¿El Destino? ¿De qué hablaba? Era Él el que gobernaba. De no haberse producido la avería en la «cuna», nada de esto hubiera ocurrido. Es el Destino el que dispone. Nosotros sólo cumplimos lo «contratado». Pero no debo desviarme. Tiempo habrá, quizá, de regresar al importantísimo asunto del Destino…
Y para dar validez a mis palabras, allí estaba, de nuevo…
Ocurrió al caminar hacia el portalón. Como digo, estaba decidido. Así lo hablamos después de interrogar a Esta. Lo seguiríamos por el valle del Jordán.
Pero, de improviso, el ingeniero se detuvo y miró hacia atrás. No sé cómo lo adivinó…
Ruth se hallaba en la puerta de la casa de la Señora, medio oculta por la cortina de red.
Estoy seguro. Nuestras miradas se reunieron, una vez más. Fueron segundos. No podría describir o clasificar aquella mirada con exactitud. Sólo sé que sus ojos me llamaron en el más clamoroso de los silencios. Y obedecí.
Entonces, aquel sentimiento —desconocido para mí— trepó hasta lo más alto de los cielos…
Eliseo alzó la mano, despidiéndose. Ella, sin dejar de mirarme, respondió al saludo…
Y ahora, sabiendo lo que sé, me pregunto con amargura: ¿a quién saludó realmente?
El Destino lo sabía… Y conocía también lo que nos aguardaba al otro lado del portalón.
Fue casi simultáneo. Al pisar la calle, cuando apenas habíamos dado unos pasos en dirección al muelle, oímos un vocerío. Comerciantes y transeúntes, y nosotros con ellos, dirigieron la atención hacia el extremo norte del cardo.
Fue un presentimiento.
Y tirando de la manga de mi compañero le hice ver que debíamos retirarnos y alcanzar los atraques lo antes posible. Según nuestros cálculos, allí podríamos embarcar y poner proa al sur, a la segunda desembocadura del Jordán.
Eliseo protestó. ¿Por qué huíamos? No había tiempo para explicaciones. Tampoco le hablé del extraño presentimiento. Sólo quería poner tierra de por medio.
Pero el ingeniero, tozudo como una mula, pudo más que yo. Se plantó en mitad de la calle y dijo que no daría un solo paso si no le proporcionaba una buena justificación.
No fue necesario. Los gritos, al fondo, y los dos sujetos que encabezaban la algarabía, hablaron por mí. Eliseo, comprendiendo, arrancó a toda velocidad. Yo me fui tras él, más rápido si cabe…
Al pisar el muelle nos detuvimos. Si los capataces y los jefes de cuadrillas de los cargadores observaban a dos individuos, corriendo entre los fardos y sorteando las hileras de esclavos y am-ha-arez[58], ahí terminaría nuestra fuga. El muelle, como todas las mañanas, aparecía saturado de hombres y mercancías. ¿Qué hacer? ¿Qué dirección tomar? ¿Debíamos ocultarnos o hacerles frente?
Aquellos instantes fueron decisivos. Por un lado, mi compañero reparó en uno de los terraplenes próximos, perpendicular, como los otros diez o quince, al espigón o muelle principal. Una de las embarcaciones, al parecer, se disponía a abandonar el atraque. Los marineros, por la proa, intentaban soltar los amarres. Digamos que ésa fue la parte positiva. La negativa estuvo en los rostros de los fulanos que se aproximaban y animaban el tumulto. Nos reconocieron y, aullando, arengaron a la tropa contra estos exploradores. Y se lanzaron como chacales. Pensé en la «vara de Moisés». Con suerte podía anular a media docena, no más. El resto nos destrozaría.
No hubo alternativa. Eliseo indicó los peldaños de piedra que descendían por el terraplén hasta el agua del lago, y dio la señal:
—¡Vamos!
Nunca había corrido y saltado con tanto empeño. En la carrera, atónitos e indignados, más de uno de aquellos infelices terminó tropezando con estos exploradores y rodando por las húmedas y resbaladizas losas. Nunca supe cuántas cántaras se quebraron y cuántas maldiciones cayeron sobre nosotros y sobre nuestras respectivas familias…
Lo único que importaba era salvar el muelle, descender por el atraque y saltar sobre el barco.
Y así ocurrió.
Yo fui el último en caer sobre la proa del pequeño navio. Las caras del patrón, de los tripulantes y del resto de los «pasajeros» no pueden ser descritas. Fue tal el susto que no reaccionaron, afortunadamente…
Y el barco siguió alejándose. En el puerto, rabiosos, quedaron los perseguidores. Los puños de Nabú y del kuteo, en alto, lo dijeron todo. El tabernero y el ladrón no perdonarían la burla con facilidad…
Y antes de que la situación empeorase —aún más—, Eliseo, rápido de reflejos, depositó la bolsa de hule en las manos del patrón. El hombre, un fenicio que se volvía sordo, mudo y ciego al contacto con el dinero, examinó el contenido y se llevó uno de los cinco denarios a la boca. Mordisqueó la plata y, satisfecho, aceptó la propuesta del ingeniero, gritando a los marineros:
—¡Rumbo a la «Luna»!
Y una vela blanca, cuadrada, se abrió por encima de nuestras cabezas. Y el carguero navegó hacia la laguna que formaba la segunda desembocadura del río sagrado —el Jordán— y que recibía el nombre de «Yeraj», la «Luna». Allí decidiríamos. Mejor dicho, allí decidiría nuestro «acompañante», el Destino…
Fue entonces, al ver cómo Nahum se difuminaba en la distancia, cuando caímos en la cuenta de la naturaleza del barco al que habíamos ido a parar. Era lo que, en aquel tiempo y en aquel paraje, llamaban mot (literalmente, «muerte»).
Eliseo y yo, prudentes, nos retiramos a proa, contemplando la escena.
El patrón dio las órdenes y una segunda vela, atravesada en el mástil de popa, se hinchó entre protestas, ayudando a la mayor. El viento, a esas horas (poco más o menos la tercia [las 9 horas]), no había saltado aún sobre elyam. Y el mot cabeceó lento pero voluntarioso. La mesana era también blanca. Todo, en aquel pequeño carguero —de apenas doce metros de eslora—, era blanco. Obligatoriamente blanco…
El fenicio regresó al remo que hacía de timón y mantuvo el rumbo. Después, tras acariciar de nuevo la plata entregada por mi compañero, hizo un gesto a los «pasajeros» que ocupaban el centro de la cubierta. Y la mujer, toda de blanco, tocada con un largo velo, se inclinó sobre el cuerpo que yacía en el maderamen y, sin tocarlo, comenzó a lamentarse, gimiendo y braceando exageradamente. Poco a poco, los lamentos se intensificaron, y también los lloros.
Eliseo, todavía agitado por la reciente carrera, me interrogó alarmado.
Solicité calma. De momento, todo iba bien…
El patrón hizo una segunda señal y el jovencito que acompañaba a la mujer tomó una larga flauta de caña e inició una dulce y melancólica melodía. Parecía una adaptación del kaddisch, una hermosa oración judía que se recitaba y se cantaba en los funerales, y en la que se glorificaba al Dios de la vida…
Y así navegamos durante casi tres horas.
El mot, propiedad del fenicio, era uno de los barcos autorizados por la estricta legislación judía para el transporte regular de cadáveres a lo largo y ancho del mar de Tiberíades. Dada la rigurosa prohibición de tocar o aproximarse a un difunto, los fanáticos religiosos optaron por delegar en los paganos para la necesaria labor de transporte, tanto por tierra como por las aguas del yam.
Los escrúpulos de los judíos (al menos de los más rigoristas), a la hora de conservar la pureza exigida por Yavé[59], llegaban a extremos de pesadilla. El Hijo del Hombre tuvo muchos problemas con este delicado asunto…
Los mot, por ejemplo, al igual que los sepulcros, debían distinguirse en la distancia. Por eso eran pintados de blanco. Era la señal. Eran barcos «prohibidos». Nadie, entre los fieles observantes de la Ley, se acercaba a ellos. La presencia de un cadáver en el navio significaba contaminación, y eso, a su vez, un dinero extra (sólo los sacerdotes —previo pago— estaban autorizados a «limpiar» este tipo de «impurezas»). Y los gentiles responsables del transporte guardaban especial cuidado en satisfacer las obsesivas normas judías. Todo, como digo, aparecía pintado en blanco: casco, cubierta, palos, velas, cuerdas y hasta los cuencos y marmitas utilizados para la comida y la bebida. Los tripulantes, por supuesto, también vestían de blanco. Cuando otros barcos divisaban un mot, variaban el rumbo, alejándose del transporte funerario. Al atracar en puerto sucedía lo mismo: las gentes procuraban distanciarse, evitando todo contacto. De ahí, al miedo y a la superstición sólo había un paso…
Nosotros, en la precipitada huida, no supimos distinguir. La «elección» (por parte del Destino) fue acertadísima. Nadie, en su sano juicio, se hubiera atrevido a perseguirnos…
Y a lo largo de la travesía supimos que el mot trasladaba el cuerpo de un zelota hasta la aldea de Ha-on, en la costa suroriental, relativamente cerca de Kefar-Zemaj.
De allí a nuestro destino, la distancia era de cuatro o cinco kilómetros. El fenicio hizo un buen negocio…
Y al son de la flauta dulce y de los fingidos, y no tan dulces, sollozos y aspavientos de la plañidera oficial fuimos aproximándonos a Yeraj.
Ni mi compañero ni yo olvidaríamos fácilmente aquella agitada mañana…
Todo parecía ir en contra. Y mis pensamientos regresaron, una y otra vez, al Hijo del Hombre. ¿Seríamos capaces de encontrarlo?
Al atracar en Yeraj, el sol se hallaba muy cerca del cénit. Era la hora sexta. Si el Maestro partió de Nahum hacia las seis de la mañana, e hizo el camino hacia la segunda desembocadura del Jordán por cualquiera de las dos orillas, eso significaba, como mínimo, cuatro horas de marcha. Jesús pudo llegar a la «Luna» hacia las diez. Si mis cálculos no erraban, en esos momentos, las doce, quizá habíamos reducido la ventaja. Jesús podía estar a unas dos horas del lugar donde nos encontrábamos. Pero todo esto, claro está, sólo eran suposiciones…
Y me consolé. Lo hallaríamos. La búsqueda en las alturas del Hermón tampoco fue fácil.
Yeraj era una laguna de unos doscientos metros de longitud, situada al sur de la mencionada segunda desembocadura del río Jordán. El brazo de tierra que la separaba del yam era consecuencia del continuo arrastre de sedimentos y del intenso batir de las olas. Los lugareños supieron aprovecharla como ensenada natural, muy abrigada de los vientos y de las furiosas tormentas invernales. Tal y como comprobamos en el «circuito aéreo» —cuando nos dirigíamos al llamado monte de las Bienaventuranzas[60]—, el Jordán desembocaba más hacia el oeste de lo que hoy conocemos. Exactamente, a un kilómetro y medio[61].
La presencia del mot en la laguna nos benefició. Cuando saltamos a tierra, nadie se atrevió a salirnos al paso, ni siquiera el funcionario de la aduana marítima, encargado de inspeccionar los equipajes.
Y, decididos, nos adentramos en la «metrópoli», a la búsqueda de la senda que corría casi paralela a la margen derecha del Jordán[62]. A partir de la observación desde la «cuna», aquel extenso núcleo humano, ubicado al sur del mar de Tiberíades —que reunía a Bet Yeraj, las dos Deganias, Philoteria, Senabris y Kinnereth, entre otras poblaciones—, recibiría, entre nosotros, el nombre de «metrópoli», si se me permite la expresión. Realmente nos impresionó. Las ciudades y pueblos, entrelazados, formaban un todo urbano en el que resultaba difícil averiguar dónde empezaba una y en qué lugar terminaba el siguiente. Según nuestros cálculos, la «metrópoli» podía sumar del orden de cuarenta mil habitantes[63].
Y por un momento dudé. ¿Debíamos buscar en semejante caos de casas, edificios públicos, villas, calles y callejones? ¿Se había detenido Jesús en alguna de aquellas localidades?
Mi hermano, tras la amarga experiencia frente al machete de Nabú, se negó. Lo último que deseaba en esos momentos eran nuevas complicaciones. Y optamos por lo más sencillo y razonable: dejar atrás la «metrópoli».
El Destino fue benévolo…
Al poco, al abandonar las atestadas calles, fuimos a parar al nacímiento del valle del Jordán propiamente dicho: la reunión de los ríos Yavneel y Jordán, a escasa distancia del yam. Allí, en un descampado, judíos y gentiles, previsores, habían organizado una base de aprovisionamiento para todos aquellos que iniciaban el camino hacia el sur o que, a la inversa, procedían de Jericó, Jerusalén o del desierto de la Judea y pretendían continuar hacia el norte. Astutos y comerciantes, unos y otros ofrecían los más variados productos y servicios. Al recorrer el lugar quedamos perplejos. Los habitantes de la «metrópoli» vendían toda suerte de alimentos, agua, pellejos de vino, cerveza helada, sandalias con suelas de madera (especialmente recomendadas para los ardientes suelos del Jordán) y de paja prensada, amuletos «para el feliz regreso» (bajo la protección de otros tantos miles de dioses), «acompañantes» para la soledad del camino (masculinos y femeninos) por la «irrisoria cantidad de un denario de plata por día», tiendas de piel de cabra, mosquiteras personales o colectivas, «almohadas» de piedra volcánica y, por supuesto, carros de dos ruedas (cisium) o de cuatro (redas). El viajero podía alquilarlos y trasladarse así con más comodidad y rapidez. Uno de estos «taxis» a la Ciudad Santa —para una sola persona— costaba alrededor de quince denarios (siempre negociables), incluyendo comida y alojamiento. El sais o propietario del carro y de los caballos garantizaba absoluta seguridad y un máximo de día y medio de viaje. Un lienzo blanco amarrado al carro significaba que el «taxi» se hallaba libre. Lo pensamos y lo hablamos. El alquiler de uno de aquellos carros hubiera aliviado la marcha y, quizá, habría ayudado a una más rápida localización de Jesús. Lamentablemente, no disponíamos del suficiente dinero para afrontar dicho gasto y el que, sin duda, generaría la estancia fuera del Ravid. Podríamos haber cambiado uno de los diamantes, pero, francamente, no nos pareció el lugar adecuado.
El sais, además, no admitía la devolución del dinero —ni siquiera una parte— en el caso de que el viaje resultara interrumpido. Si estos exploradores encontraban al Maestro antes del ocaso, ¿qué hacíamos con el carro? Y movido por la intuición, olvidé las ofertas. Seguiríamos a pie.
La inspección de la base de aprovisionamiento —al margen de la compra de algunos víveres y del agua necesaria— fue otro fracaso. Allí no estaba Jesús o, al menos, no fuimos capaces de hallarlo. Nadie parecía conocerlo. Era lógico. En septiembre del año 25, el Hijo del Hombre era un perfecto desconocido. Nadie supo darnos razón sobre el tal Yešúa’, vecino de Nahum. Yešúa’, o Jesús, los había a miles…
Recorrimos, incluso, la confluencia del Jordán con su afluente, el Yavneel, interrogando a los trabajadores de las diez enormes ruedas de madera que extraían el agua de los ríos y la depositaban en otras tantas y gigantescas «piscinas» o aljibes que suministraban a las poblaciones de la «metrópoli»[64]. Ni funcionarios ni burreros —responsables de los onagros que hacían girar las norias día y noche— supieron a qué Jesús nos referíamos.
Y, decepcionados, regresamos junto a los mercaderes. Estaba decidido, sí, pero ¿cómo planificábamos la marcha? Eliseo, más impulsivo, sugirió que lo dejáramos en manos de mi «amigo», el Destino. Al principio me resistí. El camino hasta Jerusalén era largo (algo más de ciento treinta kilómetros). Era importante que trazáramos un plan. Deberíamos caminar atentos y con cierta prisa. Jesús lo hacía a grandes zancadas, devorando prácticamente las millas. Pero ¿qué sucedería si no dábamos con Él? ¿Permaneceríamos en Jerusalén? ¿Por cuánto tiempo?
La decisión era mía y dediqué unos minutos a la reflexión. Mi hermano, a la espera, se alejó hacia el corazón de la base de aprovisionamiento.
Lo había visto al pasar. Lo examiné fugazmente y no le presté mayor atención. Allí, en el centro del lugar, se alzaba un curioso «monumento», venerado por los gentiles y repudiado por los judíos más conservadores. Eliseo, curioso, se fue hacia él y procedió a repasarlo con detenimiento.
Sumé trece obeliscos. Se trataba de trece piedras negras, cilindricas, de unos treinta centímetros de diámetro y de un metro y medio de altura, sólidamente ancladas en tierra. Formaban una hilera. Cada obelisco aparecía delicadamente tallado, con el extremo superior en forma de cono. A dos cuartas del vértice, las piedras presentaban una característica que las hacía singulares: sendos orificios, perfectos, de dieciocho centímetros de diámetro. Todos iguales. Todos trabajados con gran mimo. Todos taladrando la roca basáltica de parte a parte. Eran trece hermanos. Así bautizamos el paraje: «los trece hermanos».
Los examiné en diferentes oportunidades —en especial, a raíz del «hallazgo» del ingeniero—, pero nunca supe su significado exacto[65]. Unos asociaban el «monumento» al dios Baal. Otros aseguraban que fue idea de los constructores de la ciudad de Ugarit, en la costa siria (al norte de la actual Ras Samra), y que protegía a los caminantes. De ahí que fuera ubicado en el nacimiento de la gran arteria del Jordán. Por así decirlo, en el punto de partida hacia cualquier destino. Oí comentarios para todos los gustos. Había quien afirmaba que fueron transportados por el aire —en una noche— desde los templos de Gebal y Kitión, en Chipre, y quien juraba que eran obra de los jenum, los diablos del cercano desierto de Judá. Para los judíos más rigoristas, en cambio, sólo estábamos ante una muestra más de la idolatría «que arrasaba el país».
Al pie de los boquetes —en tres de las piedras— aparecían otras tantas inscripciones, grabadas en arameo y koiné.
Ahora, al poner en orden estas memorias y rememorar lo sucedido, me estremezco. Definitivamente, nada es casual. Nada…
Como decía, fue Eliseo quien hizo el «descubrimiento».
Me reclamó y, al aproximarme a los «trece hermanos», señaló el situado más al sur (la hilera se hallaba perfectamente orientada de norte a sur). Me encogí de hombros. No terminaba de comprender el súbito interés de mi compañero por aquellas piedras.
—¿Qué dice ahí?
Examiné la inscripción. Era la letra griega omega.
Seguía sin entender…
Entonces, enigmático, me invitó a mirar por el «ojo» que perforaba aquel primer obelisco. Así lo hice, pero, inicialmente, no descubrí nada anormal. Como era lógico, sólo observé parte de los siguientes, con los correspondientes orificios.
—¿Te refieres a la alineación? —pregunté, intrigado—. Es perfecta…
Eliseo negó con la cabeza y sonrió malicioso.
—Por favor, vuelve a mirar…
Repetí la observación, prestando más interés. Estaba claro que la insistencia era por algo…
Las piedras se hallaban separadas entre sí poco más de un metro. Busqué minuciosamente, pero, salvo las inscripciones en el segundo y el tercer obelisco, también al pie de los orificios, no fui capaz de hallar lo que había movilizado al ingeniero.
—No entiendo…
—¿Qué lees?
Conocía aquel tono, entre divertido y mordaz. Eliseo disfrutaba con estos «juegos».
Inspeccioné la segunda inscripción. Tampoco me dijo nada. En cuanto a la tercera y última…
—… «El principio»…
Eliseo me contempló, expectante.
—Sí, «el principio» —subrayó, satisfecho—. ¿Comprendes ahora?
Miré de nuevo por el boquete y creí entender. Lo comprobé una vez más. No había duda.
—¡Asombroso!
Aquello, en efecto, parecía tener sentido. Un cierto sentido…
Y sin poder contenerme, caminé entre los «hermanos», ratificando lo observado por el primero de los orificios. Las tres inscripciones eran nítidas. Por más que exploramos los restantes pilares, no hallamos ninguna otra leyenda. Curiosamente, las inscripciones podían ser leídas en un sentido o en otro, partiendo del primer obelisco o del tercero, respectivamente. Su verdadero sentido, sin embargo, aparecía cuando eran observadas a través de los citados boquetes en las piedras.
Y el ingeniero, intrigado, preguntó:
—¿Casualidad?
No supe qué decir. Ahora, insisto, al saber lo que sucedería algún tiempo después, creo que todo, en esta operación, fue mágicamente planificado. ¿Por quién? Supongo que el hipotético lector de este apresurado diario ya habrá adivinado a quién me refiero…
Recuerdo que terminé encogiéndome de hombros, incapaz de despejar el misterio.
«Omega es el principio».
Así rezaban las tres inscripciones, leídas de sur a norte. Es decir, mirando por el orificio del primer obelisco sagrado.
«Omega» era la primera inscripción. «Es» la segunda, y «el principio» la tercera y última.
¿«Omega es el principio»?
¿Qué había querido decir el autor de la leyenda? Omega es la última letra del alfabeto griego: el fin, desde un punto de vista puramente simbólico. Aquí, en cambio, cobraba un significado distinto. ¿Por qué el «fin» era el «principio»?
Leído al revés —«el principio es omega»—, también presentaba sentido. Un cierto sentido…
Pero deberíamos esperar para alcanzar su verdadero y pleno significado. Una vez más, el Hijo del Hombre sería protagonista de este singular e inesperado enigma. Pero vayamos paso a paso…
Permanecí un tiempo absorto, intentando descifrar el «hallazgo». Las inscripciones no eran recientes, aunque, probablemente, no presentaban la antigüedad del tallado de los obeliscos. La presencia de omega fue determinante. Como saben los expertos, esta letra fue introducida en el ático, la lengua de la ciudad de Atenas, hacia el año 400 antes de Cristo. La influencia ateniense hizo de este dialecto del griego antiguo la base para la koiné, el griego internacional (una especie de «inglés» portuario de gran importancia en las relaciones comerciales en todo el Mediterráneo). La leyenda, por tanto, no tenía más de cuatrocientos años.
Y eso, ¿qué importaba?…
Lo increíble es que estaba allí. Alguien —consciente o inconscientemente— grabó unas palabras «proféticas». Y nosotros, por esos caprichos (?) del Destino, acabábamos de descubrirlas. Como digo, en el momento adecuado…
Y también en el instante oportuno hizo su presencia aquel viejo nómada. Supongo que nos observó durante el examen de los «trece hermanos». Y sin rodeos exclamó:
—Es el ojo del Destino. Sólo unos pocos aciertan a saber que está ahí… Pero, atención: el hombre que lo descubre necesita de todas sus fuerzas para seguir en la lucha.
Entonces tampoco entendí el sabio mensaje del beduino. Todo un regalo para quien lo sepa apreciar…
Y poco después del mediodía partíamos hacia el sur. ¿Qué importaban los malditos planes? Viviríamos al día. Lo único importante era Él. Era preciso que lo halláramos, y lo antes posible. Ésa era nuestra misión. Nos comprometimos a ser testigos de su vida, y así sería.
De momento disponíamos de unas cuatro horas de luz; suficiente para seguir buscando. Tenía que estar en alguna parte…
Y animados, pusimos rumbo a Jerusalén.
Mi preocupación, en aquellos primeros momentos de la marcha, fue el agua. Habíamos cambiado de paisaje. Las exigencias, ahora, eran de otro tipo. De las montañas y la nieve de la Gaulanitis pasamos a la sequedad del valle del Jordán, con temperaturas diurnas que, en ese final del verano, no descendían por debajo de los 25 grados Celsius. Un suplicio añadido.
Nuestras reservas eran suficientes. Las antiguas calabazas utilizadas en el camino hacia el Hermón fueron reemplazadas por un odre de piel de cabra, adquirido en la base de aprovisionamiento. Lo que me inquietaba era el riesgo de contraer algún tipo de infección intestinal, tan frecuentes en aquel tiempo y en aquel lugar y, al mismo tiempo, tan peligrosas. La Escherichia coli, por ejemplo, era una grave amenaza. Si el agua de los «trece hermanos» se hallaba contaminada, podíamos sufrir un proceso diarreico agudo que, sin duda, entorpecería nuestro trabajo, sin contar, obviamente, con otras posibles enfermedades, tales como la disentería bacilar, las fiebres tifoideas, la amebiasis, el cólera, etc. Naturalmente, no fue posible potabilizar el agua mediante el sencillo procedimiento de la ebullición, pero traté de conjurar el peligro con las pertinentes dosis de tintura de yodo y de doxiciclina (200 miligramos en el primer día y 100 al día durante las siguientes semanas). Las cinco o diez gotas de yodo disueltas en el odre le daban un sabor no muy agradable al agua, pero nos resignamos. No había alternativa.
Aquel primer tramo fue una tortura. Y no por el terreno en sí, plano y en ligero ascenso. Necesitamos un tiempo para acostumbrarnos al asedio de los sais y de sus carros. Durante cinco largos kilómetros, los «taxis» procedentes de la base de aprovisionamiento nos abordaron sin descanso, repitiendo la misma cantinela: «¿Jericó?… ¿Jerusalén?… ¡Barato!».
Ante las negativas, los conductores insistían, rebajando precios y cerrándonos el paso con los caballos o jumentos. El final siempre fue el mismo. El sais, molesto, golpeaba las grupas, y los animales arrancaban con violencia, levantando un polvo espeso y asfixiante. Y el individuo se alejaba entre insultos y maldiciones.
En otras oportunidades, siempre con los lienzos blancos al aire, los sais, aburridos, organizaban carreras, adueñándose de la estrecha carretera de tierra batida y poniendo en peligro la integridad física de cuantos marchábamos en una u otra dirección. De poco servían las airadas protestas, los palos en alto de los caminantes o, incluso, las piedras que terminaban lloviendo sobre los grupos de carros. Poco a poco nos acostumbraríamos. Así era la carretera del Jordán…
Y el paisaje, como decía, cambió sustancialmente. Ahora marchábamos por un valle relativamente angosto en el que el río Jordán aparecía como dueño y señor. Lo que contemplamos en aquella aventura nada tiene que ver con el Jordán conocido en nuestros días. Hoy, en el siglo XX, el río sagrado se presenta como una corriente de menor rango, con una escasa y tímida vegetación asomándose a las aguas. El resto es casi desierto. En aquel tiempo, por el contrario, como ya descubrimos en el referido periplo aéreo[66], el Jordán era un cauce más notable, capaz de alimentar extensas áreas de selva subtropical, cerradas, casi impenetrables, y en las que habitaban felinos (especialmente leopardos y linces), cocodrilos, peligrosas manadas de cerdos salvajes, chacales, serpientes de todo tipo (diez de ellas altamente venenosas), behemoth o leviatanes (hipopótamos), zorros y una numerosísima colonia de aves.
Era el Gor, la tercera gran región de Israel, después de las montañas y la costa. Una formidable falla que recorre el país de norte a sur y que los arqueólogos llaman graben, con su mayor desnivel en el mar Muerto (menos cuatrocientos metros).
El Jordán era un lugar próspero, densamente poblado —especialmente en su mitad sur—, y en el que, al igual que en la Galilea, convivían en paz judíos y paganos de mil orígenes.
El río discurría por nuestra izquierda (tomaré siempre el sentido de la corriente como referencia principal), más o menos a medio kilómetro. Salvo en contadas ocasiones, el camino que descendía hacia Jericó se mantenía a una prudencial distancia de la cúpula vegetal —ahora verde y amarilla—, que recordaba la presencia del cauce; un cauce de 101 kilómetros en línea recta (desde el sur del yam al mar Muerto) y 222 de río, propiamente dicho[67]. Esta proporción (1:2) hacía del Jordán un río tortuoso, con varios cientos de meandros, algunos casi circulares, y gargantas profundas, de paredes verticales, de hasta sesenta y cien metros de altura. En su momento, nos adentraríamos en aquellos parajes solitarios y peligrosos. Y también en compañía del Hijo del Hombre…
¿El Hijo del Hombre?
De momento no habíamos tenido suerte. Recorrimos la larga recta del primer tramo sin la menor señal del Galileo. A derecha e izquierda de la ruta, entre las colinas y la «jungla» del Jordán, se derramaban miles de viñas de un metro de altura, minuciosamente apuntaladas y amarradas unas a otras con largas y oscuras cuerdas. Las últimas partidas de felah procedían a la recogida de una uva negra y brillante que era cargada en grandes cestas. Los campesinos, en interminables hileras, transportaban el fruto hasta los carros o los gat, unos lagares de ladrillo rojo, estratégicamente situados entre las plantaciones.
Preguntamos. Indagamos en las chozas de paja y adobe que salpicaban los campos. Negativo. Ni una sola pista. Nada…
Y proseguimos. Quizá perdimos tiempo en los «trece hermanos». Teníamos que forzar el paso. Si Jesús nos precedía, no debía hallarse muy lejos…
Consulté el sol. Podía ser la hora nona (las 15.00). Quizá algo menos.
Y, de pronto, la marcha se vio interrumpida. Lo había olvidado…
A cinco kilómetros del yam terminaba la Galilea y empezaba otra región —la Decápolis—, formando una cuña que se introducía hacia el oeste. El nuevo territorio avanzaba hacia el sur, hasta el río Yavesh, haciendo frontera con la Perea de Herodes Antipas, el viejo «zorro».
Allí se alzaba la aduana, un mísero edificio de barro y cañas, consumido por el sol y por la desidia de unos funcionarios, al servicio de Roma, cuya única preocupación era enriquecerse lo antes posible. Estos publicanos de la Decápolis[68], como la mayoría de los que conocimos, eran también judíos. Es decir, doblemente odiados por sus paisanos.
Una larga fila de caminantes, con sus carros, jumentos y camellos (en realidad, dromedarios), esperaba pacientemente su turno. Los publicanos, a la sombra de un improvisado cobertizo, se turnaban, codiciosos, en la revisión de las mercancías y de los bultos o enseres personales. Eran tres. Todos ellos con el distintivo de latón sobre las túnicas. Por detrás, a la izquierda del edificio de la aduana, sentados sobre el polvo y aprovechando el dudoso frescor de un tejadillo de juncos y ramas, dormitaban cinco soldados romanos. Las ropas, con el tradicional pantalón rojo ajustado hasta la mitad de la pierna, y las afiladas jabalinas o pilum, con bases de hierro, me hicieron pensar que estábamos ante una patrulla o un pelotón, integrante de una turma, una unidad de caballería, generalmente formada por treinta y tres jinetes. El sofocante calor y la ausencia del decurión o jefe de fila los habían llevado a prescindir de la pesada y molesta cota de malla, así como de los cascos de cuero. Todo, junto a las temibles gladius, las espadas de doble filo, reposaba a corta distancia.
Eliseo y yo nos miramos en silencio. Eran tropas auxiliares. Su ferocidad y malos modales eran bien conocidos. Este explorador ya había tenido una amarga experiencia con dos de ellos en el camino de Nahum a Saidan. Era preciso actuar con cautela.
Y, lentamente, nos fuimos acercando a los funcionarios…
Por delante de estos exploradores, aguardando turno, se hallaban tres judíos —galileos, a juzgar por su cerrado acento— que conducían un alto camello de pelo suave y rojizo, con dos enormes canastas a cada lado de la joroba.
Al principio no presté mayor atención. Parecían comerciantes, como tantos otros…
Eran jóvenes.
Los vi susurrar entre ellos y mirar a los soldados con desconfianza. Imaginé que, como a la mayor parte de los hebreos, la presencia de los odiados kittim les revolvía el estómago. Por supuesto, pero había más…
Y cuando les tocó el turno, uno de los publicanos los interrogó sobre la naturaleza del cargamento.
—Cebollas…
El funcionario, experto en semejantes lides, miró a los ojos al que acababa de responder. Fueron segundos. El galileo dudó. Parpadeó y repitió inseguro:
—Cebollas de Ginnosar para el mercado de Jerusalén.
Fue suficiente. El funcionario «supo» que había algo raro. Y señalando la carga, ordenó que la hicieran descender a tierra. El tono, autoritario, no dejaba margen a la negociación.
Los felah protestaron y se negaron a cumplir las exigencias del publicano. Uno de ellos argumentó, con razón, que no era bueno liberar el camello. Esa operación —y bien lo sabía el publicano— sólo debía llevarse a cabo al concluir la jornada. Arrodillar al animal, soltar la carga, volver a montarla y hacer que se incorporase representaba un vigoroso esfuerzo, nada recomendable (el camello podía lastimarse y derramar la carga). Y el que parecía más sensato pidió al publicano que subiera a lo alto del animal y verificase el contenido de las cestas.
Supongo que fue un problema de «mantenimiento de la autoridad». El publicano, cerril, con una corta y obstinada visión de la situación, dijo que no. Él era quien mandaba, y ordenó que el camello fuera descargado de inmediato. Eso, o dar media vuelta…
E imaginé que la orden significaría otro considerable retraso en nuestro empeño de búsqueda de Jesús de Nazaret. Me equivoqué, una vez más…
Súbitamente, sin mediar palabra alguna, el primero de los galileos —el que había dado la explicación sobre las cebollas de Ginnosar— extrajo una daga del interior de la túnica, se lanzó sobre el publicano y le cortó el cuello con un rápido y certero tajo. Los gritos y la sangre, brotando a borbotones, provocaron un inmediato caos. Eliseo y yo nos retiramos, tropezando con otros viajeros y caravaneros. Y los galileos, como un solo hombre, saltaron sobre el camello y emprendieron la fuga. Sobre el polvo, en un charco de sangre, yacía el funcionario.
Pero la huida fue abortada por los mercenarios romanos. Alertados por los aullidos de los otros dos publicanos, se hicieron con las jabalinas y corrieron tras los judíos. Al poco, las pilum atravesaban el vientre del camello y lo derribaban. Y con él, los galileos y la carga. Y antes de que los huidos hicieran uso de sus sicas o dagas curvadas, los soldados enterraron las lanzas en los cuerpos, terminando con la vida de los tres jóvenes. Y allí quedaron, en mitad de la senda, sobre la tierra batida y el negro reguero de estiércol de las caballerías.
No hubo más revisiones, ni pago de «peaje». Y el descontrol nos favoreció.
Mi hermano y quien esto escribe, como otros caminantes, nos alejamos de la aduana, rumbo al sur. Al pasar junto a los galileos y al agonizante camello comprendimos. Entre las célebres cebollas de Ginnosar, esparcido por el suelo, aparecía un arsenal de armas: gladius, dagas, hachas de una y dos cuchillas y mazas metálicas con y sin púas. Eran zelotas —enemigos declarados de Roma— con un cargamento oculto…
Quizá fuera la décima (las cuatro de la tarde) cuando divisamos el cruce de caminos de Gesher. Eliseo y yo no hicimos un solo comentario sobre lo acaecido en la aduana. Los corazones estaban todavía sobrecogidos. Poco o nada podríamos haber hecho en favor de los nacionalistas judíos…
Nuestro código, además, prohibía este tipo de intervención.
Dos de los mojones cilindricos de piedra caliza (los útilísimos miliarios), a uno y otro lado de la carretera, indicaban los desvíos a Scythopolis (actual Bet She'an), al suroeste, y a Gadara, al nordeste. La senda del Jordán continuaba recta, hacia el sur[69].
Dudamos.
¿Qué camino había tomado el Maestro? ¿Eligió el de Scythopolis o siguió por el «habitual», el que corría paralelo al río sagrado? La calzada hacia la notable ciudad de la Decápolis era más cómoda que la tierra batida de la ruta por la que marchábamos. Seleccionar aquel camino, sin embargo, suponía dar un importante rodeo. Era preferible el polvo y la incomodidad de la senda que discurría por el valle. Y así fue. Optamos por lo que conocía. El sol, además, escapaba veloz, burlándose de nuestra incompetencia. Sólo quedaba una hora y media de luz…
¿Qué hacer?
No supe cómo responder a la cuestión planteada por el ingeniero. De momento, la búsqueda de Jesús era un fracaso.
Y me resigné, confiando no sé muy bien en qué. Si la figura del Hijo del Hombre no surgía en breve, nos veríamos forzados a interrumpir la persecución, al menos hasta el día siguiente.
¿Dónde dormir?
Tampoco pude aclarar la lógica duda de Eliseo. Lo dejaríamos en manos del Destino. Él «sabe»…
Y ya lo creo que sabía…
Al dejar atrás el segundo gran afluente occidental del Jordán —el Tabor—, el paisaje cambió de nuevo. Las miles de viñas desaparecieron y, a derecha e izquierda, surgió el jamrá, la tierra roja —muy fértil— que proporcionaba un excelente cereal y unos no menos codiciados pastos. Una tupida red de acequias y canalillos espejeaba por doquier, transportando el agua de los pozos y los manantiales, abundantísimos en el valle. El clima, cálido, y la salinidad del jamrá[70] obligaban a un riego permanente. Buena parte de esta agua terminaba evaporándose, lo que provocaba, a su vez, un incremento de la referida salinidad. Los felah, sin embargo, incansables, trataban de restablecer el equilibrio con un intenso abonado de la tierra, casi siempre con excrementos de cabra y oveja.
Apretamos el paso. Si no recordaba mal, a cosa de siete u ocho kilómetros del cruce de Gesher, se levantaban dos o tres pequeñas aldeas. Uno de esos humildes poblados de ladrillos rojos y techumbres de paja podía servirnos para pernoctar. El ocaso decidiría cuál de ellos… Newe'ur fue la primera de estas aldeas. Cruzamos rápidos entre los dólmenes que se alzaban a corta distancia de las chozas de adobe. Mi hermano, asombrado ante las colosales dimensiones, preguntó cómo los habían levantado. Nadie lo sabe. Las losas que los cubrían —de una o dos toneladas de peso— aparecían a más de tres metros de altura, sostenidas por grupos de piedras verticales, sólidamente hincadas en tierra. Las rocas fueron removidas hacia el tercer o cuarto milenio antes de Cristo. Puede que mucho antes. Se supone que eran tumbas. Los lugareños, supersticiosos, los llamaban «casa de los espíritus». Difícilmente entraban en ellos. Los zelotas, conscientes de la estratégica ubicación de los mismos, al filo del camino, los tomaron como objetivo de sus hirientes graffiti contra Roma. Las pintadas, en cal, hacían referencia, sobre todo, al «viejito», el emperador Tiberio, calificándolo de «asesino» y «anas» (castigo) del pueblo judío. «¿Podrás con el próximo rey?», rezaba otro de los graffiti, haciendo alusión, probablemente, al esperado Mesías.
Y la palabra Mesías me trajo de nuevo la imagen del Maestro. ¿Dónde se hallaba?
¿Mesías? Ése era otro concepto que debería rectificar en su momento. No importa adelantarlo: Jesús nunca se consideró el Mesías…
Bet Yosef fue la siguiente aldea, tan pobre como la anterior. Ésa, al menos, fue la primera impresión, al contemplar las míseras y destartaladas —cabañas entre las que corría y jugaba una legión de niños desnudos, sucios y siempre acosados por nubes de moscas y tábanos de ojos protuberantes e iridiscentes. Y digo que fue la primera impresión porque, con el tiempo, al conocerlos mejor, descubrimos que aquellas gentes no eran tan pobres como imaginamos. Vivían en chozas de barro y carecían de muchas de las comodidades (?) de la ciudad, pero difícilmente pasaban hambre. El cultivo de la tierra, en el valle, era pesado y sofocante, pero muy rentable. Las altas temperaturas permitían la maduración adelantada de los frutos, incluso en primavera, y el crecimiento tardío en otoño. Esto se traducía en varias cosechas y, lógicamente, en suculentos beneficios. Por otra parte, la fuerte radiación solar influía positivamente en la calidad de los productos. Las uvas, los melones, las sandías, las verduras, los frutales y los cereales de la cuenca del Jordán eran exquisitos. Todos los reclamaban. Y las exportaciones llegaban a las lejanas tierras de Germania, Partía y Loyana, en China. La zona por la que caminábamos era célebre, por ejemplo, en el cultivo de flores. Los huertos y las plantaciones, pequeños o interminables, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Allí florecían nardos, de especial aplicación en perfumería y elogiados en el Cantar de los Cantares, lirios samaritanos, numerosas especies de crisantemos, azafrán (recolectado, sobre todo, con fines curativos), mandragora de frutos amarillos (reclamada como remedio contra la esterilidad femenina, la única concebible en aquel tiempo, y como afrodisíaco) y la llamada rosa «fenicia» —la vered—, de grandes pétalos blancos, cubriendo la cuenca con una imposible nevada. El comercio de las flores en el Jordán era igualmente próspero. Las coronas de rosas o lirios, tanto en las cabezas de las novias como en los banquetes y demás fiestas y celebraciones, eran demandadas a diario. En el Día de la Expiación, por ejemplo, una moda impuesta por las escuelas rabínicas situaba la venta en más de cuarenta mil vered, sólo en la ciudad de Jerusalén. El «negocio» se fundamentaba en la demostración del perdón, hacia los enemigos, con el regalo de una rosa fenicia, siempre anónimamente. De esta forma, el judío que obsequiaba la flor quedaba redimido de las culpas cometidas el año anterior, y el que la recibía sabía que tenía un enemigo menos (al menos, en teoría). Por unas o por otras razones, el volumen de flores que se cortaba todos los años superaba los sesenta millones de unidades, según la «asociación o sindicato de felah» que controlaba dicho mercado y que tenía su sede en Jericó. En total, en el centenar de kilómetros que ocupaba el valle, sólo en la cuenca occidental, sumamos más de trescientas granjas con una superficie de unas mil setecientas hectáreas dedicadas al cultivo exclusivo de flores. Para protegerlas de los intensos y abrasadores vientos locales que descendían por las colinas del oeste durante el verano, los ingeniosos campesinos habían construido barreras de juncos y carrizos que permanecían en tierra hasta el final de la primavera. Al llegar la estación estival y levantar dichas protecciones, el valle sufría una curiosa metamorfosis, con cientos de «paredes» verdes y blancas, siempre oscilantes por los vientos[71].
Alcanzamos la aldea de Yardena con el tiempo justo. El sol, naranja e inmenso, rodaba ya hacia la llanura de Esdrelón, en el horizonte. La noche no tardaría en caer.
La jornada, en fin, parecía condenada al fracaso. Nuestro objetivo —el Maestro— se había volatilizado…
Y buscamos refugio.
Yardena, dedicada casi exclusivamente al cultivo de las flores, era otro puñado de cabañas, a poco más de seiscientos metros de la «jungla» del Jordán.
El Destino tuvo piedad de estos agotados exploradores y, al poco, soltábamos los petates y el odre en una de las «habitaciones» del «hotel» local. Pensaba que la suciedad y la miseria de la posada de Sitio, en el cruce de Qazrin, no podían ser superadas. Me equivoqué. Aquella «caravanera» era mucho peor. El título de posada, incluso, era una exageración. Una docena de chozas de barro y techumbre de hoja de palma, levantadas anárquicamente en el interior de un círculo, también de adobe rojo, que, supuestamente, debía defender a los clientes de bandidos y asaltantes, formaban el lugar donde pasaríamos la noche. Un lugar infecto, con un pozo y una letrina comunes, donde, sin embargo, nos esperaba una sorpresa. Cosas del Destino, que escribe recto con renglones torcidos.
El examen de la habitación terminó de hundirnos. Ni siquiera disponíamos de un catre. Las «camas» eran el puro suelo. Si deseábamos un par de esteras, teníamos que pagarlas. En un rincón, como único mobiliario, una lucerna apagada y un recipiente metálico, alto y cilindrico (semejante a un bacín), que, supuse, hacía las veces de orinal. Todo un «lujo», colonizado, eso sí, por un escuadrón de fétidas y amenazadoras chinches, los huéspedes permanentes de la «inolvidable posada» de Yardena. En uno de los muros, alguien —no muy satisfecho— había dejado un par de frases: «Los clientes veraniegos (se refería a las chinches) no me han dejado dormir. Paga tú la limpieza de la pared».
Salimos del antro y buscamos oxígeno. Los primeros luceros parpadeaban ya en el firmamento. No teníamos opción. Pasaríamos la noche en el recinto aunque, naturalmente, al aire libre. La búsqueda del Maestro quedó aplazada.
Y durante unos minutos dediqué mi atención al inútil rastreo del Ravid. Nos hallábamos muy lejos. Según mis cálculos, a treinta y cuatro kilómetros en línea recta. Demasiada distancia para distinguir el abanico luminoso que debería proyectar hacia el cielo el «ojo del cíclope», en el supuesto de una grave avería en la «cuna». El terreno, además, no nos favorecía. Yardena se encontraba a 244 metros por debajo del nivel del Mediterráneo, y el monte Arbel —por delante del Ravid—, con sus 181 metros, hacía las veces de pantalla, ocultando la nave (el módulo fue estacionado en la cumbre del Ravid, a 138 metros). No nos quedaba ni la posibilidad de conexión con Santa Claus mediante el láser de larga distancia[72]. Y el recuerdo de la última avería me intranquilizó.
Pero estábamos donde estábamos. Era preciso seguir. De ese «problema» nos ocuparíamos a su debido tiempo…
Fue entonces cuando oímos las voces. Procedían de un grupo de individuos —posibles clientes del albergue— que cenaba alrededor de una gran marmita.
Discutían.
Mi hermano y yo, incapaces de soportar un nuevo incidente, nos mantuvimos alejados. Y nos dispusimos a dar buena cuenta de las provisiones compradas en los «trece hermanos».
Eliseo, pendiente de la discusión, fue el primero en hacer una señal, recomendándome que escuchara. Al hacerlo, me sobresalté. E interrogué al ingeniero con la mirada. ¿Había oído lo que creía haber oído?
Así era…
A partir de esos momentos, nuestra atención quedó amarrada al vocerío.
Eran pastores. Conducían ganado desde Hebrón, al sur de la Judea, hasta los pastos de la Batanea y de la baja Galilea, menos rigurosos que los del desierto de Judá. Hablaban de alguien.
Unos defendían que se trataba de un profeta, enviado por Dios. Otros se mofaban, argumentando que «nadie, en su sano juicio, vestía como lo hacían los antiguos». Y añadían: «Está loco…».
¿A quién se referían? ¿Hablaban de Jesús de Nazaret?
Rechazamos la idea. Según nuestras informaciones, el Maestro no había inaugurado su vida de predicación. Eso llegaría más tarde. No hacía ni cuatro días que lo habíamos dejado en Nahum…
La discusión, cada vez más encendida, tomó un camino insospechado cuando otro de los judíos mencionó al profeta Elias, haciendo ver a sus colegas que, quizá, estaban ante «el retorno del desaparecido». Elias, como se recordará, tuvo un papel muy destacado durante el reinado de Ajab (hacia el año 869 antes de Cristo) (véanse libros de los Reyes). Según la tradición, fue arrebatado a los cielos por un «carro de fuego» cuando acababa de cruzar el río Jordán, en compañía de otro profeta, Eliseo. Para muchos, esa desaparición tuvo lugar en las proximidades de la desembocadura del Yaboq, en el wadi Zarqal, otro de los afluentes del Jordán por la margen izquierda. De Elias nunca más se supo. Como sucedió con Moisés, los restos no han sido hallados. No se sabe qué fue de ellos…
Y los pastores se enzarzaron en otra agria polémica. La mayoría rechazó la sugerencia de un «nuevo Elias», asegurando que éste no hacía prodigios. «Nadie vio que los cuervos le hablaran o que abriera las aguas con la ayuda del manto».
¿De quién demonios estaban hablando? Esos supuestos «milagros» son atribuidos al citado Elias…
Para complicar el debate, uno de los pastores aportó otra hipótesis que, lejos de ser rechazada, fue motivo de nuevas especulaciones y de más de un significativo silencio. Después lo comprenderíamos.
El individuo, bajando la voz, apuntó la posibilidad de que el hombre en cuestión fuera, en realidad, un espía de Antipas, de Roma, de los zelotas o de los nabateos.
Quedamos perplejos.
Algunos se mostraron de acuerdo. Podía ser. Todo podía ser —dijeron— en aquellos malos tiempos, en los que nadie se fiaba de nadie.
En eso hablaban con razón. Desde la época de Herodes el Grande, fallecido en el año 4 a. J. C., un ejército de «espías» se infiltró entre la población, e informaron a unos y otros de lo que pensaba y de lo que hacía el pueblo. Ciudades, puertos, aduanas y posadas eran los «centros de operaciones» de estos confidentes. Los había que trabajaban para los romanos o para los tetrarcas —o para ambos a la vez— y también para los terroristas o, incluso, para el poderoso rey Aretas IV, de la Nabatea, al sur del mar Muerto. Gracias a estos informantes camuflados, reyes, gobernadores, castas sacerdotales, zelotas y empresarios estaban al día de los movimientos de los adversarios y los competidores. Nosotros, en su momento, también fuimos testigos de las infames acciones de estos «servicios de inteligencia»…
No pude contenerme y, tratando de averiguar de quién estaban hablando, me aproximé al grupo. Me disculpé por la intromisión y los interrogué.
Eliseo permaneció en silencio, a mi lado. Los pastores, sorprendidos, enmudecieron. Nos observaron a la luz del fuego que alimentaba la olla y se negaron a responder. Repetí la pregunta, solicitando el nombre del «nuevo Elias». El silencio se espesó un poco más.
Comprendí. Acababa de cometer un error al calificar al protagonista de la polémica de «nuevo Elias». Los judíos, desconfiados, nos tomaron por lo que no éramos.
Uno de ellos, finalmente, maldiciendo nuestra condición de extranjeros, replicó a regañadientes:
—No sabemos de qué nos hablas…
Insistir fue inútil.
Mi hermano, prudente, tiró de mí y ahí murió el intento con los de la Judea.
¿Un enviado de Dios? ¿Un loco? ¿Elias, de nuevo? ¿Un espía al servicio de quién sabe qué poder?
Poco faltó para que olvidara el asunto, pero el instinto —una vez más— me llevó de la mano. Tenía que desvelar el misterio. Algo me decía que esa persona formaba parte de nuestra misión. La intuición no se equivocó.
Fue el posadero, esa misma noche, a cambio de unas monedas, quien nos proporcionó el nombre y algunos datos complementarios, no menos útiles.
El grupo, como digo, era un reducido clan de pastores de ovejas que ascendía por el valle, rumbo al norte. A su paso por la zona de Damiya, a una jornada, más o menos, de donde nos encontrábamos, se detuvieron en la confluencia de los ríos Jordán y Yaboq. Allí vivía un hombre que estaba revolucionando la región. Unos —así lo confirmó el jefe de la «caravanera»— aseguraban que era un profeta. Otros, como los pastores, dudaban, y los más tomaron el caso a título de «inventario». Un iluminado más… El valle entero, sin embargo, hablaba de él. Todos sentían curiosidad. Todos deseaban verlo y oírlo. Todos —como los pastores— terminaban discutiendo sobre su misión.
El nombre nos dejó sin habla: «Yojanán» o «Yehohanan»…