19 DE OCTUBRE, VIERNES

Al igual que sucede con las anémonas, que cierran sus pétalos con la oscuridad, así ocurrió conmigo durante un tiempo. También mis ojos permanecieron cerrados, ignorando la lucha en la que se debatía mi compañero de venturas y desventuras. En realidad, «nuestra lucha»…

Pero vayamos por orden.

Esa noche, en la ínsula, no fue noche. Fue un suplicio añadido. Intentamos conciliar el sueño en la 39, aunque hubiera sido lo mismo en cualquiera de las habitaciones. A mis inquietos pensamientos se sumó un lamento; mejor dicho, varios y continuados lamentos —casi cánticos— que parecían proceder de alguna de las viviendas contiguas. Creo recordar que, al entrar en la habitación, ya se oían en el pasillo, pero no prestamos demasiada atención. Pensamos en algún niño. Pues bien, las tristes lamentaciones —probablemente de dos o más personas— duraron hasta el amanecer. No hubo forma de dormir, salvo a ratos, cuando los llantos y los quejidos declinaban o se interrumpían. Súbitamente regresaban, y con renovados bríos, apoderándose del silencio y de mis castigados nervios. Extrañamente, nadie protestó.

Por último terminé saltando de la litera y, acodado en la ventana, contemplé el paso de las reatas de onagros que partían hacia el norte o que se incorporaban al muelle de Nahum. Y esperé pacientemente el alba. Con las primeras luces, como digo, aquel infierno enmudeció.

El ronroneo de la molienda fue abriéndose paso en el pueblo. Nahum despertaba.

Nos aseamos y, casi sin palabras, bajamos a las tabernae, con el fin de reponer fuerzas y establecer un plan para la nueva jornada. Eliseo seguía triste y perdido en sí mismo. Yo, por mi parte, más perdido si cabe… Ella continuaba allí, cercana e imposible. Eliseo llamó mi atención sobre la masa nubosa que se divisaba por el oeste. Eran los «cb», los cumulonimbos que habíamos detectado desde la «cuna». Se aproximaban a la región. En cuestión de horas podrían descargar sobre el lago. Convenía no descuidarse…

Y planteé la idea que no llegué a exponer el día anterior en la «casa de las flores». Si solicitábamos trabajo en el astillero de los Zebedeo, el seguimiento del Maestro resultaría más sencillo. El lugar, según recordaba, era lo suficientemente reducido como para no perderlo de vista. Si éramos aceptados, la práctica totalidad de la jornada estaríamos juntos. El resto, ya veríamos.

Eliseo, con su habitual sentido práctico, hizo de abogado del diablo: ¿por qué tenían que dar trabajo a dos extranjeros que, además, carecían de experiencia en la construcción de barcos?

Tenía razón, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? ¿Esperar cruzados de brazos en Nahum a que regresase a su hogar?

Ambos rechazamos esta posibilidad. No lo hubiéramos resistido. Había que probar. Contábamos, además, con la recomendación —o supuesta recomendación— de Santiago y del propio Jesús. Respecto a la amistad con el jefe del varadero, el Zebedeo, era mejor olvidarla. Él me conoció en el año 30. Ahora estábamos en el 25. Si nos encontrábamos, para él sería la primera vez.

Así lo decidimos. Nuestra misión era seguirlo y dar testimonio de su vida y de sus palabras. Estaríamos donde Él estuviese. No importaba cómo…

Cruzamos el muelle y, por prudencia, aunque recordaba el lugar donde se levantaba el astillero, interrogué a los am-ha-arez («escoria del pueblo», según los ortodoxos de la ley) que cargaban y descargaban las embarcaciones atracadas en el puerto. Señalaron hacia el este, al final del muelle.

El varadero, en efecto, se hallaba junto al río Korazaín, pero, ante mi sorpresa, no se trataba del solar que yo visité en la primera oportunidad, en compañía de Jonás, el afable felah que me acompañó en aquellas fechas. Aquel astillero era de regulares dimensiones. El que ahora teníamos a la vista era mucho más grande. ¿Qué había sucedido?

Descendimos los peldaños de piedra que conducían desde el muelle a la orilla del yam y caminamos sobre la alfombra de guijarros blancos y negros que cubría aquella zona de la costa.

Al principio, como es natural, todo fue confusión. Sobre una larga franja de terreno, entre el pueblo y el río que desembocaba en el lago, se alzaba el próspero astillero de los Zebedeo. Como digo, para nosotros, al principio, una confusa mezcolanza de barcos a medio construir, pabellones de madera, altas pilas de troncos, fosos, herramientas, golpeteo de martillos y hombres por doquier, semidesnudos o cubiertos con mandiles de cuero negro y brillante.

Buscamos con la mirada. Jesús o Santiago, su hermano, tenían que estar allí, en alguna parte.

Al poco, uno de los trabajadores nos indicó un foso en el que armaban dos embarcaciones. Aunque se hallaba de espaldas, lo reconocimos al momento. Jesús, encorvado sobre una barca de unos ocho metros, se afanaba en el ajuste de las cuadernas. Vestía el saq o taparrabo y uno de aquellos largos mandiles, desde el pecho hasta las rodillas. De su cintura colgaban un martillo y un saquete repleto de clavos. El cuerpo, bronceado y sudoroso, brillaba con los primeros rayos del sol.

No pareció muy sorprendido. Yo diría que nos esperaba.

Saltó sonriente fuera del foso y, tras desearnos paz, escuchó nuestra petición. No dijo nada. Ajustó la cinta de tela que recogía sus cabellos y, sin dejar de sonreír, rogó que aguardásemos. Luego se perdió en uno de los pabellones de madera. Al poco regresaba en compañía de un hombre relativamente mayor. No levantaría más de 1,60 metros. Era calvo y con los ojos rasgados. Su origen parecía asiático.

Dijo llamarse «Yu» o algo similar…

Sus ojos, remansados en una constante paz, me llamaron la atención desde el primer momento. Era flaco pero fuerte. Los dedos, increíblemente largos, aparecían cruzados sobre el pecho.

Nos observó despacio. Después, en un impecable arameo, se interesó por lo que ya habíamos expuesto al Galileo. Repetimos el deseo de trabajar, aunque reconocimos que carecíamos de experiencia. E insistí en el hecho de que no importaba el puesto.

El naggar o maestro —algo similar a lo que hoy entendemos como «carpintero de ribera»— no formuló más preguntas. Aquellos ojos, limpios e inquisidores a un tiempo, debieron de percibir que hablábamos con el corazón. Necesitábamos aquel trabajo…

Y antes de retirarse aclaró que la decisión no dependía de él. Era el «patrón» el que decidía. Todavía no había llegado. Tendríamos que esperar.

Dio media vuelta y se alejó hacia el barracón.

Jesús me hizo un guiño y sugirió que aguardásemos allí mismo. El «jefe», el Zebedeo padre, siempre era puntual. En breve desembarcaría. Todas las mañanas viajaba desde Saidan. A la puesta de sol regresaba a su aldea.

Y el Maestro retornó al foso, entregándose a la faena de entablado de las cuadernas.

No tuvimos alternativa. Convenía armarse de paciencia y esperar al propietario del varadero. Algo me decía que la fortuna estaba de nuestro lado. El guiño de Jesús fue una señal…

Si no recordaba mal, aquélla fue la primera vez que contemplamos a un Jesús de Nazaret «obrero». Y durante un tiempo quedé absorto. El Galileo se entregaba materialmente a lo que hacía. No importaba que fuera grande o aparentemente nimio. Se aislaba. Acariciaba la madera. Casi hablaba con ella. No regateaba esfuerzos. Y lo hacía con alegría, satisfecho y, como repetía sin cesar, «pendiente de las sorpresas con que le obsequiaba su Padre cada jornada». Al principio no entendí muy bien a qué se refería. Después, con el paso de los días, comprendí y participé encantado…

Quizá no me he expresado correctamente. Hoy, en el siglo XX, al hablar de un astillero, imaginamos casi siempre una factoría en la que se construyen buques, generalmente de gran tonelaje. Éste no era el caso de los «astilleros» existentes en las orillas del yam. Allí no se hacían únicamente barcos. El concepto era diferente. Allí se explotaba el tanino que se extraía de la corteza de los árboles, se labraban anclas de piedra, se atendía la reparación de cualquier objeto o mueble de madera y, por supuesto, se fabricaban embarcaciones, aunque difícilmente superaban los diez o quince metros de eslora. El término «astillero» (mézah, en hebreo) era algo difuso y, sobre todo, poco relacionado con la mar. Los judíos nunca fueron marinos, al menos por vocación, como en el caso de los fenicios. En la Biblia se menciona muchas veces la mar —alrededor de doscientas—, pero casi siempre con reverencia o temor. Los navios eran, generalmente, naves extranjeras, nunca propias. Y esto obedecía a una circunstancia eminentemente geográfica. En tiempos de Jesús, la costa de Israel carecía de puertos seguros y abrigados. Sólo el de Cesarea, levantado por Herodes el Grande en la antigua aldea siriofenicia de Estratón[121], ofrecía garantías a la navegación. El resto —Jope (actual Jaffa), Dor o la ensenada del Carmelo— sólo eran modestos fondeaderos en los que los pescadores se resguardaban de los vientos de África. Los navios de mayor calado tenían que fondear lejos de la costa, pendientes de los escollos y de unas playas traicioneras y cambiantes en las que las marejadas alteraban constantemente los fondos. En cuanto a Tolemaida (San Juan de Acre), al ser una población griega, no contaba para los judíos. Los hombres de negocios, fundamentalmente los dedicados a la exportación e importación, recurrían a las compañías romanas, griegas, fenicias o egipcias, alquilando los servicios de sus buques. Y lo mismo sucedía a la hora de los viajes particulares. La mar no era judía, aunque Jacob y Moisés hablaran de las ventajas de Zabulón, la tribu que se instaló en la costa (Génesis y Deuteronomio). Los judíos sólo navegaban por necesidad, y siempre con bandera ajena.

En este sentido, el yam o mar de Tiberíades no era una excepción. Los galileos pescaban y navegaban en él, aunque los conceptos y las técnicas no eran propiamente «marinos». Esto no significaba que se hallaran más retrasados respecto a sus «colegas», los pescadores o marineros del «gran mar» (Mediterráneo)[122]. Sencillamente, eran distintos.

Tal y como nos aseguraron, el viejo Zebedeo se presentó puntual en la costa. Bogaba en solitario.

Pasó ante nosotros y, durante unos instantes, sin detenerse, nos recorrió con la vista.

Poco había cambiado. Quizá tuviera cincuenta y cinco años. Mostraba un porte atractivo: alto, enjuto como sus hijos, fibroso, con el cabello blanco, muy corto, el rostro arrugado por el sol y los vientos y los ojos claros, siempre intuitivos y confiados.

Saludó con la cabeza y entró en el barracón de Yu.

Jesús continuaba con sus tablas, martilleando.

Eliseo me hizo una señal. La masa nubosa se aproximaba.

El Zebedeo retornó y, junto a él, el asiático. Tras las presentaciones, el «patrón» escuchó nuestras demandas. Yu le ofreció uno de los mandiles y siguió atento a mis palabras mientras se acomodaba la pieza de cuero.

—… No es un problema de dinero —aclaré, en un intento de ser lo más honesto posible—. Somos viajeros y, ahora, las circunstancias nos obligan a buscar ocupación.

—¿Por cuánto tiempo? —intervino el carpintero de ribera.

—El que decida el Destino —repliqué sin rodeos—. Pueden ser días, meses…

Hablaba con absoluta sinceridad. Todo dependía de Él y de sus movimientos.

El Zebedeo mantuvo los ojos fijos en los míos. Después desvió la mirada hacia el ingeniero y lo vació sin pronunciar una sola palabra.

Y aceptó, enumerando las condiciones. Trabajaríamos como ayudantes. De eso se ocuparía Yu. Salario: veinticuatro ases por día (un denario de plata). La comida por nuestra cuenta. La jornada empezaba al amanecer y concluía con el ocaso. Robar representaba el despido inmediato. Podíamos empezar en esos momentos…

Entendí todo menos lo del robo. Para ser exacto, utilizó la palabra bazaz («saquear»).

El Zebedeo se retiró y Yu se hizo cargo. Durante unos segundos permaneció pensativo, con su habitual postura: las manos cruzadas sobre el peto. Deduje que no sabía qué hacer con nosotros.

Señaló las túnicas y la «vara de Moisés» y recomendó que, para la próxima jornada, olvidáramos aquel atuendo «tan refinado».

Fue entonces cuando caí en la cuenta. ¿Qué hacíamos con el cayado? Mientras trabajase en aquel lugar no debía llevarlo conmigo. No sería lógico. ¿Dónde lo guardaba? ¿Lo dejaba en la ínsula? La vara era un eficaz sistema de seguridad. No deseaba prescindir de sus servicios. Y así surgió un nuevo problema…

Yu tomó la mejor de las decisiones posibles. Nos mostró el mézah y dejó que nosotros mismos nos inclináramos por el trabajo en el que podíamos rendir con mayor comodidad y, en consecuencia, más plenamente. Siempre agradecí su extrema delicadeza.

La construcción y la reparación de barcos ocupaban la mayor parte del terreno del mézah o astillero de los Zebedeo. En aquella zona del yam sumé otras tres «instalaciones» parecidas. Una de ellas, propiedad de los Ah. El de la familia de los Zebedeo tenía forma rectangular. Discurría paralelo al río. Todo en él se hallaba inteligentemente dispuesto. La aparente confusión o caos inicial se debió a mi propia ignorancia.

Los Zebedeo sólo construían barcos por encargo. El astillero disponía de una colección de modelos en miniatura, de unos treinta centímetros, labrados en madera y sobre los que elegía el comprador. Las variantes no eran muchas. El futuro dueño aportaba las sugerencias oportunas y el «patrón» y los carpinteros de ribera (socios del Zebedeo) se reunían y estudiaban la propuesta. Generalmente construían embarcaciones de carga, las más rentables, y, de tarde en tarde, barcos de pesca, siempre más refinados y costosos. En aquellos momentos, al incorporarnos al mézah, trabajaban en dos «pesqueros» y en la reparación de cinco «cargueros». Ninguno superaba los quince metros de eslora.

En el extremo norte del «rectángulo», al otro lado del lago, había sido dispuesto el depósito de madera. Una o dos veces al año, los trabajadores del astillero acudían a los bosques vecinos (casi siempre a la Gaulanitis) y procedían a la necesaria tala de robles, sauces, alisos y pinos, entre otros ejemplares. El conocimiento de la madera por parte de aquellas gentes era muy amplio[123]. No era de extrañar. Se trataba de la materia prima. La cuidaban y mimaban sin cesar.

Una vez en el varadero, los operarios separaban las cortezas de los troncos recién talados y las reunían en grandes montones, con las caras internas hacia tierra. De esta forma protegían los taninos de las lluvias y del viento. Este producto —el tanino— era otra de las fuentes de riqueza del mézah. Sus elementos químicos naturales evitaban la podredumbre de las pieles y las transformaban en excelentes cueros, flexibles y duraderos. El roble era el árbol seleccionado para este menester.

A continuación se procedía al secado de la madera, un proceso delicado que exigía una permanente atención y, como digo, un profundo conocimiento de cada árbol. En ocasiones se ahumaba, embelleciéndola y favoreciendo el secado. Lo normal, sin embargo, era extraer la corteza, aserrarla y apilarla durante el tiempo necesario, según el árbol y la finalidad. La mayor parte de la corteza era vendida como combustible o aprovechada para las «estufas» y los hornos del varadero. Si el encargo lo requería, la madera podía ser secada de forma artificial, bien enterrándola en estiércol, cenizas o barro, bien sumergiéndola en agua corriente (si el cliente lo reclamaba, se recurría a los baños de sebo y al agua con cal). La teca, por ejemplo, permanecía dos y tres años bajo tierra. El resultado era sorprendente: la madera parecía hierro y quedaba blindada contra los insectos destructores que abundaban en las aguas del yam[124]. Estos procedimientos de secado eran altamente beneficiosos, y evitaban, sobre todo, las temidas plagas de hongos que devoraban un barco en cuestión de meses. Yu y su gente eran tan escrupulosos en el secado que pesaban los troncos, controlando así el grado de humedad que perdían semanal o mensualmente[125]. La totalidad del sector destinado al acopio y secado de la madera aparecía protegido por una pared de cañas. De esta forma se evitaba la acción de los vientos del sur, muy nociva por el calor y sequedad. En el recinto en cuestión observamos varios carteles, clavados en lugares estratégicos y en los que se leía, en arameo y griego: «Prohibido robar». La palabra «robar» había sido escrita en sus tres acepciones (bazaz: «saquear»; gazal: también «robar», «saquear» o «arrancar», y ganab: «tomar a escondidas»). En otros «departamentos» se repetía la misma advertencia. Y empecé a comprender.

El depósito de madera era responsabilidad de un viejo operario, especialista, sobre todo, en algo que me dejó perplejo: el «lenguaje» de los tablones. Debo adelantar que mi ignorancia en estos asuntos era, y sigue siendo, casi total. Pido disculpas, por tanto, al hipotético lector de estas apresuradas memorias.

El sab o anciano, que respondía al nombre de «Sekal» (literalmente, «mirar con atención»), además de controlar las ya referidas operaciones de secado, tenía la obligación de dar el visto bueno a las tablas que eran utilizadas en la construcción de los barcos propiamente dichos. Para ello, amén del examen del color, ausencia de agujeros, olor, etc., Sekal se ocupaba de «escuchar» el sonido de la madera. Colocaba cada tablón sobre dos soportes y lo golpeaba en su mitad exacta con la ayuda de un mazo. Si la respuesta era «sorda», mala señal. La madera se hallaba invadida por los hongos y, naturalmente, rechazada. No todos los astilleros actuaban con tanta honestidad. Si el «lenguaje» era limpio, pasaba la prueba.

A continuación se hallaba el aserradero, estratégica e inteligentemente ubicado entre el citado depósito y el foso en el que se procedía a la fabricación de las embarcaciones.

Eliseo, al descubrir los tajos, los bancos y las herramientas, quedó fascinado. Acarició los listones, las sierras de arco y las de contornear y, con la mirada encendida, solicitó a Yu que le adjudicara un puesto de ayudante. Aquel trabajo de precisión era lo suyo. Una de las sierras, movidas a pedal, me llamó la atención. Era asombroso. Poco a poco iría descubriendo el ingenio del asiático…

Por último, en la zona inferior del astillero, arrancando en la costa, Yu nos enseñó el «corazón» del varadero: el foso en el que se construían los barcos. Allí estaba Jesús.

Los Zebedeo excavaron una galería de un metro de profundidad por cinco de anchura y otros sesenta de longitud que nacía, como digo, en la orilla del yam. Las paredes habían sido entibadas con recios maderos y el lecho del foso —por debajo del nivel del lago— fue cubierto con los guijarros de la playa. Una puerta de gran peso, fabricada con postes de roble y olmo, hacía de esclusa principal. En el momento indicado, se abría, y el agua del lago inundaba el foso, permitiendo una cómoda botadura de las embarcaciones. En otros astilleros se trabajaba todavía con el concurso de cabos y molinetes, lo que facilitaba el deslizamiento de los barcos con el uso de sebo y grasa de animales. En eso, los Zebedeo también llevaban ventaja. Una vez botado el barco, el agua era retirada mediante el uso de dos canalillos laterales que desembocaban en el río Korazaín, situado a poco más de treinta metros del mézah. Cerrada la esclusa de roble y olmo, dos ruedas hidráulicas alojadas en la pared derecha del foso (tomaré siempre como referencia principal la línea del agua del yam), en el nacimiento de dichos canalillos, procedían a la extracción, bombeando el agua acumulada en el foso con la ayuda de una larga pieza de madera, similar a un «tornillo de Arquímedes». El agua era trasvasada de un lugar a otro conforme giraba el citado tornillo. El «invento» no era de Yu, pero supo adaptar el tornillo sin fin del sabio de Siracusa a sus necesidades.

Cuando el diseño del barco era definitivamente aprobado, Yu, como jefe de los carpinteros de ribera del varadero, construía la maqueta-guía. Se trataba de un modelo macizo, en madera de pino, de treinta o cuarenta centímetros de longitud. Lo aserraba en láminas finas y en cada una de las «rodajas» escribía o marcaba las medidas fundamentales. Después, cada lámina era perforada con varios espiches y el modelo colgaba del mandil de Yu hasta que se daba por terminada la construcción del barco. En un siguiente paso, con una maestría admirable, Yu dibujaba las piezas básicas de la embarcación en la pared o en el suelo de su casa-barracón, ubicada a poca distancia del foso. Así «nacía» el barco propiamente dicho, siempre a escala (hoy correspondería a un patrón 1:48). El resto de los oficiales procedía, entonces, a la confección de las correspondientes plantillas, que pasaban, de inmediato, al aserradero. Allí tenía lugar otro proceso no menos delicado y comprometido. Un error significaba desechar una tabla, algo costoso y, sobre todo, mal visto por los maestros. Eliseo, al principio, lo pasó mal.

Finalmente, con las piezas meticulosamente medidas, se iniciaba la construcción del «pesquero» o «carguero».

Yu había introducido varias «novedades». En primer lugar, la presencia de la quilla, algo no muy habitual en aquel tiempo y que, al parecer, copió de los astilleros de Tiro, lugar que visitaba con cierta regularidad. Fue otra «revolución» entre los marinos y pescadores del yam. Al principio, los más viejos —incluyendo la gente de su varadero— dudaron del «invento». Sólo el Zebedeo padre lo apoyó. Ahora no daban abasto. Los pedidos eran continuos. Todos deseaban que sus barcos fueran reformados. La segunda innovación consistió en la forma de fabricar. Yu pensó que lo más cómodo y rentable era situar el barco boca abajo. Y así lo hizo, ante la lógica extrañeza y el recelo inicial de sus compañeros. Pero el asiático tenía razón. La preparación del costillar o entablado era más fácil y rápida. En cuanto a la tercera «novedad», lo dejaré para más adelante…

Empezaban por la quilla, generalmente construida en una sola pieza, tras elegir el roble adecuado. Después levantaban la roda (pieza curvada que servía de proa) y el codaste (popa). Nada más fijar la roda, los hombres —fueran o no judíos— colocaban una cuerda sobre la pieza. Era el «nudo de Isis», un amuleto de la buena suerte, según decían. Ningún barco, en el yam, se hacía a la navegación sin el referido «nudo divino».

Después trabajaban con las cuadernas maestras, procediendo al montaje de forros y costillajes. Más que carpinteros de barcos parecían ebanistas, siempre pulcros y esmerados. Utilizaban las más variadas técnicas para calzar o embonar los tablones. La más frecuente era la llamada «mortaja y barbilla» y «caja y espiga». Las espigas embonaban milimétricamente en las cajas y las uniones eran afirmadas con pernos de madera, taladrados, a su vez, por clavos de bronce. Las ensambladuras no podían superar un span entre una y otra[126]. Lo normal, para los buenos carpinteros de ribera, es que se hallaran a un dedo de distancia. El gran problema era la obtención de un madero lo suficientemente curvo para labrar el codaste, la pieza de popa que recibía la tablazón y, en ocasiones, las cintas que arriostraban las bandas. No todos los árboles presentaban las líneas, mejor dicho, las curvas, exigidas por Yu y su gente.

Al aproximarnos al filo del foso, Jesús nos vio. Y siguió con el rítmico martilleo sobre el cascarón exterior del «pesquero». Aquel barco se hallaba todavía en plena construcción. El «carguero», sin embargo, más cercano a la esclusa principal, estaba casi rematado. Los artesanos habían empezado el calafateado.

Durante algunos segundos no lo percibí con claridad. El golpeteo del martillo sobre los pernos de sauce terminaba solapando el canturreo del Maestro. En una de las pausas, mientras el Galileo extraía varios clavos de bronce de uno de los bolsillos del mandil y los alineaba entre los labios, creí entender parte de la letra de la canción: «Dios es ella… Ella, la primera , la que sigue a la iod… Ella, la hermosa y virgen…, el vaso del secreto… Padre y Madre son nueve más seis… Dios es ella… Ella, la segunda , habitante de los sueños… Dios es ella…».

En los días que siguieron tuve oportunidad de escucharla casi de continuo. Jesús trabajaba al ritmo de aquella extraña canción.

«Dios es ella» era el verso o estribillo principal. Eso entendí.

Pero ¿qué significaba?

«Dios es ella»…

e iod son letras hebreas. Ahí terminaban mis conocimientos.

Jesús la entonaba con emoción, acomodando el ritmo a los golpes. Siempre terminaba con un vibrante «¡Dios es ella!».

En algunos momentos, mientras lo contemplaba, me vino a la mente una idea, pero la rechacé. No era posible: ¿era Dios una mujer? Personalmente, me encantaría…

Tenía que preguntarle.

Y Yu fue concluyendo…

Cuando la embarcación había sido rematada, entraba en acción la cuadrilla de calafateado y pintura. Era el último proceso o hamar (tapado de rendijas). Primero carbonizaban la madera (interior y exteriormente) con la ayuda de antorchas. Era un quemado rápido en que el fuego lamía y besaba. Sólo eso. Así neutralizaban las posibles invasiones de hongos. El roble lo agradecía más que ningún otro árbol.

Al «besado del fuego», como lo llamaban, seguía el calafateado, otra operación para la que se precisaba maestría. Un oficial veterano era siempre el responsable. Los ayudantes preparaban la estopa (generalmente, fibras de cáñamo) y la sumergían en alquitrán, diferentes tipos de liga[127], resinas, brea o, sencillamente, aceite. El experto abría las rendijas mediante el auxilio de unas llaves de hierro y, tras enrollar la estopa sobre el muslo, la introducía en las junturas de la madera con un martilleo especial. Más que martilleo, un sonsonete, con un doble golpe. Y la estopa penetraba hasta el fondo. El calafate, así, impedía que el agua entrara en el barco, lo que aliviaba, además, el futuro esfuerzo de los maderos.

Después se «maquillaba» la nave: una capa de masilla, elaborada con cal en polvo y aceite de pescado y, finalmente, pintura y brea. Estas protecciones, como dije, eran vitales en las aguas del yam, conquistadas permanentemente por los «barrenillos» o carcomas y por algunas algas que terminaban por adherirse al casco, lo que mermaba la velocidad de la embarcación y amenazaba su integridad[128]. Yu había propuesto un remedio extra: revestir parte del casco con planchas de plomo, tal y como hacían los cargueros en el «gran mar». El Zebedeo, sin embargo, lo desestimó. El coste encarecía sensiblemente el precio final. Un barco de ocho metros, por ejemplo, destinado a la pesca, con dos remos-timones laterales, podía costar entre ochocientos y mil doscientos denarios de plata, dependiendo del material utilizado. En cinco o seis meses quedaba terminado.

En la botadura, el propietario estaba obligado a pagar una comida a la totalidad de las cuadrillas que habían participado en la construcción del barco. Nadie faltaba. Generalmente terminaba en una borrachera colectiva. Cada embarcación disponía de un nombre, impuesto siempre por el dueño o, en su defecto, por Yu. Aparecía pintado a proa y, en ocasiones, a popa.

El resto del astillero, amén de otras dependencias de menor importancia, se hallaba integrado por tres barracones de madera. Uno hacía las veces de vestuario y comedor. Allí se guardaba la ropa y la comida que se tomaba a media mañana. A veces era utilizado por los trabajadores que, por una u otra razón, no disponían de un techo fijo. En una de las paredes colgaba el ya referido aviso: «Prohibido robar».

Eliseo y yo nos miramos y, creo, tuvimos el mismo pensamiento: ¿qué hacíamos con la «vara de Moisés»? La segunda caseta, más amplia, aunque igualmente tosca, era la vivienda y el lugar de trabajo de Yu, el jefe de los carpinteros de ribera. Allí, en una de las paredes, como dije, dibujaba las piezas sobre las que se fabricaban las plantillas. Vivía solo. Poco a poco fui conociéndolo…, y admirándolo.

Su verdadero nombre era «Yũxuè», aunque todo el mundo lo llamaba Yu. Era chino. Yũxuè, según me explicó, quería decir «sangre tranquila o remansada». En una traducción poco ortodoxa, podría asociarse a «hombre en calma». Lo que los judíos conocían por neqe, una persona calmada y, además, pura y limpia de corazón. Así era Yu, transparente, honrado, brillante y con los nervios de acero. También terminó siendo un seguidor del Maestro, aunque nunca figuró en los textos evangélicos…

Cuatro o cinco generaciones antes, uno de sus antepasados emigró del archipiélago de Chusan (actual China) con toda su familia. Era hermano de un general llamado Xiang Yu, rival del emperador Liu Bang, que gobernó hacia el 202 a. J. C. La derrota de Xiang Yu obligó al destierro a toda su gente. Algunos llegaron hasta el yam y allí se establecieron, siguiendo la tradición familiar: eran constructores de barcos.

Yu se consideraba digno descendiente de los han, el verdadero pueblo chino. Seguía practicando la filosofía de sus mayores. Creía en Kongfuzi o maestro Kong, como designaban a Confucio, aunque sus ideas se hallaban influenciadas por las obras de Lao-Tse, otro de los grandes filósofos que influyó en la religiosidad china[129]. El Tao-Te-Kin, libro escrito por Lao-Tse, era su principal referencia moral (estudio del «no ser» y del «ser»).

Era un hombre bueno, con una intensa inquietud intelectual. Su trabajo, en el fondo, sólo era un medio para sobrevivir. Lo que realmente le apasionaba era la búsqueda de la verdad —«si es que existía»— y los «inventos»…

Pero de esto último hablaré en su momento.

El tercer barracón, muy próximo al aserradero, fue un misterio durante mucho tiempo. Siempre permanecía cerrado. En la puerta colgaba otro cartel que rezaba: «SóloYu».

Nadie entraba, salvo el referido chino. Lo hacía con sigilo. En las manos cargaba uno o dos bultos, cuidadosamente envueltos en tela o en sacos. No hubo forma de averiguar el contenido. Miraba a uno y otro lado y, cuando estaba seguro de que no había nadie en las proximidades, abría la puerta y se encerraba a toda prisa. Allí permanecía largo rato. No se oía un solo ruido. La única señal de actividad era una columna de humo que se elevaba desde una de las esquinas de la caseta.

Eliseo y yo lo bautizamos como el «barracón secreto».

Y quien esto escribe fue destinado al «departamento» que Yu llamó hezeer

¿Hezeer?

El asiático sonrió con picardía.

¿Qué significaba aquella palabra? No la conocía. Quizá se trataba de uno de los muchos modismos que colgaban del arameo galilaico y a los que nunca me acostumbré.

«He-zeer», repitió despacio, separando el primer sonido.

Seguía sin comprender.

«Zeer» era «pequeño», pero «he-zeer»…

Y Yu ordenó que lo siguiéramos. Entramos en el barracón vestuario y nos proporcionó sendos mandiles de cuero, más negros por la mugre que por el color del material. Me desvestí y traté de acomodarme el peto. Y digo traté porque, a decir verdad, la pieza me quedaba escandalosamente corta. Con mi metro y ochenta centímetros de estatura, la estampa era ridicula. Estaba claro que el mandil pertenecía a un muchacho. No había otro. Tenía que resignarme. Y las túnicas quedaron colgadas en un clavo, en una de las paredes, junto al resto de la ropa y los almuerzos de los trabajadores. Mi compañero, algo más bajo, tuvo más suerte.

Pero la verdadera preocupación no fue mi lámina, más o menos cómica, sino la «vara de Moisés». Allí la dejé, junto a la túnica. No podía trabajar con ella…

Ahí dio comienzo un nuevo tormento.

¿Qué sucedería si la robaban? No quise ni pensarlo. Si alguien sustraía el cayado y activaba, por accidente, alguno de los sistemas de defensa, el resultado sería catastrófico.

Los carteles, advirtiendo a los posibles ladrones, se me antojaron premonitorios. Y temblé…

Eliseo se dirigió al aserradero, y quien esto escribe fue conducido al nacimiento del foso, en las proximidades del «pesquero» sobre el que martilleaba y canturreaba el Galileo. El he-zeer no era otra cosa que un cobertizo de tablas y cañas, en el centro del varadero, en el que se almacenaban las cántaras del agua potable y el material con el que se procedía a la fabricación de tintes, pinturas y barnices. Aquél sería mi lugar de trabajo. Estaría a las órdenes del oficial encargado de los referidos productos protectores de la madera. Sería su ayudante, y algo más…

No tardé en averiguar en qué consistía ese «algo más».

De pronto, en el depósito de leña, sonó un «¡Eh, pequeño!». Alguien me reclamaba con el pellejo de cabra que servía para transportar el agua.

—¡Eh… ,ze'er!

Comprendí.

El he-zeer pronunciado por Yu era una expresión, en arameo, algo distorsionada, que equivalía a una llamada: «¡Eh, pequeño!», refiriéndose al muchacho o aprendiz que hacía de «chico para todo». Por derivación, el cobertizo donde se almacenaba el agua terminó por recibir el citado nombre. Todos, en el astillero, solicitaban la presencia del «chico para todo» con el consiguiente «¡Eh, ze'er!». Era la señal. Cuando sonaba, mi obligación era dejar lo que tuviera entre manos y acudir presuroso —mejor a la carrera— al punto en el que se solicitaba mi servicio. Ese servicio abarcaba el aprovisionamiento de clavos o pernos, afilado de las herramientas, transporte de maderos, alimentación de los hornos y estufas, barrido del serrín, recogida de la basura y su transporte al cercano basurero o gehenna, limpieza diaria del vestuario y, por supuesto, la preparación de los mencionados barnices y pinturas.

Así fue como nació «¡Eh, ze'er!» o «¡Eh, pequeño!». Durante la estancia en el varadero, todos me conocieron por este alias. ¡Quién lo hubiera adivinado! Yo, piloto de la USAF, terminé barriendo un astillero y corriendo como una liebre de un lugar a otro…

No importaba. Habíamos logrado nuestro objetivo. Él estaba cerca. Nunca lo perdimos de vista. Y supimos de un Jesús desconocido, un trabajador esmerado y responsable que esperaba su hora…

Pero estoy siendo injusto. También disfruté como «chico para todo». Aprendí mucho, en especial sobre la mansedumbre y la humildad. Servir bien es tan arduo como saber mandar. Quizá más…

Y disfruté, sobre todo, con mi trabajo como aprendiz en la elaboración de productos protectores de la madera[130]. Mi maestro, un fenicio viejo y desencantado, me enseñó algunos secretos, demostrando que también se puede vivir en el pequeño mundo de un recipiente lleno de pintura o de cola de carpintero.

Aquella jornada, sin embargo, fue un desastre. A mi despiste tuve que sumar la preocupación (casi miedo) por la suerte de la «vara de Moisés». Toda mi atención se fue hacia la puerta del vestuario. Cada vez que alguien entraba o salía del barracón, interrumpía lo que tuviera encomendado, y así me gané las primeras reprimendas y maldiciones. Fue superior a mí. No pude acostumbrarme. Teníamos que hallar una solución…

Hacia la quinta (las once de la mañana), Yu golpeó la barra metálica que colgaba del eh, ze'er, anunciando la hora del almuerzo.

¿Almuerzo? Ni Eliseo ni yo lo habíamos previsto. Y por pura prevención nos sentamos en el interior de la caseta que servía de vestuario y comedor.

La vara continuaba en su lugar.

Los operarios se hicieron con sus respectivos cestos y hatillos y buscaron acomodo dentro y fuera del barracón. Eran momentos de bromas y confidencias.

Primero vimos entrar al Galileo. Nos sonrió fugazmente. Tomó su comida y se dirigió de nuevo a la puerta. Comprendimos que deseaba estar solo. Ésta, como dije, era otra norma sagrada. Nosotros éramos espectadores, siempre en la sombra. Él decidía.

Pero, al llegar al umbral, se detuvo. Permaneció quieto un par de segundos, dio media vuelta y regresó hasta la pared sobre la que estábamos recostados. Se colocó en cuclillas. Destapó el cestillo de mimbre y fue extrayendo parte de los víveres: huevos pasados por agua, pan de trigo y fruta. Depositó la comida en nuestras manos y, sin mediar palabra, intensificó la sonrisa. Después se incorporó y se alejó, desapareciendo en la claridad del astillero.

Mi compañero hizo ademán de levantarse y salir tras Él. Lo contuve. Si hubiera querido sentarse junto a estos exploradores, lo habría hecho, sin duda, como había sucedido en otras oportunidades. Le daríamos las gracias en su momento.

Después llegó Santiago, el hermano del Maestro. Trabajaba como oficial en el aserradero, junto a Eliseo.

Tomó su almuerzo y se unió a nosotros, interesándose por aquellas primeras horas en el varadero. El ingeniero palideció. Casi no habló. Y me vino a la mente la imagen del día anterior, en el portalón de la «casa de las flores», cuando nos retirábamos a la ínsula. Eliseo entregó el ramo de lirios a Santiago y le comentó algo al oído. ¿Era ésa la causa de su silencio? ¿Qué ocultaba? ¿Por qué tanto misterio?

El buen hombre, deseoso de complacernos, preguntó por nuestros planes inmediatos. No había tales planes.

Permaneció pensativo y, finalmente, animado, propuso que los visitáramos esa misma tarde-noche. Cenaríamos juntos.

—Esta, mi mujer, habla poco pero cocina una excelente bamia —dijo.

No sabía qué era una bamia, pero di por hecho que tenía razón. Lo que fuera sería de primera…

Concertó la cena para «después de la ceremonia», en el kahal. Aquello me interesó. Kahal era una de las denominaciones de lo que hoy conocemos como sinagoga. Otros —especialmente los rabinos— la designaban por vaad, Keneset, zibbur o kenisah, entre otros nombres. Todo dependía del lugar y del grado de ortodoxia.

Y digo que me interesaba porque, hasta esos momentos, no había tenido ocasión de pisar uno de estos lugares de «reunión» (el significado más correcto sería «reunión congregada», con propósitos religiosos). ¿Acudiría Jesús?

Santiago estimó que sí, aunque no podía asegurarlo. No lo consultó. Su familia acudía al kahal a la puesta de sol del viernes o a primera hora de la mañana del shabbat o sábado (los judíos, como es sabido, consideraban el inicio del nuevo día en el ocaso de la jornada anterior).

El Hijo del Hombre en la sinagoga…

¿Cómo reaccionaría?

Nosotros lo vimos orar en las nieves del Hermón. Su estilo no guardaba relación con las formas del resto de los judíos y, mucho menos, con los ortodoxos e intransigentes defensores de la Ley.

Me costaba trabajo imaginar al Maestro en una de estas tradicionales reuniones, invocando el nombre del colérico Yavé, «al que había que temer y después amar». No lo visualizaba en mitad de una gente que ni siquiera se atrevía a pronunciar el nombre del Padre…

No debía perderme semejante oportunidad. Y discretamente, simulando interés por la ceremonia en sí, formulé algunas preguntas. Santiago, gratamente sorprendido por la curiosidad de aquel forastero, respondió cumplidamente e hizo algo más: se brindó a acompañarnos a la galería de la sinagoga destinada a los prosélitos (paganos convertidos al judaismo) y extranjeros, un recinto apartado del resto de la comunidad pero integrado en el edificio.

Nos veríamos al toque de trompeta, en la puerta del kahal. Éste era el procedimiento habitual para anunciar la entrada y el final del sábado, el día de descanso fijado por Yavé, el día santo por excelencia entre los israelitas[131].

Cuando Yu reclamó al personal con el sonido del hierro, Jesús se hallaba sentado al pie del «pesquero». Tenía la cabeza reclinada sobre el casco y los ojos cerrados. Parecía dormido. Despertó a la llamada y, estirando los brazos, se desperezó feliz durante varios segundos. En eso cayeron las primeras gotas. Más que gotas, goterones…

Al poco, el frente nuboso, instalado ya sobre el lago, dijo «aquí estoy yo». Fue el diluvio.

El trabajo quedó interrumpido y, durante un tiempo, permanecimos a cubierto, contemplando impotentes cómo el foso y los aliviaderos se llenaban de agua. Nadie pudo hacer nada y Yu, hacia la hora décima (las cuatro de la tarde), comprendiendo que la lluvia no cesaría, corrió al eh, ze'er y golpeó la barra metálica por tres veces. Eso significaba «fin del trabajo». Y el chino se refugió en el «barracón secreto».

Cada cual tomó sus cosas y, como buenamente pudimos, abandonamos el astillero.

Perdimos de vista a Jesús y a Santiago. Supuse que habían corrido, como el resto.

Las calles se convirtieron en ríos. Sólo el cardo, ligeramente inclinado hacia el yam, permitía un tránsito medianamente aceptable.

Los obreros, en la ínsula, también interrumpieron los trabajos de reparación del tercer piso. Cambiamos las túnicas mojadas y, siguiendo la recomendación de Eliseo, oculté la «vara de Moisés» entre los pliegues de uno de los edredones, en la litera de la habitación 39. Era lo más práctico. En la sinagoga no me hubieran permitido el ingreso con un cayado.

Lo comprendí. Aun así, quedé tan intranquilo como en el varadero. La llave de la 39, como las de las restantes estancias, viajaba siempre con nosotros pero…

Traté de serenarme. Ahora, supuestamente, no la necesitábamos. Esa noche cenaríamos en la casa del Maestro. Al día siguiente, jornada de descanso, ya veríamos…

Tuvimos el tiempo justo. Al llegar a la sinagoga, uno de los funcionarios, situado en un pórtico que se abría a la derecha de la fachada, hizo sonar una trompeta de plata, para convocar al pueblo. Fue un toque con dos notas, repetido tres veces. La búsqueda del by(t) knyšt, el edificio propiamente dicho, fue fácil. Era el único inmueble de piedra caliza. Se hallaba, además, en la parte alta de Nahum, tal y como recomendaba la tradición (de esta forma, se simbolizaba que la actividad de la sinagoga debía figurar por encima de cualquier otra, recordando a Isaías [2, 2]: «Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yavé será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas».). Si esto no era posible, la sinagoga se levantaba en las esquinas de las calles o en las plazas. En algunos pueblos o ciudades, en los que no existían elevaciones del terreno, la comunidad judía plantaba un largo palo sobre el tejado del kahal, de forma que se alzara por encima de la azotea de la casa más alta. Para los supersticiosos judíos, una sinagoga construida por debajo del resto de las viviendas implicaba un inminente riesgo de destrucción. En Nahum, la zona más elevada se hallaba en el extremo noroeste, cerca del cinturón de huertos y a cosa de trescientos metros de la ínsula. Como dije, en la «ciudad de Jesús» todo estaba a un paso.

No había pérdida porque, además, era el único edificio en piedra blanca y con un tejado a dos aguas, construido en madera. La fachada, de veintitrés metros, aparecía delicadamente trabajada, con sillares de más de cuatro toneladas. Me llamaron la atención las ventanas. Conté cinco, todas con las correspondientes protecciones fijas… ¡de vidrio! Algo poco común en una población como Nahum. Tres puertas daban acceso al interior. Puertas por las que sólo entraban los varones judíos. Las mujeres lo hacían por el extremo opuesto, en la cara norte. El resto —prosélitos o paganos simpatizantes— estábamos obligados a entrar por una escalera lateral adosada al muro oeste. En la fachada destacaban también tres orificios practicados en el centro geométrico. Habían sido dispuestos verticalmente. En el dintel de la puerta central (la más grande) habían sido labradas dos guirnaldas de flores que acompañaban un ánfora romana. Después supe que representaba el «vaso del maná».

La gente, acosada por la lluvia, se refugiaba en el pórtico existente a la derecha. Allí, entre las columnas, sacudían las ropas, procedían al obligado lavado de manos en una pequeña fuente y desplegaban los mantos blancos o talith, y se cubrían con ellos la cabeza y los hombros. Nadie debía asistir descubierto a la ceremonia sagrada de la oración. Algo así hubiera significado la expulsión inmediata. Eliseo y yo disponíamos también de sendos «chales», confeccionados tal y como marcaba la ley, con lana cruda de cordero.

Una fuerte descarga eléctrica provocó un murmullo generalizado. La tormenta continuaba implacable, iluminando con los relámpagos el entablado azul del tejado y los rostros nerviosos y atemorizados de la comunidad.

¿Dónde estaba Santiago?

No teníamos más remedio que aguardar frente a la fachada, bajo el diluvio. Mezclarnos con los del pórtico o buscar el acceso que nos correspondía era arriesgado. Y esperamos, imperturbables, bajo el fuerte aguacero.

Los varones, cubiertos con los mantos, salían de la galería porticada a la carrera y entraban por cualquiera de las tres puertas de la fachada. Al principio pensé que las prisas se debían a las adversas condiciones meteorológicas. Parecía obvio, pero no. Más adelante, conforme fui conociendo el singular mundo de las sinagogas, supe que aquellas supuestas «prisas» eran una forma de acatar las Escrituras. Según los escribas y demás intérpretes de la Ley, el judío creyente y respetuoso tenía que correr al encuentro del conocimiento. Así lo dice Oseas (6, 3): «Conozcamos, corramos al conocimiento de Yavé». Por eso, al entrar en la sinagoga, lo hacían lo más rápidamente posible. La salida, en cambio, era lenta y pausada[132].

Santiago se presentó. Acababa de dejar a su madre y a su hermana en el recinto de la cara norte, el único lugar en el que podían permanecer las mujeres. Esta, embarazada y con un bebé, se hallaba disculpada.

El hermano nos guió hasta la cara oeste y ascendimos por una escalera de piedra adosada al muro. Allí se abría una estrecha puerta que permitía el acceso a una galería superior. Era el «mirador», el rincón destinado a los no judíos. Sólo estábamos autorizados a mirar y a rezar. Ningún prosélito intervenía en las discusiones.

Cuatro o cinco hombres se hallaban de pie, acodados en una barandilla de madera; contemplaban a los que entraban por las puertas. Nada más pisar el pavimento de piedra, los judíos olvidaban las «prisas» y buscaban lugar en los largos bancos que corrían paralelos a las paredes. Necesité tiempo para hacerme con el recinto. Me encontraba a unos cinco metros, en lo alto del flanco izquierdo de la sinagoga (tomaré siempre como referencia la fachada del edificio). Lo primero que llamó mi atención en aquel rectángulo fueron las lámparas de aceite. Colgaban del techo mediante cabos de dos y tres metros. Sumé quince, distribuidas en cinco hileras. Era una luz amarilla, parpadeante, que perfumaba el recinto con un suave olor a aceite. Al fondo, frente a las puertas de la fachada, separadas por una reja, divisé a las mujeres. Se apretaban en dos estancias. Consulté a Santiago y me explicó que la división se debía a la condición de judías o esclavas o prosélitas. Las primeras ocupaban el habitáculo de la derecha. Un tabique grueso impedía el contacto entre «puras» e «impuras». La congregación llamaba a dicho tabique la genizá, una especie de «cementerio» de libros de la Ley, usados o deteriorados. Allí eran encerrados y tapiados. Los judíos consideraban estos rollos como seres vivos. No podían ser arrojados a la basura o aprovechados para otros menesteres.

Sabía del machismo de los judíos en general, pero ahora, al contemplar a las hebreas y prosélitas detrás de la alta reja, volvió la vieja indignación. Éste fue otro capítulo en el que el Hijo del Hombre luchó sin cuartel[133].

Ella, Ruth, también estaba allí…

Y los hombres fueron ocupando los lugares. Conté tres hileras de bancos en cada uno de los costados, todos de madera negra y lustrosa, con respaldos de un metro de altura. Los de las primeras filas lucían sendas inscripciones, grabadas a fuego en los reposabrazos de la izquierda. Eran los nombres de los «propietarios», los «principales» de Nahum, todos benefactores de la sinagoga, todos ricos y poderosos, según Santiago.

Frente a la genizá colgaba un paño cuadrado de unos dos metros de lado, de terciopelo rojo. Había sido suspendido del entablamiento de la techumbre, al igual que las lucernas de aceite. Ocultaba el objeto más sagrado de la sinagoga: el aron o arca en la que se guardaban los rollos o libros de las Escrituras, delicadamente envueltos en lino y encerrados, a su vez, en estuches de oro, plata y maderas nobles. El cofre o arca de la Ley de Nahum disponía de ruedas, de forma que podía ser desplazado por el interior de la sinagoga e, incluso, en el exterior, con ocasión de determinados ayunos y celebraciones. Tanto el velo como el arca recordaban al «Santísimo» o Santo de los Santos del Templo de Jerusalén[134]. Por delante del velo, muy cerca, colgaba también el ner olam, la lámpara santa, siempre encendida.

Observé atentamente pero no distinguí al Maestro. Los varones continuaban entrando, con las túnicas y los mantos empapados. Santiago no supo responder a mi pregunta. Jesús no los acompañaba al salir de la «casa de las flores». Debía de estar al llegar…

Y proseguí con la observación. En el centro de la nave se alzaba la bema, un estrado, también de madera, de casi dos metros de lado, sobre el que habían situado un sillón y una pequeña mesa (más exactamente, una «torre» o migdal).

Nuestro informante explicó que se trataba de la tribuna en la que se leían los libros de la Ley y de los Profetas, y desde la que se pronunciaban los «avisos», una exhortación o sermón que cerraba generalmente la ceremonia. Varias de las lucernas coincidían exactamente sobre la mesita de lectura. Entre el velo y la bema se alzaba un destacado candelabro de siete brazos, la menorá, con otras tantas y generosas lámparas de aceite. La luz alcanzaba las paredes con docilidad, y mostraba un espectáculo poco común entre los estrictos judíos. El artista —probablemente pagano— había dibujado sobre el estuco un Hércules peleando con un grifo, otro ser mitológico, mitad águila, mitad león. La pintura, en la que aparecían también un centauro y una especie de unicornio (?), se extendía a lo largo de todo el muro de la derecha, interrumpida únicamente por pequeñas ventanas en forma de estrella de David. Era la primera vez que veía representaciones «humanas» en un lugar eminentemente judío. La Ley, como es sabido, lo prohibía terminantemente. Y entendí un poco mejor el desprecio de los habitantes de la Judea por aquel «círculo de gentiles», como llamaban a la Galilea.

En el muro de la fachada, en el centro, descubrí los ya referidos tres agujeros, de unos dieciocho centímetros de diámetro cada uno, alineados verticalmente. Santiago resolvió la duda. Se trataba de la referencia obligada a la hora de rezar. La pared estaba orientada al sur, hacia Jerusalén, y los orificios eran el punto focal que, supuestamente, señalaban a Dios. Quedé perplejo. A la hora de rezar, en efecto, la comunidad alzaba los ojos, buscando los tres círculos. ¿De dónde procedía esta costumbre? Santiago no lo sabía. Era muy antigua. Y apuntó a un príncipe, Melquisedec, del tiempo de Abraham…

¿Melquisedec?

El Génesis lo menciona, y también el Salmo 110. Dicen que fue un sacerdote. Nadie sabe de dónde procedía ni cómo vivió. Aseguran que fue rey de Salem, una antigua población del valle del Jordán. Otros lo hacían rey de Jerusalén y fundador (?) de una singular orden: los «melquisedec». Y me propuse indagar en la cuestión. Si era cierto lo indicado por Santiago, ¿por qué el tal Melquisedec identificó a Dios con «tres círculos»?

Otra vez los «círculos»…

Lo que no imaginaba en esos momentos es que, en breve, recibiría una interesante «pista» al respecto.

Con el ocaso —«cuando resulta imposible distinguir un hilo blanco de uno negro»— dio comienzo la ceremonia que —según Santiago— llamaban «Kabalat shabbat», la «bienvenida al sábado»; una ceremonia triplemente solemne en aquel 19 de octubre. Fue una suerte. La especial formalidad y el esplendor se debían, en primer lugar, a una coincidencia. En esa jornada concluía la lectura de la Torá o «Shemini atzeret» (Octavo día de la asamblea). El Pentateuco, los cinco libros supuestamente escritos por Moisés (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), era leído poco a poco, generalmente en un ciclo de tres años, dividido en 154 secciones. En otros parajes, la lectura de la Torá era más larga, y alcanzaba los tres años y medio. En segundo lugar, durante la festividad de la Shemini, el pueblo tenía la costumbre de formular la oración por las lluvias. Octubre era un mes clave. Si el 3 de marješván (aproximadamente, el 20 de octubre) no llegaban las primeras lluvias, el Sanedrín, en Jerusalén, ordenaba tres días de ayuno nacional. Si en la luna nueva de kisléu (noviembre) continuaba la sequía, la comunidad judía se sometía a otros tres días de ayuno. Si el agua seguía retrasándose, a finales de noviembre se decretaba una semana de ayuno. La tormenta, justamente en la fiesta de la Shemini, era una «señal de los cielos». Ni siquiera habían tenido tiempo de entonar la plegaria por las lluvias y el agua ya descendía sobre la tierra. «Ahora —añadió Santiago— lo importante es que el Santo, bendito sea su nombre, distribuya el agua con equilibrio». El comentario era lógico en aquel tiempo y entre aquellas gentes. Yavé era el único responsable de las lluvias. Así lo dice en el Deuteronomio: «Yo daré a tu país la lluvia a su tiempo: la lluvia de la primera estación (octubre) y la lluvia de la última (marzo-mayo)…». Suponer que Dios nada tenía que ver con las precipitaciones era inimaginable. El tercer motivo de solemnidad, como digo, era la «acogida del shabbat», el día sagrado.

Cuando los bancos se hallaban ocupados —calculé unos doscientos hombres—, alguien se aproximó a un individuo sentado en uno de los puestos de los «notables», en la primera hilera de la derecha. Todos los «notables» eran ancianos o relativamente viejos. Se sentaban en los asientos preferentes. Detrás aparecían los más jóvenes.

Repasé de nuevo las caras y los perfiles, medio ocultos por los mantos. No lograba descubrir al Maestro.

Quizá había cambiado de opinión. Quizá no deseaba participar de la ceremonia religiosa…

Otra seca descarga de la tormenta sonó como una advertencia. Y el instinto, como siempre, llamó a mi corazón. Algo estaba a punto de suceder.

—Es la hora…

Santiago señaló al «notable» y añadió:

—Su nombre es Yehudá ben Jolí. Él preside. Ahora recibirá al shabbat

El tal Yehudá (hijo de Jolí) era un individuo extremadamente grueso, alto, con los ojos maquillados en un cinabrio bermellón y escandaloso, y el cabello corto y teñido de un rubio «romano», como designaban la última moda importada de Roma.

Respondió afirmativamente a lo que le fue susurrado por el recién llegado y trató de ponerse en pie. La obesidad, sin embargo, no se lo permitió. Y varios de los que lo rodeaban se apresuraron a auxiliarlo. Imagino que superaba los 130 kilos de peso. Vestía una larga túnica blanca, hasta los tobillos, y las filacterias negras en la frente y en el brazo izquierdo.

Resopló como una ballena y, finalmente, lo logró encaminándose a la puerta central de la fachada. Detrás, el resto de los «notables»…

Ben Jolí era el presidente de la sinagoga. Es decir, el funcionario más importante. Recibía el nombre de «archisinagogo» (Roŝ-ha-keneset). Era el dueño y señor del inmueble y de muchas de las vidas de los allí presentes. Era prestamista, administrador de los bienes de la sinagoga, responsable del culto y activo miembro del partido del pueblo, los fariseos. A todo esto sumaba la condición de sacerdote, descendiente de los hijos de Aarón. Era uno de los hombres más temidos y odiados de Nahum. Yo no lo sabía en esos instantes, pero aquel sujeto jugaría un papel destacado en la vida pública del Hijo del Hombre. Un triste papel…

Rondaba los cincuenta años.

Y con pasos vacilantes, oscilando a derecha e izquierda, fue aproximándose a la puerta.

Lo que sucedió a continuación nos dejó perplejos a todos. Según nuestro informante, la tradición establecía que el sábado debía ser recibido con el Lejá dodí, un himno típico y alegre, con el que la comunidad «abrazaba el shabbat como si de una novia se tratara». La costumbre, antiquísima, fue iniciada en la ciudad de Safed, en la alta Galilea. Salían de la población, recibían el sábado y lo conducían a sus casas con todos los honores. Pues bien, al llegar al umbral, el sofocado Jolí alzó los brazos y se arrancó con el cántico. Todos, a sus espaldas, corearon los primeros versos:

—¡Ven con paz, corona de tu esposo!… ¡Con alegría y regocijo!

Y el sacerdote se inclinó cuanto pudo, reverenciando la simbólica entrada del shabbat en la sinagoga. Pero, al desplazar la mole de grasa hacia adelante, el manto le resbaló de los hombros y la cabeza y se precipitó sobre el pavimento de losas. Los «notables» corrieron hacia el «chal», pero una mano se adelantó. Tomó la prenda y se la ofreció al archisinagogo, al tiempo que entonaba parte del Lejá dodí:

—¡Sacude el polvo, yérguete!… ¡Coloca tus mejores vestidos, oh, mi pueblo!… —¡Era el Maestro!

Llevaba la cabeza cubierta con un talith claro del que colgaban cinco o seis borlas azules.

—¡Por medio del vastago de Ishai de Belén… —prosiguió— se acerca tu redención!

Y la comunidad, entusiasmada, repitió las proféticas palabras de Jesús, vastago o hijo de Belén.

Jolí tomó el manto y concluyó el himno. Después dio media vuelta y regresó a su banco.

No podía dar crédito a la escena. ¿Casualidad? Lo dudo…

Jesús se mantuvo junto a la puerta principal, medio oculto entre otros fieles.

Jolí prosiguió con la ceremonia. Hizo un gesto y se alzó otro de los «notables».

—Es Nitay —aclaró Santiago—, hermano de Yehudá, responsable de las bendiciones.

Nitay ben Jolí era igualmente sacerdote, aunque totalmente opuesto al «saco de sebo», como llamaban despreciativamente a Yehudá (sobre todo sus víctimas). Era flaco como una pértiga, dócil y de buenos sentimientos. Era también funcionario, responsable de las limosnas[135] o gby-sdqh y director de las «secciones menores» del culto. Estaba dedicado por entero a la sinagoga y al auxilio de los pobres y extranjeros necesitados. También desempeñaría un cierto protagonismo en el período de predicación del Hijo del Hombre.

Nitay ascendió los breves escalones que llevaban a lo alto de la bema o tarima ubicada en el centro de la nave y, tras inclinar la cabeza levemente, saludando a los «notables», dirigió la mirada hacia los «círculos» de la fachada, iniciando el servicio religioso propiamente dicho. Y lo hizo con dos bendiciones, a las que siguió el Šema («Oye, Israel»), el credo judío por excelencia, basado en la Biblia (Deuteronomio 6, 4-9 y 11, 13-21 y Números 15, 37-41), en el que se proclama la autoridad de Yavé. Esta confesión de fe debía pronunciarse dos veces al día, en la mañana y en la tarde, allí donde estuviera el varón judío. Mujeres, niños y esclavos se hallaban libres. Por supuesto, no todo el mundo cumplía con el citado precepto.

—¡Escucha, Israel!… ¡El Santo, nuestro Dios, es el único Santo!

Nitay recitó el Šema con voz engolada y una artificial entonación nasal.

Y los fieles repitieron algunos de los conceptos, al tiempo que empezaban a balancearse hacia adelante y hacia atrás, cada vez con más intensidad.

—¡Amarás al Santo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza!

Las miradas estaban fijas en los «círculos». Y la mayoría, atenta a la recitación del sacerdote, procedió a amarrar en el brazo izquierdo y en la frente las filacterias de cuero negro. Estas cajitas, en las que guardaban frases del Pentateuco, eran más grandes y brillantes en los «notables». De esta forma ponían de manifiesto que «eran más justos y mejores observantes de la Ley».

—¡Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy!… ¡Las atarás a tu mano como una señal y serán como una insignia entre tus ojos!

—¡Y serán como una insignia entre tus ojos! —repitió la congregación, cada vez más excitada.

En el exterior, la lluvia continuaba golpeando el tejado.

Busqué al Maestro. Permanecía inmóvil, junto a la puerta principal. Su cuerpo no oscilaba. Tampoco repetía el Šema. Sus labios se hallaban cerrados y tenía el rostro grave. En ningún momento dirigió la mirada hacia el sur.

Temí que sus paisanos pudieran llamarle la atención. Jesús estaba en la sinagoga, pero no estaba…

—¡Amén! —fue la respuesta colectiva a las últimas palabras de Nitay.

Concluido el «Escucha, Israel», el limosnero descendió de la plataforma de madera y caminó despacio hacia la cortina de terciopelo rojo. Era la segunda parte del oficio: la recitación de las Šemoneh esreh, las diecinueve plegarias, la oración por excelencia del pueblo judío. Así la llamaban, la «plegaria», la htplh. Todos estaban obligados a recitarla tres veces al día (por la mañana, a primera hora de la tarde y al ocaso)[136].

Nitay se situó frente al velo y, con voz igualmente engolondrinada, «dirigió la plegaria», haciendo lo que los judíos llamaban br lpny htybh. Cualquiera podía hacerse cargo de esta recitación, excepción hecha de las mujeres y los menores de edad (el judío alcanzaba la mayoría legal a los doce años y medio). No era necesario que fuera sacerdote o funcionario de la sinagoga.

—¡Bendito eres, Señor Dios nuestro y Dios de nuestros padres…! ¡Dios grande, poderoso y terrible!…

Y la reunión coreó las últimas palabras.

—¡Grande!… ¡Poderoso!… ¡Terrible!

Algunos de los «notables», balanceándose sin cesar, levantaron los brazos y empezaron a golpearse en el pecho y en la frente. La congregación los imitó, elevando la temperatura y el frenesí de los más fanáticos.

Me alarmé. El Maestro no se inmutó. Parecía una estatua. Afortunadamente, la comunidad miraba al norte, hacia el lugar en el que seguía recitando Nitay. Poco faltó para que interrogara a Santiago sobre la conducta de su Hermano. ¿Por qué no se expresaba como los demás? La duda, ahora lo sé, fue una estupidez…

—¡Señor, tú eres todopoderoso por siempre!… ¡Tú haces vivir a los muertos!

—¡A los muertos! —repitió la asamblea, fuera de sí—. ¡Tú haces vivir a los muertos!

Varios de los «notables», embriagados en la atmósfera de fervor, empezaron a golpear los brazos de los bancos…

El Galileo no pestañeó.

Y mis ojos, sin querer (?), volaron hacia la reja que separaba a las mujeres. Ruth alzó la vista y nos miramos.

—¡Tú otorgas conocimiento a los hombres y les enseñas a entender!

Ella, creo, entendió. ¿Qué otra cosa podía deducir de aquella mirada?

—¡Perdónanos, Padre, porque hemos pecado!… ¡Proclama nuestra liberación con la gran trompeta y alza una bandera para reunir a todos nuestros dispersos…!

Los hombres aullaron de placer, difuminando las palabras de Nitay.

—¡Que no haya esperanza para los delatores y que perezcan pronto todos los que hacen la maldad!

Los «notables» se alzaron de los asientos y, con furia, se abofetearon a sí mismos, clamando e invocando el nombre del Santo. La voz de Nitay casi se extinguió.

—¡Que no seamos avergonzados!

Jesús bajó la cabeza y permaneció con los ojos fijos en el pavimento.

¿Qué locura era aquélla?

—¡Haz que brote pronto el renuevo de David y levanta su cuerno por tu salvación!

El final de la «plegaria» fue ininteligible. Los gritos, los golpes en los bancos y las peticiones de «Mesías ya» eclipsaron las últimas bendiciones. También Santiago, con los brazos en alto, se unió a la congregación, reclamando al libertador.

Era claro como la luz. El Maestro estaba allí, pero no estaba…

Nitay inclinó la cabeza tres veces y retornó a su lugar, en el primer banco de la derecha. Y los ánimos se calmaron súbitamente. Era asombroso. Aquella gente pasaba de la más absoluta frialdad al paroxismo en un abrir y cerrar de ojos. Bastaba con que alguien supiera dirigirlos. Y en mi memoria se abrieron paso algunas escenas de la pasión y muerte del Hijo del Hombre…[137].

Sí, claro como la luz. Allí también comulgaban con el concepto de un Mesías o libertador que los arrancara del yugo de los invasores y que situara a Israel en lo más alto, dominando y dominante.

Bajé los ojos. Claro como la luz…

Jolí aprovechó el respiro y, como «maestro de ceremonias», dio las órdenes oportunas para continuar el servicio religioso. Así entramos en la tercera parte, la lectura de la Ley.

Un anciano de pequeña estatura, con túnica y manto blancos, se aproximó al velo y lo recogió hacia la izquierda. La congregación, entonces, se puso en pie.

Santiago siguió informando. Detrás de la cortina apareció el arca, provista de ruedas. Era una especie de armario de casi dos metros de altura, todo en madera de olivo y bellamente labrado. En el tybh, como lo llamaban, se guardaban (celosamente) los rollos de la Ley y de los Profetas. Cada libro cuidadosamente envuelto en un doble paño de lino fino (mtphwt) y encerrado en un tyq o estuche de metal precioso. Aquel hombre se llamaba Tarfón. Era funcionario de la sinagoga. Más exactamente, ministro o hazzan ha-keneset. Hacía de todo. Preparaba y trasladaba los libros desde el arca hasta la mesa de la bema, asistía a los lectores, corrigiéndolos si se equivocaban, devolvía los rollos sagrados al tybh, tocaba la trompeta anunciando el shabbat y otras celebraciones, atendía la escuela, hacía de verdugo, ayudaba en las colectas, procuraba la limpieza y el mantenimiento del edificio y, sobre todo, espiaba para el archisinagogo. Todo el mundo lo sabía. «Tarfón era un indeseable al servicio de Jolí». Nunca supimos su edad. Rondaría los sesenta años. Caminaba encorvado, con la vista en tierra, «por si encontraba un as». Nunca miraba a los ojos cuando hablaba. Sufría un permanente tic en los dos ojos. Lo apodaban «Repas» (literalmente, «pisotear») porque era capaz de pisar a su madre, «si la hubiera tenido», por dinero. Éste fue otro de los enconados enemigos de Jesús en Nahum…

Tarfón abrió el armario y extrajo uno de los estuches de madera y nácar. En el interior se hallaba el rollo que debía ser leído en esa jornada. En aquel tiempo, la Torá[138] se copiaba en tiras de pergaminos previamente curados y tratados, posteriormente cosidas entre sí y sujetas a dos varas o «árboles de la vida».

Retiró la funda de lino que lo protegía y desenrolló el «libro», mostrando parte del texto. La congregación, al ver las columnas en tinta negra, con la letra cuadrada y medida del hebreo sagrado, prorrumpió en un suspiro generalizado. Era la Ley, la palabra de Dios.

El hazán levantó entonces el rollo por encima de su cabeza e inició un lento paseo por la sinagoga. Todos pudimos contemplar la esmerada escritura. De eso se trataba. Y los fieles, emocionados, saludaron el paso de la Ley con gritos ensordecedores que repetían: «¡Torá!… ¡Torá!… ¡Torá!». Y reanudaron el rítmico balanceo de los cuerpos.

Jesús, silencioso, siguió con la vista el desplazamiento del «libro». ¿Qué pensaba de todo aquello? Tenía que interrogarlo…

La lluvia cesó.

Tarfón depositó el rollo sobre la mesa de la bema y procedió a buscar el párrafo correspondiente. Para ello desenrolló la vara de la derecha y fue enrollando el arrollador o «árbol de la vida» de la izquierda. Una vez localizado, permaneció en pie, al lado de la mesa o migdal, pendiente del «tesoro». E hizo una señal al presidente.

Jolí asintió con la cabeza y alzó los brazos, solicitando silencio. Con la última exclamación —vitoreando a la Torá— vi levantarse a otro de los «notables». Caminó rápido y subió los escalones de la plataforma por el costado derecho. El hazán señaló un punto en la vitela y el hombre, tras cerciorarse del texto marcado por el dedo índice izquierdo del anciano, comenzó a leer. Concluido el primer versículo, se detuvo e hizo targum; es decir, tradujo el hebreo a la lengua del pueblo, el arameo[139]. Y prosiguió con el segundo versículo y la obligada traducción. Concluida la tercera lectura y el correspondiente targum, el «notable» bajó los peldaños por el lado opuesto por el que había subido y rodeó la tarima, volviendo a ascender a la bema. Continuó la lectura y la traducción de la Ley, y al finalizar el sexto versículo repitió la extraña ceremonia de bajar y volver a subir. Santiago se excusó por lo que consideró «una falta de respeto hacia el Eterno»: la lectura de la Torá debía ser efectuada por diferentes miembros de la comunidad. Según algunos doctores y rabinos, el mínimo de lectores era de tres. Otros permitían hasta siete. Lamentablemente, muy pocos leían hebreo en Nahum. Ésa era la razón por la que el «notable» bajaba y subía a la tarima cada tres versículos, «simulando» que la lectura era hecha por individuos diferentes (!). Así era aquel pueblo…

El simulacro se repitió siete veces.

Y el servicio religioso entró en su última fase: la lectura de un texto de los Profetas o «recitación de despedida», también conocida como haftará.

El hazán retiró el rollo de la Ley y regresó a la mesa con otro «libro». Lo extendió con idéntica pulcritud sobre la pequeña mesa y advirtió a Jolí. Todo estaba dispuesto.

La congregación, en silencio, aguardó a que el obeso presidente se incorporase. Empeño inútil. Jolí lo intentó un par de veces. Fue necesario que los «notables» tiraran de él. Después, bamboleándose y respirando con dificultad, subió los escalones de la bema y se situó frente a la mesa. El que había hecho de lector y traductor se posicionó a su izquierda. Y el archisinagogo dio comienzo a la lectura, en hebreo, de los tres versículos seleccionados.

—Les dirás: Así dice el Eterno: «He aquí que llenaré a todos los habitantes de esta tierra, aun a los reyes que se sientan sobre el trono de David, y a los sacerdotes, y a los profetas, y a todos los moradores de Jerusalén, con embriaguez».

El «notable» tradujo al arameo con la vista fija en los círculos de la fachada. Su memoria era excelente.

—Y arrojaré a unos contra los otros —prosiguió Jolí—, aun a los padres contra sus hijos, dice el Eterno… No tendré piedad ni compasión para destruirlos.

Los fieles, mudos, se encogieron ante las palabras del profeta Jeremías.

El Maestro había levantado la mirada hacia una de las lámparas de aceite que colgaban del techo. Parecía definitivamente ausente…

Y Jolí concluyó el tercer versículo de aquel capítulo 13 deletreando una de las frases:

—Escuchad y prestad oídos… no se-á-is al-ta-ne-ros…, porque el Eterno ha hablado.

Terminada la traducción, a la que el «notable» inyectó el mismo énfasis y tono amenazador utilizado por el presidente de la sinagoga, Jolí se dejó caer pesadamente sobre la silla. Y la congregación se dispuso para la «lección final», un discurso, generalmente breve, en el que el predicador o darshan exponía sus ideas respecto al pasaje que acababa de leer[140].

Un sospechoso murmullo se despegó de la asamblea. Santiago aclaró el porqué.

—¿Altaneros? ¿Sólo nosotros somos soberbios y altivos?

Sonrió con sorna.

—¿Y qué podemos decir de él?… ¡Hipócrita!

Fue un adelanto sobre la personalidad de aquel sujeto. Con el tiempo seríamos testigos de algo mucho peor…

—Ni siquiera respeta sus propias normas —añadió en alusión al maquillaje—. Sólo las «burritas» se pintan para salir a la calle…

Los sacerdotes, en efecto, no podían participar en el culto con el rostro, las manos o los cabellos pintados. Algunos rabinos discutían si esa prohibición afectaba únicamente al Templo de Jerusalén o a la totalidad de los lugares de reunión, como era el caso de las sinagogas. Las «burritas» o prostitutas tenían la obligación de salir a la calle con una peluca amarilla que las distinguiera de las mujeres «no pecadoras». En raras ocasiones se cumplía con este precepto.

Jolí hizo maftir. Sus palabras fueron claras y directas. Todos los presentes comprendieron, a excepción de estos exploradores.

Amparándose en las frases de Jeremías, acusó a determinados miembros de la comunidad (siempre sin mencionarlos) de «ruines, miserables y vagos». Para ser exacto, utilizó el término «frotaesquinas». Y los amenazó con la destrucción anunciada por el profeta…

Santiago despejó nuestras dudas.

El sacerdote y archisinagogo atacaba a los que no acudían regularmente a la entrada del shabbat. Eso, obviamente, repercutía en la colecta…

En suma, otro problema de interés.

Y durante un rato prosiguió con las diatribas, a cuál más injuriosa, recordando a la congregación —«y a los ausentes»— «que si un hombre deja de ir una sola vez a la sinagoga, el Santo, bendito sea su nombre, le pedirá cuentas».

La comunidad, molesta, empezó a removerse en los bancos.

—¡Y el Santo, bendito sea, romperá sus dientes y no tendrá piedad! ¡Y arrojará a los unos contra los otros!

Jolí manipulaba el texto de la Ley a su antojo. El pasaje de Jeremías no hacía alusión, ni mucho menos, a lo apuntado por el del pelo teñido. Lo anunciado por el profeta se refería al destierro de los judíos a Babilonia y al desastre del reinado de Joaquim, asesinado, probablemente, hacia el 598 antes de Cristo.

—Pero, si no sois altaneros —añadió vociferante—, si os veo todas las semanas en este santo lugar, entonces, Él, bendito sea su nombre, os recompensará con una larga vida…

—Y a él —murmuró Santiago sin piedad— le llenará la bolsa…

Al buscar a Jesús me sobresalté. Lo había perdido de vista. No aparecía junto a la puerta principal. Recorrí las proximidades con la mirada, pero fue igualmente inútil. El Maestro no estaba en la sinagoga…

¿Qué ocurría?

No pregunté. No quise inquietar a su hermano. El instinto me decía que el Galileo no se hallaba cómodo…

El presidente y archisinagogo concluyó la poco caritativa «homilía» e intentó incorporarse para dar la bendición final. El hazán se apresuró a recoger el rollo y se alejó hacia el arca.

Luchó una y otra vez por despegarse del sillón curvado. Imposible. La aparatosa humanidad de Yehudá ben Jolí se había empotrado en el asiento. Estaba atascado. Resopló impotente, y el traductor y varios de los «notables» corrieron en su auxilio por enésima vez.

La congregación, atónita, no sabía qué ocurría. Y regresaron los murmullos.

Intentaron liberar las posaderas. Unos tiraron de la silla y otros de los 130 kilos.

Los murmullos crecieron y surgieron las primeras risitas…

Jolí consiguió ponerse en pie, pero la silla siguió pegada al enorme trasero.

Los fieles, al descubrir la comprometida y ridicula situación, se tapaban la boca con las manos, tratando de frenar las carcajadas. Y el individuo, rojo de ira, se apresuró a mascullar lo establecido por Números (6, 22), recitando las bendiciones a toda velocidad, sin respirar y sin pausas:

—El Santo te bendiga y te guarde ilumine el Santo su rostro sobre ti y te sea propicio el Santo te muestre su rostro y te conceda la paz.

Sólo algunos replicaron con el acostumbrado «amén». La risa fue general y, en cierto modo, tan despiadada como el sermón.

—Ojo por ojo —sentenció Santiago, al tiempo que nos invitaba a abandonar la galería.

Así finalizó el servicio religioso de aquel sábado recién estrenado. Como digo, no sería la última vez que asistíamos a una ceremonia semejante…

El Destino nos reservaba varias sorpresas, justamente en aquel lugar y con aquellos personajes. Pero demos tiempo al tiempo.

La noche, limpia y estrellada, con la luna nueva en su último tramo, nos recibió cálida y prometedora. Busqué a Jesús entre los fieles que permanecían a las puertas de la sinagoga, conversando y comentando el último «incidente». No pude hallarlo. Y deduje que se había marchado hacia la «casa de las flores».

En el umbral de la puerta principal, Nitay, el limosnero, agitaba la cupa o cestillo al paso de los que se retiraban, animándolos a depositar su dinero. A cada cual lo llamaba por su nombre y, a voz en grito, proclamaba el importe de la donación. La gente hablaba y reía, pero, en realidad, estaba más atenta a los anuncios del sacerdote que a las conversaciones y los chismorreos. Todos, al regresar a sus casas, sabían lo que había ofrecido cada cual, y eso era motivo de murmuración durante el resto de la semana. Murmuración, entregara lo que entregara.

A su lado, frente a un gran cesto, encorvado y silencioso, se hallaba Tarfón, el hazán o «sacristán». Era el responsable del tmhwy o «bandeja» para los extranjeros. Los que no podían o no deseaban participar con monedas lo hacían en especie, entregando grano, fruta, pescado, comida ya cocinada, panes (algunos rellenos), animales vivos (nunca muertos), ropa, calzado, etc. Todos conocían muy bien el «destino» de la colecta: los respectivos bolsillos del archisinagogo y demás funcionarios. La gente, sin embargo, no tenía alternativa.

Santiago, tras despedirse de algunos de los vecinos, se encaminó hacia el cardo, recordándonos la invitación a la cena. Varios niños, con teas encendidas, nos salieron al paso, ofreciéndose a alumbrarnos por un par de leptas. No era preciso. Los tres conocíamos el camino. Insistieron. Para los «iluminadores», el final del oficio religioso era una oportunidad de ganar monedas, aunque sólo fuera calderilla. Ellos caminaban por delante, acercando la lámpara o la antorcha a las proximidades de los pies de la persona que solicitaba sus servicios. Por determinadas calles y barrios eran realmente útiles…

Fue entonces cuando Eliseo me advirtió. Uno de los supuestos niños que nos rodeaban, disputándose los posibles «clientes», era un viejo «amigo»…

Creo que nos reconoció. Mejor dicho, estoy seguro.

Se quedó atrás, desconcertado y con la tea entre las manos.

Apretamos el paso, despidiendo a la chiquillería. No me atreví a volver la cabeza. No deseaba nuevos problemas y menos como los vividos con el kuteo, el samaritano que le robó la bolsa de hule a mi compañero.

No había duda: era él. La baja estatura lo camuflaba entre los muchachos, pero la larga barba teñida de rojo sangre era inconfundible. Por supuesto, no vimos parche alguno en el ojo…

Aquel fugaz tropiezo con el «cambista» y falso tuerto no me gustó. El sujeto no era de fiar. Tendríamos que estar muy atentos…

No me equivoqué.

Como ya he referido en otras oportunidades, la oscuridad de las casas judías fue siempre un problema para quien esto escribe. Eliseo, en cambio, sabía moverse con habilidad. Yo tuve continuas dificultades. Los judíos iluminaban sus hogares con lucernas y las mantenían encendidas, incluso, durante la noche. Pero no era suficiente…

Santiago cruzó el patio de la «casa de las flores» y se detuvo al fondo de la vivienda. Retiró la cortina de red y entró en la estancia que hacía las veces de cocina y comedor en la época de lluvias. Nosotros, frente a la puerta, no supimos qué hacer.

Al poco, comprendiendo, el hermano apareció de nuevo en el patio a cielo abierto y nos reprendió cariñosamente.

—¡Adelante!… Ésta es vuestra casa…

Yo entré en primer lugar pero, sinceramente, casi no vi nada. La estancia, escasamente alumbrada por un par de lámparas, alojadas en otras tantas hornacinas practicadas en los muros, fue como boca de lobo para este torpe explorador. Y en el afán de dejar paso a mi compañero me hice a un lado. Eso fue lo peor que pude hacer…

Tropecé con un bulto y, sin poder remediarlo, perdí el equilibrio y caí sobre el enlosado.

Lo siguiente que recuerdo es el llanto del bebé y las palabras de consuelo de la hija mayor de Santiago y Esta. Palabras de consuelo para Amos, naturalmente…

Santiago se apresuró a auxiliarme. Acudió con una de las lucernas e iluminó la escena y a este inútil larguirucho. Eliseo recogió la «vara de Moisés»[141] y me interrogó. Todo estaba bien, salvo mi ánimo, nuevamente por los suelos.

En mi torpeza, como digo, no distinguí a Raquel, la niña del citado matrimonio, que sostenía entre los brazos al benjamín de la familia. Di gracias al cielo. Después de todo, el tropezón fue con la pequeña. No sé qué hubiera sucedido de haber pisado al bebé…

Esta, la madre, también acudió. Tomó al niño y salió de la habitación. Detrás, cogida a la túnica, la siguió la providencial niña.

Me alcé y, lentamente, fui acostumbrándome a la penumbra.

Ella no estaba en el lugar. Me sentí mejor…

Y al pasear la mirada por la habitación, descubrí al Maestro. Se hallaba de pie, en lo alto del nivel superior, contemplándome. La estancia era muy similar a la que había visitado en la casa de José y María, en Nazaret: dos niveles (el más elevado, a cosa de un metro del suelo, era utilizado habitualmente para cocinar y dormir). En el inferior, cubierto por esteras, se reunía la familia a la hora de comer, conversar o recibir a los amigos e invitados.

Jesús levantó la mano izquierda e indicó que me acercara. Subí los escalones de piedra y llegué hasta Él. Sostenía un pequeño soplador circular de esparto con el que solían avivar el fuego. Me lo entregó y, por todo comentario, sonriendo picaramente, exclamó:

—Ven, aprende a mantener vivo el ur

Un extraño calor me recorrió el estómago. La palabra ur admitía varios significados. Era «fogón» o «fuego», y también «luz» o «resplandor exterior o interior». Podía entenderse como «enamoramiento». Y así lo recibí.

Él lo sabía…

Y ambos, turnándonos, agitamos el soplador, avivando el ur del hogar, sobre el que las mujeres debían preparar la cena del sábado, y el ur de mi corazón.

No hubo más palabras. No eran necesarias. Él, como digo, lo sabía y, lo que era más importante, conocía el final…

Aquel gesto —avivar el fuego del hogar— era otra señal de la «liberalidad» de la familia que nos acogía. Para los muy religiosos, una vez iniciado el shabbat, el trabajo estaba rigurosamente prohibido. Así lo exigía Yavé en el Éxodo[142]. Cualquier violación era castigada, incluso con la muerte. Sumé decenas de prohibiciones, algunas absurdas y ridiculas, a las que espero dedicar atención más adelante. Una de ellas, justamente, era hacer o atizar el fuego. Los ortodoxos y judíos observantes de la Ley estaban obligados a la comida fría, aunque, a la hora de la verdad, casi nadie lo cumplía. Era tan simple como encender el fuego antes de la puesta de sol y lograr que se mantuviera encendido con la ayuda de alguien no judío. Para eso estaban, por ejemplo, los «iluminadores». Por unas monedas ingresaban en las casas y hacían lo que los rigoristas no querían hacer. El pecado —decían— lo cometían los paganos…

La mayor parte del pueblo, sin embargo —como sucedía con la familia del Maestro—, no llegaba a esos extremos y, mucho menos, en la Galilea. La gente respetaba el sábado —no trabajaba—, pero se comportaba con sentido común. Aguardaban los toques de trompeta (generalmente, tres) para dejar sus ocupaciones. El primero advertía a los felah o campesinos para que interrumpieran las labores del campo. El segundo era el aviso a los comerciantes judíos. Y los propietarios de las tabernae cerraban las puertas de los negocios. El último toque alertaba a las mujeres: era el momento de encender la llama sagrada que debería presidir la casa durante toda la jornada. El hazán o ministro, como ya referí, era el responsable de la trompeta. Cuando el sol se ocultaba —más exactamente, cuando aparecía la primera estrella en el firmamento— tenía la obligación de abrir las puertas de la sinagoga y hacer sonar la trompeta. A veces subían a las azoteas y repetían los toques hasta seis veces. Ése era uno de los sonidos más esperados por los trabajadores.

A partir de ahí, la gente se aseaba, vestía ropas limpias y se disponía para acudir al primer servicio religioso, la «acogida o bienvenida al shabbat», la «novia» de Israel.

La Señora no tardó en irrumpir en la sala. Portaba una llamita amarilla, tímida y oscilante en la mano izquierda. Era la lámpara del shabbat. Y María, levantando el candil, proclamó:

—El sábado comienza a brillar… Bendito sea el Eterno, rey del mundo, que nos santificó con sus preceptos y nos ordenó encender la luz del sábado.

La noté feliz, muy distinta a la de las anteriores jornadas…

Había un porqué. El sábado no sólo era el día de descanso. También era el día «oficial» de la alegría. Así lo demandaba Yavé. Nadie debía entristecerse. Estar alegre era una obligación señalada en la Torá. En eso los envidié. Nunca supe ser feliz «por decreto»…

El shabbat, además, era la jornada en la que los rigoristas aconsejaban hacer el amor[143]. Como es fácil imaginar, sólo los ortodoxos (no todos) se ajustaban a esta normativa, supuestamente dictada por el Dios del Sinaí.

El shabbat, en definitiva, era la «festividad de las festividades», en la que se conmemoraba una serie de «sucesos», a cuál más improbable, pero que a los judíos los llenaba de orgullo y satisfacción. Por ejemplo: «En sábado fue perdonado Adán». Y en sábado fue formulada la primera canción humana, obra del referido Adán cuando supo que el Eterno lo había perdonado (!). Otros afirmaban que ese primer hombre fue creado en sábado, justamente a la puesta de sol del viernes. El shabbat, en definitiva, fue el final de la creación (la mujer era notablemente inferior al hombre —aseguraban—, porque, entre otras cosas, «fue creada en domingo»). También celebraban lo que llamaban la «correlación de Moisés», el hombre que materializó los deseos de Dios, según decían[144].

Detrás entraron Esta, sin los hijos, y Ruth…

Ella, con el cabello recogido, los ojos levemente sombreados y la túnica azul que tanto me gustaba…

Sobre su pecho colgaba un amphoriskos, una minúscula esfera de alabastro en la que las mujeres acostumbraban a guardar perfume. El cuello largo y fino permitía verter la esencia gota a gota. Estaba realmente bella…

En cuestión de minutos, todo quedó listo para la celebración de la cena del shabbat. Ni Eliseo ni yo tuvimos que hacer nada. No lo permitieron.

Tras el obligado lavado de manos, Santiago, como cabeza de familia, nos invitó a tomar asiento sobre las esteras, en el nivel inferior. Como ya informé en su momento, hacía años que Jesús había traspasado el cargo y las responsabilidades como jefe de la familia a su hermano Santiago, el mayor de los varones después del Maestro.

Y así lo hicimos, siguiendo las indicaciones del anfitrión.

El Galileo fue el primero en sentarse, «a las doce», digamos, de mi posición[145]. Formamos un círculo. De acuerdo con el sentido de las agujas del reloj, Santiago se sentó a la izquierda de su Hermano. Eliseo ocupó el siguiente lugar y yo me senté a continuación, frente a Jesús. Las mujeres siguieron trasteando, subiendo y bajando de uno a otro nivel. Esta depositó una bandeja de madera sobre las esteras, en el centro del todavía incompleto círculo. Contenía dos panes de trigo o jalot y ocho copas de barro, una de ellas más alta y ancha. Acto seguido, la embarazada se acomodó en silencio entre su esposo y el ingeniero.

Santiago reclamó a la madre y a Ruth. Ambas acudieron al punto. La Señora se hizo con la lucerna con la que había entrado en la sala y la dejó cuidadosamente entre las copas. Se lo agradecí. Ahora la visión era más cómoda…

Supongo que fue casualidad. ¿O no? Pero ¿desde cuándo creo yo en la casualidad? No, no fue casualidad…

Ella se sentó a mi izquierda. Mejor dicho, se arrodilló. Y aquel incontrolable «fuego» ascendió por mi vientre. No me atreví a mirarla. El perfume a jazmín me hizo volar…

La Señora cerró el círculo, arrodillándose también a la izquierda de Ruth, la «pequeña ardilla».

Y Santiago procedió con las bendiciones. Primero a los hombres: «Dios te haga como a Efraím y Menashé…», y después a las mujeres.

Me sentí turbado. No sabía dónde fijar la mirada. Mi corazón se aceleró. E imaginé que todos empezaban a preguntarse el porqué de aquella inquietud. Un enamorado supone cosas extrañas, verdaderamente.

Después, la familia entonó el Shálom alejem

Jesús cantó con fuerza. Parecía más tranquilo y alegre que en la sinagoga.

Ni Eliseo ni yo abrimos la boca.

—¡La paz sea con vosotros, mensajeros de la paz, ángeles de la guarda…, heraldos celestiales…!

Al pronunciar la palabra «heraldos», el Maestro nos buscó con la mirada y sonrió durante unos segundos. Nadie se percató del fugaz pero entrañable «guiño». Mensaje recibido.

Y Santiago dio paso al Kidush, la plegaria que recitaba el cabeza de familia al tiempo que imponía las manos sobre el vino y los panes, declarándolos sagrados[146]:

—Y fue la tarde y fue la mañana… El sexto día se concluyó la creación del cielo, de la tierra y de todo lo que está en ellos. El Santo había concluido su obra en el día séptimo…

Terminada la recitación del Kidush[147], Santiago, en mitad de un solemne silencio, tomó la copa más voluminosa y se la ofreció a mi compañero. Eliseo, agradecido, bebió y, sin saber qué hacer, consultó al jefe de la familia. La lógica ignorancia del ingeniero provocó algunas risas. Santiago, fiel a las reglas de la hospitalidad, me señaló, indicándole que me pasara la copa.

Bebí. Era un vino negro y dulce, muy agradable.

Entonces sucedió algo que no he sabido explicar. ¿O sí?

En lugar de entregar la copa a Santiago, para que siguieran bebiendo los hombres, tal y como establecía la costumbre, se la ofrecí a Ruth. La mujer dudó. Interrogó a su hermano con la mirada y éste, sonriendo, aprobó la supuesta incorrección con un ligero y afirmativo movimiento de cabeza.

Y ocurrió. Al entregarle la copa, sus dedos rozaron los míos. Fue nada y todo. Y al momento nos miramos de nuevo. Fue todo y nada.

Retiré las manos y me quedé con aquel «todo», para siempre…

Los ojos del Maestro, pendientes, brillaban con una luz especial. Y la mujer, encendida como una amapola, se apresuró a pasar la copa a su hermano. No bebió.

Y las risas estallaron, aliviando mi «despiste»; mejor dicho, mi supuesto despiste. Sólo la Señora permaneció callada. Tenía el rostro grave, como si hubiera descubierto mi «secreto». Ahora lo sé: ella lo supo desde esa misma noche…

Santiago tenía razón: la bamia cocinada por Esta era excelente. Nunca había probado aquella hortaliza de la baja Galilea. La embarazada la condimentó con sal y pimienta, ordenándola en el plato en forma de estrella. La sirvió fría. Todos disfrutamos con la salsa, untando el pan de pitah hasta agotarla.

Jesús, como digo, parecía de buen humor. Y parte de la cena transcurrió entre bromas, comentando las peripecias de los novatos en el astillero, en especial las del «¡Eh, pequeño!».

El segundo plato trajo consigo un cambio que me hizo pensar…

Las mujeres abandonaron el círculo y empezaron a servir el sini'ye, una carne de cordero, molida, cubierta con piñones y queso fundido. La receta era de la Señora: carne, cebollas, ajos, sal, aceite de oliva, un chorro de vino, pimienta y el «secreto» de la casa: dos pellizcos de canela. Una vez preparada, se dividía la mezcla y se servía en cuatro porciones por plato. Ni uno más ni uno menos. Ésa era la costumbre. El «cuatro» representaba las cuatro décadas en el desierto. Cuando el queso empezaba a burbujear, era el momento de llevarla a la mesa. En este caso, a las esteras.

El sini'ye, igualmente delicioso, fue situado frente a estos hambrientos exploradores. Pero la Señora ocupó el lugar de Ruth, desplazando a la pelirroja junto al Maestro. Todo fue tan rápido y ocurrió con tal naturalidad que nadie, o casi nadie, se percató del cambio. Yo sí, naturalmente. Y deduje que algo así tuvo que ser hablado previamente, mientras cocinaban la carne en el nivel superior.

Me sentí dolido.

Santiago sirvió el vino y, al escanciar el recio licor en mi copa, preguntó sobre lo que había contemplado en la sinagoga. Sinceramente, no respondí. Me hallaba absorto en lo que acababa de suceder. Mis ojos buscaron los de Ruth, pero la mujer, plenamente consciente de lo ocurrido, no alzó la vista. Estaba pálida.

Mi dolor se multiplicó.

Fue Eliseo quien acudió en mi ayuda, replicando con toda su buena voluntad y su proverbial falta de tacto:

—No me gusta vuestro Dios…

La referencia al pasaje de Jeremías, leído por Jolí, el archisinagogo, no podía ser más sincera…, e inoportuna. Santiago, perplejo, permaneció con la jarra en alto, sin saber qué decir. Fue la Señora, atenta, quien solicitó una explicación. Y Eliseo, que nunca se atrancaba, se la dio. Por supuesto que se la dio…

—«Y arrojaré a unos contra los otros —repitió las palabras del sacerdote—, y no tendré piedad ni compasión para destruirlos». ¿Qué clase de Dios es ése, que lanza a padres contra hijos?

—El Santo es la Chejina de nuestros mayores. Grande, sí. Poderoso, sí. Terrible, sí, como dice la Šemoneh

La Señora, al hablar de Chejina, se refería a Dios, pero, como todos los judíos, evitaba el nombre de Yavé. Chejina significaba «Presencia» o algo similar. Era uno de los habituales circunloquios. También se referían a Él como la «Gloria», la «Potencia», el «Santo», el «Eterno», la «Majestad», el «Altísimo», el «Lugar», el «Todopoderoso», el «Nombre», el «Santo Único» o la «Morada», entre otros nombres.

—Ni siquiera pronunciáis su nombre…

La Señora, desconcertada ante el sutil (?) ataque de aquel invitado, reaccionó con firmeza.

—¿Qué sabes tú de nuestras leyes y tradiciones? Decir el Nombre es morir…

Ésa era la Ley. El nombre de Yavé («YHWH», puesto que no utilizaban vocales) sólo lo pronunciaba el sumo sacerdote en el Día del Perdón, como ya mencioné. Si alguien se atrevía a decirlo en voz alta, ante testigos, «era pasible de muerte», como reza el tratado Pesikta. Nadie, en su sano juicio, hubiera hecho algo semejante.

—Terrible —reaccionó el ingeniero con ironía—, en eso tienes razón… ¿Qué Dios hace lapidar a un hombre por recoger leña en sábado?

La Šemoneh o «plegaria» recitada en la sinagoga decía, efectivamente, que «Dios era grande, poderoso y terrible». Y Eliseo utilizó el último de los adjetivos, apoyándose, para su certera argumentación, en el libro de Números[148]. Yavé, según la Biblia, ordenó el apedreamiento de un hombre porque recogía leña en shabbat.

—¡Terrible…!

María no supo qué responder. Aquel pasaje, como otros igualmente injustos o sangrientos del Antiguo Testamento, era una incógnita para los judíos. Sobre todo para la gente sencilla. Personalmente, creo que estas acciones de Yavé fueron las que desencadenaron el terror. De ahí, probablemente, nació el temor a pronunciar el nombre del sanguinario dios (lo he escrito con minúsculas con toda intención. Quizá, algún día, me atreva a vaciar mi corazón). Lo cierto es que la nación judía, más que amar a Yavé, lo temía. Era el Dios del pánico y de las prohibiciones. Los rabinos y los sabios trataban de justificar este terror, argumentando —por los pelos— que «temor era sinónimo de justicia». Así, a los paganos que simpatizaban con la Torá los llamaban «temerosos de Dios», y el Salmo 112 cantaba: «¡Dichoso el hombre que teme a Yavé…!». El profeta Isaías echó más leña al fuego, proclamando que «su profunda alegría era el temor a Yavé».

—¿Y qué entiendes tú por Dios? —terció Santiago con evidente curiosidad.

Ambos, Eliseo y yo, desembocamos en los ojos del Maestro. Jesús asistía a la pugna dialéctica con absoluta tranquilidad. Se sirvió una segunda ración de carne y esperó la respuesta de mi hermano. Una cierta satisfacción se agazapaba en aquellos ojos color miel. Mensaje recibido…

—Estamos aprendiendo —intervine, en un intento de calmar el oleaje provocado por Eliseo—. Todavía no sabemos qué es Dios…

—Yo sí lo sé —cortó mi compañero, que no aceptaba componendas—. Mejor dicho, sé lo que no es…

Todos aguardaron impacientes. Yo me eché a temblar. ¿Qué se proponía?

—Sé que el Padre no es un ser destructor y terrible. El Padre no enviará nunca a un «rompedor de dientes»…

La alusión al Mesías no gustó a la Señora, y tampoco a Santiago.

—Está escrito —sentenció María—: «Yo os destino a la espada y todos vosotros caeréis degollados».

—Él no es así —lamentó Eliseo, ignorando el pasaje de Isaías.

Por un momento dudé. ¿Se refería al Padre o a Jesús?

—¿Y cómo es? —preguntó Ruth, que parecía recuperar el ánimo.

El ingeniero la contempló en silencio. Sonrió comprensivo y, eligiendo las palabras, como si deseara no lastimarla, comentó:

—Como el padre que nunca has conocido, pero que tú sabes que te ama…

Ruth era hija postuma. Cuando nació, José, su padre, hacía siete meses que había fallecido. Ella lo entendió perfectamente.

Y el ingeniero, sin dejar de mirarla, prosiguió:

—Así es el Dios en el que nosotros… —rectificó—, en el que yo creo…

¿Por qué hablaba así? Yo también creía en ese Dios-Padre. En esos momentos no comprendí la dura e injusta actitud de mi compañero. Ahora lo entiendo…

—¿Y cómo sé que me ama si nunca lo he conocido?

Silencio.

Las miradas se volvieron hacia la Señora. Y María dio la razón a Eliseo.

—Tu padre amaba a sus hijos, a todos —insistió sin posibilidad o sombra de duda—, aunque no hubieran nacido. Y sigue amándote, allá donde esté. Para saber esto no necesitas pruebas, sólo un corazón…

Sin proponérselo, la Señora ratificó y redondeó la idea sobre Dios sugerida por el ingeniero.

Jesús, feliz, dejó que la conversación siguiera su curso.

—Te hablo —añadió Eliseo con renovados bríos— de un Dios al que sólo hay que sentir, nunca temer.

—Pero no comprendo —interrumpió la bella pelirroja—. La tradición dice que el Santo, bendito sea su nombre, es sangre, fuego, cólera, justicia y espada. Tú hablas de amor…

Esperé que sus ojos verdes me buscaran. No fue así.

—Somos los hombres los que hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza. No al revés…

Aquellas palabras de Eliseo fueron pronunciadas por el Maestro en las nieves del Hermón.

Jesús, al escucharlas, sonrió levemente, con dulzura.

—Dios, querida Ruth —prosiguió mi compañero tomando una de las copas entre las manos—, no es como dicen o como deseamos. Dios no es ira o venganza. Ni siquiera es poder…

Y Eliseo situó la copa en el centro del círculo que formaban los atentos oyentes.

—¿Qué ves en el interior?

Todos, instintivamente, nos inclinamos.

—Vino —confirmó Ruth, intrigada—, ¿qué otra cosa debo ver?

—Exacto. Pero, mientras observas el vino, ¿puedes ver lo que hay a tu espalda?

—No, claro que no…

—Pues bien, Dios sí puede.

Jesús asintió con la cabeza.

—No entiendo —intervino Santiago, sin disimular su confusión—, ¿qué quieres decir?

—Que ése es el problema: no podemos comprender a Dios… Nuestra mente es como el vino que contiene esta copa. Dios sería la ciudad de Nahum. ¿Crees que podrías introducir el pueblo entero en esta pequeña copa?

Los ojos de Ruth brillaron. Y durante un tiempo se posaron en los del ingeniero.

—Mucho más que Nahum…

El Maestro, al fin, intervino en la conversación. Y precisó, rotundo:

—El Padre es mucho más que Nahum…

—¿Dios no es poder? —cortó la Señora, que no había olvidado las afirmaciones de Eliseo—. ¡Eso es blasfemia!

Fue mi hermano quien replicó con idéntica firmeza.

—Me he explicado mal. El Padre sí es poder, pero no lo utiliza. No lo necesita. Él es amor. Y tú, como mujer, sabes muy bien que el amor no precisa de la palanca del poder o de la fuerza…

Eliseo dejó que rodaran los pensamientos. Después, con entusiasmo, clavando los ojos en Jesús, matizó:

—Una caricia tiene más eficacia que un ejército. Puede mover la voluntad…

El Maestro hizo un guiño a mi hermano.

—¿Eso es Dios? ¿Ése es tu Dios? —preguntó la Señora, claramente a la defensiva—. ¿Tu Dios es como una mujer?

Eliseo no respondió de inmediato. Comprendió que María no podía asimilar sus palabras. ¿Cómo explicarle que sí, que Dios, probablemente, tiene más de mujer que de hombre? Y optó por lo sensato. Se limitó a reafirmarse en lo ya dicho.

—Mi Dios, nuestro Dios, es un Padre, incapaz de la cólera, de la venganza o de la injusta muerte de un hombre que recogía leña en sábado…

—El Eterno, bendito sea su nombre, nos ha elegido entre todas las naciones de la Tierra. Somos sus hijos. Él es nuestro Padre, pero nos conduce con vara firme…

Era inútil. La Señora, como el resto de la comunidad judía de aquel tiempo, aceptaba el concepto de Padre, pero en un sentido puramente colectivo. Los profetas se habían encargado de insistir en ello. «Tu prole heredará naciones», gritaba Isaías. También el Libro de la Sabiduría «se vanagloria de tener a Dios por padre». El problema es que ese «Ab-bā» o Padre que defendía el Maestro nada tenía que ver con el «ojo que ve, el oído que escucha y el libro en el que son registradas todas las obras del hombre», según afirmaba el rabí Yehudá, uno de los compiladores de la Misná. Para los israelitas, Ab-bā era juez y fiscal. Ésta sería una de las grandes y revolucionarias innovaciones de Jesús: un Dios, más que Padre, «papá»…

—Te equivocas, mamá María…

Jesús tomó la palabra. El tono fue inflexible.

—… El Padre jamás —e insistió en el término—, jamás, ha utilizado una vara… El Padre no es el ser enfurecido del que tú hablas.

Y deletreó «enfurecido» (za'ep) para que no quedara duda.

La Señora se encrespó.

—¡Ya empezamos con tus locuras!… ¡Quiera el Santo que no te oigan esos fanáticos de Jerusalén!

Quien no pareció escuchar fue el Maestro.

—… Si el Padre condujera a sus hijos con una vara, sería un dios menor… Sería Yavé.

—Entonces, según tú, ¿cómo nos guía?

El Galileo extendió el brazo izquierdo, mostró la palma de la mano y sentenció:

—¡Pas! (literalmente, «palma de la mano»).

—¿Estamos en la palma de su mano? —terció Ruth con una sonrisa.

—En todo momento. En la oscuridad y en la alegría. En el error y en el acierto. En el amor y en el desamor. Al principio y al final…

—Eso es imposible —lo interrumpió su hermano—. Los malvados no tienen sitio en la mano del Santo, bendito sea su nombre…

Jesús se limitó a esbozar una enigmática sonrisa. Y Ruth presionó.

—¿Qué ocurre con los malvados y los impíos?

Era la misma cuestión que le había planteado en el kan de Assi. Y el Maestro respondió en términos parecidos:

—¡Raz!… ¡Misterio!… ¡Todo a su debido tiempo!

Así finalizaron la conversación y la cena del shabbat en la «casa de las flores».

Y la realidad siguió imponiéndose…

El distanciamiento ideológico entre el Maestro y los suyos, en especial con la Señora, iba en aumento. Ellos creían firmemente en un mesías político y libertador social y religioso del pueblo de Israel. Un enviado —«rompedor de dientes»— que inauguraría el «reino de Dios»: la hegemonía de la nación judía sobre el resto del mundo. Y todos quedarían rendidos ante la espada y la gloria del vastago de David. Él, sin embargo, hablaba de otra clase de «enviado». Él hablaría —llegada su hora— de un Dios «papá»…

Pero lo peor estaba por llegar. Nunca imaginé que aquella diferencia en las ideas podría alcanzar extremos tan dolorosos. Yo mismo fui testigo.

Y regresamos a la ínsula con nuevas dudas. ¿Por qué Jesús comparó a Yavé con un «dios menor»? ¿Quién era realmente el Dios (?) del Sinaí? Tenía que hablar a solas con el Maestro y preguntarle sin rodeos.

También el asunto de los malvados y de la maldad químicamente pura me intrigaba. En el kan del lago Hule no quedó claro, y tampoco ahora, cuando Ruth planteó el oscuro asunto. ¿Por qué Jesús justificaba el mal? ¿O no era así? Quizá no había sabido interpretar sus palabras adecuadamente.

En cuanto a la bella Ruth, ¿qué podía pensar? El acertado discurso de Eliseo parecía haberla deslumbrado. Sólo tenía ojos para él. ¿Qué debía hacer?

La Señora, además, no demostró excesiva satisfacción al observar que mis dedos rozaban los de su hija…

Todo se presentaba en mi contra. Pero ¿qué estaba pensando? Aquello era absurdo. Era un sueño. Tarde o temprano, despertaría.

Y ya lo creo que desperté…

Pero la realidad nos aguardaba en el largo pasillo del tercer piso.

Los lamentos aparecieron nuevamente. Mejor dicho, ya estaban allí cuando entramos en la habitación 39. Eran idénticos, continuados, apenas interrumpidos.

Eliseo, furioso, se dejó caer en la litera. Yo recurrí al dudoso remedio de la ventana.

Una hora después, con los nervios en tensión, opté por despejar el misterio. Cogí una de las lucernas e informé a mi compañero. Tenía que averiguar qué demonios sucedía.

El ingeniero se mostró conforme. Se hizo con otra lámpara de aceite y abandonamos el lugar.

El corredor, en tinieblas, se hallaba lógicamente desierto. Quizá fuera la segunda vigilia, la del gallo (alrededor de las dos de la madrugada). Todo el mundo dormía, a excepción de los responsables de aquellos insufribles gemidos.

Recorrimos parte del pasillo, atentos a las numerosas puertas. La última era la 48.

Eliseo señaló una de las viviendas. Pegué el oído a la madera y, en efecto, comprobé que los lloriqueos —casi cánticos— procedían del interior.

Alcé la lucerna y repasé la puerta. Se hallaba tan podrida y desvencijada como las restantes. Empujé suavemente y comprobé que estaba cerrada.

¿Qué hacíamos? ¿Llamábamos?

Mi compañero buscó una de las rendijas e intentó mirar.

—Parece fuego…

Lo aparté, alarmado, y repetí la operación. Así era. En el interior se percibían reflejos. Podían ser llamas…

No lo dudé. Golpeé la puerta con fuerza. Dos veces. Tres…

Primero fue el silencio. Los llantos cesaron.

Eliseo y yo nos miramos.

Repetí los golpes y, al instante, los lamentos arreciaron. Eran dos, quizá tres personas…

Volví a mirar, pero sólo vi la luz rojiza y algunas sombras que se desplazaban, rápidas.

Si estábamos ante un incendio, teníamos que actuar con rapidez. ¿Actuar? Según la operación «Caballo de Troya», eso estaba rigurosa y terminantemente prohibido…

¡A la mierda la operación!

Golpeé la 44 por tercera vez. Inútil. Los lamentos se convirtieron en gritos. Eran gritos de terror.

Me eché atrás y advertí a Eliseo. Derribaría la puerta. Con una patada, saltaría por los aires.

Pero, cuando me disponía a golpear la madera, el ingeniero me detuvo.

—¡La vara!… ¡Un momento!

Y corrió hacia nuestra habitación. Habíamos olvidado la «vara de Moisés»…

Tenía razón. No sabíamos qué podíamos encontrar al otro lado.

Los gritos, ahora chillidos, me helaron el corazón. ¿Qué pasaba en aquel lugar?

Algunos vecinos, alertados por el griterío y los golpes en la puerta, se asomaron al corredor.

Preguntaron, pero no supe qué decirles.

Eliseo retornó veloz y me entregó el cayado.

No aguardé ni un segundo. La puerta voló con un solo golpe. Y los vecinos, aterrorizados, huyeron hacia sus viviendas.

Estábamos ante una sola estancia, como las nuestras. En el centro del pavimento, en el orificio practicado como hogar, se elevaban algunas llamas.

Los chillidos cesaron.

Avanzamos unos pasos e intenté acostumbrarme a la penumbra. Allí, a primera vista, no había nadie. ¡No era posible!

De pronto oímos un gemido.

Eliseo indicó uno de los rincones. Acerqué la lámpara y advertí un bulto.

¡Dios! ¡Eran niños!

Me relajé. Nos aproximamos y los iluminamos. Eran tres, de unos cinco o seis años. Temblaban. Nos miraban con terror, abrazados. Vestían túnicas negras hasta los tobillos.

Paseé la lucerna frente a los rostros e intenté averiguar qué sucedía. No respondieron a mis preguntas. No sé si comprendieron. Eran idénticos y extraños. Tenían algo especial. Los cabellos, hasta los hombros, eran blancos, con tintes rojizos. También la piel era muy blanca, como la leche. En cuanto a los ojos, rasgados, presentaban los iris amarillos. Parecían trillizos, posiblemente de origen asiático. Vestían pulcramente, con los rostros y las manos igualmente limpios, y los cabellos dóciles y sedosos. Evidentemente, no estaban abandonados. Pero ¿por qué chillaban? ¿Qué hacían solos, en mitad de la noche y tan cerca del fuego? ¿Dónde estaban sus padres?

No tuvimos posibilidad de aclarar el enigma. Súbitamente, uno de ellos golpeó la lámpara de aceite que sostenía en la mano izquierda y la lucerna rodó por el suelo. Visto y no visto. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los tres escaparon veloces, sorteándome y esquivando al ingeniero. Desaparecieron en la oscuridad del corredor.

Y allí quedamos los dos, atónitos, con los ojos fijos en las cimbreantes llamas. No entendía nada de nada…

Los vecinos, algo más calmados, levantaron los restos de la puerta y nos observaron con curiosidad y recelo. No era para menos…

Al salir me atreví a preguntar. Sólo obtuve una respuesta:

—Son los niños de la luna…