24 DE SEPTIEMBRE, LUNES
¿«Yehohanan»?
La inesperada presencia de aquel hombre en nuestra persecución del Maestro nos dejó confusos. Sabíamos que, tarde o temprano, formaría parte del trabajo de reconstrucción de la vida del Galileo. No imaginábamos, sin embargo, que surgiría tan pronto y en semejantes circunstancias. ¿Estaba equivocada la familia de Jesús? ¿Marchaba el Maestro a Jerusalén o deseaba visitar a Yehohanan, su primo lejano? ¿Se hallaba el viejo Zebedeo en un error cuando aseguraba que el Hijo del Hombre fue bautizado por Yehohanan en enero del año 26? Porque «Yehohanan», en efecto, era Juan, también conocido como el Bautista o el Anunciador.
Esta vez, el prudente fue Eliseo. No debíamos confiar en una partida de pastores o en un posadero. Ambas profesiones aparecían en las listas «negras» de los rabinos, sospechosos de ladrones y mentirosos. Eran oficios «despreciables», según los judíos ortodoxos. Los pastores conducían los rebaños a propiedades ajenas y robaban parte de la leche, queso, etc. Por eso les estaba prohibida la venta de cabritos o de cualquier producto derivado de los animales que pastoreaban. En cuanto a los segundos, eran tan poco de fiar como los primeros, e incluso más, y eran acusados, en la mayoría de los casos, de proxenetas y chulos.
Aun así, la coincidencia nos desconcertó. No creo que pastores y posadero se hubieran puesto de acuerdo.
¿Qué hacer? ¿Proseguíamos tras el Galileo? ¿Verificábamos la recién obtenida información sobre el Bautista? El personaje —no lo niego— me atraía. Era muy poco lo que sabía de él…
El paraje donde se hallaba —según el posadero— era conocido como Damiya, a cosa de cincuenta kilómetros de Yardena, siempre hacia el sur. Eso representaba un día de camino, si todo transcurría con normalidad (?). Para alcanzar Jerusalén, la zona de Damiya era un paso prácticamente obligado. Si no recordaba mal, la aldea en cuestión quedaba a la izquierda de la ruta, a no mucha distancia del río.
Y Eliseo y yo apostamos por una solución intermedia. La prioridad era Jesús. Debíamos hallarlo. Si al entrar en Damiya no habíamos tenido éxito, si la búsqueda del Maestro seguía siendo un fracaso, entonces pensaríamos qué hacer. Yo me inclinaba por un «alto en el camino» y por una primera investigación en torno a Yehohanan. Si el Galileo se dirigía a Jerusalén, lo más probable es que estableciera la hacienda de su amigo Lázaro, en Betania, como «cuartel general». Allí, quizá, lo encontraríamos. El ingeniero no se pronunció, dejando el futuro en las manos del Padre. Eso dijo…
Y al amanecer, más que partir, huimos de Yardena. Absortos en la inesperada noticia de Juan, el Bautista, en plena acción, caminamos a buen ritmo, dejando atrás la aldea de Hasida. Todo, a nuestro alrededor, era luz y verdor. Decenas de felah se movían entre los huertos, aprovechando la suavidad del alba. En breve, el valle del Jordán se transformaría en un horno, con temperaturas superiores a los treinta grados Celsius.
La pregunta era desde cuándo. ¿Cuánto tiempo hacía que Jehohanan recorría el Jordán, reclamando la atención de judíos y gentiles? Hicimos memoria. Durante la estancia en las nieves del Hermón, el Hijo del Hombre no se pronunció al respecto. En ningún momento apareció el nombre del Bautista. Era agosto. Y aceptamos la posibilidad de que el Maestro —que había emprendido su último gran viaje en abril de ese año 25 de nuestra era— no supiera de la actividad de su pariente hasta el regreso a Nahum. Es más: ¿lo sabía en aquellos momentos?
Mi hermano creía que sí. Las noticias, en la pequeña provincia romana de la Judea, corrían como la pólvora. Según los pastores, aquel individuo «era una revolución».
Yo expresé mis dudas. Si el Maestro hubiera querido visitar al Bautista, ¿por qué anunciar que deseaba viajar a la Ciudad Santa? A no ser, claro está, que tuviera un doble interés: ver a su primo y, posteriormente, continuar hacia Jerusalén. Jesús, distante con su familia, no tenía por qué dar demasiadas explicaciones sobre el nuevo viaje. Y la Señora, aunque preguntó, tampoco podía sospechar de estas supuestas intenciones.
Eliseo abundó en la idea. Hacía trece años de la última conversación de Jesús con Yehohanan. En septiembre del año 12 de nuestra era, cuando el Galileo contaba dieciocho recién cumplidos, Juan y su madre, Isabel, visitaron Nazaret. Las mujeres, como ya referí en su momento[73], influenciadas por las respectivas apariciones del ángel o «ser de luz», trazaron planes, diseñando el futuro de sus hijos. Jesús —el «niño de la Promesa»— sería el Mesías libertador de Israel. Él conduciría los ejércitos victoriosos, arrojando al mar a los kittim y proclamando el nuevo reino: la hegemonía judía sobre el mundo. Juan sería su brazo derecho.
Quizá había llegado su hora —añadió el ingeniero—. Quizá era el momento de reanudar o resucitar los «planes», interrumpidos hacía trece años. Quizá el principal objetivo del Maestro en aquella marcha era, justamente, el Anunciador. ¿Estábamos ante el inminente bautismo de Jesús en el Jordán? ¿No era sospechoso que caminara, precisamente, en la dirección en la que, al parecer, se hallaba su primo lejano?
Rechacé las proposiciones.
En primer lugar —y tiempo habría de confirmarlo—, Jesús no se consideraba un libertador político, tal y como planteaba la madre. Ésa fue una continua fuente de conflictos. Él era otra cosa. Él era algo mucho más importante…
No creí que el Maestro deseara sacar a flote unos planes que ni siquiera consideraba. Si buscaba a Yehohanan —algo que estaba por ver—, la razón tenía que ser otra. No descarté, naturalmente, la hipótesis del bautismo, aunque pensaba que mi fuente de información —el jefe de los Zebedeo— era sólida.
También cabía una tercera posibilidad: que Eliseo y yo estuviéramos equivocados. Quizá Jesús se dirigía directamente a Jerusalén, sin más.
Obviamente, sólo había un medio para despejar los interrogantes: continuar avanzando.
Hora y media después de nuestra partida, bajo un cielo azul y un sol amenazante, tras cruzar el puente de piedra que salvaba el río o nahal Harod, fuimos a desembocar en otro destacado cruce de caminos. Uno de los miliarios, a nuestra derecha, anunciaba la proximidad de Scythopolis (actual Bet She'an), la populosa ciudad de los escitas[74], con una población superior a la de la «metrópoli» (posiblemente, más de cincuenta mil habitantes). Era, sin duda, el núcleo humano más notable de la Decápolis. Como tendríamos ocasión de comprobar algún tiempo después, la «puerta del Edén» era la más abigarrada mezcla de paganismo de todo el Mediterráneo. Allí, en paz y armonía, convivían expertos tejedores de lino de Egipto, mercaderes del «barro milagroso» del mar Muerto, domadores de fieras de Persépolis, contadores de cuentos de Sian, caldeos o adivinos y, sobre todo, miles de legionarios y mercenarios romanos. Nysa, como la llamaban popularmente, era una ciudad de paso para las legiones que se desplazaban hacia Oriente o que retornaban a Roma. Y como tal, una población destinada a proporcionar servicios, fundamentalmente. Los prostíbulos —de todas las categorías— se contaban por cientos. Disponía de circo, teatros, hipódromo, baños y una destacada colección de estatuas dedicadas a Nyke, la diosa de la prostitución. Sus gimnasios eran famosos y también el gigantesco mercado, «capaz para cien mil personas», según sus orgullosos habitantes. Algunos la llamaban la «Pompeya del Este». La colonia judía era minoritaria (aproximadamente un quinto de la población total: alrededor de diez mil personas). Nysa, en fin, se alzaba blanca y ruidosa sobre un montículo, a ochenta metros por encima del Harod, con un perímetro de cuatro kilómetros. Su distancia al Jordán era de una hora. Nysa, además, ostentaba el título de «ciudad libre». Cualquier perseguido político podía refugiarse en ella sin temor a ser entregado a las autoridades de su país[75].
A nuestra izquierda, un segundo miliar indicaba las alturas de Galaad, al este del Jordán, con ramificaciones a Pella y la Gerasa oriental. Era otro de los numerosos caminos de tierra que unía Oriente con Occidente, ahora repleto de vendedores —la mayoría procedentes de Nysa—, carretas lentas y chirriantes, atestadas de frutos y felah, y los inevitables carros de dos ruedas, con los sais gritando precios y direcciones.
Prudentemente, nos alejamos del cruce, avanzando hacia el sur por la única senda que conocía, la «habitual», que seguía más o menos paralela al río y ahora a un par de kilómetros de la «jungla» jordánica.
Y penetramos en otro sector difícil de olvidar…
Podían ser las siete de la mañana.
Los campesinos o felah lo llamaban la «selva». En realidad, eran palmerales. Miles y miles de esbeltísimas palmeras, de hasta treinta metros de altura, con las copas estiradas, inmóviles y brillantes, rendidas a un sol que las sometería en breve. A partir de aquel cruce, junto a las flores, se convertiría en la reina del valle (sólo en las tierras que rodeaban Jericó, al sur, se contabilizaban más de medio millón de ejemplares). Reconocí dos especies: la datilera, con media docena de subespecies, y la de aceite, muy apreciada también en aquel tiempo y de cuyos frutos se extraía una especie de grasa, muy útil para la fabricación de «jabón». Las semillas de la élaion eran igualmente buscadas por cocineros y amas de casa. La manteca blanca que producía proporcionaba un delicioso sabor a muchos de los platos locales. La Phoenix dactylifera, por su parte, extraordinariamente mimada por los agricultores del Jordán, producía hasta ciento cincuenta kilos de dátiles al año. Un fruto que se utilizaba para casi todo y del que, incluso, se destilaba un aromático brebaje, tan delicioso como peleón. La dactylifera, de especial resistencia a los suelos salinos, podía vivir muchos años (llegamos a contemplar ejemplares que, según los felah, sumaban dos siglos). Para el mejor desarrollo de la «selva», y de los cultivos de la cuenca en general, los ingeniosos campesinos idearon un sistema —importado, al parecer, del delta del Nilo— que evitaba, en buena medida, la proliferación de insectos y parásitos, muy dañinos para las cosechas. El suelo era cubierto con largas hojas de ravenala, también llamado «árbol del viajero», que, en cuestión de horas, incrementaban la temperatura de la superficie de la tierra, provocando una especie de «desinfección térmica». Y los citados insectos eran «cocidos vivos».
En breve se presentó ante estos exploradores otra importantísima arteria de la Decápolis: la calzada romana que unía Scythopolis con la ciudad de Pella, al este del Jordán. Dedicamos unos minutos a la observación de la vía, tomando las obligadas referencias. El tránsito de hombres y caballerías era más intenso que en la senda anterior. El calor empezó a apretar, y buscamos de nuevo la gratificante penumbra de la «selva». Jesús seguía desaparecido…
Al poco, en pleno palmeral, cuando llevábamos recorridos unos doce kilómetros desde la aldea de Yardena, mi hermano me alertó. Al fondo, entre los troncos, se divisaba, en efecto, un poblado. Supuse que se trataba de Ruppin, otra aldea de mediano porte, silenciosa y aparentemente pacífica.
Avanzamos y, relativamente confiados, como siempre, nos dispusimos a cruzarla. Las chozas aparecían solitarias. Imaginé que los hombres se hallaban en la «selva», atendiendo las plantaciones.
Fue al salir de un recodo de la ruta, casi en las afueras del poblado, cuando lo vimos…
Eliseo y yo reaccionamos simultáneamente. Detuvimos la marcha y observamos con atención.
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
Mi compañero, más impulsivo, exclamó:
—¡No es posible!
Teníamos que asegurarnos.
Y, lentamente, fuimos acercándonos.
Se hallaba de espaldas. Conversaba con algunas de las mujeres de la aldea.
No había duda. La considerable altura, la poderosa musculatura, el cabello recogido en una cola, el saco de viaje en bandolera y la túnica roja…
Sí, era la túnica que lucía en Nahum…
—¡Es Él! —susurró Eliseo, sin poder dar crédito a lo que tenía a la vista—. Al fin…
Habían sido necesarios treinta kilómetros, desde el yam, para localizarlo…
Y a cosa de cincuenta pasos, advertido por las campesinas que nos vieron llegar, el hombre giró levemente, ofreciendo parte del perfil.
Y volvimos a detenernos, también al unísono. ¡Imposible!
El hombre reparó en nosotros, pero continuó hablando.
No supimos qué decir. ¿Cómo era posible que lo hubiéramos confundido? Se suponía que estábamos habituados a su persona. Pues no…
Aquel caminante, en efecto, no era el Maestro. En la distancia guardaba un sensible parecido, pero sólo en la distancia…
Era fuerte. Alto como Jesús, con el cabello también acastañado, pero con un rostro muy distinto. Una señal en la frente lo hacía inconfundible. Era la huella de una quemadura. Posiblemente, un hierro al rojo. Simulaba un pequeño sol, de unos tres centímetros de diámetro, con cuatro rayos. En el rostro, muy blanco y minuciosamente rasurado, destacaban unos ojos negros, profundos y ligeramente achinados.
Al pasar a su altura deseamos paz y, casi sin levantar la vista del camino, proseguimos, ciertamente avergonzados por el error y decepcionados. ¡No era el Galileo!
Las mujeres, sin conceder mayor importancia al fugaz encuentro, respondieron a lo que, al parecer, preguntaba el de la llamativa cicatriz en la frente.
Oímos el nombre de Damiya. Aquello volvió a alertarnos.
—¿Estáis seguras? —insistió el individuo con un acusado acento extranjero.
—Sí —replicaron a coro—, ahora está en las «Columnas». Dicen que sigue bautizando…
Al oír la última palabra —«bautizando»— reaccioné. Di media vuelta y, ante la sorpresa de todos, me sumé al grupo, interesándome por la identidad del que bautizaba en las «Columnas». Las mujeres, desconfiadas, guardaron silencio. Supongo que tenían sobrada razón. No era muy normal que tres extranjeros, en una mañana, preguntaran por el mismo hombre.
Fue el del sol, abierto y sonriente, quien confirmó las sospechas. Él también buscaba a Jehohanan.
Así, aparentemente por casualidad (?), conocimos a Belša (su verdadero nombre era Belša'ssar o Baltasar). Dijo ser nativo de Susa, al este del río Tigris, en Persia. Era, por tanto, un parsay. Más exactamente, un šušankay o natural de la referida ciudad mesopotámica de Susa (en el actual Irán). Residía, provisionalmente, en la aldea de Hayyim, muy cerca de Nysa o Scythopolis. Ahora trabajaba como jefe de «escaladores» en la «selva» (una curiosa profesión cuyo objetivo era recolectar racimos de dátiles de las altas palmeras, así como proceder a la poda y a la polinización de las mismas). Había sido caravanero por medio mundo. Hablaba persa, koiné, arameo, egipcio, beduino y algo de latín. Conocía muy bien la región, y se brindó encantado a acompañarnos hasta la zona de Ga'ón Ha Yardén, en la confluencia de los ríos Jordán y Yaboq. Allí, según todas las noticias, en un paraje conocido como las «Columnas», se encontraba en esas fechas el pariente del Hijo del Hombre, Juan el Anunciador.
Durante un tiempo me costó superar el lógico asombro. Aquel hombre, a corto y medio plazo, resultaría de utilidad en nuestra misión. Y no sólo como eficaz guía. ¿Quién podía imaginarlo en aquella luminosa mañana del lunes, 24 de septiembre del año 25? Pero así es y así juega el Destino…
Belša, como digo, era un buen conocedor del valle del Jordán y, sobre todo, de sus variadas gentes. Estaba al corriente de cuanto merecía la pena. Y supo de la presencia de Jehohanan al sur del río, cerca de la orilla norte del mar Muerto, hacia finales del mes de nisán (marzo) de ese año 25. Si la información proporcionada por el persa era correcta, mis sospechas se confirmaban: Jesús, al ausentarse de Israel en abril, no sabía que su primo lejano acababa de estrenar su particular vida pública. Fue al descender del monte Hermón y regresar a la «casa de las flores», en Nahum, cuando probablemente recibió las primeras noticias. Naturalmente, sólo se trataba de una especulación. Habría que confirmarla.
Y proseguimos el camino, en animada charla. Prudentemente silenciamos nuestro verdadero objetivo, el Maestro. Y a mi pregunta sobre el porqué de su interés hacia el Bautista, Belša, sincero —o supuestamente sincero—, confesó que le había llamado la atención la práctica del bautismo por parte del referido Jehohanan. Y se proclamó seguidor del mitracismo, una religión importada de Oriente[76] por el Imperio romano y que hacía furor en aquel tiempo, en especial en las grandes ciudades del Mediterráneo. Los fieles del dios Mitra, justamente, tenían la costumbre de bautizarse, con el fin de limpiar así sus culpas o manchas morales. ¿Era este loco o profeta un seguidor de Mitra? Por eso se puso en marcha. Por eso quería verlo y conocer sus intenciones. Y el antiguo caravanero, a preguntas de estos exploradores, fue facilitando nuevos datos sobre su pasión: Mitra. Los consagrados a este dios estaban organizados en diferentes estadios de iniciación. Él era un «miles», un «guerrero». Antes había pasado por las etapas de «corax» («cuervo») y «cryphius» («oculto»). El sol, en la frente, era la confirmación del «guerrero». Era una de las pruebas a las que debía someterse: el hierro al rojo vivo. Si demostraba el valor necesario, pasaba al siguiente grado, «león». Después podía ser «persa», «heliodrimus» o «mensajero del sol» y, finalmente, «padre» (Tertuliano lo designa como «Sumo Pontífice»).
Él se encontraba al final de la fase preparatoria. A partir del grado de «león», todo era diferente. Entonces empezaría a conocer los secretos de Mitra y el porqué de su propia vida. Ninguna otra religión le resultaba tan atractiva. Mitra era un ser en el que confiaba: justo, leal y perfecto (santo). Eso dijo. Mitra era la encarnación de la verdad. La mentira le repugnaba. Eso dijo igualmente…
Además de las pruebas a las que eran sometidos, los practicantes del mitracismo debían demostrar —por encima de todo— limpieza de espíritu. Belša insistió: «La honradez es lo primero. Cuando alguien muere, Mitra pesa su alma y sabe si ha sido una persona limpia, caritativa y sacrificada. Sólo así se obtiene la felicidad eterna…».
La religión, como digo, causó furor. Los romanos, sobre todo, la consideraron una verdadera alternativa a los treinta mil dioses que los esclavizaban. Los más humildes o despreciados vieron en Mitra un salvador que juzgaba, no por las riquezas o el poder, sino por la actitud de cada cual en la vida[77]. Esa promesa de felicidad aseguraba el paso de un cielo a otro, hasta llegar al «séptimo», según el mitracismo. Sólo había un «problema»: las mujeres no formaban parte de este culto…
Una vez iniciados[78], los seguidores de Mitra se reconocían por una serie de señales secretas, por la huella en la frente del «sol victorioso» y por el tratamiento —sólo entre hombres, claro está— de «hermanos queridísimos» (fratres carissimi o dilectissimi).
El culto a Mitra, en definitiva, constituyó toda una esperanza en los tiempos de Jesús. Fue otra opción en las llamadas religiones mistéricas (la mayoría oficiales), practicadas por los gentiles. Junto a éstas, como fue dicho, aparecían los epicúreos, los estoicos, los cínicos y los escépticos, amén de una constelación de creencias paganas, a cual más absurda y peregrina.
Cuando pregunté a Belša por Jesús de Nazaret, se encogió de hombros. Era la primera vez que oía el nombre. No insistí. No era el momento…
Y guiados por el experto jefe de «escaladores de palmeras» proseguimos por la senda que descendía hacia el mar Muerto. La temperatura, en ascenso, podía rondar los treinta grados Celsius. El día se presentaba nuevamente agotador.
Y tras la providencial aldea de Ruppin, nuestros pasos se dirigieron a lo que Belša llamó las «once lagunas». Los palmerales, huertos y plantaciones de flores fueron sustituidos, de pronto, por un bosque apretado como un puño, verde y amarillo, con hermosos y desafiantes álamos del Eufrates, algunos de treinta metros de altura. Y al poco, entre las cortezas grises, aparecieron las lagunas.
El «guía» apretó el paso. Sobre las verdosas aguas temblaban y se desplazaban numerosas nubes de insectos y mosquitos. Era la peor de las amenazas, la malaria…
Una familia de francolines, asustada ante la intromisión de aquellos humanos, voló rápida y escandalosa, agitando su plumaje moteado, y despabilando, a su vez, a otra colonia de garzas nocturnas.
—Son tan exquisitas como las perdices —aclaró el persa, señalando a los huidizos francolines—. Sobre todo, los de collar castaño…
Y las blanquísimas garzas, lentas y molestas, avisaron también con sus planeos a las passer, las golondrinas del Jordán. Nunca había visto tantas. De las ramas de los álamos colgaban miles de nidos en forma de pera, pacientemente construidos con barro y diminutas porciones de ramas y juncos. Protestaron con sus trinos y se perdieron entre el boscaje, dibujando picados sobre las cañas y los perezosos plumeros que crecían en las orillas de los pantanos. Una barrera de mimbres, estirados y amenazantes, de hasta diez metros de altura (posiblemente la salguera blanca), cerraba el paso ante cualquier intento de aproximación a las lagunas. Tampoco era nuestra intención. Aquellas aguas salobres, demasiado tranquilas, eran refugio de ofidios y cocodrilos. Algunas se comunicaban con el Jordán. Belša lo advirtió. Entre los arbustos de salsola y siemprevivas, en especial entre los intrincados manglares que conquistaban las aguas, habitaba «una criatura feroz y despiadada que asaltaba al caminante y lo dejaba sin sangre». Dijo que era un demonio, con los ojos rojos y brillantes como antorchas. Tenía la capacidad de volar, aunque las huellas que dejaba en la tierra húmeda de las «once lagunas» eran similares a las de un perro. Nadie, con dos dedos de frente, se aventuraba a cruzar aquel territorio en solitario…
Sonreí para mis adentros. El persa, sin duda, hablaba de una criatura fantástica, fruto de la superstición. Eliseo, a juzgar por su cara, no compartía esta opinión…
Belša, naturalmente, creía en la realidad de «Adam-adom». Éste era el nombre que daban los naturales del valle del Jordán al siniestro «diablo» de los manglares. Una especie de juego de palabras: Adam («hombre») y adom («rojo»), en hebreo. «Hombre-rojo», por la luz (?) rojiza que proyectaban sus ojos y que —según decían— le permitía avanzar con soltura en la oscuridad de la noche.
Adam-adom…
¿Se trataba de una fantasía popular? ¡Qué poco sabía de aquellas gentes!
Y hacia la tercia (más o menos, las nueve de la mañana), divisamos una granja. Era el final del tramo que también nosotros denominaríamos en el futuro como el de las «once lagunas».
La modesta construcción de adobe y hojas de palmera nos reservaba otra sorpresa…
Belša se detuvo en la puerta y, a gritos, reclamó la atención de los moradores. Al poco, un felah viejo y esquelético le salió al encuentro, saludando al persa con una interminable reverencia. Mi hermano y quien esto escribe experimentamos la misma y extraña sensación. ¿Por qué el campesino se inclinaba —y de qué forma— ante el jefe de los «escaladores»? A fin de cuentas, ambos eran felah. Aquello nos intrigó. Pero, por el momento, no le dimos mayor importancia.
Estábamos en un lugar dedicado a la cría de cocodrilos.
El anciano parlamentó brevemente con el persa y, acto seguido, nos condujo hasta una de las lagunas, infestada de reptiles. Los felah la habían acondicionado, cercándola con altas y gruesas cañas. Al pie de la empalizada, inmóviles como estatuas y con las poderosas fauces ligeramente abiertas, dormitaban varias decenas de niloticus, los temibles cocodrilos del Nilo. Nunca me gustaron estos animales. A Eliseo tampoco.
Algunos eran enormes. Calculé entre ocho y diez metros. Hacía siglos que habitaban el Jordán, probablemente desde los tiempos de la XVIII dinastía egipcia. Los faraones los transportaron por mar hasta el golfo de Aqaba y, desde allí, por el camino real, a las aguas del río Jordán. Un viaje de mil kilómetros, sujeto a todo tipo de peripecias. La inversión resultaba siempre rentable. El niloticus, de hocico más corto que los caimanes, dispone de una piel más fina y resistente y también, según los entendidos, de una carne más sabrosa. Y los criaderos de cocodrilos se hicieron famosos en el valle.
Ante nuestra sorpresa, Belša solicitó una cría. Y los felah, sin dudarlo, penetraron en el recinto, caminando decididos por la orilla de la laguna. El viejo, el persa y estos exploradores permanecieron a las puertas, pendientes de los ejemplares que flotaban entre dos aguas con los hocicos emergiendo como leños y aparentemente dormidos. Sólo aparentemente…
Aquellas criaturas, extraordinariamente rápidas, no eran de fiar. Al menor descuido hacían presa y arrastraban a la víctima al fondo del pantano. Allí, una vez ahogada, la devoraban. Y, prudentemente, deslicé los dedos hacia lo alto de la «vara de Moisés», acariciando el láser de gas…
Los campesinos evitaron a los niloticus, rodeándolos. Una cuadrilla de pájaros «basureros» abandonó las fauces de los animales, levantando el vuelo hasta lo alto del cañizal. Y los empleados del criadero desaparecieron en un laberinto de cañas. Uno de ellos portaba un largo palo, con un lazo en un extremo. Otro de los felah iba armado con una antorcha y una afilada daga. El viejo que nos recibió continuó conversando con el «guía» y, a cada afirmación de Belša, respondía con sendas y pronunciadas inclinaciones de cabeza, llamándolo «be'el» («señor»).
¿Por qué «señor»?
Los blancos y negros «pluviales» volaron de nuevo hasta los impasibles cocodrilos y saltaron sin temor al interior de las fauces. Allí prosiguieron la interrumpida faena de limpieza de dientes y encías, picoteando toda clase de insectos, sanguijuelas y restos del reciente «desayuno»: pollos y cabras, siempre vivos…
Al poco, Belša recibía su cocodrilo. Un ejemplar de un metro, sacrificado en el corral destinado a las crías. Todavía colgaba del lazo. El segundo campesino le había atravesado el cerebro, introduciendo el afilado cuchillo por uno de los ojos.
Y el persa, satisfecho, cargó el animal sobre los hombros. El viejo felah se negó a cobrarle. Aquel gesto fue todavía más extraño. El niloticus podía costar un par de denarios, como mínimo…
Y con una última y enésima reverencia, el hombre se despidió del persa. A nosotros, simplemente, nos deseó paz.
Las dudas aumentaron. ¿Quién era realmente el jefe de los «escaladores de palmeras»?
A partir de la granja de los cocodrilos, la senda se dulcificó. El valle continuó inclinándose hacia el mar Muerto y, tras dejar atrás las aldeas de Zevi y Salem, se presentó ante nosotros una gran planicie. Los álamos desaparecieron y, en su lugar, a derecha e izquierda de la ruta, surgieron de nuevo los huertos y los interminables y gratificantes blancos, rojos y violetas de las plantaciones de flores.
Belša, señalando el edificio de la siguiente aduana, trató de animar a estos exploradores. Nos hallábamos a poco más de veinte millas romanas de nuestro destino: Damiya. Eso significaba unas cinco horas de viaje. Y en mi mente se puso en pie la imagen del Maestro. Esta vez, con más fuerza. ¿Estábamos cerca? ¿Lo encontraríamos junto al Bautista? ¿O sólo eran imaginaciones y mi intenso deseo de volver a verlo?
No muy lejos de Salem o Salim, en efecto, nos aguardaba el edificio que servía de aduana entre los territorios de la Decápolis y la Perea[79]. Nos disponíamos a penetrar en este último, en aquellos tiempos bajo el control administrativo de uno de los hijos de Herodes el Grande, Herodes Antipas. El verdadero «dueño» no era el «viejo zorro», sino Roma…
Esta vez no hubo esperas. El persa, con decisión, fue adelantando a los caminantes y a las carretas que hacían cola y, con el niloticus sobre los anchos hombros, se aproximó a los publicanos. Eliseo y yo, asombrados, nos temimos lo peor. Y a nuestro paso, efectivamente, surgieron voces de protesta. Belša, inmutable, se volvió hacia los airados judíos y gentiles y, sencillamente, los taladró con la mirada. No abrió la boca.
Entonces, los de las protestas guardaron silencio. Algunos, incluso, atemorizados, dieron un paso atrás. Y todos aceptaron que el individuo de la túnica roja y el sol en la frente los adelantara. Nosotros, más perplejos si cabe, observamos a unos y otro, sin saber qué pensar.
¿Quién era Belša? ¿Por qué lo temían y lo reverenciaban?
Los funcionarios, al verlo, olvidaron el registro de petates y mercancías y se volcaron en la persona de nuestro amigo (?) y acompañante. Todo fueron atenciones: agua de los manantiales de Enón, carne salada de la vecina «jungla» o vino negro y recio del Hebrón, en las montañas de la Judea y, probablemente, requisado por las buenas o por las malas. Belša aceptó un par de tiras de cecina de cerdo salvaje y guardó en su saco una pequeña bolsa con monedas. Aquello no me gustó. Definitivamente, el caravanero y fiel seguidor de Mitra no era lo que decía ser…
Como imaginábamos, los publicanos le franquearon el paso, liberándolo del «peaje». Y nosotros con él.
Ni Eliseo ni yo nos atrevimos a interrogarlo. Era mejor así. De momento, la compañía del persa —o supuesto parsay— nos beneficiaba. ¿Por qué tentar al Destino?
Y Belša, alegre y pletórico, cantando alabanzas al «salvador» Mitra, nos condujo por la gran llanura.
Y las aldeas de Mehola, Juneidiya, Ghirur, Khiraf y Coreae, blancas y dormidas, quedaron atrás, agazapadas bajo los palmerales o difuminadas entre los mares de rosas fenicias que las rodeaban por doquier. Aquellos veintisiete kilómetros, entre la aduana y el poblado-fortaleza de El Makhruq —final del trayecto—, fueron una delicia. La senda, recta y cómoda (descendiendo desde menos 252 metros en la zona de Mehola a menos 284 en El Makhruq), con la «jungla» jordánica a ochocientos o novecientos metros por nuestra izquierda, se hallaba permanentemente perfumada por el incienso quemado en los cruces, otro de los reclamos de los vendedores del valle. Tanto el incienso como la mirra, así como la planta de bálsamo, crecían en abundancia en la cuenca (especialmente en Jericó). Los felah vendían estas gomorresinas al Templo de Jerusalén y también a los paganos de Egipto y Mesopotamia. Según Belša, el humo de la mirra y el incienso tenía el poder de ahuyentar a los malos espíritus. Por eso se utilizaba en los rituales sagrados y también en las modestas casas del Jordán, conjurando la posible presencia de criaturas inmundas como Adam-adom. (El cristianismo y otras religiones heredaron esta costumbre, utilizando el incienso en la liturgia. En aquel tiempo, tal y como verificamos durante el período de predicación del Hijo del Hombre, la totalidad de los exorcistas judíos empleaban el incienso para poner en fuga a los demonios, haciendo desaparecer así el nauseabundo olor de las criaturas «infernales». Ésa era la creencia).
Y digo que la marcha fue una delicia, aunque no soy sincero del todo. Lo hubiera sido al completo si, naturalmente, lo hubiéramos hallado. Pero el Maestro no dio señales de vida. Ni rastro. Y al detenernos al pie de la fortaleza de El Makhruq se presentaron las viejas dudas…
Nos encontrábamos a 88 kilómetros de Nahum y a 67 de la costa sur del yam. ¿Dónde estaba? Aquél era el camino «habitual» a la Ciudad Santa. Él lo hizo y lo haría en otras oportunidades. ¿Qué sucedía? ¿Por qué no dábamos con el Galileo?
E, inevitablemente, regresaron a mí las palabras de Jesús: «El Padre tiene planes a los que, por ahora, no tenéis acceso…».
Algo no cuadraba. ¿Por qué habíamos llegado hasta allí, aparentemente para nada?
Y el Destino —estoy seguro— sonrió de nuevo…
¿Aparentemente? Nada de eso. Todo se hallaba atado y bien atado.
Fortaleza de El Makhruq. Como decía, final del trayecto. Al menos, de aquella etapa.
El sol marcaba la décima (las cuatro de la tarde, aproximadamente). Y rendidos, nos dejamos caer sobre las peñas grises que daban base a una construcción cuadrangular, en ruinas, que los lugareños llamaban «el quemado». Se trataba de una torre de unos veinte metros de lado, levantada por los antiguos cananeos y cuya misión era la vigilancia del importante nudo de comunicaciones existente en aquel paraje (allí coincidían el camino «habitual» del Jordán y la calzada romana que unía Filadelfia, en el este, con Nablus y la costa del Mediterráneo). Por extensión, el término «quemado» o «abrasado» —eso significa Makhruq— servía en aquel tiempo para designar la barrera rocosa que interrumpía la próspera vegetación de la cuenca jordánica; una barrera de caliza blanca y gris-azulada que se prolongaba perpendicular al Jordán y que se perdía hacia el oeste, en dirección al monte Sartaba.
Calculé hora y media para la puesta de sol.
Belša nos sacó de dudas. Indicó un pueblo modesto y encalado y nos hizo ver que ése era el destino final. Hablaba de Damiya. Algo más allá, hacia el este, se encontraba el «vado de las Columnas». Allí, según todas las informaciones, bautizaba Jehohanan.
Experimenté una sensación agridulce. Quizá Jesús se había reunido con su primo lejano. ¿Seríamos testigos del bautismo del Maestro? En ese supuesto, el Galileo se hallaba cerca. Damiya aparecía a cosa de tres kilómetros del punto donde descansábamos. Pero ¿y si no era así?
El persa, agradecido por la compañía de aquellos inquietos y curiosos griegos —«viajeros en busca de la verdad», según Eliseo—, trató de complacernos, una vez más, mostrando la belleza del lugar al que nos había conducido el enigmático Destino (Mitra, según él). Y eligió el paraje exacto: la citada torre de El Makhruq, en lo alto de la cadena rocosa, a 281 metros sobre el nivel del mar.
El espectáculo fue inolvidable. A nuestros pies corría el Jordán, ahora libre de la cúpula selvática, alimentando con sus aguas claras y mansas los acostumbrados huertos y plantaciones. Por el este bajaba uno de los afluentes más destacados: el Yaboq o Zarqal, destellando también como la plata. A nuestra izquierda, por la margen derecha del Jordán, menos pretencioso, se abría paso, entre el verde y negro de los palmerales, el río Tirza, padre del valle que llamaban Fari'a. Ambos afluentes desembocaban casi frente por frente, dando nombre a la rica región de Ga'ón Ha Yardén (algo así como «Garganta del Jordán»). En la reunión de los tres cauces, los sedimentos arrastrados por las aguas habían formado una isla de regulares dimensiones. Quedé asombrado. La práctica totalidad del islote se hallaba ocupado por una singular construcción de caliza, con muros y techos ennegrecidos. Una pared alta, de cuatro o cinco metros, rodeaba los edificios, aunque no creo que la palabra «edificios» sea la más correcta. El único con un cierto porte era el central, totalmente circular, rematado por una cúpula en la que destacaban cinco estrechas chimeneas. Por todas ellas escapaban sendas columnas de un humo negro y espeso. En el patio, pegadas al murallón, se alineaban numerosas casitas, también de piedra caliza, tiznadas por el hollín y sospechosamente iguales. Por una de las puertas del bloque circular —el que parecía más importante— observamos unas intensas llamaradas. Imaginé que estábamos frente a una yesuqah o fundición de hierro o cobre.
—Sí y no…
La respuesta de Belša me confundió.
—Es la cárcel del cobre. Un lugar maldito…
Era una yesuqah y, al mismo tiempo, una de las más temibles prisiones de la Perea. Allí terminaban los asesinos, los violadores de niños, los defraudadores de impuestos y los que trataban de alzarse contra Roma o contra el tetrarca Antipas. Lo «mejor de lo mejor» en poco más de quinientos metros cuadrados…
Según el persa, allí sólo se entraba para morir. La población reclusa era de un millar de personas, la mayoría de origen pagano. ¡Un millar de presos en quinientos metros cuadrados!
Trabajaban los lingotes de cobre que llegaban regularmente de las fundiciones de Esyón-Guéber, en el mar Rojo, las antiguas y auténticas minas del rey Salomón. Largas caravanas ascendían por el Jordán con los cargamentos. Éstos eran desembarcados en la isla y allí reelaborados por la técnica del martilleo. Los hornos eran alimentados día y noche con madera talada en las montañas de Galaad. La fusión del cobre (a 1083 grados Celsius) se conseguía mediante la utilización de enormes fuelles de cuero, activados manualmente, y con el concurso —eficacísimo— de los vientos locales, especialmente fuertes en la desembocadura de los referidos ríos. Las bocas de los hornos habían sido estratégicamente orientadas hacia poniente, de forma que los vientos que descendían por el valle de Fari'a incrementaran el tiro, alcanzando así «el naranja del sol en el ocaso» (los expertos fundidores establecían los diferentes grados de fusión según los colores del sol. La obtención del cobre, partiendo de la cuprita, la azurita y la malaquita, demandaba un naranja similar al de la puesta de sol. El hierro, por ejemplo, exigía una temperatura —1539 grados— que transformaba el metal, proporcionando un color parecido al del «blanco mate del sol entre la niebla» y así, sucesivamente, para el bronce, el oro, la plata o el estaño).
Pronto nos acostumbraríamos al monótono y lejano golpeteo de los martillos sobre las dúctiles y maleables láminas de cobre. Un martilleo que no cesaba durante la noche y que recordaba, a propios y extraños, la naturaleza del lugar del que procedía el rítmico sonido…
Según Belša, la cárcel del cobre era otro de los saneados «negocios» de Antipas, en el que participaban los de siempre: las castas sacerdotales y los más notables funcionarios de Roma. Allí, gracias al esfuerzo de los prisioneros, se fabricaban toda clase de armas, herramientas y adornos, tanto masculinos como femeninos. Todos los días, con las primeras luces del alba, una o dos embarcaciones atracaban en las orillas del islote, cargando los productos manufacturados: lanzas, puntas de flechas, espadas de toda índole, dagas, hachas de combate o para el trabajo, azadones, azuelas, zapapicos, cinceles, bocados de caballo, armaduras, brazaletes, colgantes y toda suerte de utensilios de cocina.
No supe qué pensar ante los comentarios del jefe de los «escaladores de palmeras». Criticaba al tetrarca Antipas y a los funcionarios y, al mismo tiempo, se beneficiaba de ellos. La actitud no parecía muy limpia…
El promedio de fallecimientos en aquel campo de concentración era alto: dos o tres «obreros» por día. Los cuerpos terminaban en los hornos, fundidos con el cobre líquido. Eso —decían— proporcionaba hitpa al metal («el espíritu del muerto enriquecía la mezcla»). En el tiempo que permanecimos en las cercanías de la cárcel del cobre llegamos a saber de tres caravanas con nuevos «refuerzos», entre los que destacaba una partida de zelotas, capturada al sur, en el desierto de Judá. Antipas, como su padre, no permitía un solo movimiento (religioso o civil) que pudiera amenazar el poder establecido. La temida prisión que teníamos a la vista fue otro ejemplo de la crueldad de la familia herodiana. Allí perdieron la vida muchos judíos cuya única culpa fue soñar con la liberación de Israel.
Damiya, el pueblo blanco al que nos disponíamos a descender, vivía en buena medida de esta prisión. Era una aldea al servicio de los fundidores y de sus guardianes. Los cinturones de huertos que la rodeaban no eran suficientes para abastecer la yesuqah y, todos los días, por la senda del Jordán, amanecían numerosas carretas con suministros de toda índole, incluidas las célebres «burritas» o prostitutas de Bet She'an y de la ciudad de Pella. De Damiya salían los aguadores, los médicos, los adivinos, los carpinteros, los albañiles, los prestamistas o sacerdotes de los más diversos dioses que se ofrecían al personal de la isla. Las puertas de la prisión eran un mercado en el que se traficaba con todo y con todos. La corrupción de los guardias era tal que muchos de los vecinos de Damiya terminaban por penetrar en el recinto, vendiendo sus productos en los barracones de los condenados. Algún tiempo más tarde, cuando el Destino lo consideró conveniente, quien esto escribe cruzó el umbral de aquel infierno, aunque por razones muy diferentes…
Otra de las referencias de utilidad en nuestra misión —perfectamente visibles desde las rocas de El Makhruq— fueron los caminos y los puentes que menudeaban en lo que iba a ser nuestro inminente escenario. El lugar era un intrincado nudo de comunicaciones. Los huertos aparecían surcados por una compleja red de caminos vecinales y pistas de tierra que conducían a decenas de cabañas ubicadas en las plantaciones. En ambas orillas del Jordán, y también en las de sus afluentes, no quedaba un palmo de tierra por cultivar. El verdor, roto aquí y allá por el brillo del agua en acequias y canalillos, era absoluto.
Conté más de diez ruedas de madera, sólo en la margen izquierda del Jordán, permanentemente en movimiento, abasteciendo con sus cangilones el agua necesaria para las frutas y hortalizas que maduraban en la vega.
Tres puentes de piedra unían las orillas. Uno sobre el Tirza y dos sobre las aguas del «padre Jordán». Uno de ellos nos llamó la atención. Era muy largo (más de cien metros). Arrancaba casi a los pies de la fortaleza en la que nos hallábamos y saltaba cómodamente sobre el río sagrado. Allí nacía una senda menor, de tierra roja, que culebreaba entre los huertos hasta la mencionada aldea de Damiya. Calculé unos dos kilómetros hasta el poblado. Más allá, por detrás de Damiya, hacia el este, la senda roja desaparecía entre bosques. A nuestra derecha, el tercer puente, también sobre el lento Jordán. Era lo que llamaban el «segundo vado», en recuerdo de otros tiempos, cuando no existían estas construcciones de piedra. Una calzada romana, impecable, discurría sobre el puente, de Scythopolis a Filadelfia, convirtiendo el Ga'ón Ha Yardén en un sobresaliente cruce de caminos, uno de los más frecuentados del valle. Por allí atravesaban las interminables caravanas de camellos procedentes del camino de los Reyes, al este del mar Muerto. Aquel tercer puente era otra de las «llaves» del comercio entre los cuatro puntos cardinales. Por allí cruzaban a diario cientos de judíos y paganos, transportando todo lo imaginable y algo más. Popularmente, el sector en cuestión (en especial, los dos puentes sobre el Jordán) era conocido como los «pasos o vados de Adam». El río ya era cruzado por los hicsos en esos lugares en el siglo XIV antes de Cristo. Por aquí huyeron los medianitas, hacia el este, cuando escapaban de Gideon, como cuenta el libro de los Salmos (83, 10-11). Por aquí, en definitiva, entraban y salían los ejércitos y, lo que era más importante, el dinero y las ideas.
Jehohanan, efectivamente, había elegido bien el lugar de predicación. El flujo de hombres y mercancías era continuo y agotador…
El paraje recibía el nombre de «pasos de Adam» por la ciudad situada más al sur, en la margen izquierda del Jordán, y que apenas era visible desde El Makhruq. Se hallaba a unos cinco kilómetros de Damiya y a casi treinta de Jericó[80]. Era venerado por los judíos como el lugar en el que Yavé hizo el milagro de retener las aguas, permitiendo que Josué y el pueblo elegido pasaran a Canaán, la tierra prometida[81]. Fue el primer prodigio del arca de la Alianza o del Testimonio, según la Biblia[82].
Finalmente, en el horizonte, por detrás de Damiya, se divisaba una masa verdinegra de la que huían el río Yaboq y otros afluentes de menor rango. Eran los bosques de tamariscos del Nilo, acacias, álamos y salvadoras. Bosques cerrados y remotos…
Y el instinto me advirtió.
«Algo» importante nos aguardaba en esta bella y exuberante región. ¿Jesús de Nazaret? ¿Lo hallaríamos, finalmente, en aquel jardín? ¿Cuáles eran los designios del Destino?
Pronto lo sabríamos…
Belša dio por bien empleado el relajante respiro y aconsejó descender hacia Damiya. El sol no tardaría en ocultarse por detrás del Sartaba.
Pregunté sus intenciones. Fue tan claro como rotundo: éramos amigos, buscábamos al mismo «profeta» y Mitra nos protegía. Eso significaba que lo acompañaríamos. Esa noche dormiríamos en la casa de un «hermano», en el pueblecito que teníamos enfrente (Damiya).
Me eché a temblar. La palabra «ah» («hermano» o «compañero») fue pronunciada en un tono —cómo diría— malicioso…
Y el persa, al percibir mi inquietud, sonrió irónico.
Eliseo, creo, no se percató de las segundas intenciones del singular «guía». Caminaba en último lugar. Hacía horas que permanecía mudo, algo serio y con la mirada perdida. Me preocupó. En esos momentos no supe qué le sucedía. Después, al descubrir lo que lo atormentaba, comprendí. Pero ésa es otra historia…
Qué podíamos hacer. En esos instantes no sabíamos lo que nos aguardaba en Damiya. Buscábamos al Bautista, sí, pero, sobre todo, al Maestro. Belša conocía el terreno y también a sus habitantes. Y seguí pensando que lo más razonable era confiar en él, al menos inicialmente. Era preciso que aprendiera a confiar en la gente. ¿O no?
Todos los días, a lo largo de aquella fascinante aventura en Israel, aprendí algo. Todos los días…
Cubrimos los dos kilómetros sin novedad.
Damiya, como he dicho, era un pueblo blanco, edificado con la caliza blanda de la cima del Qeren Sartaba, la montaña existente hacia el oeste, a poco más de diez kilómetros del Jordán. Era una población pujante, beneficiada por la próspera agricultura, la proximidad de los «vados de Adam» y, sobre todo, por la cárcel del cobre. Estos reclamos habían atraído a numerosos felah de toda la cuenca y también a paganos de los vecinos territorios de Moab, la Nabatea e, incluso, Egipto y los desiertos de la Cyrenaica. Las pequeñas casitas de una planta, nacidas en el más absoluto desorden, eran el escenario de un enrevesado cruce de lenguas y del ir y venir de atareados sitones o compradores de cosechas «en verde», caravaneros de turbantes y túnicas de seda, esclavos negros con el lóbulo de la oreja derecha perforado, am-ha-arez (la «escoria» humana, según los judíos ortodoxos), artesanos del mar Rojo llegados expresamente para trabajar el cobre (capaces de golpear el metal a razón de cincuenta martillazos por minuto y durante diez horas) y un largo etcétera de las más asombrosas «profesiones», todas a la sombra del flujo de hombres y dinero. En general, buenas gentes, abiertas, deseosas de complacer y respetuosas con todas las creencias y las decenas de dioses que viajaban también en las carretas o en los sacos de viaje de cada cual. En los días que permanecimos en contacto con los habitantes de Damiya, todo fue cordialidad y buenas intenciones. Mejor dicho, casi todo…
Y a la puesta de sol fuimos a tomar posesión de una de las casas, una de las más grandes y acomodadas. El dueño, un nabateo llamado Nakebos, se mostró feliz al reconocer a Belša, «viejo compañero de venturas y desventuras», según sus propias palabras. Y, torpe de mí, lo asocié a la mencionada profesión de caravanero, ejercida por el persa tiempo atrás, suponiendo que dijera la verdad…
Como exigía la hospitalidad del valle, Nakebos nos recibió con los brazos abiertos y puso a disposición de aquellos cansados caminantes dos espaciosas habitaciones, agua en abundancia, perfumes, lienzos de algodón y media docena de sirvientes.
Una hora después, bañados y relajados, los criados nos condujeron al patio central, a cielo abierto, en el que aguardaban el anfitrión y una suculenta cena. Suculenta a primera vista, claro está…
Allí prosiguió la cordial conversación. Y Belša —más que complacido— procedió a informarnos sobre su amigo, el nabateo. Era un hombre de confianza de Antipas, el tetrarca de la Perea y la Galilea. Eliseo y yo intercambiamos una mirada de complicidad. Aquello podía ser más interesante de lo que suponíamos…
¿Amigo de Herodes Antipas?
Nakebos confirmó las palabras del persa y añadió que había sido nombrado al-qa'id o alcaide corregidor de la prisión del cobre. Su verdadera profesión era capitán de la guardia personal de Antipas.
Y el instinto volvió a tocar a mi puerta, avisando…
¿Oficial de la guardia «pretoriana» del reyezuelo que «gobernaba» aquellas tierras? Muy interesante…
Al parecer, el tal Nakebos era tan rico como corrupto. Parte de los ingresos obtenidos por la venta de los utensilios de cobre iba directamente a su bolsa. Todos lo sabían, incluido el «viejo zorro». El pueblo entero pagaba un «extra» a Nakebos, agradeciendo, además, que el trabajo se quedara en Damiya. Al menor desaire o falta de pago por parte de los vecinos, la yesuqah podía cortar el negocio, favoreciendo a cualquiera de las poblaciones de la cuenca. Coreae o Adam eran las rivales más próximas y codiciosas.
Y las sospechas resucitaron.
¿Qué hacía el jefe de los «escaladores» —un supuesto campesino— en la casa del alcaide de una de las más temidas cárceles de Israel? ¿Por qué lo trataba como un amigo íntimo? ¿A qué venía semejante agasajo? Aquello, como digo, no cuadraba…
Pero mis pensamientos quedaron en suspenso. Los sirvientes presentaron la cena: el niloticus que Belša había cargado desde las «once lagunas». Cocodrilo a la brasa…
Un olor acre y repulsivo me puso en alerta. No tuve más remedio que probarlo. Y el sabor áspero —entre pollo y pescado— casi me hizo vomitar. A mi compañero, en cambio, le pareció delicioso. Y comió hasta saciarse. Yo, prudentemente, me refugié en la abundante variedad de dátiles, recuperando fuerzas con lo que llamaban el r'fis, una pasta de harina de trigo tostada en la que enterraban dátiles sin hueso y macerados. El r'fis —delicioso— fue acompañado por una legumbre única: corazón de palmera. Y todo ello rociado con un jarabe dulcísimo, de irisaciones ambarinas, extraído igualmente de los dátiles y rebajado con vinagre negro. Mis acompañantes se inclinaron por una bebida más fuerte y popular: el legmi, un licor típico del valle del Jordán, obtenido en la fermentación de la savia de la palmera datilera; un brebaje perfumado y traidor que conducía siempre a la borrachera…
Y eso fue lo que me tocó vivir en aquella interminable noche; una noche de insomnio…
Como era previsible, entre ración y ración de cocodrilo, Nakebos y Belša dieron buena cuenta de las primeras jarras de legmi. Y los efectos no se hicieron esperar. Eliseo, supuestamente contagiado, se unió al «simposio», bebiendo sin moderación. No fui capaz de frenarlo. Rechazó mis advertencias, acusándome de «aguafiestas» y «poco amigo». Y los bebedores, cada vez más cargados, hicieron causa común, arropando y consolando al ingeniero.
Las lenguas terminaron por trabarse y de ahí pasaron a la siguiente fase: las canciones y los juramentos de «amistad eterna». El nabateo y el persa se incorporaron en varias oportunidades, alzando las jarras e intentando formular sendos brindis. Fue imposible. Los vapores del legmi los hicieron tambalearse y rodaron sobre la mesa. Los criados, acostumbrados a estas reuniones, no se inmutaron, y se limitaron a llenar las jarras por enésima vez. Y en una de éstas, Eliseo, levantándose con dificultad, se dirigió a los abotargados «colegas», pronunciando un brindis que me dejó atónito. En inglés (lengua prohibida durante la misión), con más voluntad que claridad, exclamó:
—Por ella… Por la más hermosa… Por un amor imposible…
Y los ojos del ingeniero se llenaron de lágrimas. Después, sin dejar de mirarme, volvió a sentarse, apurando el licor.
No sé cuánto tiempo permanecí en silencio, contemplando a mi compañero.
No fue el hecho de que hablara en inglés, ni tampoco la soberana curda, lo que me heló la sangre. Nuestro anfitrión y el «guía» se hallaban tan borrachos que no podían distinguir sonido alguno. En cuanto a los sirvientes, probablemente tomaron la extraña lengua como lo que era: otra lengua propia de extranjeros, llegados quién sabía de dónde.
Fue el contenido del brindis lo que me sumió en la confusión. ¿Cómo no me había dado cuenta? ¿Era ésta la razón de la anormal sequedad de Eliseo en las últimas horas de marcha? ¿Estaba enamorado? ¿Por eso había bebido?
¡Dios! ¿Qué estaba pasando?
Y la intuición dibujó un rostro… Me negué a aceptarlo.
El cansancio me hacía ver lo que no existía. Mejor dicho, lo que no debía existir.
No… Eso era inviable, absurdo y loco.
Y súbitamente comprendí que me hablaba a mí mismo. Allí terminó la lucha interior. Solicité el auxilio de uno de los criados y, cargando a mi hermano, nos retiramos a la habitación. Nakebos y Belša, dormidos, no se enteraron.
Y quien esto escribe aguardó el amanecer. Fue una noche interminable y dolorosa. Muy dolorosa…
Río Jordán, en los tiempos de Jesús, con dos de los más notables afluentes: Yarmuck y Yaboq, por la margen izquierda.