26 DE SEPTIEMBRE, MIÉRCOLES

Fue otra noche larga y en vela. La segunda.

Kesil, buen conocedor de las plantas de la región, colaboró en el sostenimiento del precario equilibrio orgánico de mi hermano con unas puntuales dosis de canela y pimienta de cayena diluidas en agua hirviendo. También recomendó un preparado de corteza de olmo con miel. Y las diarreas fueron cediendo.

La luna llena apareció naranja entre los dormidos tamariscos del Nilo. Y me invitó a evaluar la situación. Kesil, al otro lado de un pequeño fuego, cocinaba y canturreaba, sin perder de vista a Eliseo. En el campamento y en la sófora sólo se distinguían sombras.

Como dije, todo quedó en segundo plano…

¿Jesús de Nazaret? No tenía alternativa. Mi hermano me necesitaba. El seguimiento, el viaje a la Ciudad Santa, tendría que esperar.

¿Y si empeoraba?

Inspiré profundamente. Me tomé el tiempo necesario.

¿Qué hacer si el proceso infeccioso no remitía? La solución se presentó, nítida: regresaríamos al Ravid. Contrataría un carro y a los hombres necesarios. Alcanzaría el módulo. No importaba cómo. Si me veía en la necesidad de descubrir nuestro secreto, si tenía que hacer visible la «cuna», muy bien… Lo haría. Mi compañero tenía prioridad absoluta.

¿Y si no lograba su restablecimiento?

Ése fue otro momento duro y penoso…

¿Cuál sería mi decisión? También apareció con claridad en mi cansada mente. Pero desestimé la idea.

Eso no llegaría…

Y desvié los pensamientos hacia los acampados y hacia el que, por el momento, llamaba el predicador. No entendía los comportamientos. Si aquella gente estaba allí, en el «vado», para escuchar al Bautista, ¿por qué no le prestaban atención? ¿A qué venía tanta polémica sobre el posible profeta e, incluso, sobre el ansiado Mesías? Si la gente acudía al «lago» de las «Columnas» para ser curada o, simplemente, como me explicaron, para que él los viera y «cambiara su suerte», ¿por qué lo rechazaron? ¿Por qué la emprendieron a pedradas con Yehohanan? A no ser que…

No, eso no parecía lógico. El hombrecito ostentaba el mando en el grupo armado. Él se había dirigido a los acampados. Él controlaba la situación, en mayor o menor medida. Él tenía que ser el Anunciador…

Y si no lo era, ¿qué hacían allí, lejos de sus hogares y de sus trabajos? Aquella gente era ingenua e ignorante, pero no estúpida.

«Kése», la luna llena, se despegó del bosque. Todo, a nuestro alrededor, se volvió de plata. Las aves, en la espesura, siguieron en silencio. Un silencio cómplice. Por un momento creí que la luna, ahora de blanco, me daba la razón. Él era el Bautista…

Y ante mi sorpresa, enredado en estas reflexiones, vimos aproximarse un par de teas. Eran el predicador y uno de sus hombres. La coincidencia me dejó atónito y reforzó la sospecha. Aquel buen hombre tenía que ser el precursor del Maestro. Lo he dicho muchas veces: la casualidad sólo existe en la mente de los que no han superado el miedo.

Se interesó por Eliseo, una vez más, y solicitó permiso para visitarlo. Quedé maravillado y agradecido, en especial por su ternura. El aspecto físico, como creo haber mencionado, no le hacía justicia. Y durante unos minutos permaneció arrodillado junto a mi compañero. De pronto alzó las manos y fue a situarlas a corta distancia del rostro de Eliseo.

En la puerta de la improvisada choza, Kesil, el hombre de la antorcha y quien esto escribe contemplamos la escena con curiosidad; el criado y yo, probablemente, con más interés que el silencioso individuo que escoltaba al hombrecito de las enredadas y sucias melenas.

Levantó los ojos hacia las cañas y, tras cerrarlos, empezó a murmurar. Parecía una oración o un cántico. No logré descifrarlo.

Las manos, firmes, sin temblor alguno, continuaron a pocos centímetros del inquieto ingeniero. En ningún momento lo tocó.

Después, sonriente, mostró la arruinada dentadura y algo mucho más importante: la esperanza. Tomó mis manos y dijo: «Confía».

Quedé perplejo. Esa palabra…

Al retirarse, me entregó un cuenco de madera con un puñado de hojas triangulares, de un olor repelente. No debía preocuparme. Las había recolectado esa misma mañana. La llamaban «higuera loca». Al retornar a la «cuna», supe que se trataba del estramonio, una solanácea de la familia de la belladona, con interesantes principios activos (tanino, atropina y escopolamina, entre otros alcaloides). Funcionaba muy bien como sedante.

Y Eliseo, efectivamente, tras proporcionarle la infusión, entró en un profundo sueño.

Y yo me reproché mi ineptitud. ¿Por qué no lo había retenido? ¿Por qué no lo interrogué? ¿Era o no era Yehohanan, el Anunciador?

Poco faltó para que cruzara los escasos metros que separaban nuestra cabaña de la sófora…

«Algo» singular, que no pude definir en esos instantes, me retuvo junto al enfermo. Fui un perfecto idiota. Kesil lo sabía y yo no reparé en ello…

Ese miércoles, los cronómetros de la nave marcaron la salida del sol a las 5 horas, 22 minutos y 23 segundos (TU). El ocaso lunar, por su parte, se registró a las 6 horas, 44 minutos y 59 segundos. El alba, por tanto, jugó a perseguir a la luna llena por espacio de una hora y veintidós minutos. Ése fue el tiempo que permaneció a la vista. Cuando la luna huyó entre la espesura, él también se alejó…

Con el paso del tiempo comprendí.

Pero es mejor que me ajuste a los hechos, tal y como se registraron.

Esperé al amanecer. Necesitaba asearme y despejar mi mente. Era la segunda noche en vela…

Eliseo, más tranquilo, quedó al cuidado de Kesil. Y quien esto escribe caminó hacia la «playa» de los guijarros blancos. Casi todos dormían.

Me despojé de la túnica, del saq y de las sandalias, y me introduje en las tibias aguas del Yaboq. El río, claro y manso, me alivió. Y durante unos minutos nadé hacia el centro, en busca de la primera de las pilastras del antiguo puente. Al llegar, por pura curiosidad, rodeé los restos del pilón y verifiqué lo que había intuido. Se trataba de una muy antigua base de piedra blanca, caliza, que en su día sirvió para sostener las bóvedas de un puente. Apenas sobresalía treinta o cuarenta centímetros del agua.

Me agarré a uno de los bloques y, echando la cabeza hacia atrás, dejé que el agua recorriera mi cuerpo y peinara mis cabellos. El rumor y el olor me invadieron, compensándome, en cierto modo, por las últimas horas de incertidumbre y angustia. Y me dejé llevar por ese instante de paz…

Al fondo, por el este, entre los bosques, se agitó, amarillo y brillante, el disco solar. Prometía calor. Y el «vado», los cañaverales, la sófora y toda la espesura de aquel bello lugar despertaron al nuevo día. Fue un despertar dorado, silencioso, sin alardes…

Y, de pronto, todo cambió.

¿Cómo describirlo?

Oí el sonido del sofar…

Me alarmé. Uno de los hombres del predicador, apostado entre los juncos, muy cerca de la sófora, hacía sonar con fuerza el cuerno de carnero.

Al cabo de unos segundos, el campamento se movilizó. Todos corrieron hacia la «playa». El predicador y su gente se lanzaron directamente al río, avanzando a saltos, y con gran excitación, hacia donde se hallaba este perplejo explorador. Los acampados también irrumpieron en el «lago». Gritaban. Señalaban hacia el norte, hacia el espeso bosque de acacias existente frente a la «playa de los guijarros».

Me volví, buscando el porqué de semejante reacción. ¿Quizá algún cocodrilo?

Observé la superficie de las aguas y, prudentemente, me parapeté detrás de las piedras.

Entonces, iluminado por el sol naciente, lo vi…

El sofar continuaba bramando.

Y, súbitamente, todos se detuvieron. Y allí quedaron, inmóviles, silenciosos y expectantes. También el grupo de los armados detuvo la marcha. Y esperaron, con el agua por las rodillas.

Era un hombre. Caminaba por el vado a grandes zancadas…

Me sobresalté.

¿Era Él?

Se dirigía directamente hacia la base de piedra en la que me ocultaba.

Pero…

No podía ser. Aquel hombre…

Y siguió avanzando, decidido y seguro, rompiendo las aguas.

Portaba algo en la mano izquierda. Parecía un tronco o una cesta estrecha y alargada.

Y él también se detuvo. Entonces, como si se tratase de una señal, el sofar enmudeció.

No supe qué hacer. Me hallaba exactamente en medio, entre el hombre y el gentío. En medio y desnudo…

Me pegué a las piedras e intenté pasar desapercibido. La luz era todavía tenue. Quizá no me vieran…

No, no era el Maestro. Por un momento, al verlo avanzar, lo confundí. ¿O fueron mis deseos de volver a encontrarlo?

Aquel hombre era más alto, espectacular. Calculé dos metros de altura.

Estaba casi desnudo, con un cinto negro de cuero, muy ancho, de unos veinte centímetros, y un saq o taparrabo breve, de piel de gacela. Un zurrón blanco colgaba en bandolera.

Examinó a la gente que esperaba en el agua y, de inmediato, continuó el avance hacia la pilastra. Era recio, aunque no tan musculoso como Jesús. La piel, abrasada por el sol, era correosa como el hule.

Pero lo que más llamó mi atención en esos momentos fue la cabellera rubia. Jamás había visto un pelo tan largo. Lo recogía en siete trenzas que llegaban hasta las rodillas. Al caminar, se agitaban como látigos. Era un rubio llamativo, casi blanco.

Y al llegar a la base de piedra saltó sobre los bloques. Creo que no se percató de mi presencia. Lentamente, sumergido hasta la nariz, fui deslizándome por el perímetro del pilón hasta situarme a sus espaldas. La gente continuaba paralizada, con los ojos fijos en la increíble aparición. Nadie hablaba. Parecían hipnotizados por el singular personaje. ¿Quién era? ¿De dónde había salido? ¿Por qué lucía aquel aspecto tan extravagante? En toda nuestra misión, jamás había tropezado con un individuo tan fuera de lo común. Y he dicho bien: tan fuera de lo común…

Se inclinó sobre las piedras y apartó la tierra y el ramaje, acomodando el objeto que transportaba en la mano izquierda. Y lo hizo despacio, con especial miramiento. Desde mi escondrijo reconocí una especie de barril, de un metro de altura y unos treinta centímetros de diámetro. El cilindro se hallaba pintado en sucesivos anillos rojos, azules, amarillos y blancos. Y al depositar el supuesto «barril» sobre la plataforma rocosa, el gigante giró la cabeza y me descubrió.

La impresión, al contemplar aquel rostro, fue tal que no acerté a mover un solo músculo. ¡Dios santo!

El dorso de la nariz, las cuencas oculares y parte de las mejillas aparecían afectados por una gran «mancha» en forma de mariposa. En realidad no era una mancha, sino decenas de pequeñas cicatrices provocadas en su día por un LED[84], una enfermedad inflamatoria de la piel.

Las placas eritematosas discoides —rojas y de centro deprimido— y las correspondientes escamas, al secarse y caer, habían dejado una notable cicatriz que resaltaba por el color blanco sucio y, sobre todo, por la curiosa forma. Una forma que, en un primer momento, podía ser confundida con un singular tatuaje.

Y el hombre clavó sus ojos en los míos, intentando averiguar quién era el sujeto que se escondía en el agua. Fue una mirada de halcón, dura, penetrante. Una mirada con una característica difícil de olvidar. Fue, probablemente, lo que más me impresionó… Aquel hombre tenía el iris azul celeste y el centro del ojo de un rojo fuego. ¡«Pupilas» rojas! Con toda probabilidad, la señal de un albinismo ocular[85].

Quedé paralizado. ¿Denunciaría mi presencia?

Los ojos, como decía, me traspasaron, incendiándome. Me contempló unos segundos y, finalmente, me ignoró. Se incorporó y me dio la espalda de nuevo.

De su cuello colgaban varios y largos collares de conchas marinas.

El gentío, pendiente, parecía esperar algo habitual, algo a lo que estaba acostumbrado. Y así fue.

El hombre levantó los brazos y extendió los dedos hacia aquel cielo casi dorado. El silencio creció. Yo diría que todo se puso en pie…

Y el hombre de dos metros, con los brazos en alto, comenzó a hablar.

—Sabéis que el espíritu de Dios está sobre mí…

La voz ronca y quebrada llegó con fuerza, sin vacilación alguna. Era un arameo guerrillero, difícil y, en ocasiones, oscuro, propio de las montañas y del desierto de la Judea. Hablaba con rapidez.

—… Él me ha ungido…

Y fue bajando los brazos, lentamente. El predicador y su grupo se habían transfigurado.

—… Él me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres. Estoy aquí para vendar los corazones rotos…

La voz, como una ola, iba y venía. La gente, entusiasmada, no respiraba.

—… Estoy aquí para pregonar la liberación de los cautivos. Para dar la libertad a los reclusos…

Hizo una pausa. Desde el filo de la pilastra no podía ver su cara, pero imaginé que estaba recorriendo los rostros de los acampados. Y, de pronto, en el fondo de aquel breve pero intenso silencio, oí un ruido. Era un zumbido, un sonido sordo y continuado. Levanté la vista y descubrí un grupo de abejas. Volaban inquietas sobre el «barril» de madera. Algunas fueron a posarse en las piedras, muy cerca. Eran grandes, con el tórax leonado y los tres primeros segmentos del abdomen de un amarillo rojizo. Quien esto escribe, en esos momentos, no sabía nada sobre estos increíbles insectos. Y reaccioné como cualquier persona que lo ignora todo sobre el particular. Me sumergí y me trasladé a otra de las esquinas del pilón…

—… Estoy aquí para anunciar la ira de Dios…

La voz regresó con renovados bríos y un segundo mensaje.

—… Es el día de la venganza de nuestro Dios. El filo del hacha está ya en la base del árbol…

Y alzando de nuevo los brazos, agitó las manos, repitiendo a voz en grito e invitando a la concurrencia:

—¡El día de la venganza!

Y los asistentes, enfervorizados, clamaron a los cielos:

—¡Venganza!

El predicador empezó a llorar. E intentando conquistar lo que ya estaba conquistado, entonó un nombre. Entonces se hizo la luz en mi mente…

Y la gente, entregada, coreó la iniciativa:

—¡Yehohanan!… ¡Yehohanan!… ¡Yehohanan! El delirio se prolongó varios e interminables minutos. Era como un trueno. Las garzas y el resto de las aves de los bosques y cañaverales levantaron el vuelo, huyendo hacia el horizonte de acacias.

Tenía que haberlo imaginado…

Aquel gigante, salido de no se sabía dónde, era Juan el Bautista. El Anunciador. «Yehohanan» («querido por Dios») e «Iochanan» e «Iokanán», en hebreo.

—¿Buscas la verdad?… Sólo él puede complacerte.

Ahora entendía la respuesta del que yo había confundido con el Bautista, al pie del árbol del que colgaban las vasijas rotas…

¡Pobre estúpido! ¿Cuándo aprenderé?

—El fin de una era ha llegado… Dios regresa en el fuego. Como torbellinos son sus carros… Su cólera es mi cólera… Con fuego y espada juzgará toda carne… Nada quedará sin juicio… Y tú, Roma, ¿dónde te esconderás?…

La alusión al invasor encendió aún más los exaltados ánimos, y el gentío, dando saltos en el agua, interrumpió de nuevo al ardiente Yehohanan. Y una sola palabra se oyó en el «vado de las Columnas»:

—¡Mot!… ¡Mot!… ¡Mot!

«¡Muerte!».

Muerte a Roma. Muerte a los kittim. Aquella gente, con las caras desencajadas por el odio y el deseo de venganza, hubieran seguido al vidente hasta el fin del mundo. No debía olvidar lo presenciado…

El Anunciador dejó que se vaciaran. Después, desgarrando la voz, prolongándola, remachó:

—¡El año de mi desquite ha llegado!

Y todos, con el predicador a la cabeza, aullaron como lobos.

—… Pisotearé a los pueblos en mi ira… Los pisaré con fuerza y haré correr por tierra su sangre… Ante tu faz, los montes se derretirán… Tú harás cosas terribles e inesperadas… Para dar a conocer tu nombre a tus adversarios, tú harás temblar a las naciones ante ti…

Noté cierta agitación en la «playa», entre los que habían quedado en la retaguardia. Desde mi forzada posición no advertí con claridad la razón de aquel inusitado movimiento. Los vendedores se interpelaban entre sí. Los responsables de las parihuelas eran los más excitados.

Las levantaban, discutían unos con otros y volvían a dejarlas sobre los guijarros.

No entendía…

—¡Arrepentios!

El grito del hombre de las pupilas rojas tuvo un efecto fulminante. Se hizo el silencio.

Yehohanan apuntó a la gente con su dedo índice izquierdo y lo paseó lentamente, recorriendo al voluble auditorio. Algunos, asustados, retrocedieron.

—¡Arrepentios! —cargó en un tono más amenazante—. ¡Andad por el buen camino!… ¡Preparaos para el fin de los tiempos! ¡El nuevo orden está al llegar!… ¡Lobo y cordero pacerán a una!… ¡El león comerá paja como el buey, y la serpiente se alimentará de polvo!… ¡Estáis avisados!… ¡El nuevo reino es hoy!…

El zumbido aumentó. Y lo que en un principio fue un grupo de abejas se transformó en un enjambre, negro, pulsante y, sobre todo, amenazador. Me asusté. ¿De dónde había salido aquella nube de insectos?

Los más próximos al Anunciador, al descubrir la «columna» de abejas, dieron la voz de alerta e intentaron huir. Pero Yehohanan, pendiente, lo impidió con un solo gesto. Levantó la mano derecha hacia el enjambre y miles de abejas, lenta y pausadamente, fueron a posarse sobre la mano y parte del brazo. Y la extremidad se transformó en una masa oscura e informe.

Pero el gigante sabía lo que hacía…

—¡El mal —exclamó, descendiendo a un tono suave y delicado— no hará más daño ni perjuicio en todo mi santo monte!… ¡Así habla Yavé!

Y todos, incluido este atónito explorador, permanecimos con la boca abierta, sin dar crédito a lo que teníamos a la vista.

—¡El nuevo reino —repitió sin levantar la voz— es hoy!

Y acto seguido, volviéndose hacia el «barril» de madera, procedió a abrirlo con lentitud. Y el rostro de Yehohanan quedó de nuevo a la vista de quien esto escribe. No me buscó entre las aguas. Probablemente, me había olvidado. Varias de las trenzas ocultaban parte del lupus.

Y la «mariposa» en la cara se convirtió en un antifaz. Yehohanan sólo estaba pendiente de las zumbantes abejas. Destapó el supuesto «barril» con la mano izquierda y, muy despacio, aproximó el brazo derecho a la boca del cilindro. Todo, como digo, ocurrió con gran lentitud y en un silencio tenso. Después lo supe. El «barril» era una colmena. Al descubrir la parte superior, el enjambre olió la miel almacenada en los panales y, progresivamente, se deslizó hacia el interior.

El gentío, maravillado, terminó lanzando otro aullido de placer.

—¡Yehohanan… Yehohanan!

No supe cómo lo hizo. No en esos momentos…

Y libre de las abejas, clausuró de nuevo la colmena. Alzó los brazos y, victorioso, clamó con todas sus fuerzas:

—¡Él me ha elegido!… ¡Preparad el camino!… Y vosotros, impíos, pueblo que me irrita en mi propia cara de continuo, vosotros, pueblo rebelde que sigue un camino equivocado en pos de sus pensamientos, que sacrifica en los jardines y quema incienso sobre los ladrillos, que habita en tumbas y en antros hace noche, que come carne de cerdo y bazofia descompuesta en sus cacharros, vosotros, temblad… ¡Él viene a medir la paga de su obra!

Creí reconocer el pasaje, pero no estuve seguro…

Y mi atención se desvió nuevamente hacia la orilla. Los de las parihuelas cargaban a los enfermos y, entre discusiones y forcejeos con otros vendedores, trataban de entrar en el río. ¿Qué sucedía?

—¡Arrepentios!… ¡Buscad la paz con Dios!… ¡De lo contrario, esperad la espada!… ¡Todos caeréis degollados!… ¡Yo vengo a preparar el camino de otro, más fuerte que yo!

La gente, inquieta, se volvió hacia los porteadores que avanzaban ya por el agua. El hombrecito y los armados detectaron también la bronca. Dudaron. Miraron al Anunciador y esperaron. Pero el de la larga cabellera rubia no se inmutó. Y prosiguió:

—Él reunirá a todas las naciones… Él anunciará la gloria del Justo y gobernará desde el trono de David…

Imaginé que Yehohanan estaba refiriéndose al Mesías judío. Y el nombre de su primo lejano —Jesús de Nazaret— regresó a mí. ¿Hablaba del Maestro? ¿Era éste el mensaje del Hijo del Hombre? ¿Sangre y espada?

—¡Arrepentios! —bramó el Anunciador, al tiempo que los de las parihuelas alcanzaban a los dos centenares de inquietos e indecisos espectadores—. Si aceptáis el nuevo orden, si reconocéis vuestros pecados…, ¡«bajad al agua»!

Y Yehohanan repitió la última expresión, dirigiendo la potente voz hacia los de la sófora:

¡Šakak!

Fue instantáneo.

Al pronunciar la palabra «šakak», los dieciocho hombres se movilizaron. Parecía una clave, una señal. No me equivoqué…

Rodearon parte de la pilastra y formaron un cinturón, un semicírculo protector. Yo permanecí oculto, a espaldas de todos ellos.

El del sofar hizo sonar el cuerno. Fue un toque largo…

Y el gentío, que esperaba sin duda aquel momento, corrió hacia los armados, entonando de nuevo el nombre del Anunciador. Los de la sófora resistieron y, hombro con hombro, hicieron presión, deteniendo el avance de los más exaltados. Los gritos se multiplicaron. Y las manos de los acampados se escurrieron entre los defensores, en un vano intento de alcanzar al impasible y silencioso hombre de las pupilas rojas.

Yehohanan siguió en lo alto de las piedras. Y así permaneció hasta que la gente, obligada por la muralla humana, fue cediendo en sus exigencias de tocar al vidente.

Un segundo bramido del sofar, más corto, me puso en guardia. Todo estaba minuciosamente estudiado…

Se hizo el silencio, roto de vez en cuando por las maldiciones de los porteadores, que pujaban por abrirse paso hacia los esforzados hombres de la sófora. Pero los propios acampados lo impidieron, de momento…

Todos querían acercarse al insólito personaje. Todos deseaban tocar sus trenzas o la correosa piel.

Y a una orden del hombrecito, varios de los armados empuñaron los gladius. La gente, obviamente, retrocedió. Pero nadie protestó o recriminó la acción. Y los cuatro o cinco individuos, con las espadas apuntando a las gargantas de los más próximos, dieron un par de pasos atrás, dibujando un segundo cinturón de seguridad alrededor de la pilastra. Entonces, el Anunciador saltó a la corriente y, dirigiéndose al gentío, proclamó con aquella voz ronca, arrastrando cada letra:

¡Š-a-k-a-k!

Y los allí congregados, vibrando, repitieron:

—¡Bajad al agua!

Fue así como presencié la ceremonia de inmersión que tan célebre hizo a Yehohanan, el Anunciador. Una ceremonia que, con los siglos, ha sido pésimamente interpretada por los seguidores de las iglesias, en especial de la católica.

Sonó de nuevo el sofar, corto y solemne, anunciando que todo estaba dispuesto.

Y uno de los acampados se despegó del grupo. El primer cinturón lo dejó pasar. También los de los gladius.

Entonces, al llegar frente a Yehohanan, el hombre —apenas un muchacho— palideció. Y sus ojos se levantaron temerosos, buscando el rostro del gigante.

Todo fue muy rápido.

—¿Te arrepientes?

No tuvo tiempo de replicar. Sin previo aviso, sin palabras, las manos de Yehohanan cayeron sobre los hombros del joven y, haciendo presa, lo empujó violentamente sobre sus espaldas y lo sumergió en el río. Nada más desaparecer bajo las aguas, la gente, al unísono, vociferó otra palabra, siempre repetida en tales inmersiones:

¡Neqe! («Limpio»).

Yehohanan esperó un par de segundos. Después tiró del muchacho hacia la superficie y lo puso en pie como un muñeco. El joven, sofocado, con un ataque de tos, ni veía ni oía.

—¡Limpio! —exclamó Yehohanan al tiempo que lo desplazaba a un lado—. ¡Siguiente!

Y un segundo candidato a la inmersión —una mujer— siguió el camino del primero. Esta vez, el de las pupilas rojas no preguntó. La muchacha, avisada, cerró los ojos y se llevó la mano izquierda a la nariz, bloqueando los orificios. Fue derribada con la misma violencia. Al salir de la corriente, Yehohanan no reconoció su «limpieza». La empujó y gritó:

—¡Siguiente!

Y así sucedió con todas las mujeres. Sólo los hombres eran preguntados y recibían el correspondiente y obligado «neqe». Al principio, este injusto comportamiento me desconcertó. Después, con el paso del tiempo, fui entendiendo…

Y el sofar acompañó cada inmersión, excepción hecha de las mujeres. Aunque espero volver sobre ello, me resisto y me resistiré a llamarlo «bautismo»…

Conté diez o doce inmersiones. Ahí, prácticamente, concluyó la «ceremonia» y no por deseo de Yehohanan o de su grupo…

Supongo que fue inevitable. Aquello, después de todo, sólo era un negocio para algunos (como siempre).

Cansados de esperar, los porteadores presionaron de nuevo, empujando a los que aguardaban para ser sumergidos y provocándolos con insultos y desafíos. Estaban allí para presentar a los enfermos y lisiados ante el Anunciador y no se irían sin conseguirlo. La gente protestó nuevamente y braceó para impedir el paso de los de las parihuelas. Los gritos y los golpes arreciaron, y el gentío, obligado, rompió el primer cinturón de seguridad. Los hombres armados se replegaron y, con las espadas en alto, trataron de proteger a Yehohanan. Ahí, como digo, finalizaron las inmersiones.

Y los acampados, comprendiendo que aquello tocaba a su fin, hicieron causa común con los que pretendían llegar hasta el vidente. En segundos, la situación cambió. Todos se volvieron hacia el gigante, extendiendo los brazos y reclamando a voces que los tocara y que los liberase de sus dolencias.

Los armados, sin saber qué hacer, retrocedieron, forzando a Yehohanan a saltar sobre la base de piedra.

Quien esto escribe, desde una de las esquinas del pilón, se sintió tan atrapado como el grupo del predicador.

¿Qué sucedería si aquella chusma descubría que estaba desnudo?

No tuve tiempo de plantear la cuestión por segunda vez. Por mi izquierda percibí una sombra… Alguien se aproximaba.

Me sumergí por completo y me aferré a las rocas.

Aquel individuo…

De pronto, bajo el agua, lo vi trastear con una de sus piernas. Mejor dicho, con una pata de palo. Soltó las vendas que sujetaban el armazón de madera y apareció un pie…

¡Era el maldito bribón que se hacía pasar por cojo!

Aguanté pegado a la pilastra. ¿Qué pretendía?

Y lo vi alejarse, rodeando la base. En realidad, sólo vi sus piernas, pero fue suficiente. Lo reconocí de inmediato.

Regresé a la superficie y, con el agua por la nariz, seguí los pasos del sujeto.

El tumulto iba a más…

Los de la sófora, desbordados, se gritaban entre sí, dándose órdenes, blandiendo los gladius hacia el cada vez más próximo gentío y ordenando al de las siete trenzas que huyera.

El «cojo», entonces, se presentó frente a los indignados acampados y levantó la pata de palo por encima de su cabeza, al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas:

¡At!

La aparición del truhán fue tan súbita que la mayoría de los presentes no tuvo tiempo de meditar con un mínimo de cordura.

El griterío se desplomó como por encanto, y las caras, descompuestas, quedaron fijas en la negra y chorreante prótesis.

¡At! —repitió el estafador con renovados bríos, agitando el artefacto—. ¡At!

Y alguien, imagino que previamente conchabado, replicó con otro sonoro y convincente «¡at!».

Al cabo de unos instantes, contagiados e histéricos, recordando que aquel hombre era uno de los vendedores de Damiya, los acampados prorrumpieron en un rotundo y repetitivo «¡at!».

—¡Milagro!… ¡Milagro!… ¡Milagro! No podía creerlo…

El entusiasmo se desbordó, y aquellos infelices, necesitados de algo —a ser posible sobrenatural— que estimulase sus precarias vidas, creyeron sin reparos en la realidad del «prodigio». Si alguien cuestionó el «milagro», nadie lo oyó…

Y al grito de «at» se arrojaron sobre los armados con el objetivo de alcanzar al vidente. No sé qué habría sucedido si los fanáticos lo hubieran atrapado…

Pero Yehohanan, ágil y, al parecer, habituado a ese tipo de situaciones, se adelantó a los propósitos de la ciega y desordenada turba.

Tomó la colmena de colores y se lanzó al río, huyendo a saltos por el vado, con la cabellera al viento, como una hidra, dejando tras de sí una nerviosa estela y un grupo de vociferantes y defraudados seguidores. Y desapareció en los negros, verdes y rojos del espeso bosque de acacias que observaba desde la orilla oriental.

La luna llena corrió también a ocultarse… Algunos se atrevieron a cruzar las aguas pero, al llegar a la espinosa vegetación por la que había desaparecido el Anunciador, se detuvieron y dieron media vuelta.

Yo aproveché la confusión para deslizarme tan rápidamente como el predicador, pero en dirección contraria, al tiempo que recuperaba mis cosas y me vestía. Y regresé presuroso a nuestra cabaña. Según las comprobaciones posteriores, Yehohanan permaneció a la vista hasta las 6 horas y 44 minutos…

En el refugio todo seguía igual. Kesil, pendiente del alboroto, preguntó. Narré parte de lo ocurrido, silenciando mi poco afortunado desliz, y el felah, sonriendo pícaramente, confirmó lo que resultaba evidente. El «cojo» era un kedab (en arameo, una persona «falsa y mentirosa»). Todos lo conocían en Damiya y alrededores. No era la primera vez que actuaba así. Entre los incautos y recién llegados al «vado de las Columnas», la estratagema daba siempre resultado. El «cojo» agotaba las existencias de «agua de Dekarim», y el resto de vendedores obtenía igualmente un buen provecho. Nadie se atrevía a denunciar el engaño. ¿Por qué hacerlo si atraía a nuevos posibles «clientes»?

Poco a poco, con el progresivo ascenso de la temperatura, todo volvió a la normalidad. Los acampados se entregaron a interminables discusiones y el hombrecito y su grupo retornaron bajo la copa de la frondosa sófora. Los observé largo tiempo. También discutían y polemizaban, pero no sobre el áspero y violento final de la reunión. La huida de Yehohanan y las magulladuras sufridas en el asalto del gentío no les preocupaban demasiado. El motivo principal de los parlamentos era la alusión del Anunciador a «otro más fuerte que él y al camino que estaba preparando». No entendían. Si Yehohanan era el nebi, el profeta o vidente, y si el espíritu de Dios estaba sobre él, ¿quién era ese más fuerte para el que preparaba la senda?

Y mientras vigilaba al dormido Eliseo, procuré ordenar las ideas…

Era desconcertante.

Estaba allí, a orillas de un río en el que actuaba Yehohanan, el Anunciador, merced al seguimiento del Hijo del Hombre. Todo un cúmulo de aparentes «casualidades» nos había situado frente a un hombre que también formaba parte de la vida del Galileo. Al menos, eso era lo que suponía…

¿Cómo explicar racionalmente que el robo de una de las bolsas de hule, una increíble avería en la nave, la recuperación de la citada bolsa, la inesperada desaparición de Jesús, la precipitada fuga en el barco de los muertos, etc., hubieran contribuido para favorecer aquel encuentro con el de la «mariposa» en el rostro?

Curioso Destino. ¿O no era el Destino?

Cuanto más lo observaba, más convencido estaba de que el grupo de la sófora era mucho más que un puñado de seguidores o entusiastas del Anunciador. ¿Podían ser sus discípulos? En los textos evangélicos casi no se habla de ellos. Tenía que profundizar en la incipiente relación con el pequeño-gran hombre y averiguar la verdad.

Los toques de sofar, la fallida palabra dirigida a los acampados por parte del que parecía el jefe de los hombres armados, los movimientos en torno a Yehohanan y el aislamiento de los dieciocho, separados del resto por el guilgal o círculo de piedras, eran muy elocuentes. Es más: yo juraría que el vidente y aquellos hombres también estaban de acuerdo a la hora de actuar.

La intuición no me defraudó. Algún tiempo después lo comprobaría.

Y de pronto recordé…

Las palabras lanzadas por Yehohanan no eran suyas; correspondían al profeta Isaías. Al menos, la mayor parte del discurso.

Lo sé. Tenía mucho que aprender sobre aquel misterioso y singular personaje…

Y sin querer volví a formularme una vieja pregunta: ¿cuál era la relación del hombre de las pupilas rojas con Jesús de Nazaret? Lo que había oído en mitad del río me dejó perplejo. El Maestro jamás amenazó. Nunca habló de la ira de Yavé o de la venganza del Padre. Jesús no hizo temblar a las gentes con el fuego o con la espada de los cielos. Su reino era diferente. Yehohanan planteó el fin de una época y, sobre todo, de Roma. Durante el tiempo que permanecí junto al Galileo, jamás oí nada semejante. Jamás predicó un catastrofismo como el que apuntaba el de la larga cabellera. Jamás se inclinó por el poder o por la política. Jamás recurrió al castigo como medio para purificar los corazones.

¡Qué extraño!

Ni física, ni mentalmente, se parecían. ¿Por qué lo calificaron entonces de precursor del Hijo del Hombre? ¿Qué tenían que ver el uno con el otro, al margen del posible parentesco? ¿Por qué hablaban de Yehohanan como «el más grande entre los hombres»?

Necesitaría tiempo para profundizar en la vida del Anunciador y descubrir que la verdad, una vez más, no fue como la imaginan creyentes y seguidores…

Pero no adelantemos los acontecimientos. Aunque las fuerzas me fallan, debo ser fiel a lo sucedido, paso a paso. Sólo así, con un cierto orden, es posible aproximarse a la verdad. Sólo «aproximarse»…

En aquellas fechas —septiembre del año 25 de nuestra era—, Yehohanan ya había hablado del Maestro, pero sin mencionar su nombre. Nosotros sí entendimos el sentido de la frase —«otro más fuerte que yo»—, pero no el grupo que se reunía y que lo esperaba bajo el árbol de las vasijas rotas.

¡Jesús de Nazaret!

¿Dónde estaba? Lo habíamos perdido…

Ciertamente, el Padre de los cielos tenía otros planes, tanto para Él como para estos desolados exploradores…

En cuanto a la gente acampada frente a las «Columnas», los hechos confirmaron las primeras noticias: la mayoría buscaba al vidente para resolver sus problemas. Lo vi con mis propios ojos y lo seguiría viendo. La fama de sanador y brujo del Anunciador terminó por precederle. Y todos los días, decenas de enfermos y lisiados eran trasladados al lugar donde predicaba y en el que intentaba materializar la muy particular ceremonia de la inmersión. Vibraban con sus palabras y con el torrente y la fuerza de su personalidad, y deseaban —especialmente los más pobres y necesitados— que se hiciera realidad el nuevo reino y la justicia prometidos. Ésos, sin embargo, como decía, no eran los objetivos fundamentales de los que llegaban y abandonaban el vado día a día. No sé cómo nació el rumor del poder curativo y sobrenatural del gigante de la cabellera hasta las rodillas, aunque no era muy difícil de imaginar…

Y los mal llamados «escritores sagrados» olvidaron también este notable aspecto en la vida de predicación de Juan el Bautista (no sé por qué razón, siempre me refiero a él como «Yehohanan, el Anunciador». Quizá es más exacto). Todos hablan de su verbo, de su sentido de la justicia y de su audacia. Pero hubo más, mucho más…

Esa tarde, cuando los calores del valle declinaron, nuestro vecino, el de la sucia y enredada pelambrera, se presentó de nuevo en la cabaña. Traía un majado de ajos crudos y una especie de compota de manzana. Se interesó por la salud de mi compañero y, como era habitual, ceremonioso, solicitó permiso para examinar al enfermo. Le impuso las manos sobre el rostro y, por último, buscó la rodilla derecha del ingeniero. La maniobra fue nueva para mí. En silencio, en actitud recogida, colocó los dedos índice y pulgar izquierdos a cada lado de la rótula y con el dedo corazón buscó un punto sobre la región exterior de la tibia. Presionó varios segundos y soltó la pierna. Después repitió el gesto tres veces.

—¿Lo has visto? —preguntó de improviso—. ¿Ha satisfecho tu curiosidad?

Supuse que se refería a Yehohanan. Negué con la cabeza y el hombrecito, no sabiendo a cuál de sus dos preguntas estaba contestando, insistió:

—Era él. Tú lo buscabas…

Le rogué que aceptara sentarse y compartir conmigo un tiempo. Hizo una señal a los hombres que permanecían bajo la sófora y aceptó.

—Lo he visto —aclaré—, pero sus palabras me han dejado confuso…

Fue así como inicié un beneficioso contacto con Abner —ésta era su gracia—, el hombre de confianza del Anunciador.

Durante dos semanas, y en posteriores visitas a Yehohanan, aquel pequeño-gran hombre, un año mayor que su ídolo, fue informándome de cuanto precisé. Su testimonio y su ayuda resultarían extremadamente valiosos, en especial durante el período en el que el Anunciador fue hecho prisionero por Herodes Antipas. Un período apasionante y del que casi no hay información. Un período vital en el que empezó a germinar el resentimiento en uno de los íntimos del Maestro…

Era judío. Mejor dicho, kuteo (samaritano). Vivía en Sebaste, al norte de la Samaría. Era lo que llamaban un adam-halaq (mal traducido: «hombre-suerte»); algo así como un talismán, alguien que procuraba la buena suerte y que era contratado con los propósitos más variados y peregrinos. Podía permanecer en una casa hasta que la diosa fortuna favoreciese al dueño de la propiedad y su familia o acompañar a una caravana o a un peregrino en particular. Nadie osaba tocarlo. Sólo él estaba capacitado para extender las manos sobre quien estimase oportuno. Esta singular «virtud» (?) para «corregir» la suerte procedía del hecho (no menos singular) de haber «llorado en el vientre de la madre». Eso decían…

Su pasión era Yehohanan y los caballos. Por este orden.

Iba conduciendo y «protegiendo» una manada de caballos árabes, desde las alturas de Moab, al este del mar Muerto, hacia los territorios de Efraim, al norte de Jerusalén, cuando, justamente, fue a tropezar con el hombre de la larga cabellera rubia y los ojos de pupilas rojas. Quedó impresionado, como casi todos los que acertaban a cruzarse en su camino. Fue a finales del mes de adar (marzo) de ese mismo año 25.

Abner escuchó al predicador en el río Jordán, en el «vado de las Doce Piedras», muy cerca de Jericó, la ciudad de las palmeras[86]. Y decidió seguirlo.

Había recorrido parte del valle en compañía de Yehohanan. Allí, en las «Columnas», llevaban casi un mes. La intención del Anunciador era continuar hacia el norte. No sabían por qué. Yo, instintivamente, imaginé la razón, pero guardé silencio…

Poco a poco, la fama del rudo y llamativo —yo diría que espectacular— predicador fue propagándose. Empezó a sanar con las manos y a exigir justicia y arrepentimiento, anunciando lo que, poco más o menos, yo había escuchado en el vado del Yaboq.

En cuestión de días —según Abner— surgió un grupo de hombres que solicitó permanecer a su lado. Eran los primeros discípulos. El adam-halaq, como el más antiguo y uno de los más despiertos, se convirtió de inmediato en el segundo. Todos lo respetaban y lo querían. Sólo su aspecto, desaliñado y frágil, provocaba equívocos entre los que no lo conocían, lo que daba lugar, incluso, a desagradables altercados, como el que había presenciado en el referido vado.

Él también preguntó…

¿Qué hacían dos griegos tan lejos de su patria? Comprendí que las dudas no habían desaparecido.

Se interesó por nuestras respectivas profesiones y, sobre todo, por los propósitos de aquellos «ricos comerciantes». No lograba entender por qué nos sentíamos atraídos por los problemas religiosos de un pueblo como el judío. ¿Buscar la verdad? ¿En la provincia romana de la Judea? ¿Y por qué en un vidente como Yehohanan?

No fue fácil explicarle que procedíamos de un mundo insatisfecho. Estábamos cansados de la mediocridad y de la mentira. No creíamos en los dioses. En ninguno. Y mucho menos en el poder o el dinero. Sencillamente, buscábamos.

Al principio tuve especial cuidado en no mencionar al Maestro. Todo debía seguir un curso natural.

En cuanto al Anunciador, la explicación fue tan explícita como fue posible…

Era un nebi, un profeta. Eso decían. ¿Por qué no buscar la verdad en sus palabras?

—Y bien. Ya lo has oído —simplificó Abner—. ¿Qué dices?

—Sigo confuso —me ratifiqué—. Ese Dios de la ira y de la venganza no es lo que necesito…

Guardó silencio. No observé desagrado o reproche en su mirada. Creo que le gustó mi sinceridad.

Fue un buen comienzo, a pesar de todo…