DEL 19 AL 22 DE SEPTIEMBRE

Al alba, de acuerdo con lo planeado, partimos de Nahum. Jesús, sonriente, poco amante de las despedidas, nos deseó paz y repitió algo que, en esos momentos, no supimos interpretar adecuadamente:

—Confiad…

Minutos después, sin volver la vista atrás, nos alejábamos de la «casa de las flores», rumbo a la cima del Ravid, nuestro «hogar». Mi corazón sí se volvió…

Y a buen paso, animados por el prometedor azul del cielo, rodeamos la costa norte del yam, buscando el nahal (río) Zalmon, el camino «habitual» hacia lo alto del «portaaviones».

Todo fue perfecto, sin incidentes dignos de mención.

En cuestión de dos horas cubrimos los nueve kilómetros que separaban Nahum de la base del promontorio. Y al divisar lo que llamábamos la «zona muerta» entramos en la pista que conducía a la población de Migdal, en la costa oeste del yam. Antes de ingresar en el módulo debíamos pensar en las provisiones necesarias para aquellos días. En principio, si todo marchaba correctamente, la estancia en la «cuna» sería mínima. Lo justo para revisar los sistemas, descansar y reorganizarnos, aunque, insisto, no sabíamos muy bien qué nos deparaba el Destino. El regreso a Nahum fue fijado para el sábado, 22. El Destino, sin embargo, tenía otros planes…

Camar, el viejo beduino, atendió nuestras peticiones con su proverbial hospitalidad. Deshicimos lo andado hasta la «zona muerta» y, una vez seguros de que nadie nos observaba, ascendimos por el tramo más desprotegido en el camino hacia lo alto del Ravid, aproximándonos al manzano de Sodoma. Desde allí hasta la «proa» del «portaaviones» (el vértice sobre el que reposaba la nave) la distancia era de 2300 metros, aproximadamente. Y nos preparamos para el momento clave: la desactivación de los cinturones de seguridad que protegían la «cuna». Uno de ellos, en particular, el gravitatorio[47], era vital para acceder a la máquina que nos había transportado al año 25 y que debería situarnos de nuevo en nuestro «ahora». Si algo fallaba, una especie de «viento huracanado» nos impediría el paso. Fue otra de mis obsesiones.

¿Qué sería de nosotros si olvidábamos la «contraseña»?

Tanto al ingresar en la cima del peñasco, como al abandonarla, el cinturón gravitatorio era anulado y restablecido, respectivamente, gracias a una «llave» ideada por el ingeniero. La conexión auditiva transmitía la clave al ordenador y éste —si la señal era correcta— procedía en consecuencia. Acto seguido, en un efecto dominó, los restantes cinturones de seguridad resultaban igualmente anulados o activados. «Base-madre-tres» era la primera «contraseña», la que abría el gravitatorio. «Ravid» (en inglés) lo cerraba.

Si teníamos la desgracia de perder la memoria, ¿cómo regresaríamos a nuestro verdadero tiempo? ¿Cómo «abrir» aquel muro infranqueable? ¿Cómo retener el «santo y seña»?

Por supuesto, cuando me veía asaltado por estos pensamientos, yo mismo me recriminaba el absurdo planteamiento con otra realidad mucho más trágica: si el mal que padecíamos desembocaba en una amnesia, ¿qué importaba la «contraseña»? Lo más probable es que no supiéramos qué era la «cuna» ni dónde hallarla. Aun así, no sé por qué, continué envuelto en aquel conflicto…

Nada falló. Y me reproché la pérdida de energía. El Destino, sin embargo, estaba avisando…

Santa Claus desconectó los sistemas y, a los treinta minutos, nos hallábamos en el interior del módulo.

Todo parecía en orden…

Y recordé el consejo del Maestro en la mañana en la que nos disponíamos a partir del Hermón: «Confía… Si tienes esperanza, lo tienes todo».

Era increíble. Allí estábamos, en la «cuna», sanos y salvos. Y me reí de mi desasosiego cuando, aquel lunes, en la montaña, comprobé que ya no quedaban antioxidantes. Sólo había transcurrido un día sin las necesarias dosis de dimetilglicina…

Chequeamos los parámetros, aunque, a decir verdad, no era preciso. El fiel Santa Claus era infinitamente mejor que nosotros. A Eliseo le preocupaba el estado del combustible[48] y, obviamente, la remota posibilidad de una fuga. Los propulsores hipergólicos (se queman espontáneamente cuando se combinan, sin necesidad de ignición) estaban diseñados para una conservación indefinida, siempre y cuando se encontraran almacenados en el lugar adecuado y con las condiciones mínimas exigidas. Como ya mencioné, al aterrizar sobre el Ravid, la nave disponía de algo más de siete toneladas de combustible (sin contar la reserva). No se había producido ningún descenso apreciable en el nivel de los tanques. Seguíamos a un 44 por ciento de nuestras posibilidades (conviene recordar que el vuelo de regreso y el descenso sobre Masada demandaban algo más de seis mil ochocientos kilos de combustible).

El ingeniero y piloto respiró aliviado. Todo se hallaba OK, todo de «primera clase». Ésa, al menos, fue la primera impresión. Pero no…

La pila atómica —el SNAP— fue el siguiente objetivo[49]. De su perfecto funcionamiento dependía todo. La respuesta fue impecable.

Y, más tranquilos, dedicamos aquellas jornadas al descanso, a la revisión del resto de los equipos, a la puesta a punto de mi diario y a los planes (?) inmediatos.

Supongo que me descuidé. Al retornar al Ravid e intentar proseguir la minuciosa redacción de mis recuerdos, comprobé, alarmado, que no quedaban papiros. Los últimos soportes vegetales —del tipo amphitheatrica— fueron trasladados al Hermón y allí los agoté. Fue una contrariedad y, al mismo tiempo, una suerte. Merced a esta imprevisión, no tuve más remedio que seguir los consejos de mi compañero, tecleando cuanto llevaba registrado en el ordenador central. Fue así como modifiqué el procedimiento. El cambio resultaría vital. ¿Quién podía imaginar en aquel mes de septiembre que la misión terminaría como terminó?

Otro de los asuntos que nos mantuvo ocupados durante buena parte de aquellos cuatro días fue el láser de gas, uno de los sistemas de defensa, alojado en la «vara de Moisés»[50]. En el duro ascenso hacia lo alto del Hermón, a la búsqueda del mahaneh o campamento en el que se hallaba el Maestro, estos exploradores, en compañía del joven Tiglat y Ot, el singular perro basenji, fueron asaltados, como se recordará, por un grupo de hetep o bandidos montañeses, al mando de un tal Al[51]. Pues bien, tras utilizar el láser en cuatro oportunidades, en el quinto intento falló, lo que propició que uno de los ladrones alcanzara al perro con la espada y lo decapitara. ¿Qué sucedió? ¿Por qué el láser se negó a funcionar? Nunca lo supimos. Cuando lo revisamos, todo se hallaba en perfectas condiciones. De hecho, nunca volvió a defraudarnos. Supongo que fue el Destino, como siempre. Ahora, al final de mis días, después de ser testigo de lo que fui, no tengo la menor duda: todo está escrito, incluso lo más pequeño y aparentemente insignificante. Quizá me decida a escribir sobre ello. Quizá…

Sucedió hacia el mediodía del viernes, 21. Todo se hallaba dispuesto para el regreso a Nahum. La partida fue programada para las 13 horas. Si todo discurría sin alteraciones, el ingreso en el pueblo se produciría hacia las 15 (hora nona). Disponíamos, por tanto, de dos horas y media para procurarnos un primer alojamiento. Quizá una de las posadas…

El plan era sencillo. Una vez instalados, estos exploradores acudirían de nuevo a la «casa de las flores», y se reunirían con el Maestro. A partir de ahí, nos convertiríamos en su sombra, más o menos.

El Destino, sin embargo, no pensaba así…

Chequeamos el equipo y la indumentaria. Poco cambió respecto a nuestra anterior aventura, en la búsqueda del Hijo del Hombre por el Hermón.

Decidimos cargar cincuenta denarios. En la «cuna» quedaron los veinte restantes, el valioso ópalo blanco y la mayor parte de los diamantes, providencialmente fabricados por Eliseo[52]. Estimamos que era dinero más que suficiente para las dos o tres semanas que, en principio, podíamos estar ausentes. Como ya referí, lo ideal era regresar al Ravid cada siete días. Pero no siempre fue así… Nada más pisar Nahum, resuelto el problema del alojamiento, uno de los objetivos era la adquisición de ropa, calzado y, sobre todo, un par de cíngulos o ceñidores —de los que llamaban ezor—, con bolsillos interiores, parecidos al que Jesús había obsequiado a su hermano Santiago. Estas «fajas», generalmente de cuero, resultaban más útiles que las bolsas de hule, y evitaban las tentaciones. Ni Eliseo ni yo estábamos dispuestos a que nos robaran por segunda vez…

En cuanto a las «crótalos», fundamentales en el manejo de los sistemas de defensa y en todo lo relacionado con la radiación infrarroja, también experimentaron un pequeño cambio. A partir de esa salida de la «cuna» debería transportarlas en un saquete, igualmente impermeabilizado, que colgaría permanentemente de mi cuello. A simple vista se trataría de un «amuleto», como tantos otros, similar, por ejemplo, al que me había regalado el joven Juan Marcos, en Jerusalén y que, por cierto, permaneció en la nave durante el resto de la misión[53]. El riesgo de portar las lentes de visión nocturna en la bolsa de hule, con el dinero, era demasiado alto.

El capítulo de las medicinas no varió. Incluí los obligados antioxidantes y las ampollitas de barro con los antibióticos, fármacos antiinfecciosos, etc. La cloroquina —especialmente aconsejada contra el paludismo— era obligatoria dos veces por semana (reforzamos la barrera quimioprofiláctica con una asociación de pirimetamina-dapsona ante las fundadas sospechas de que algunas de las cepas —caso de la P. falciparum— se hubieran vuelto resistentes a la mencionada cloroquina).

Finalmente, la seguridad personal experimentó una modificación. Los «tatuajes» quedaron en la nave[54]. La protección se vio así sensiblemente reducida pero, dado que el trabajo programado inicialmente consistía en el continuo seguimiento de Jesús de Nazaret, no consideramos oportuna su presencia. Fue un problema de respeto…

La «piel de serpiente» siguió con nosotros, útilísima. Fue otra de las claves.

Y, naturalmente, el cayado de augur: la inseparable «vara de Moisés» con los dispositivos electrónicos ya referidos y los dos sistemas de defensa (ultrasonidos y láser de gas).

Y, nerviosos, aguardamos…

Fue entonces, hacia la hora sexta (mediodía), cuando ocurrió, desbaratando los planes. Ya se sabe: el hombre propone…

Disponíamos de un cierto margen de tiempo, y Eliseo, incapaz de permanecer inactivo, fue a sentarse frente al ordenador central, reabriendo un desagradable asunto. Un mes antes —el 16 de agosto, para ser exacto—, al solicitar acceso al directorio de los ADN, Santa Claus, ante nuestra sorpresa, denegó la entrada. Los informes elaborados sobre las muestras del Galileo, de su madre, de José y del pequeño Amos, hermano de Jesús, fueron inexplicablemente clasificados, haciendo inútiles los intentos de apertura. En total, si no recuerdo mal, cinco intentos. Y mi compañero, sospechando de Curtiss y su gente, prometió hallar una «puerta trasera» o una clave que nos permitiera recuperar la valiosa información sobre la paternidad de José. Aquella «maniobra», como mencioné, encerraba algo oscuro. ¿Por qué los militares tenían tanto interés en los ADN del Maestro y de su familia?

Y al llevar a cabo el nuevo intento, al solicitar el CD-GMA («acceso a material genético»), la respuesta de la computadora fue la misma: «El usuario no tiene prioridad para ejecutar esta orden». Y sucedió algo más…

De pronto se dispararon las alarmas acústicas y luminosas, lo que provocó el caos. El panel panic, pulsante, convirtió el recinto en un manicomio.

El ingeniero, lívido, permaneció inmóvil. Yo salté junto a él e inspeccioné los sistemas. ¿Qué sucedía?

Y durante segundos no supe adonde mirar. Las alertas se encendían y se apagaban, avisando con los pitidos de que algo grave estaba ocurriendo. Jamás, hasta ese día, vivimos unos momentos tan difíciles y angustiosos. Ni siquiera cuando Eliseo perdió el conocimiento en el aterrizaje sobre el monte de los Olivos… No tuve manos suficientes.

Cuando rectificaba uno de los sistemas, otro saltaba a su lado, igualmente enloquecido.

Aquello no tenía sentido. La máquina no podía fallar en cadena. ¿O sí?

Y, súbitamente, como empezó, así finalizó el «desastre». No creo que se prolongara más allá de un minuto.

Al hacerse el silencio, mi compañero y yo —sin habla— quedamos atrapados por una solitaria luz. Era la única alarma que seguía activa.

Nos precipitamos sobre ella, intentando resolver el misterio.

Era el ECS (Sistema de Control Ambiental), responsable, entre otros asuntos, de la presión y la temperatura en cabina, presurización de los trajes y absorción del dióxido de carbono. De él dependía, sobre todo, el mantenimiento de la temperatura adecuada en los múltiples circuitos eléctricos y electrónicos. Algo esencial para la vida y el buen rendimiento de la «cuna». Si alguno de los intercambiadores de calor, radiadores o evaporizadores de glycol llegaba a fallar, el equilibrio térmico en el enjambre de cables podía romperse y provocar un cortocircuito. Eso, en otras palabras, significaba un más que posible incendio…

Nos estremecimos. Los dos conocíamos las consecuencias de un siniestro semejante, tanto en tierra como en vuelo. Y la sombra del Apolo 204 planeó sobre nuestros corazones[55].

Fue inútil. No logramos desconectarla. Y el ECS prosiguió pulsando, barriendo los ánimos como el peor de los maarabit. Santa Claus tampoco supo (?) despejar la amenaza. Y ocurrió algo que no fuimos capaces de resolver…, en esos críticos momentos. El Sistema de Control Ambiental fallaba. Eso parecía claro. Sin embargo, los indicadores internos de temperatura —independientes del ECS— ofrecían lecturas normales. La contradicción incrementó la angustia. ¿Por qué saltaron todas las alarmas? ¿Por qué de forma simultánea? ¿Por qué fueron borradas de la misma forma? ¿Por qué permaneció la advertencia de avería en el ECS y, no obstante, la temperatura en el cableado de la nave era correcta?

Eliseo y yo estuvimos de acuerdo: aquello no era normal. Algún tiempo después caímos en la cuenta…

Una hora más tarde, sin que ninguno de los tres supiera cómo (Santa Claus era como un tercer tripulante), el panel panic volvió a la normalidad. El ECS se apagó, pero las dudas se mantuvieron intactas, forzándonos a una revisión tras otra.

La tensión era tal que el descenso a Nahum fue aplazado. Es más: Eliseo, abiertamente, planteó la posibilidad de suspender la misión y regresar de inmediato a Masada, a nuestro verdadero «ahora». Solicité calma. La situación, en efecto, tal y como aparecía sobre el papel, era peligrosa. En esos momentos, justamente, debíamos actuar con frialdad.

Y decidí esperar. Solicité un plazo de veinticuatro horas.

Si se repetía el aviso, regresaríamos.

El ingeniero aceptó.

Fueron horas terribles, pendientes del instrumental y de unos estúpidos relojes. Casi no intercambiamos palabra. No era necesario. Los dos, supongo, pensamos lo mismo. Proyectos, vida e ilusiones se desvanecen en menos de un segundo. A lo largo de esa dura jornada pensé que no volvería a Nahum…

Y el Destino, burlón, siguió tejiendo y destejiendo. No recuerdo haber dormido ni una hora. Y hacia la nona del sábado, 22, concluido el plazo, tomé la decisión de proseguir con lo establecido. Las «averías» no se repitieron.

Eliseo aceptó la orden a regañadientes. Ésa, al menos, fue mi impresión.

Tenía razón. Ninguno de los dos estaba seguro del buen funcionamiento de la «cuna». No en aquellas circunstancias…

Sin embargo, «algo» que no soy capaz de explicar, «algo» hermoso y, al mismo tiempo, insensato, me situó en el bando de los héroes. Héroe casi a la fuerza, empujado por Él y por el naciente sentimiento…

Eran casi las 16 horas. El ocaso tendría lugar a las 17.37. No disponíamos de tiempo para hacer el camino con luz. El agotamiento, además, era notable. Necesitábamos un mínimo de descanso y de paz interior.

Y, con buen criterio (?), el ingreso en Nahum fue aplazado hasta el día siguiente. A primera hora, si no surgían nuevos inconvenientes, abandonaríamos el «portaaviones».

Ahora, al contemplar los hechos en la distancia, sólo puedo sorprenderme. «Alguien» lo tenía —y lo tiene— todo perfectamente calculado. Insisto: hasta el último «detalle»…