DEL 20 AL 26 DE OCTUBRE
A la mañana siguiente, sábado, 20 de octubre del año 25 de nuestra era, Taqa, el viejo portero de la ínsula, aclaró parte del misterio.
Para empezar, no eran los «niños de la luna», como había creído entender, sino «niños luna». Y los llamaban así porque sólo se los veía durante la noche. Jamás abandonaban la ínsula a la luz del día.
Supuse, con razón, que me hallaba ante un nuevo caso de albinismo. Trillizos con fotofobia o intolerancia a la luz por razones oculares o neurológicas; algo no muy común en un caso de trillizos.
La madre era una «burrita». Había emigrado de la lejana isla de Melita. Trabajaba especialmente en el muelle… Regresaba al alba y se marchaba a la caída del sol. Los niños permanecían solos toda la noche. Yo no podía saberlo en esos momentos. Aquellos niños también tendrían su protagonismo en la aventura de la vida pública del Maestro. Y he dicho bien: «aventura»…
Tuvimos que pagar una puerta nueva; era lo justo.
El resto del sábado lo dedicamos a las labores «propias del hogar»: limpieza, compras, etc.
Jesús, como todos los sábados, se desplazó a Saidan, prosiguiendo el dictado de los viajes al Zebedeo padre. Como dije, nadie estuvo presente en esas reuniones privadas. Ni siquiera los hijos del Zebedeo.
Al día siguiente, domingo, 21, nos incorporamos al astillero. Y volví a ser «¡Eh, pequeño!»…
Jesús continuó con su trabajo en el «pesquero» y con su habitual canción, «Dios es ella»…
Eliseo siguió preocupándome. Estaba triste y distante. Conversábamos lo preciso. El aserradero lo animó un poco y también los «niños-luna». Día a día, con su infinita paciencia, fue ganándose el cariño de los trillizos y la confianza de la madre, la prostituta. La mayor parte de la noche la pasaba en la 44. No me pareció mal. Nos hallábamos en un período de espera y, por tanto, sometidos a una doble tensión. Cualquier distracción era positiva. La idea de mi compañero, además, nos permitió dormir. Los niños, atendidos y divertidos ante las ocurrencias del ingeniero, terminaron volviendo a su ciclo natural. Todos, en el tercer piso, lo agradecimos. Desde esos días, Eliseo fue el hombre más popular de la ínsula de Taqa.
Aquel cariño, sin embargo, le costaría caro…
Todo, en definitiva, discurrió con relativa normalidad hasta el martes, 23 de octubre…
En cierto modo, fue un día decisivo para nuestro trabajo como exploradores…
Sí, el Destino, una vez más.
Ocurrió hacia el mediodía, poco antes de que Yu, el chino, golpeara la barra de hierro, anunciando el tiempo del almuerzo. Me hallaba —¿casualmente?— ofreciendo agua al Maestro.
Entonces oímos gritos y otras tantas maldiciones. Jesús me devolvió el cazo de madera y dirigió la mirada hacia el nordeste, al otro lado del río Korazaín. Su rostro se oscureció.
Otros operarios, igualmente alertados, interrumpieron las faenas y volvieron las cabezas hacia el lugar del que procedía el alboroto.
Jesús dio un par de pasos y se situó en el filo del foso.
A un centenar de metros, más o menos, sobre el humeante e incendiado basurero de Nahum, quince o veinte individuos discutían acaloradamente. Era una de las habituales trifulcas. Ya estábamos acostumbrados. Aquellos infelices eran los tofet («esputos»), una despreciativa definición de los que trabajaban (?) en el tafat (palabra aramea que significa «quemar» y que era atribuida también a los basureros o gehenna, siempre ardiendo). Los rabinos y puristas de la Ley asociaban así a estos marginados con lo más «impuro y execrable». Eran los «dueños» de la gehenna. Todos los días la recorrían con sacos y canastas, rescatando lo que nadie quería. Con eso se alimentaban o negociaban. Como digo, las peleas estaban a la orden del día. Si dos tofet —hombres, mujeres o niños— coincidían en la captura de un desperdicio, el resultado era siempre la agresión, hasta que uno de ellos cedía o quedaba malherido. ¡Y pobre del «intruso» que invadía su «territorio»! Lo normal es que fuera golpeado hasta la muerte.
La disputa fue a más. Los tofet empujaban a alguien, amenazándolo con puños y palos.
Varios de los trabajadores se movilizaron. Yu, el primero. Y corrieron hacia la gehenna.
El Maestro no lo dudó. Soltó el martillo, dejó el foso y se dirigió igualmente hacia el basurero.
Yo salí tras Él, sin saber muy bien a qué atenerme. No importaba. Lo vital era no perderlo de vista. Eliseo nos vio desde el aserradero, pero no llegó a moverse.
Yu y sus hombres ascendieron por el montículo que formaban las basuras y, a gritos, trataron de impedir la pelea. En un instante se mezclaron con los enfurecidos «esputos», forcejeando con unos y con otros, en un vano intento por separarlos. Jesús llegó a continuación. Yo trepé por la gehenna, hundiéndome en fruta podrida, restos de pan duro, excrementos humanos, trapos y muebles viejos o rotos, cascotes de cerámica, vidrio, huesos de animales y perros y gatos muertos.
La peste casi me echó para atrás.
Y sucedió lo que nadie podía imaginar…
Al llegar al grupo, el Maestro se detuvo. No hizo ni dijo nada. Y quien esto escribe, aturdido y sin aliento, contempló una escena a la que, en un futuro no muy lejano, debería acostumbrarme.
No tengo palabras. No sé explicarlo.
Jesús, con el rostro grave, contempló a los que pugnaban. Fue recorriéndolos con la mirada. Y se hizo el silencio.
¿Qué sucedió? Sinceramente, lo ignoro. Mejor dicho, sólo lo sospecho…
Y los tofet, ante el desconcierto de Yu y los suyos, bajaron los palos, retrocediendo. Las caras, mugrientas y crispadas, presentaban los ojos muy abiertos y fijos en la mirada de acero del Hijo del Hombre. Un «acero» poco habitual en aquel Humano…
Jesús se abrió paso entre ellos y llegó a la altura de un hombre, caído entre las basuras. Gemía. Era, sin duda, la causa de la bronca y, obviamente, la víctima. Aparecía acurrucado, en posición fetal, en un intento de proteger la cabeza de los golpes.
El Maestro se inclinó, lo tomó entre sus brazos y lo alzó como una pluma. El individuo, al notar el contacto de las manos, intuyó que la chusma volvía a la carga y se estremeció, encogiéndose cuanto pudo.
Jesús lo apretó contra el mandil de cuero y, dulce y mansamente, besó sus cabellos.
Los ojos de Yu se humedecieron…, y también los míos.
¿Quién era aquel Hombre? ¿Hasta dónde llegaba su poder y su ternura?
Y el Maestro caminó decidido sobre la gehenna, alejándose de los atónitos buscadores de basura.
Fue entonces, al cruzar frente a este explorador, cuando lo reconocí.
¡Dios!…
El hombre que había estado a punto de morir y que ahora era trasladado en brazos del Hijo del Hombre era…
¡No podía ser!
Corrí tras el Maestro e intenté confirmar la primera sensación.
Sí, lo era…
Pero ¿cómo era posible?
Jesús, con sus habituales grandes zancadas, no tardó en alcanzar el astillero. Se dirigió al pabellón que hacía las veces de vestuario y allí lo recostó. Solicitó agua y le dio de beber.
Eliseo, al verlo, se estremeció. Y señalando al hombre, exclamó:
—Pero…
Me encogí de hombros. Yo sabía tanto como él.
Jesús lo dejó en manos de Yu y regresó a su puesto.
Yo lo miraba y no daba crédito…
El chino lo exploró, y dedujo, acertadamente, que no tenía ningún hueso roto. Había tenido suerte. Sólo eran visibles algunas magulladuras, una ceja rota y sangrante, una túnica sucia y hambre, mucha hambre…
¡Dios santo!… ¡Kesil!…
Nuestro fiel servidor y amigo en el valle del Jordán. Pero ¿cómo había llegado hasta Nahum?
Cuando logró recuperarse, nos abrazó. Y Eliseo lloró con él.
Hacía días que nos buscaba. Yo mismo, si no recordaba mal, a la hora de la despedida en Damiya, le proporcioné las pistas necesarias. Le hablé de Migdal y Nahum. Pues bien, movido por la necesidad y el cariño, Kesil se decidió a probar en la primera población. Después, con cierto desaliento, acudió a Nahum. Nadie sabía nada de dos griegos «que viajaban por el mundo». Y las escasas monedas de que disponía se agotaron. Acudió a la sinagoga, pero el hazán lo tomó por un picaro y le negó la ayuda. Tampoco halló trabajo en el muelle. Fue así como terminó en la gehenna, revolviendo en la basura, hambriento…
El Destino…
¿Qué hacer? Eliseo no consintió que lo abandonáramos de nuevo. Me pareció justo. Aquel hombre tenía algo especial. El beso del Maestro fue una «señal»…
Lo contratamos, claro está. Se lo había ganado a pulso.
Se ocuparía de nosotros, de las habitaciones en la ínsula y de lo que fuera necesario, según sus palabras. Nos acompañaría en los viajes, siempre que fuera posible.
Y Kesil lloró nuevamente. Quiso besarnos las manos. Eliseo se puso serio y lo obligó a prometer que visitaría a su familia regularmente. Así lo hizo.
A partir de ese día, todo fue más cómodo para estos exploradores. Pudimos dedicarnos por entero a la labor que realmente nos interesaba: el seguimiento continuo del Hijo del Hombre. Para eso estábamos en aquel «ahora»…
La verdad es que la ayuda de Kesil —nuestro querido «Orion»— fue decisiva…, mientras duró.
Pero no adelantemos acontecimientos. Antes sucedieron otras muchas cosas…
Las noticias sobre Yehohanan, el Anunciador, seguían llegando a los pueblos y ciudades del yam. Todo el mundo hablaba del nuevo vidente. Como siempre, unos se mofaban. Otros ardían en celo por el esperado mesías, defendiendo al fogoso Juan el Bautista. Jesús escuchaba. Lo hacía atento y permanecía en silencio. Al principio —¡torpe de mí!—, no supe interpretar esta actitud…
Eliseo y yo planteamos la necesidad de regresar junto al Anunciador. Lo habíamos hablado con anterioridad, pero, ahora, a la vista del empuje que presentaban las noticias procedentes del río Jordán, entendimos que mi presencia en el valle era importante. Los nemos estaban dispuestos en la «cuna». Convenía suministrárselos y empezar a despejar dudas. Si el bautismo de Jesús se producía en enero, y con ello, supuestamente, el arranque de la vida pública del Maestro, no disponíamos de mucho tiempo. Todo parecía tranquilo. El Galileo desarrollaba su labor en el astillero. No era probable que abandonara Nahum. Eliseo, además, estaría permanentemente a su lado. Kesil lo ayudaría en lo que fuera necesario.
Y así fue planificado. Quien esto escribe buscaría a Yehohanan y se integraría nuevamente en el grupo de los discípulos. Después de todo, era Ésrin («Veinte»), uno de ellos…
El viaje fue programado para mediados de noviembre.
El Destino, sin embargo, lo calculó de otra forma y en otro momento.
Nunca aprenderé…
Me equivoqué. No todo se hallaba tranquilo…
Fue en la mañana del 26, viernes, en el astillero. Eliseo me reclamó y acudí con el agua. No era agua lo que necesitaba…
Me observó, serio. Dejó a un lado el tronco que manipulaba y comentó con aire preocupado:
—Tengo que hablarte…
Asentí y aguardé impaciente.
—Aquí no —añadió con severidad—. Esta noche, en el Ravid…
—¿Qué ocurre?
—Algo grave —murmuró, mirándome a los ojos—. Muy grave…
No conseguí moverlo de su mutismo. Y prosiguió con el aserrado. Dirigí la mirada hacia Jesús. ¿Tenía algo que ver con la enigmática actitud de mi compañero? El Maestro continuaba a lo suyo, ordenando la tablazón del forro del «pesquero». Era el martilleo típico, alegre, al ritmo del «Dios es ella…». No me pareció inquieto o preocupado.
¿Qué demonios pasaba?
Tuve que soportar toda una jornada. Fue un suplicio. Por mi mente pasó de todo…
¿Qué era aquello tan grave? ¿Por qué teníamos que hablar en la nave?
Lo pensé todo, sí, y no acerté…
Kesil no preguntó. Nos vio hacer el saco de viaje y asintió, resignado, a mis observaciones: regresaríamos al día siguiente, sábado; debería ocuparse de las compras y, como siempre, vigilar y socorrer, si fuera preciso, a los «niños luna».
¡Increíble Destino! No volvería a verlo en mucho tiempo…
No importó que alcanzáramos el «portaaviones» en plena oscuridad. Mi hermano tiró de mí en silencio. No logré sacarle ni una palabra. Seguía mudo y ausente. No insistí. Al llegar a lo alto, supuse, me sacaría de la angustiosa duda.
Una vez en el módulo, esperé.
Eliseo, nervioso, entró y salió varias veces. Se sentó en el filo del acantilado y allí permaneció un tiempo, con la mirada perdida en las lejanas antorchas que se movían en las plateadas aguas del lago. La luna, casi llena, fue su compañera durante parte de la noche. Estaba claro que no le resultaba fácil.
Por último, tratando de zanjar la tensa situación, me reuní con él y, simulando serenidad, le pregunté. Tenía la cabeza baja. Me miró y me asusté. No podía creerlo…
Era la primera vez que lo veía con lágrimas en los ojos.
—Quiero regresar —exclamó al fin, con una voz vencida y desconocida—. ¡Volvamos, mayor!…
—No comprendo…
—¡Terminemos con esto! ¡Suspendamos la misión!
—Tendrás que proporcionarme una buena razón…
—La tengo —se adelantó—, la tengo…
—¿Y bien…?
—Me he enamorado…
Me observó con angustia, aguardando un reproche que, por supuesto, nunca llegó.
Creo recordar que sonreí, intentando restar importancia a su confesión.
—Estoy enamorado —añadió con vehemencia—. Sé que está prohibido. Sé que no es posible. Sé que es una locura. Lo sé, mayor, pero no puedo evitarlo. No puedo…
Lo contemplé, atónito. Y empecé a comprender el porqué de su extraña actitud desde aquella primera noche, en el terrado de la «casa de las flores», cuando lo vi removerse, inquieto. Ahora entendía sus silencios y sus paseos, en soledad, en el «vado de las Columnas», sus anormales distanciamientos y, sobre todo, el brindis en Damiya…
¡Dios! Eliseo hablaba en serio. Estaba enamorado y, al mismo tiempo, angustiado. Él sabía, en efecto, que ese tipo de sentimientos no era viable. No para nosotros, que pertenecíamos a «otro mundo», al que, necesariamente, tendríamos que retornar.
Lo comprendía perfectamente. Yo, después de todo, estaba pasando por lo mismo…
Y me pregunté: ¿cómo era posible que ambos nos hubiéramos enamorado en el lugar y en el tiempo no recomendados?
Dejé pasar los minutos.
Las lágrimas siguieron rodando por el rostro del ingeniero. Y el instinto me previno. Su confesión no había terminado…
Finalmente, haciendo un esfuerzo, conociendo la respuesta, pregunté:
—¿Quién es?
Mi compañero trató de secarse las lágrimas y, dibujando una media sonrisa, con la voz quebrada, susurró:
Tú la conoces… Es lo más hermoso que he visto jamás… ¡Lo siento, mayor!
Y Eliseo pronunció su nombre. Yo, entonces, sentí que el mundo se desmoronaba…