18 DE OCTUBRE, JUEVES
El sol se presentó a las 5 horas, 38 minutos y 55 segundos.
La estación meteorológica de la «cuna» avisó. Los barómetros registradores y de mercurio descendieron sensiblemente, apuntando hacia los 995 milibares. El «ceilómetro» y los sferic confirmaron el posible cambio atmosférico. Un frente nuboso de cien kilómetros se aproximaba por el noroeste. Velocidad: quince nudos. Base de los cumulonimbos: 34 (3400 metros). A partir del mediodía, el acostumbrado maarabit (viento del oeste) aceleraría la marcha de los «cb». La lluvia podía presentarse en la zona en cuestión de horas. Teníamos que actuar con presteza. Convenía llegar a Nahum lo antes posible.
Y así lo hicimos.
Más o menos hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), Eliseo y quien esto escribe nos aproximamos a la «ciudad de Jesús».
Percibí cómo mi corazón se aceleraba. De nuevo junto al Maestro…
El lago vestía ahora de otro color. La superficie, azul y plateada, había mudado al blanco y al rojo púrpura, casi violeta. La explicación se hallaba en miles de aves acuáticas, recién llegadas del norte, en especial de los pantanos del Hule. Descansaban y se alimentaban en el mar de Tiberíades, y reemprendían el vuelo hacia las soleadas tierras del África tropical a finales de octubre. La garza púrpura y el pelícano eran las familias dominantes. Estos últimos, sobre todo, constituían un problema para los esforzados pescadores del yam. Aunque la estancia no era muy larga, aquellas masas blancas, que formaban «islas» en el centro del lago, se convertían en un serio obstáculo para la navegación en general y para las faenas de pesca en particular. Los galileos trataban de espantarlos, utilizando toda clase de recursos, incluyendo el fuego y los venenos. Pero los pelícanos, enormes y alborotadores, se limitaban a cambiar de emplazamiento. Esta incómoda situación era soportada dos veces al año: entre marzo y abril, cuando se dirigían hacia el norte, y ahora, en los meses de septiembre y octubre, en su habitual emigración hacia el sur. A estas aves había que sumar otras colonias de patos multicolores e igualmente escandalosos, así como varias especies de somormujos, todos excelentes pescadores. El encopetado, por el ostentoso flequillo que luce sobre la cabeza, era el más abundante y activo. Se sumergía sin cesar en las aguas y capturaba toda clase de peces. Su codicia era tal que, en ocasiones, terminaba enredado en las redes, con el consiguiente enojo de los propietarios de las artes. Al final del verano se incorporaban también las inevitables carroñeras, las gaviotas procedentes de lo que hoy conocemos como Europa. Llegamos a estimar la población invernal en más de diez mil ejemplares. Eliseo las clasificó en cuatro especies: plateada (la más grande), negra, pequeña y, sobre todo, la de los lagos, que constituía el ochenta por ciento. Las aves ayudaban a los pescadores, señalando la posición de los bancos de tilapias. En abril desaparecían y regresaban al Mediterráneo.
Fue otro impulso…
Al cruzar frente a la taberna de Nabú, el sirio, me detuve. Si deseábamos empezar con buen pie aquella nueva etapa en Nahum, ¿por qué no aclarar la situación desde el primer momento?
El ingeniero se mostró conforme. Y entramos decididos.
Mi intención era simple: encararme con el violento individuo y explicarle que no éramos ladrones. La bolsa de hule que arrebatamos al kuteo, el falso tuerto de la barba teñida de rojo, era de nuestra propiedad.
El local se hallaba vacío. Nabú, de espaldas, trasteaba al otro lado del mostrador. Nos aproximamos en silencio.
Prudentemente, situé la mano derecha en lo alto del cayado. Al menor síntoma de violencia, activaría los ultrasonidos.
No fue necesario.
Al girar y descubrirnos, el sirio palideció. Supongo que era lo último que esperaba encontrar en aquella mañana.
Se secó las manos en el mugriento mandil y nos repasó de arriba abajo. No le di opción. Intervine y, con voz firme, le expuse lo que no tuvimos ocasión de aclarar en la pasada oportunidad, cuando nos atacó con el machete.
Escuchó, perplejo. Y el argumento principal —el ladrón era el samaritano— debió de moverlo a la reflexión. El kuteo, bien lo sabía Nabú, era un truhán y un vividor. Además, ¿qué ladrón se presenta en el lugar del robo para despejar las dudas sobre su honorabilidad si verdaderamente es culpable?
El sirio, inteligente, se apeó de toda rencilla y se mostró conforme. Olvidaríamos el asunto, siempre y cuando siguiéramos frecuentando su «honrado negocio».
Lo prometimos, aunque, a decir verdad, no teníamos la menor intención de regresar por aquel antro. La mirada, aviesa, y la sonrisa, forzada, no me gustaron. Deberíamos permanecer atentos…
Y antes de que tuviera tiempo de plantar sobre la negra madera del mostrador un par de jarras con la «especialidad» de la casa —la schechar o cerveza de mijo (y orina)—, dimos media vuelta y desaparecimos en el trajín del cardo maximus, la calle principal de Nahum.
El siguiente objetivo fue menos laborioso de lo que suponíamos.
Los comerciantes nos orientaron. Allí mismo, algo más abajo, en dirección al muelle, alquilaban habitaciones.
El edificio, todavía en construcción, se levantaba a escasa distancia de la «casa de las flores», la vivienda propiedad del Maestro. Para ser exactos, a cosa de cincuenta metros, en la mano opuesta. La coincidencia nos animó. La proximidad podía ser importante.
Se trataba de una ínsula, un bloque de casas populares de tres plantas. La moda de las insulae o «islas», como ya mencioné en su momento, había llegado también de la vieja Roma. La falta de espacio había obligado a los constructores a edificar «hacia lo alto», descubriendo así un saneado negocio. Y en todo el imperio fueron surgiendo este tipo de «colmenas», habitadas, en su mayoría, por las familias menos pudientes.
En este caso, como digo, el bloque de «apartamentos» disponía de tres alturas. La última se hallaba todavía a medio terminar. Las paredes consistían en un armazón de madera que se iba rellenando con piedras y argamasa. Era otra de las excepciones en la negra Nahum, donde las casas disponían de una sola planta, levantadas casi siempre con piedra basáltica. Un precario andamiaje, trenzado con tablas y pértigas, ocultaba parte de la fachada. En los bajos se abrían pequeñas tiendas, similares a las tabernae que había contemplado en Cesarea. Eran los habitáculos más caros. Algunos llegaban a costar doscientos denarios al año. Allí se instalaban comerciantes, banqueros, cambistas, vendedores de plantas medicinales, fabricantes de muebles, panaderos y exportadores e importadores en general. En ocasiones, los ingeniosos vendedores formaban «empresas o cooperativas», y ofrecían al público los más variados productos (algo similar a lo que hoy entendemos por «supermercados»). En la parte superior de estas tabernae, en estrechos y sofocantes desvanes de madera, vivían los familiares del comerciante en cuestión.
Un judío viejo y encorvado dijo ser el responsable de la ínsula. Nos invitó a entrar y a inspeccionar las habitaciones disponibles. Una escalera interior conducía a los pisos superiores.
El «portero» rebuscó entre las largas y pesadas llaves de hierro que colgaban del cinto y, lamentándose por el peso del manojo, abrió una de las puertas de la primera planta. La habitación, según el anciano, era un «lujo». Podía sumar veinte metros cuadrados. Un catre de tijera era todo el mobiliario. Eliseo y yo nos miramos. Si no había más remedio…
El hombre desatrancó un doble ventanal de madera y mostró el exterior. La luz terminó de revelar el único «lujo» de la estancia: unas paredes cubiertas con estuco y decoradas con pinturas casi infantiles. En cada uno de los muros laterales habían sido pintadas —con más voluntad que acierto— dos ventanas, con toda suerte de columnas y perifollos, que pretendían «ensanchar» la habitación.
Me asomé y comprobé que la visión del Ravid era nula. No interesaba. Uno de los propósitos del arrendamiento era disponer de un lugar desde el que pudiéramos vigilar el «portaaviones» con un mínimo de comodidad. Si se registraba una nueva avería en la «cuna», el ordenador central avisaría, proyectando un haz de luz hacia lo alto («ojo del cíclope»).
Seguimos mirando. Los obreros que trabajaban en la parte superior se cruzaban en la estrecha escalera, acarreando agua, maderos y herramientas. La casi totalidad de las puertas del segundo piso aparecía abierta. Algunos niños, curiosos, se asomaban al largo pasillo. Detrás se oían las voces de las matronas, atareadas en sus faenas. De muchas de las estancias, amén de gritos y canturreos, escapaba un repertorio de olores, típicos de las insulae, que delataban el «menú» de cada familia.
Tampoco nos interesó. La visibilidad no era buena. Y el «portero», refunfuñando, nos condujo al último piso. Desde aquella planta sí se divisaba el Ravid. Era la más barata. En las insulae, el precio de las habitaciones disminuía con la altura.
Elegimos tres. Dos se hallaban orientadas al oeste, hacia el «portaaviones». La tercera hacía esquina, y proporcionaba un inmejorable panorama sobre el yam y, lo que era más importante, sobre las azoteas y parte del patio a cielo abierto de la casa del Galileo. Desde aquella tercera estancia podíamos vigilar los movimientos de la familia.
El lugar —mejor dicho, la ubicación— me pareció excelente. Había otras insulae. Era cuestión de seguir buscando. Sin embargo, después de meditarlo, nos decidimos por la «isla» del taqa. Así llamaban al «portero», porque todo lo pactaba con un apretón de manos. Taqa, además, era dueño de buena parte del inmueble y de algunas de las tiendas de la planta baja. Como tendríamos ocasión de comprobar en días sucesivos, las otras insulae de Nahum eran muy parecidas. A saber: comodidad, lo mínimo. No importaba. Estábamos acostumbrados. Lo importante era Él. Lo vital era permanecer lo más cerca posible y durante un máximo de tiempo. Ése era nuestro trabajo.
Y la intuición me salió al encuentro. Podríamos habernos contentado con una o dos estancias. Seleccioné tres. En principio, como digo, por la estratégica situación de las mismas. Después, poco después, el Destino volvería a las andadas. Y se produciría otra sorpresa… Taqa regateó, lloriqueó, maldijo su fortuna y, finalmente, cerró el trato. Doce denarios al mes. Consideramos que era un buen precio.
Las habitaciones elegidas, contiguas, fueron la 39, 40 y 41. Como las cuarenta y ocho que formaban la comunidad, presentaban el correspondiente número, pintado toscamente sobre las endebles maderas de las puertas. No había reglas, contratos ni normativas. Las únicas leyes respetadas eran las del dinero y las del miedo. Cuanto más abajo en la ínsula, más respetado. Los inquilinos de la primera planta abonaban alrededor de veinte denarios por una habitación sencilla. El alquiler de una tienda o «taberna», como dije, podía alcanzar los doscientos denarios de plata, dependiendo de la superficie y de los artículos vendidos. No era lo mismo un negocio de amuletos contra el mal de ojo que una panadería. Cuanto más exótica fuera la mercancía, más alto el arrendamiento. El «portero» nos proporcionó las incómodas llaves y, tras quedarnos solos, procedimos a una nueva inspección.
La 39, tan pequeña como las restantes (apenas veinte metros cuadrados), disponía de una litera triple, pegada al muro de la izquierda. Este tipo de cama, «impuro»[116] para los ortodoxos o legalistas judíos, hacía furor también en el imperio. Los inventores, al parecer, fueron los bárbaros del norte. La cuestión es que, bajo cuerda, muchos judíos, más pendientes de la rentabilidad de sus negocios que de Dios, introducían estos armazones de dos y tres plazas, haciendo más atractivo el alquiler de las habitaciones. De no disponer de estos «revolucionarios catres», las familias se veían en la necesidad de descansar en el suelo. Los fondos o somieres eran igualmente de tablas. Tendríamos que adquirir algunos edredones.
Eso era todo. En el centro del piso había sido practicada una concavidad de unos cuarenta centímetros de diámetro y poco más de quince de profundidad que servía de «estufa» y hogar. El hueco se llenaba de madera o carbón. En invierno, cuando sólo quedaban las brasas, se tapaba con un recipiente o con una tabla, lo que mantenía la estancia relativamente caldeada. El sistema resultaba tan asfixiante como peligroso, y obligaba a mantener las ventanas abiertas. Un par de hornacinas en las paredes, con sendas lucernas o lámparas de aceite, completaban la «decoración». Si deseábamos asearnos, deberíamos acudir a las tabernae y comprar lo necesario. Ése fue el consejo de Taqa, que nos recomendó su propio negocio, como era de esperar…
La habitación 40 era prácticamente igual. La litera, de dos plazas, arruinada por la polilla, se hallaba en un dudoso estado.
En cuanto a la tercera, la 41, ligeramente más amplia, aparecía totalmente vacía. Si pretendíamos amueblarla, tendríamos que comprar o alquilar los enseres, pasando, claro está, por las garras del judío o de sus compinches. No teníamos alternativa. Así era el negocio de las insulae. Allí, como digo, todo se hallaba sujeto a la ley del denario. Si se precisaba agua, los aquarii o aguadores estaban a nuestras órdenes. Cada viaje (dos cántaras) suponía un as[117]. Si el «contrato» era por una jornada completa (tres viajes), el precio se mantenía en dos ases. Lo mismo sucedía con el lavado de ropa o el abastecimiento de comida. Si uno disponía del dinero necesario, no tenía problema. Cada gremio se disputaba a los clientes. En el cardo, la calle principal, unos y otros iban y venían, pregonando a voz en grito sus servicios y excelencias. Había, incluso, «expertos» en el transporte de excrementos. Por otro as subían a las viviendas, descargaban los recipientes destinados a dichas necesidades mayores y, provistos de un aro de madera o metal, transportaban las heces en grandes cubos. El aro en cuestión ayudaba a mantener alejados de las piernas los referidos y malolientes cubos. Para los pobres, estos lujos eran impensables. Cada familia se organizaba para disponer del agua necesaria, transportándola desde los pozos o fuentes más próximos. Las insulae tampoco disponían de retretes y, mucho menos, de agua corriente. Las necesidades fisiológicas se resolvían bien acudiendo al campo o a los «excusados de mano», como los llamaban en Nahum (cubos que podían ser transportados hasta el «barranco» o basurero del pueblo). Las aguas menores eran arrojadas por las ventanas, con el consiguiente riesgo para los transeúntes. Había una tercera alternativa, a la que me referiré en su momento: las letrinas públicas, insólitas «tertulias» en las que se reunía hasta una treintena de individuos…
Un largo y oscuro pasillo cruzaba el edificio de parte a parte en cada una de las plantas. A uno y otro lado se alineaban las puertas de las viviendas. En el tercer piso, quince habitaciones, con un total de diez familias. Parte del inmueble, como decía, se encontraba en obras.
Diez familias significaban otros tantos problemas…
Nos mentalizamos.
No sabíamos por cuánto tiempo permaneceríamos en aquel lóbrego edificio. Todo dependía del Maestro…
Y dimos la inversión por bien empleada. La visión del «portaaviones» era perfecta. Todas las noches, según lo previsto, antes de retirarnos a descansar, uno de los dos se ajustaría las lentes de visión nocturna e inspeccionaría lo alto del monte.
En principio seleccionamos la número 40. Era la habitación más limpia. Allí fijamos el «cuartel general».
Y el resto de la mañana lo dedicamos a las compras prioritarias: «excusados de mano», jofainas para la limpieza diaria, esponjas, etc. El portero se mostró feliz y encantado, y nos aconsejó dónde acudir y dónde no. Los comerciantes, a su vez, alertados por Taqa, fueron especialmente afables y serviciales. Y, como sucede también en nuestro tiempo, terminamos comprando lo que necesitábamos y lo que no necesitábamos. Las «almohadas» de madera, por ejemplo, con una pequeña depresión en el centro —«recién llegadas del Nilo»—, fueron un capricho de Eliseo. Yo, por mi parte, me empeñé en adquirir dos edredones rellenos de algodón (algo que tampoco era necesario en el suave clima del yam). Nos hicimos igualmente con sendos cinturones de cuero, provistos de bolsillos interiores, muy prácticos para guardar el dinero, y desechamos las tentadoras bolsas de hule que habíamos utilizado hasta ese momento.
Y hacia la hora nona (las tres de la tarde) me asomé de nuevo a una de las ventanas de la 41. En la «casa de las flores» no se registraba movimiento alguno. Nuestra visión, por supuesto, tampoco era completa. Me extrañó. Y mis ojos recorrieron los terrados y la parte del patio que se contemplaba desde la ínsula. ¿Buscaba al Maestro o a ella?
Ahuyenté aquel increíble sentimiento. Sólo contaba Él. Había llegado el momento de llamar a la puerta de la casa del Hijo del Hombre.
¿Se hallaría en Nahum? ¿Y si no fuera así?
Eliseo se asomó también y, tras unos instantes de observación, propuso algo que me pareció correcto: no deberíamos presentarnos con las manos vacías.
Dicho y hecho.
Taqa nos recomendó el mercado habitual, situado a espaldas de la ínsula, a dos calles del decumano. En realidad, en Nahum no había distancias. Recordé que era jueves y, por tanto, día de mercado semanal. En esas fechas, buhoneros, agricultores, «dentistas» y comerciantes de todos los pelajes y procedencias se reunían en la plaza de la fuente de los seis chorros y ofrecían sus variadas y más económicas mercancías[118]. El «portero» insistió. El mercado semanal era más barato, pero menos recomendable. Seguimos su consejo y nos encaminamos hacia el mercado propio del pueblo.
Evidentemente, «alguien» dirigió la recomendación de Taqa. De haber seguido mi impulso visitando el mercado situado en el extremo oeste del muelle, no habría sucedido lo que sucedió…
El mercado o plaza habitual de Nahum era un espacio abierto, rodeado, a su vez, por otras insulae y casas de una planta. Allí se alineaban cinco hileras de pequeños puestos de madera, provistos de otros tantos toldos de colores.
Lo primero que llamó nuestra atención fue el ruido. Todo el mundo hablaba a gritos. No importaba que estuvieran a un paso.
E iniciamos una lenta inspección del pintoresco lugar. Adquirimos un par de cestas y empezamos la selección de víveres. Mi hermano tenía razón: no era aconsejable abusar de la hospitalidad de la familia.
Dos de las filas de tiendas se hallaban destinadas a la comida kasher o pura (alimentos prescritos por Yavé). El resto de los tenderetes ofrecía comida pura o impura, indistintamente. En estos últimos, el cerdo era la pieza más abundante, así como el pescado sin escamas.
Continuamos examinando la mercancía. Había de todo: legumbres de Guinosar, frutas de la alta Galilea, corderos de la Judea, de Siria y del este de la Decápolis, especias y flores del valle del Jordán y un rico surtido de pescado fresco del yam, recién capturado.
Eliseo se detuvo en uno de los puestos de flores y, tras examinar el género, permaneció pensativo. ¿Qué pretendía?
Finalmente tomó un apretado ramillete de anémonas coronarias azules y blancas —los célebres lirios del campo cantados por Mateo, el evangelista— y abonó el importe. Ni siquiera me miró. Guardó las flores cuidadosamente y proseguimos entre los escandalosos vendedores. Todos nos reclamaban, mostrando las húmedas tilapias, las enormes cebollas de los huertos de Migdal y Gadara, o las ensangrentadas cabezas de los puercos cebados en las cercanas colinas de la orilla oriental del lago. Unos pisaban la palabra a los otros, pujando por reclamar nuestra atención. Y se mesaban cabellos y barbas cuando pasábamos de largo. Detrás quedaban los «precios más irrisorios», los productos «más sabrosos» y, de vez en cuando, las obligadas maldiciones, condenándonos al fuego del seol o a las minas de sal del mar Muerto. Todo normal…
Y me pregunté: ¿cuáles eran las intenciones del ingeniero? Él sabía —o debía de saber— que los hombres no regalaban flores a las mujeres, al menos entre los judíos y en aquel tiempo. Pero ¿por qué suponía que los lirios estaban destinados a una mujer? ¿Quizá a la Señora? ¿Eran para las hijas?
Poco faltó para que lo interrogase. Sin embargo, me contuve. Tampoco debía invadir la escasa intimidad de que disfrutábamos. Si él no daba el primer paso, yo no preguntaría.
Creo que ahí empezaron nuestros «problemas». Mejor dicho, nuestro «problema».
Pero dejemos que los acontecimientos sigan su curso natural…
Ocurrió al detenerme en uno de los tenderetes. Eliseo prosiguió, distanciándose unos metros.
El tendero ofrecía un excelente surtido de ánades. Examiné los patos, ya desplumados y listos para cocinar. Los había del tipo rabudo, de cuello delgado, y real, de considerable envergadura y patas grandes. El Galileo me observó, animándome a comprar el ánade real, más sabroso y, lógicamente, más caro.
Por un momento pensé en el mahaneh, el campamento en el monte Hermón, y en la memorable cena del 21 de agosto, preparada por el Maestro y el «pinche» de cocina, Eliseo. El primer pato se malogró, pero el segundo estuvo delicioso. Era una buena idea. Compraríamos uno de aquellos ánades. A Jesús de Nazaret le encantaba el pato asado…
Tanteé uno de los ejemplares y, cuando me disponía a regatear el precio, sentí una mano en mi hombro izquierdo. Supuse que se trataba de mi hermano. Sin embargo, en un primer instante, al mirar de reojo, comprobé que mi compañero se hallaba a diez o quince pasos, examinando uno de los puestos de fruta. Sentí un escalofrío. Aquella mano…
Y al volverme lo hallé sonriente, con aquella luminosa mirada de color miel.
¡El Maestro!
Fue a posar las manos sobre mis hombros y, antes de besarme y abrazarme, exclamó:
—¡Patos no, por favor!
Una vez más, no supe qué decir. Jesús me atrajo con fuerza hacia sí y, tras besarme en la mejilla derecha y, posteriormente, en la izquierda, susurró al oído:
—¡Gracias por confiar!
No podía creerlo.
¿Qué hacía Jesús en el mercado? La respuesta a la estúpida pregunta se hallaba en el cesto de la compra, depositado a sus pies. Había olvidado que, entre los judíos, eran los varones los que se ocupaban de este menester. Eran los hombres los que acudían regularmente a la plaza, a comprar los artículos de primera necesidad.
Jesús vestía su habitual túnica blanca, hasta los tobillos, con un ceñidor de cuerdas. Los cabellos, sueltos, descansando sobre los musculosos hombros, aparecían ligeramente recortados, al igual que la barba.
Noté un brillo especial en los ojos. Parecía más alegre que en la jornada del 18 de septiembre, cuando ingresamos en Nahum.
Saludó a Eliseo con el mismo afecto y, durante un rato, se interesó por nuestras andanzas. Sólo hablamos nosotros. Después, lentamente, mientras narrábamos algunos pormenores del viaje al valle del Jordán, fuimos acercándonos a la «casa de las flores».
El Maestro no hizo comentario alguno sobre Yehohanan. Se limitó a escuchar con atención.
Otro escalofrío me advirtió. Ella estaba allí…
Me equivoqué.
La casa se hallaba vacía. La Señora y sus hijas regresarían antes del ocaso. Según el Galileo, se encontraban en la vecina Migdal. Allí vivía y trabajaba Judá, el hermano menor, el que fue la oveja negra de la familia. Ahora, casado y con un niño pequeño, había perdido la antigua agresividad. En junio cumplió veinte años de edad.
Nos acomodamos bajo el granado y, durante unos minutos, tuvimos que soportar la cariñosa reprimenda del Maestro por haber alquilado las habitaciones en la ínsula. Tenía razón, y nosotros también.
Jesús guardó las provisiones y, cuando se disponía a retirar las flores que sujetaba Eliseo, el ingeniero, rojo como una amapola, se negó y situó el ramillete a su espalda.
Seguía sin entender las intenciones del testarudo y enigmático Eliseo.
El Maestro sonrió con picardía y fue a tomar asiento sobre las esteras de los círculos concéntricos.
Traté de suavizar el momento y desvié la conversación hacia un asunto que me tenía intrigado.
¿Viajó a Jerusalén?
Y Jesús procedió a relatar lo ocurrido en aquellas casi tres semanas de ausencia de la «casa de las flores».
El domingo, 23 de septiembre, en efecto, partió de Nahum, tal y como nos informaron las mujeres. Su intención era viajar a la Ciudad Santa y asistir a la solemne festividad del Yom Kippur o Día del Perdón.
Me sorprendió. No imaginaba al Hijo del Hombre en una celebración tan contraria a lo que era la esencia de Ab-bā, el buen Padre. Pero guardé silencio.
Caminó por la orilla norte del yam hasta llegar a la aldea de Saidan. Allí convenció a Juan Zebedeo para que lo acompañase. Al día siguiente descendieron por la costa oriental del lago, y emprendieron la marcha por el valle del río Jordán.
Y comprendí. Por eso no logramos darle alcance. Eliseo y yo siempre fuimos por delante…
¡Increíble Destino!
El Maestro parecía escuchar mis pensamientos. Sonrió levemente y, sin más, me guiñó un ojo.
¿Cómo lo hacía? Era imposible…
—¿Recuerdas? —exclamó, apartándose momentáneamente del tema principal—. El Padre tiene otros planes…
Asentí, reconociendo que hablaba con razón. Aquel error, adelantándonos en el camino, fue providencial.
Y prosiguió, supongo que feliz y divertido ante mi desconcierto.
Se detuvieron en la aldea de Betania, cerca de Jerusalén, compartiendo algunas jornadas con Lázaro y su familia.
Guardé silencio aunque, sinceramente, ardía en deseos de plantear una cuestión: al cruzar el valle debió de saber de las andanzas del Anunciador. ¿Por qué no acudió a verlo?
Jesús me observó y percibí una fugaz sombra de tristeza en su semblante. Fue suficiente. Creí entender.
Y durante tres semanas, como digo, el Maestro y el Zebedeo recorrieron la Ciudad Santa. En ocasiones, Jesús se separaba del amigo y se retiraba a las colinas que rodean Jerusalén. Allí, como lo había hecho en el Hermón, entraba en comunicación con el Padre de los cielos. Juan, al parecer, no entendía estos retiros y, mucho menos, el estrecho «contacto» con Dios (algo incomprensible, casi prohibido, en la religión judía).
El Día del Perdón o de la Expiación, ambos acudieron juntos al Templo, y asistieron a las ceremonias y los sacrificios de animales.
El Maestro fue sincero, como siempre. No ocultó su desagrado por aquel ritual[119], tan lleno de sangre y, como decía, tan opuesto a lo que Él entendía como Dios. Se sintió frustrado. Eso no era Dios. Eso no era el Padre-Amor del que habíamos hablado en tantas oportunidades. Y reconoció que estaba deseando inaugurar su tiempo de predicación. Quería abrir los ojos de los hombres y revelar la auténtica naturaleza de ese Dios «que no castiga y al que no es posible ofender». Lo hablamos en el kan días antes, al descender del Hermón. Fue, probablemente, una de las conversaciones más importantes que llegué a sostener con el Hijo del Hombre. Al menos, una charla «liberadora»…
Para Jesús, aquellos sacrificios y la sangre vertida nada tenían que ver con el Padre Azul. Eran un ritual de otro tiempo y la consecuencia de un concepto divino equivocado. El hombre, aunque se empeñe, no está capacitado para comprender a Dios. Somos carne y, por tanto, materia finita.
—Entonces, si esto es así —y evidentemente lo es—, ¿cómo una criatura limitada puede imaginar siquiera que tiene la capacidad de herir a un ser ilimitado?
No éramos teólogos, pero reconocimos la verdad en las palabras del Maestro.
—… Sólo vosotros, en vuestra ceguera, creéis ofender a quien sólo os ama.
Cinco días después, hacia el 15 de septiembre, Jesús y Juan Zebedeo tomaron parte también en la fiesta de Succot o de las «Tiendas» («Tabernáculos»). Era otra celebración típica, en la que los judíos daban por finalizada la recolección de las cosechas en general y la vendimia en particular. Se festejaba desde los tiempos de Moisés. Así lo decía el Éxodo (23, 16 y 34, 22). Durante siete días, todo judío varón estaba obligado a vivir en una tienda o cabaña elaborada con hojas de palmera. Las mujeres, los esclavos y los enfermos quedaban libres de esta obligación. Incluso los niños que no dependieran del cuidado de las madres debían cumplir con el precepto de dormir y comer «bajo la tienda». Se levantaban en los terrados, en el campo o en plena calle. Cualquier lugar era bueno. Sólo las lluvias o una calamidad podían suspender la sukka, un período de alegría y de descanso en el que el pueblo judío reflexionaba sobre su propia suerte. Con el tiempo, la fiesta de las Tiendas se convirtió en la rememoración de los cuarenta años en el desierto del Sinaí, viviendo, justamente, en chozas y tiendas. Los judíos recordaban así los prodigios de Yavé desde la partida de Egipto y el largo tiempo de exilio, antes de alcanzar la Tierra Prometida. La permanencia en las cabañas durante una semana era otra forma de expiación de los pecados. «Coger el lulav» era uno de los ritos de la sukka. Consistía en tomar con la mano derecha un ramo formado por hojas o ramas de palmera, mirto y sauce, tal y como ordena el Levítico (23, 40). En la izquierda sostenían el etrog, un cítrico parecido al limón. La agitación del ramo o lulav era uno de los momentos culminantes de la fiesta[120].
Jesús, como ya expresé anteriormente, tenía una idea distinta de Yavé. Y a media semana se despidió del Zebedeo y se retiró de nuevo a las colinas. Juan tampoco comprendió el porqué de aquella actitud. Para aquellos hombres y mujeres, el comportamiento del Galileo, pretendiendo hablar directamente con el Santo, era un sacrilegio o un signo de locura. Como hemos visto, sólo el sumo sacerdote estaba autorizado a pronunciar el nombre de Yavé, y una vez al año. ¿Hablar de tú a tú con Dios? ¿Tratarlo como a un amigo o un Padre? Eso era inviable en aquella religión. Semejante desobediencia suponía la pena capital.
Jesús regresó solo a Nahum. Lo hizo a primera hora del viernes, 12 de octubre, poco antes de que Eliseo y yo despidiéramos el carro en Migdal. Estuvimos cerca…
Al día siguiente, como todos los sábados, el Maestro se dirigió a la vecina aldea de Saidan, prosiguiendo el dictado de sus viajes «secretos». Así lo haría durante casi tres meses. Al alba se embarcaba en alguna de las numerosas lanchas que iban y venían por el yam, y permanecía en el caserón hasta la puesta de sol. Sólo el patriarca de los Zebedeo fue testigo de este minucioso relato (minucioso y apasionante, añado). Nadie más fue informado de esas dos largas etapas del Maestro fuera de Israel.
Aquel sábado, 13, el Hijo del Hombre planteó al jefe de los Zebedeo la necesidad de trabajar y «mantenerse ocupado mientras llegaba su hora». El Zebedeo no lo dudó. Jesús había formado parte del astillero familiar. Conocían su excelente forma de trabajar. Y lo contrató, naturalmente.
El 14, domingo, primer día de la semana para los judíos, el Maestro se reincorporó al varadero que yo conocí «en el futuro» (año 30), ubicado a orillas del lago, en la esquina oriental del muelle de Nahum. Llevaba, pues, cinco días en aquel trabajo.
La información me dejó pensativo. Si el Maestro había empezado a trabajar en Nahum, eso significaba que, durante un tiempo, no emprendería su labor como predicador. Pero ¿cuánto? Nadie lo sabía. Nuestra única pista, como ya referí, era el Zebedeo padre. Él habló de enero del año 26 como el mes en el que Jesús sería bautizado por Yehohanan. Y me incliné a creer en esta posibilidad. El viejo Zebedeo estaba bien informado. Esto representaba una estancia de dos meses, largos, en Nahum. De cumplirse los pronósticos, la idea de alquilar habitaciones en la ínsula habría sido un acierto. Y surgió un segundo asunto, no menos problemático. Si el Galileo dedicaba la casi totalidad de la jornada al varadero, ¿cómo hacíamos para seguirlo? Mi intención era una y muy clara: convertirnos en su sombra. A partir de esos momentos, deberíamos estar al lado, o lo más cerca posible, de aquel nuevo Jesús.
¡El Hijo del Hombre en un astillero de barcos! Algo insólito, nunca mencionado.
Tuve una idea, pero, cuando trataba de exponerla, fui interrumpido.
Faltaba una hora, más o menos, para la caída del sol. Nunca olvidaré aquel atardecer…
De pronto vimos entrar a la Señora y a los suyos. Santiago, el hermano de Jesús, cargaba al pequeño Amos.
La charla quedó en suspenso. Todos se alegraron al vernos.
Eliseo, nervioso, se puso en pie, olvidando las normas. Nadie se alzaba para recibir a alguien.
Vi cómo el ingeniero pasaba las flores de una mano a otra. Evidentemente, algo lo intranquilizaba. Después, al comprobar que seguíamos sentados, se excusó entre dientes.
Intentó sentarse de nuevo, pero los lirios, en uno de los movimientos, resbalaron de los dedos del cada vez más aturdido compañero y rodaron por el enlosado del patio.
Me apresuré a auxiliarlo.
Avancé hacia las anémonas e inicié la recogida. Eliseo, descompuesto, no se movió.
Y fue en esos instantes cuando ella, obedeciendo el mismo impulso, se arrodilló a recoger también algunas de las flores.
La escena fue breve pero inolvidable (para mí).
Ambos, de rodillas, casi tropezamos. Las miradas se cruzaron. En esta ocasión, más cerca que nunca. Pude respirar su perfume, una intensa fragancia a jazmín. Los ojos verdes permanecieron fijos en los míos. Fueron segundos, aunque, para mí, todavía están ahí. Y Ruth habló sin hablar. Fue una mirada de mujer…
Entonces, un fuego perturbador y benéfico al mismo tiempo me consumió. Fue la única respuesta. Las entrañas, misteriosamente para mí, ardieron como pavesas. Creí ahogarme…
Y ambos enrojecimos. Nos apresuramos a levantarnos, sobre todo quien esto escribe, y depositamos los lirios en las manos de mi compañero.
A partir de ahí, los recuerdos se mezclaron. Sólo ella permaneció transparente en mi memoria y en mi corazón. Lo registrado aquella tarde-noche en la «casa de las flores» fue reconstruido prácticamente por Eliseo. Él sí conservó un mínimo de entereza, a pesar de todo…
Yo sólo tuve ojos para Ruth. La veía pasar, ayudando en los preparativos de la cena, y nuestras miradas se reunían siempre, siempre…
No había duda: estaba enamorado de Ruth.
¡Dios santo! Era la primera vez que experimentaba un sentimiento como aquél. La primera y en el lugar y con la persona equivocados…
«¡Es absurdo! —me dije—. ¡Imposible! ¡Está terminantemente prohibido! ¡La operación no lo admite! ¡Tú regresarás a tu "ahora"! ¿Por qué? ¡Quiero borrarlo todo! ¡Necesito olvidarlo! Pero ¡Dios!…, ¡no puedo! ¡Ella está en mí! ¡Ella se ha instalado en mí y ocupa todo mi "ahora"! ¿Ella?… Ni siquiera sé si siente lo mismo que yo…».
Estaba perdido.
Y en mitad de aquella lucha conmigo mismo acerté a cruzar una mirada con el silencioso Jesús. Fue un salvavidas. Sus ojos me acariciaron y, no sé cómo, volvieron a mi memoria unas palabras pronunciadas por el Maestro en aquel mismo lugar cuando, días atrás, «descubrí» el bello sentimiento por la muchacha: «¿Recuerdas la esperanza?… La tuya acaba de despertar».
Tenía razón. El amor significa esperanza, aunque nazca aparentemente muerto, como el mío. ¿O no estaba muerto?
La Señora también nos amonestó. «Allí tenían habitaciones de sobra». En aquellas circunstancias —lo reconozco—, no hubiera sido fácil. Y bendije el momento en que decidimos alquilar las habitaciones en la ínsula.
Durante la cena —según Eliseo—, la familia se interesó por el viaje al Jordán y, sobre todo, por Yehohanan. Santiago y la Señora fueron los que más preguntaron. Esta, como siempre, casi no abrió la boca. En cuanto a Ruth, se limitó a cenar, extrañamente silenciosa. ¿Extrañamente? ¡Pobre tonto! ¿Cuándo aprenderé?
Respondí cuando me preguntaron, pero siempre con vaguedad. Fue mi compañero quien precisó, aunque supo mantenerse «a distancia», evitando, inteligentemente, cualquier alusión al posible trastorno psíquico del Anunciador.
Las flores continuaron a su lado, inseparables…
Y Santiago se aventuró en la duda principal: ¿Qué opinábamos? ¿Era Yehohanan el precursor del Mesías?
El ingeniero argumentó que no éramos los más indicados para responder a esa cuestión:
—Jasón y yo somos extranjeros.
Santiago insistió, dando por hecho que, para ser extranjeros, estábamos muy bien informados.
¿Qué quiso decir? Convenía estar atentos. Los errores del pasado —o del «futuro», según se mire— no debían repetirse…
El ingeniero escapó del apuro como pudo. Repitió lo que todo el mundo sabía, más o menos. El mesías judío era un libertador que ocuparía el trono de David. Conduciría a los ejércitos israelitas a la victoria y sometería a los gentiles e impíos como nosotros. Sólo habría un poder, una cultura y una fe: Israel. Entonces, Dios descendería de los cielos e inauguraría el «reino». Según los profetas y los textos bíblicos, ese Mesías estaba al llegar. Alguien lo anunciaría y le abriría camino.
La exposición, impecable desde el punto de vista judío, fue elogiada y ratificada por la Señora y Santiago.
Jesús permaneció mudo y atento.
Entonces intervino María, la Señora, y anunció algo que nosotros, supuestamente, no conocíamos. Yehohanan era el precursor, el hombre que abriría la senda…
Eliseo simuló sorpresa e incredulidad. La Señora comprendió que se había precipitado (fuera de la familia, nadie estaba al corriente de las respectivas apariciones del «ser luminoso»), pero, tras una breve vacilación, prosiguió con el mismo coraje.
—El tiempo del cambio está próximo —dijo—, aunque algunos no quieran hablar de ello…
Y desembocó en el impasible rostro de Jesús. El Maestro, sin embargo, no reaccionó.
Yo me hallaba perdido en la serena quietud de los ojos de Ruth. Dulcemente perdido…
—… Aunque algunos —repitió sin contemplaciones y con los ojos clavados en los de su Hijo— quieran huir de su destino…
El espeso silencio que rodó a continuación casi me sacó de mis pensamientos.
Y la mujer, dolida ante la postura del Galileo, remató sin piedad:
—Él ha sido más valiente. Yehohanan ya está en el camino, preparando el reino. Y tú, ¿a qué esperas?
Esta vez sí hubo respuesta. El Maestro, corrigiendo a la madre, exclamó, rotundo:
—Ese reino —e insistió en el término malkuta’ di' elaha’ («reino de Dios»)— nada tiene que ver conmigo…
Fin de la conversación.
La Señora replicó con un mohín de desagrado y materializó la oposición al criterio del Hijo levantándose y desapareciendo tras la cortina de red de su vivienda.
El distanciamiento entre Jesús y parte de la familia parecía insalvable…
Pero aquello sólo fue el principio de un largo calvario. Algo que tampoco refieren los textos evangélicos.
Era el momento de abandonar la casa.
Y ya en el portalón, cuando nos dirigíamos a la ínsula, Eliseo dio media vuelta y buscó al hermano de Jesús. Le susurró algo al oído y depositó el ramo de flores en las manos del perplejo Santiago. Después nos perdimos en la oscuridad…