27 DE OCTUBRE, SÁBADO
—¿Ruth?
—Sí, Ruth, la pelirroja, la hermana del Maestro —confirmó Eliseo.
Fue un mazazo.
No fui capaz de responder. Me aislé…
Sé que debería haber luchado. Sé también que mi corazón quedó encharcado. No sé qué sucedió. Sencillamente, guardé silencio. Y durante un tiempo lo vi hablar y gesticular. Creo que se refería a ella, a su bondad y a sus cualidades. Yo no estaba allí realmente. Sólo deseaba huir, escapar de todo y de todos. Por un momento estuve a punto de aceptar. Suspenderíamos la misión. Regresaríamos a Masada y a nuestro «ahora», en 1973.
Después, lentamente, recuperé la sangre fría. Una calma que ahora, al recordar aquellos críticos momentos, me aterra. ¿Cómo pude resistir? Lo ignoro.
Lo cierto es que me convertí en una tumba. Mi compañero no debía saber cuáles eran mis sentimientos. Nadie lo sabría jamás. La misión era lo único que contaba. Él tenía prioridad. Ése fue nuestro compromiso, y yo era un hombre de honor. Cumpliríamos hasta el final…
Nunca me arrepentí de aquella decisión, pero ella, misteriosamente, tampoco desapareció de mi corazón y de mi memoria.
Solicité tiempo.
Tenía que reflexionar, mentí. Éliseo comprendió y aceptó.
Y al alba, destrozado, le expuse parte del plan que acababa de madurar. El ingeniero escuchó en silencio.
De momento, la misión seguía adelante. El Maestro estaba por encima de nosotros mismos. El asunto de Ruth —y creo que la voz me tembló al pronunciar su nombre— pasaría. Lo mejor era esperar…
Le sugerí un mes, con otra condición.
La idea de continuar, en el fondo, lo levantó por los aires. Era lo que deseaba. Su corazón —yo lo sabía— caminaba en una dirección y su mente en otra…
Asintió, incluso, sin saber.
—… Necesito un mínimo de calma para pensar. Adelantaré el viaje al Jordán. Ésa es mi condición. Permaneceré lejos durante un mes. Tú te ocuparás del seguimiento del Maestro. En ese tiempo, analizarás y analizaré la situación. Después, ya veremos. El Destino y yo decidiremos.
Eliseo me miró agradecido. Y exclamó:
—Confío en ti, mayor…
Me sentí como un gusano. No tuve el valor suficiente para confesarle la verdad. Y lo que era peor: también me desprecié a mí mismo. No supe pelear por ella…
—¿Cuándo piensas reunirte con Yehohanan?
—Inmediatamente…
Mi compañero percibió algo extraño. Aquella súbita reacción no era habitual en mí, siempre ponderado y minucioso en todas, o en casi todas, mis acciones. Eliseo, como digo, intuyó algo pero, prudentemente, guardó silencio, aceptando.
—A tus órdenes…
Sí, tenía razón. Algo le ocultaba. Sólo pretendía huir. El viaje al valle, los nemos y Yehohanan eran lo de menos…
No quería volver a verla. No lo hubiera resistido.
Miento. Sí lo deseaba…, y lo deseo.
Hice cálculos.
Si todo discurría sin incidentes, dentro de una o dos jornadas, quizá tres, podría localizar al Anunciador y enrolarme en el grupo de Abner.
Preparé el petate.
No necesitaba gran cosa. Farmacia de campaña y, sobre todo, antioxidantes. Estimé que treinta tabletas serían suficientes. Quizá me calmase. Quizá volviese antes de lo previsto.
¡Pobre idiota!
¿Cuál era mi objetivo? Supuestamente, continuar el estudio del precursor del Maestro.
Sí, supuestamente…
Mi afán poco tenía que ver con los designios del Destino.
Eliseo me dejó hacer. Se retiró de nuevo al filo norte del Ravid y esperó.
Fue al verlo sentado al borde del acantilado cuando, de pronto, me vino a la memoria. Sonó como una advertencia. ¡El cuaderno de bitácora, el diario en el que anotaba hasta la más nimia de las experiencias! Allí aparecían mis sentimientos hacia Ruth. Y obedecí a la intuición.
Entré en el ordenador, procedí a un minucioso repaso y anulé los textos comprometedores. Nadie debía estar al tanto de mi secreto. El ingeniero, aunque no era su costumbre, estaba capacitado también para acceder a dicho diario y aportar, obviamente, lo que estimase conveniente.
No, ése era mi secreto (ma'ch)[149]. Sólo mío…
Cometí un nuevo error. Subestimé al general Curtiss y a sus expertos en informática…
Pero ésa es otra historia. Todo a su debido tiempo…
Consulté los relojes.
En esa jornada del 27, sábado, el sol se ocultaría a las 16 horas, 53 minutos y 9 segundos (en un supuesto «tiempo universal»). Tenía que actuar con rapidez.
Sentí una cierta tristeza. Eliseo no era culpable. Sencillamente, había sucedido. Él estaba enamorado de un imposible y yo también.
Nos abrazamos y nos deseamos suerte. Eso fue todo.
Me hice con el saco de viaje y el inseparable cayado y desaparecí.
Eran las siete de la mañana. Un día espléndido y luminoso. Una burla a mi corazón, perdido en la oscuridad. ¿Por qué no luché? ¿Por qué no le planté cara al Destino? Ella lo merecía. Además, ¿de quién estaba enamorada? Yo me había cruzado con su mirada. Los ojos nunca mienten. Lo sabía. Ella sentía algo por mí. Pero ¿por qué huía? ¿Por qué había decidido enterrar aquel amor, el único de mi vida? ¿Por las malditas normas de la operación? ¿Quizá por miedo? ¿Quizá por ser quien era? ¿Por qué no actuaba valientemente? Era tan simple como acudir a su encuentro y hablarle con claridad. «¡Estás loco! ¿Y qué se supone que le vas a decir? ¿Que la quieres, que deseas casarte con ella y que te acompañe a tu mundo?
»Sí, estás loco…
»Es mejor así. Olvídala. Pertenezco a otro "ahora". No sería lógico. Tenemos que regresar. Él es lo único que cuenta. Somos sus "mensajeros". Es preciso contar la verdad. Olvídala, si puedes…».
Unas dos horas después, enredado en estos pensamientos y torturas, divisé los obeliscos, al sur del yam… El camino por la orilla occidental fue rápido y sin tropiezos. El tránsito de hombres y animales, en el shabbat, descendió notablemente.
Y allí, en lo que denominábamos los «trece hermanos», inicié las consultas. Tuve suerte. Burreros y sais, los conductores de carros, estaban al tanto del vidente. Las noticias llegaban sin cesar. Era el «espectáculo» del momento. Todos obtenían algún beneficio con aquel nuevo profeta.
Predicaba y sumergía a las gentes en la zona de Enaván, a poco más de doce kilómetros de Bet She'an, en el sureste y relativamente cerca del río Jordán. Eso significaba que Yehohanan y sus discípulos habían avanzado alrededor de 32 o 33 kilómetros desde que los dejamos en el «vado de las Columnas», junto al pueblo de Damiya.
Y contraté los servicios de uno de los «taxis». Esta vez, ahorraría esfuerzo.
«Omega es el principio».
No pude evitarlo. Antes de partir del centro de aprovisionamiento, volví a asomarme a los orificios de los obeliscos y verifiqué lo ya visto anteriormente.
«Omega es el principio».
¿Qué significaba la misteriosa inscripción?
Y el Destino sonrió, burlón… Todo a su debido tiempo.
El carro cubrió los escasos cuarenta kilómetros en poco más de dos horas. El sol, en lo alto, señalaba la hora sexta (mediodía).
Y el sais, de pocas palabras, aclaró que aquella modesta aldea en la que nos habíamos detenido era Salem o Salim. Yehohanan se hallaba muy cerca. Recibió lo estipulado y dio la vuelta, retornando por la polvorienta senda que Eliseo y yo recorrimos a pie.
Traté de ubicarme. Si no recordaba mal, aquel paraje lindaba con la frontera de la Perea, el territorio de Herodes Antipas. La aduana, de triste recuerdo, no estaba muy lejos. Quizá a cinco o seis kilómetros. Algo más allá, hacia el sur, aparecía la también pequeña población de Mehola o Abel Mehola (en la actualidad, identificada con el tel El-Jiló). Después, como ya expliqué, la senda corría hacia El Makhruq, Jericó y, finalmente, Jerusalén.
Mi primera impresión, en aquellos momentos, fue de confusión. Recordaba el lugar, pero lo habíamos cruzado a buen paso, sin fijar ninguna referencia de importancia. Sólo vi palmeras. Bosques y bosques de palmeras, y al frente, a la izquierda del camino, la línea verde y negra de la jungla del Jordán. El río podía hallarse a dos kilómetros de la referida aldea de Salem.
¿Aldea?
Observé con detenimiento. Entre los palmerales y los huertos se presentó ante este explorador un puñado de casas, no más de veinte, desordenadas, rojas por la arcilla y cubiertas en la techumbre por el amarillo de las hojas de palma, ya mustias por el implacable sol del valle. Lo más adecuado sería emplear el término villorrio…
Y caminé decidido hacia el simulacro de pueblo. No convenía arriesgarse. Primero reuniría toda la información posible. Después buscaría a Yehohanan. Ahora era «Ésrin» o el «heraldo» número veinte. No debía olvidarlo.
E imaginé que Enaván era un lugar cercano a Salem. En arameo significaba «manantiales o fuentes». El Bautista, probablemente, se había instalado en algún torrente o corriente de agua próximos. Por supuesto, conociendo sus estrictas costumbres, debían de ser aguas «puras».
Me adentré en la aldea, espantando a los únicos seres vivos que desafiaban el intenso calor: corros de alborotadoras gallinas negras y nubes de moscas. Jamás había visto tantas. Pronto se convirtieron en una segunda túnica…
El «pavimento» de Salem también era diferente de todo lo que llevaba visto. Estaba formado por conchas marinas. ¡Cientos de miles de conchas blancas, restos del primitivo mar de Lisán![150].
Era un buen sistema para mantener las «calles» (?) medianamente limpias y para advertir la proximidad de cualquier intruso. Los crujidos eran inevitables y delatores.
Salem era un lugar especial. No tardaría en comprobarlo. El Destino, una vez más, sabía lo que hacía…
Los lugareños, casi todos felah o campesinos, se ofrecieron a darme toda suerte de explicaciones. El vidente acampaba hacia el este, a no mucha distancia del pueblo. La llegada de Yehohanan y los suyos había trastornado, hasta cierto punto, la monótona y lineal rutina de la zona. Todos se hacían lenguas sobre la figura, espectacular, del «profeta» y sobre sus métodos y palabras, nunca vistos en aquellos apartados parajes. Y, como siempre, las opiniones estaban divididas. La mayoría no sabían qué pensar. Unos lo criticaban y otros lo defendían.
Lo cierto es que opté por buscar alojamiento en Salem. Según los vecinos, Yehohanan hacía días que no daba señales de vida. Lo vieron rodear la espesa selva del Jordán y perderse en dirección al Querit, uno de los afluentes orientales. Recordaba muy bien aquella actitud esquiva. ¿También aquí buscaba la soledad?
Y, como digo, elegí Salem. No quería precipitarme. Tenía que actuar con calma. Tiempo habría para reunirme con el Anunciador.
Uno de los amables felah me condujo hasta la casa de Aba Saúl. Él, seguramente, podría proporcionarme lo que necesitaba. Sólo requería un rincón en el que poder dormir y, quizá, alguien con quien hablar. Acerté.
Aba o «padre» Saúl era un anciano venerable. Había sido escriba y doctor de la Ley en Jerusalén. Ahora, cansado, esperaba la muerte en aquel escondido rincón, dedicado a su mujer, a sus «hijos» y al cultivo de un pequeño huerto. Todos lo saludaban con reverencia y lo llamaban rby («mi señor»). Aquel rabí había logrado la categoría de hakam o «doctor ordenado», la máxima dignidad entre los expertos en la Ley. Era un profesional de los libros (lo que llamaban un swpr).
Disponía de una casita tan humilde como su mirada. Vivía en compañía de Jaiá, su esposa, igualmente anciana, y de sus «hijos», los libros. Toda la casa aparecía conquistada por rollos y rollos. Colgaban en las paredes, dormían en las arcas o se apretaban en los rincones, entorpeciendo el paso del matrimonio.
Curioso Destino…
De haber intentado localizar a Yehohanan nada más pisar Salem, lo más probable es que no hubiera entrado en contacto con aquel singular sabio.
Aba Saúl escuchó al felah que me había conducido hasta su hogar. Después atendió mi súplica. Sólo buscaba un lugar donde refugiarme durante la noche; no molestaría.
Me dejó hablar, observando atentamente mis manos y mis ojos.
No me sentí incómodo. Inspiraba paz. Todo en él era luminoso. Vestía de blanco. Siempre de blanco. Sus cabellos, hasta la espalda, eran como la espuma marina. Nunca se los recogía.
Sonrió y me hizo pasar. Conversó brevemente con Jaiá y me invitó a tomar asiento sobre una de las esteras de esparto. Así fue como iniciamos aquella intensa amistad.
Jaiá, cuya traducción podría ser «viviente», sirvió el tradicional r'fis (sémola tostada y amasada con dátiles triturados) y un dulce zumo de savia de palma.
Me asombró el brindis de Saúl:
—¡Lehaim!…
—¡Por la vida! —repetí. Y la tristeza me salió al paso. Pero disimulé, o eso creí…
Y el anciano siguió formulando preguntas. ¿Quién era? ¿De dónde procedía? ¿Cómo era mi vida? ¿En qué dios creía?…
Respondí hasta donde me fue posible.
Y de pronto, inmersos en aquel interrogatorio, reparé en algo que me desconcertó. Los acaricié con las yemas de los dedos.
«¿Casualidad?… No, imposible».
Aba Saúl se percató de mi «descubrimiento». A partir de ese momento, su tono cambió. Pareció feliz.
En la estera sobre la que me hallaba aparecían, trenzados, los misteriosos tres círculos concéntricos que había visto en la «casa de las flores», en Nahum. Eran idénticos a los que acarició el Maestro…
Su última cuestión —¿cuál era mi dios?— quedó en suspenso. Y decidí plantear abiertamente la duda:
—¿Por qué tres círculos?
—¿Estás aquí por eso?
No comprendí. Y lento, como siempre, en lugar de profundizar en la pregunta del sabio, repliqué con la verdad:
—Busco a Yehohanan, el vidente. Dicen que anuncia un nuevo reino…
Saúl se lamentó.
—Por un instante creí…
Y continuó interesándose por mi vida.
Al final, sin poder contenerse, hizo una reflexión que tampoco supe evaluar…
—Por un instante creí que buscabas al Altísimo…
Suspiró y reclamó a su mujer. Le susurró algo al oído y Jaiá, mirándome, asintió y sonrió.
Fui aceptado, con dos condiciones. No debería pagar por mi estancia. Eso —sentenció Saúl— no era asunto suyo, ni tampoco mío. En segundo lugar, a cambio de su hospitalidad, tendría que prometer alguna conversación, de vez en cuando, «con aquel viejo entrometido». En aquella aldea no era fácil conversar…
No supe qué decir.
—No es necesario —aclaró, satisfecho—. El silencio fue antes que la palabra.
Acerté en todos los sentidos. Aprendí, cuidaron de este voluntarioso pero torpe explorador y, cuando llegó el momento, salvaron mi vida…