18 DE SEPTIEMBRE, MARTES

Aquel nuevo día, tan luminoso como el anterior, se presentó hacia las 5 horas y 16 minutos.

Al principio no entendí el porqué de las carreras de Assi y su gente. Iban y venían. Entraban y salían de las chozas y, a gritos, se interpelaban. Fue Eliseo quien me advirtió:

—Aru, el negro, ha desaparecido…

Minutos después, Jesús reemprendía la marcha. El esenio se excusó con el Maestro. El joven «tatuado» se había esfumado con el manto que le había cedido el Galileo. Era la primera vez que ocurría algo así, aunque, bien mirado, también era ésta la primera ocasión en la que el demente amanecía sin cadenas…

No me pareció tan extraño. Yo también hubiera huido de aquel infierno…

El Maestro no hizo comentario alguno. Se despidió del kan y lo vimos avanzar, con sus típicas zancadas, hacia la carretera principal.

Todo fue bien, sin incidentes, hasta que alcanzamos la encrucijada de Qazrin. Debían de ser las siete de la mañana, poco más o menos.

El Maestro proseguía en solitario. Nosotros, ligeramente retrasados, caminábamos en silencio. Cada cual, supongo, sumido en sus pensamientos.

Yo no podía dejar de pensar en los medicamentos que, justamente, habíamos apurado la noche anterior. Como he dicho, no portábamos una sola tableta de dimetilglicina, el antioxidante que trataba de luchar contra el óxido nitroso que amenazaba nuestras vidas.

Él, mágicamente, como siempre, procuró tranquilizarme en el campamento del monte Hermón. Sin embargo… Y las dudas me consumieron. No sabíamos hacia dónde se dirigía, aunque sospechábamos que pretendía llegar al yam o mar de Tiberíades en esa misma jornada. Ni Eliseo ni yo preguntamos.

Fue a la vista de la posada de Sitio, el homosexual de Pompeya, cuando el plácido discurrir de la marcha se vio súbitamente alterado.

El Maestro, a cosa de cincuenta metros de estos exploradores, se detuvo. Mi hermano y yo hicimos otro tanto. ¿Qué sucedía?

De pronto, por la izquierda, junto al muro de tres metros de altura que rodeaba el hospedaje, distinguimos a un individuo que, a la carrera, se dirigía hacia el Hijo del Hombre.

No acertamos a intercambiar una sola palabra. Sencillamente, nos lanzamos hacia el Maestro.

Pero, a medio camino, creí reconocer al joven.

«No es posible», me dije.

El individuo llegó a la altura de Jesús y, sin detenerse, se arrojó a los pies del Galileo, abrazándolos.

Eliseo y quien esto escribe, jadeantes y desconcertados, aminoramos la carrera. Al poco, al llegar junto a nuestro amigo, descubrí que estaba en lo cierto.

¡Era el negro «tatuado»!

Ni Eliseo ni yo comprendimos. El muchacho, aferrado a las sandalias de Jesús, gritaba y lloraba con desconsuelo. Y en un pésimo arameo repetía:

—¡Aru! ¡Aru!… ¡Mira! ¡Mira!… ¡Yo, tu esclavo!… ¡Yo, para ti!…

El Maestro se inclinó y, con firmeza, sin una sola palabra, obligó al loco a incorporarse. ¿Loco? Lo observé con detenimiento y no me pareció un enfermo. Sencillamente, entre lágrimas, suplicaba que Jesús se convirtiera en su nuevo amo. Aru, como dije, era un esclavo de Assi, el esenio. Un esclavo pagano.

Y de pronto, retiró el ropón color vino que lo cubría y fue a entregárselo a su propietario. Aru quedó desnudo.

Mi vista recorrió el bello y musculoso cuerpo, y se detuvo en algo que se me antojó extraño. Las heridas del tobillo izquierdo, consecuencia del grillete, habían desaparecido. Y la vieja idea que me asaltó en el kan del Hule regresó…

El Maestro, sonriente, aceptó la entrega del manto y, por toda respuesta, abrazó al joven.

Mi compañero y yo nos miramos atónitos. ¿Significaba aquel gesto que Jesús admitía al negro como esclavo? Rechacé la idea. Eso era absurdo…

Observé el rostro del Hijo del Hombre. Seguía radiante. Los fuertes brazos retenían al joven, consolándolo. Entonces, al cruzar las miradas, Jesús me hizo un guiño. Sentí un escalofrío. Fue, probablemente, la respuesta a la vieja sospecha que, como digo, se presentó en los pantanos. Así lo interpreté…

Y en eso, mientras Aru iba cediendo en sus lágrimas y lamentos, algunos de los vendedores que se hallaban apostados al pie del negro muro de basalto, que rodeaba la mutatio o albergue, fueron aproximándose. Caminaban con curiosidad. Habían asistido a la escena e, intrigados, querían averiguar qué sucedía en sus dominios. La mayor parte, como ya referí, eran felah o campesinos de la aldea de Qazrin y alrededores. Todos los amaneceres bajaban al cruce de caminos e instalaban sus tenderetes junto a la transitada arteria. Allí pasaban el día, ofreciendo a gritos frutas, verduras, cerveza, guisotes de carne y pescado y, sobre todo, los típicos dulces de la zona: el «chocolate» de keratia, la semilla del haruv o algarrobo, unos granos azucarados y ricos en calcio. Otra de las debilidades del Maestro…

Primero murmuraron. Después, con un mayor atrevimiento, se acercaron al negro y, señalándolo, lo identificaron. Ahí empezaron los gritos, los insultos, las maldiciones y los lamentos. La situación se precipitó.

El resto de los vendedores, alertado por los que acababan de reconocer a Aru, se unieron al grupo inicial, ratificando la identificación y multiplicando el vocerío y la confusión. Calculé que, sumando mujeres y niños, los felah no bajarían de cuarenta o cincuenta.

Eliseo me buscó con la mirada. No supe qué hacer. El Maestro, con el manto entre las manos, parecía tan perplejo como nosotros.

—¡Es el ruah! —repetían, amenazadores—. ¡Es el diablo del kan!

Ruah, en efecto, era un término que servía para designar a un tipo de espíritu o demonio (probablemente importado de Babilonia) que se distinguía por su especial maldad y ferocidad.

Comprendí. Nos hallábamos a unos seis kilómetros del kan de los locos, y aquella gente, conocedora de los «inquilinos» del refugio de Assi, descubrió en el negro al salvaje ruah que vivía encadenado. Y todos, lógicamente, se preguntaban cómo había escapado.

Aru, atemorizado, retrocedió. Las mujeres, entre alaridos, buscaron a los más pequeños y, con las amplias y multicolores túnicas al viento, huyeron hacia la encrucijada. Otras, también a la carrera y entre idénticos gritos solicitando auxilio, se precipitaron en el patio que rodeaba la posada.

Los hombres, contagiados por aquel pánico supersticioso, imitaron inicialmente a las hembras. Sólo fue una reacción momentánea. A los pocos pasos, animados por tres o cuatro felah más audaces, reaccionaron. Volvieron a increpar al «demonio tatuado» y, avanzando lentamente, se dirigieron hacia nosotros. Los que marchaban en cabeza se hicieron con piedras y, levantándolas, se dispusieron a apedrearnos.

Instintivamente llevé los dedos a la parte superior de la «vara de Moisés», y acaricié la cabeza del clavo de cobre que activaba el sistema de defensa de los ultrasonidos.

No fue necesario.

Los gritos y el amenazador avance de la chusma terminaron por movilizar al asustado Aru. De un salto se separó del Maestro y corrió como un gamo hacia el patio enlosado. El murallón que protegía la posada lo ocultó tras unos segundos. Y los vendedores arreciaron en sus alaridos y amenazas, e iniciaron la carrera tras el «demonio».

Permanecimos inmóviles. Los individuos cruzaron ante nosotros y, sin mirarnos siquiera, se perdieron por el portalón.

Jesús procedió entonces a guardar el ropón en el saco de viaje y, con su habitual mutismo, se dirigió al interior del albergue.

La reacción del Galileo nos desconcertó. Aquello podía complicarse todavía más…

Eliseo se apresuró a seguirlo. Yo lancé una mirada a mi alrededor y, tras comprobar que la senda se hallaba desierta, me fui tras los pasos de mi compañero.

Los vendedores, en el centro de la explanada, formaban ahora un apretado círculo. Continuaban con los puños en alto, vociferando y blasfemando.

Temí lo peor. Aru, seguramente, estaba siendo acorralado y acosado. ¿Qué hacer? Nada. Ésas eran las normas de «Caballo de Troya». No podíamos intervenir. Sólo observar…

El Maestro rodeó la alterada cuadrilla de felah y, sin dudarlo un instante, siguió caminando hacia el arco de entrada de la posada propiamente dicha. Parecía conocer el lugar. Ésa, al menos, fue la primera impresión.

Y sin saber qué decisión debía adoptar, me dejé llevar por el instinto. Eliseo se abrió paso entre los nerviosos campesinos y yo hice otro tanto. La verdad es que no me agradaba la idea de que Aru fuera lapidado.

Y el Destino, una vez más, se burló de quien esto escribe…

Entre los felah, pálido, sin saber a quién escuchar, encontramos a un viejo conocido: Sitio, el homosexual y dueño de la posada en la que habíamos pernoctado de camino hacia el Hermón. Vestía una vaporosa túnica de seda azul que realzaba el estrecho y huesudo rostro y el cráneo mondo y lirondo. En la mano derecha brillaba un largo y afilado cuchillo. Del negro, ni rastro…

Los felah, todos a la vez, exigían la devolución del ruah. Sitio, sin comprender, solicitaba calma. Las mujeres lo habían alertado y ahora, en mitad de aquel manicomio, intentaba averiguar el porqué de la súbita invasión. Fueron necesarios algunos minutos. Finalmente, gritando por encima del tumulto, se hizo con el control. Los vendedores cedieron y alguien explicó la razón del revuelo.

—¿Aru? —preguntó a su vez Sitio, sin conceder crédito a lo que oía—. ¿Aquí? Imposible. Está encadenado… —las protestas regresaron.

Sitio, entonces, resignado, dio por concluido el asunto y autorizó a que registraran la posada.

Fue en esos momentos, al dispersarse, cuando Sitio se percató de la presencia de aquellos dos individuos, camuflados hasta esos instantes entre los felah. Nos reconoció de inmediato. Y, aturdido —¿o debería decir «aturdida»?—, se apresuró a saludarnos, pidiendo disculpas por lo impropio del recibimiento y, sobre todo, eso dijo, por no haber dispuesto del tiempo necesario para maquillarse. Eliseo y yo cruzamos una mirada de complicidad. Recordábamos muy bien el primer encuentro —más que un encuentro, una «aparición»—, la peluca amarilla, las castañuelas, la grotesca danza, con la que nos recibió en aquel mismo patio y el rojo cinabrio, espantoso, de los labios. Pero Sitio, sobre todo, era amable y considerado. Eso tampoco lo habíamos olvidado.

Esperó a que los vendedores hubieran terminado la búsqueda. Nadie encontró al «demonio del kan». ¿Qué había sido del enigmático negro? Y en esos minutos, mientras los felah iban y venían, Eliseo lo puso al corriente de lo acaecido en el kan, silenciando, inteligentemente, la presencia de Jesús en la posada.

—¿Assi liberó a ese «endemoniado»? Como manifestó en la primera visita, Sitio conocía bien a la gente de la zona. El esenio era un viejo amigo y, como era de esperar, no aceptó fácilmente la versión de mi hermano.

—No puede ser… Assi sabe que ese negro es peligroso. Tiene la fuerza de diez hombres y está loco. Nunca lo dejaría libre…

—Pues así fue —intervine, confirmando las palabras de Eliseo.

Sitio comprendió que nada ganábamos con semejante afirmación. Además, estaban aquéllos, los felah, anormalmente alterados.

Y tartamudeando a causa de un naciente miedo, preguntó casi para sí:

—Pero, entonces, ¿está aquí, en mi posada?

No supimos responder. No lo sabíamos.

—¿Y de quién dices que fue la brillante idea de soltar la cadena de Aru?

—De Jesús de Nazaret —replicó Eliseo, esperando la reacción del cada vez más sudoroso pompeyano.

Nosotros, en la primera entrevista, le habíamos hablado de Él, pero, en aquellos momentos, el Maestro era un perfecto desconocido. Sitio no supo darnos razón aunque, intrigado por nuestro interés hacia el Galileo, prometió indagar y, sobre todo, si coincidía con Él, hacerle una pregunta muy concreta: «¿Eres como Hillel[24]?». El homosexual, como también expliqué, era un rendido admirador de este sabio judío. Buena parte de las paredes del interior de la posada se hallaban repletas de pequeñas y grandes planchas de madera, pintadas o grabadas a fuego, en las que se leían frases, dichos y adagios de especial profundidad y sutileza. Sitio, a pesar de su tumultuosa vida, seguía buscando la verdad…

—¿Jesús de Nazaret?

Sitio recordó.

—¡El carpintero!… Vosotros teníais interés en encontrarlo.

Asentimos en silencio.

—¿Y quién es ése para actuar de forma tan negligente?

Nuevo silencio.

Sitio exigió una aclaración. Sencillamente, no la teníamos. Ni mi hermano ni yo sabíamos qué había sucedido. Imaginamos que el gesto de Jesús, al liberar al negro, fue una consecuencia de la bondad de aquel maravilloso Hombre. Sí y no. Pero de eso me ocuparé a su debido tiempo…

—Pregúntaselo tú mismo…

Mi respuesta, acompañada por una significativa sonrisa, iluminó el demacrado rostro de Sitio.

Señaló con el cuchillo la entrada de la posada y, arqueando las cejas, exclamó:

—¿Está ahí?

No esperó. Ignoró a los felah, que se dirigían ya hacia el portalón del albergue. Todo parecía volver a la normalidad. Y con su habitual y descarado contoneo de caderas y manos, se alejó hacia la pieza que hacía las veces de cocina y comedor.

Me eché a temblar. ¿Qué se proponía? ¿Se hallaba Aru en el interior?

Descarté la posibilidad. De ser así, los vendedores hubieran dado con él.

El tufo y la mugre me recordaron dónde estábamos. La posada de Sitio, como mencioné, no se distinguía, precisamente, por su pulcritud. La sala rectangular, pésimamente aireada por un par de estrechas troneras, mantenía el hedor y el desorden de un mes antes, cuando decidimos hacer un alto en el camino hacia las cumbres del Hermón.

Necesité unos segundos para acostumbrarme a la penumbra. Un par de lámparas de aceite descansaban sobre los tableros negros y sebosos de otras tantas mesas de pino carrasco, situadas en paralelo en el centro de la cocina-comedor.

El lugar, aparentemente, se hallaba desierto. Ésa fue la primera impresión…

Al poco, mientras la anfitriona trasteaba entre los pucheros, distinguí la breve luz amarilla de otra lucerna. Se movía en la casi oscuridad de uno de los rincones, frente a la pared que se levantaba a nuestra izquierda. Eliseo y yo, sin saber qué partido tomar, continuábamos inmóviles bajo el arco de entrada.

Sitio destapó una de las cinco tinajas que formaban el típico mostrador de aquellas posadas y de las tabernas en general y llenó una jarra con un vino tinto y espeso. Hizo una señal y nos indicó una de las mesas. Obedecimos, tomando asiento en la más cercana a la pared en la que seguía moviéndose la lucecilla.

Eliseo me advirtió:

—Es Él…

Así era. Al desplazarse, distinguí la corpulenta y familiar silueta del Hijo del Hombre. Portaba la lucerna en la mano izquierda, alzándola y bajándola a lo largo del muro. Comprendí. Jesús se hallaba absorto en la lectura de las leyendas que Sitio había colgado en tres de las paredes. Recuerdo que en la anterior visita acerté a leer unas treinta, la mayoría en griego internacional (koiné) y arameo. Algunas eran de Hillel. En mi saco de viaje, justamente, guardaba una de estas tablillas, regalo de Sitio. «Creí no tener nada —rezaba la sentencia—, pero, al descubrir la esperanza, comprendí que lo tenía todo».

Rechazamos el vino. Demasiado temprano para nosotros…

Sitio, todavía tembloroso, apuró el vaso y contempló en silencio los lentos movimientos del carpintero.

—No es posible —susurró—. Tiene que haber un error. Assi nunca permitiría que soltaran a ese poseso. Si mata a alguien…

Colmó una segunda ración y, sin esperar respuesta, prosiguió el cuchicheo:

—En Roma, esto no hubiera sucedido… Por supuesto, si lo atrapo, lo devolveré a su legítimo dueño[25].

Sitio, probablemente, sabía que la Ley protegía al esclavo fugado. El Deuteronomio (23, 16-18) lo dice con claridad: «No entregarás a su amo al esclavo que se haya acogido a ti huyendo de él. Se quedará contigo, entre los tuyos, en el lugar que escoja en una de tus ciudades, donde le parezca bien; no lo molestarás».

Se lo recordé, pero eludió la cuestión, argumentando que «esa falsa ley judía no iba con él».

—Como pompeyano y como ciudadano romano… —no alcanzó a concluir la frase.

Del fondo, con la flama amarilla en la mano, se destacó la figura del Maestro. Avanzó hacia la mesa y, al llegar a la altura de Sitio, depositó la lámpara de aceite junto a la jarra de barro.

Fue cuestión de dos o tres segundos.

Jesús miró fijamente al homosexual. Fue una mirada tan intensa como acogedora. No hubo palabras. Sitio, con su especialísima sensibilidad, debió de notar la fuerza de aquellos ojos. Observé cómo parpadeaba, nervioso. Trató de articular alguna palabra. Imposible. Su rostro había palidecido nuevamente…

Y Jesús, manteniendo la mirada en la del aturdido anfitrión, comentó:

—Vamos…, debemos seguir el camino.

Eliseo y yo nos pusimos en pie, dispuestos a reanudar la marcha. Y, súbitamente, dejando el vaso sobre el tablero de pino, Sitio se alzó y preguntó:

—¿Eres tú como Hillel, el sabio…?

Dudó, pero, amparándose en la luz de los ojos del Galileo, concluyó lo que pretendía decir.

—… Estos griegos aseguran que eres mucho más.

Nosotros no habíamos dicho tal cosa, pero guardamos silencio. Hablaba con razón.

El Maestro fue a colocar las manos sobre los hombros de Sitio. El jefe de la posada no supo qué hacer, ni qué decir. Aquel gesto típico y entrañable terminó por desarmarlo. Apuntó una fugaz sonrisa y, supongo, traspasado por la cordialidad de aquel Hombre, bajó los ojos, enrojeciendo.

—Amigo —respondió el Maestro con dulzura—, no soy como Hillel…

Sacudió levemente los hombros, reclamando toda la atención del ruborizado Sitio. El «hombre» obedeció al punto y devolvió la mirada.

—Soy la esperanza…

Y señalando con la mano izquierda la pared que tenía a su espalda, añadió:

—… La que ahora te falta…

Lo había hecho, una vez más. Nunca me acostumbré. ¿Cómo podía saber que, en aquel muro, faltaba una tablilla de madera? Casualmente (?), la que hablaba de la esperanza, la que yo guardaba en el petate…

Y desviando los ojos hacia este atónito explorador, me hizo un guiño.

—Sí —balbuceó Sitio—, tienes razón. Pero dime, ¿cómo puedo recuperarla?

—La esperanza, querido amigo, siempre está contigo. Ahora duerme. Algún día despertará…

—¿Algún día? —reclamó Sitio, impaciente—. ¿Cuándo?

—No ha llegado mi hora…

—Pero ¿quién eres tú?

—Te lo he dicho: soy la esperanza. El que me conoce confía…

—Quiero conocerte mejor…

Jesús, conmovido, accedió en parte a la petición.

—Si tanto lo deseas…

Sitio animó al Maestro con varios y afirmativos movimientos de cabeza. El magnetismo de aquel Hombre lo había cautivado definitivamente…

—… busca a Aru. La esperanza va con él.

—¿Aru?

—Después, cuando oigas que el Hijo del Hombre está entre vosotros, si lo sigues deseando, búscame… —el posadero no comprendió.

—Búscame —insistió el Galileo— y, juntos, despertaremos a la esperanza…

—¿El Hijo del Hombre? ¿Quién es? ¿Dónde lo encontraré?

Jesús cargó el saco de viaje. Sonrió de nuevo a Sitio y, antes de alejarse hacia la puerta, le recordó y nos recordó:

—No ha llegado mi hora…

Y allí quedó el desconcertado jefe del albergue. ¿Qué quiso decir al referirse al negro «tatuado»? ¿Por qué la esperanza iba con él? ¿Por qué no se identificó plenamente? ¿Por qué invitó a Sitio a que lo buscara más adelante, cuando aquellas gentes empezaran a conocerlo como el Hijo del Hombre?

No supe responderme y decidí aguardar. Era lo único que podía hacer. Él sabía…

Fue una hora después, hacia la tercia (las nueve de la mañana, aproximadamente), cuando Eliseo rompió el silencio. Nos hallábamos en el cruce de Jaraba, el lugar en el que el niño sordomudo —Denario— tuvo la mala fortuna de caer arrollado por uno de los asnos nubios de Azzam, el árabe que traficaba con el preciado vino de enebro. Faltaban dos horas y media, según mis cálculos, para divisar la plateada superficie del yam, aceptando que Jesús se dirigiera hacia dicho mar de Tiberíades…

Al cruzar el nuevo entramado de vendedores, mi hermano y yo bajamos las cabezas, procurando que no nos reconocieran. El no muy lejano incidente en aquel paraje, en el que me vi en la necesidad de dejar inconscientes a tres de los campesinos, no había sido de nuestro agrado. Si alguien nos recordaba, los problemas podrían regresar.

Nada ocurrió.

Y cuando estábamos a punto de dejar atrás al grueso de los felah, Eliseo, como digo, planteó una pregunta al Galileo. La cuestión, por lo inesperada y audaz, me dejó mudo. Yo jamás me hubiera atrevido con un tema semejante. Eliseo, sin embargo, era así y, en buena medida, lo agradecí. Hoy sé más gracias a él…

—Dime, Señor, ¿cómo explicar la homosexualidad en un reino tan perfecto como el del Padre?

Entre curioso y algo violento, aguardé la respuesta del Maestro. Pero Jesús, como si no hubiera oído, continuó caminando, escoltado por estos expectantes exploradores.

Comprendí las dudas de Eliseo. Sitio, además de pagano, era homosexual. Es decir, doblemente culpable a los ojos de los ortodoxos y estrictos observadores de la Ley de Moisés. Yavé los condenaba sin concesiones. La sodomía, apuntada ya en el Génesis (corrupción en Sodoma), era causa de lapidación. La unión con varón (así lo confirma el tratado Yebamot, cap. 8) era un crimen que merecía la muerte. Y lo peor es que la Ley mosaica y las tradiciones orales judías introducían en la misma «olla» y en el mismo concepto a eunucos, afeminados, andróginos (individuos de doble sexo), castrados y personas de sexo dudoso. El Deuteronomio (Yavé, en definitiva) lo proclama con claridad: «No llevará la mujer vestidos de hombre, ni el hombre vestidos de mujer, porque el que tal hace es abominación a Yavé, tu Dios» (22, 5). (Los judíos lo incluyeron entre los 365 preceptos negativos que todos debían evitar). El desprecio de los rigoristas era tal que llegaron a incluirlos en una lista en la que, obviamente, ocupaban los últimos lugares (véase Tos. Meg. II, 7). Los primeros —los más dignos— eran los sacerdotes, levitas e israelitas de pleno derecho (por este orden), seguidos de los prosélitos, esclavos emancipados, hijos ilegítimos de sacerdotes, esclavos del Templo, bastardos y, por último, los homosexuales, incluyendo a los castrados, tumtôm (individuo con sus partes sexuales ocultas) y hermafroditas. Yavé —eso dice el Pentateuco— los maldecía, y rechazaba, incluso, a aquellos cuyos órganos genitales hubieran sido aplastados o amputados (Deuteronomio 23, 1)[26]. Esta condición de homosexual, andrógino, etc., suponía una permanente mancha como «pecador». Eran sospechosos de relaciones sexuales «no autorizadas» y, consecuentemente, candidatos a la pena capital, como proclaman los Libros Sibilinos. Los hermafroditas[27] corrían con la peor parte. Eran considerados monstruos de feria y repudiados en su doble y supuesto papel de afeminado y mujer. Sobre ellos caía la impureza del semen y de la sangre menstrual. Así lo refleja la Misná (tratado Bikkurim): «Los andróginos se contaminan con lo blanco [esperma], como los varones, y con el rojo [menstruación], como las mujeres… Pueden traer las primicias [al Templo], pero no pueden hacer la recitación, ya que no pueden decir: "Que tú, Señor, me diste"». (Deuteronomio 26, 10). Según la Ley, «no podían estar solos, con los hombres, como las mujeres, ni tampoco solos con las mujeres, como los varones». No heredaban, como las mujeres. Tampoco estaban capacitados para declarar en un juicio o comer las cosas santas, exactamente igual que las hembras. No eran nada.

Jesús, por tanto, empezaba a tomar posiciones. Llamar «amigo» a un homosexual era un precedente que no debíamos olvidar. Estábamos aún en el año 25…

De pronto se desvió y fue a orillarse al filo izquierdo de la ruta. Allí, sobre la ceniza, entre voluminosos cestos de hoja de palma, aguardaba sentado un anciano badawi (beduino). Era un vendedor de uva.

El Maestro, curioso, paseó la vista por los apiñados racimos. Estaban casi recién cortados. Eran las célebres uvas de la alta Galilea, en especial, de las regiones de Batra y Rafid. Había granos rojos, de terciopelo, llamados arije, cultivados en cepas de un metro de altura. Otros, también enormes, originarios de África, brillaban en un negro terso y azabache. Distinguí igualmente las verdiblancas, del tipo albillo y abejar, de hollejos delgados y gruesos, respectivamente, dulcísimas…

El nómada, esperanzado ante la presencia de aquellos posibles compradores, espantó los escuadrones de avispas que zumbaban sobre los canastos y en un arameo de hierro animó al cliente más próximo —en este caso, Jesús— a que probara el género.

—… Las anavim (uvas) son un regalo de los dioses —dijo—. Además, aclaran la piel. Iluminarán tu rostro…

Jesús deslizó la mano izquierda sobre unos racimos blancos, con pintas negras, y, tras dudar, arrancó uno de los granos. Lo alzó y, dirigiéndolo hacia el sol, contempló satisfecho la textura y la firmeza de la pulpa. Después dio media vuelta y se lo ofreció al ingeniero, invitándolo a que lo degustara. Y, feliz, preguntó:

—¿Qué me decías?

Eliseo, desconcertado, no respondió. Ambos sabíamos que el Maestro había oído perfectamente y que su memoria era excelente. Algo tramaba…

—Muy dulce —replicó mi hermano finalmente—. En cuanto a mi pregunta…

Lo vi dudar. Pensé que daba marcha atrás. Pero no. Eliseo no era de los que se atrancaban o retrocedían. Miró de frente al Maestro y prosiguió:

—… sólo quería saber qué opinas de la homosexualidad…

Jesús lo contempló en silencio. Adiviné unos gramos de ironía en la mirada. Los tres recordábamos la pregunta inicial. El sentido no era el mismo. El Galileo, sin embargo, borró con rapidez aquella leve sombra y, depositando las manos sobre los fornidos hombros del ingeniero, respondió en un tono que no admitía discusión:

—Hijo, ¿crees que el Padre comete errores?

Acto seguido, sin esperar respuesta, pagó un cuadrante (un cuarto de as, pura calderilla) por un racimo largo y ralo de la uva que había ofrecido a Eliseo, nos invitó a compartirlo y reanudó la marcha.

Casi no hablamos en el resto del camino.

Desde entonces he tratado de resolver el enigma que dibujó en el aire el Hijo del Hombre. No estoy seguro de haberlo logrado…

¿Qué quiso decir? El ejemplo utilizado —el grano de uva: dulcísimo y perfecto— fue muy didáctico. Así lo estimamos Eliseo y yo. Además de la belleza de aquella uva engor, su contenido no podía ser más rico y equilibrado[28]. Si Dios era el responsable de semejante perfección —proseguí con mis reflexiones—, ¿cómo entender una «anomalía» como la homosexualidad? ¿Cómo explicar otros «errores» (?) de la naturaleza? ¿Por qué los síndromes que acabábamos de contemplar en el kan del Hule? Si el reino del Padre es perfecto —como expuso mi hermano en su primera pregunta—, ¿cómo interpretar tanta miseria y dolor?

En esos momentos, camino del yam, me vino a la mente un comentario del Galileo. La noche anterior, mientras conversábamos, al interrogarlo sobre los malvados y la justicia divina, Él replicó con aquella seguridad que me desconcertaba: «Éste es un lugar especial. Aquí, por expreso deseo de la divinidad, se autoriza todo: lo más noble y lo más bajo… Pero eso, Jasón, no significa que la creación se le haya ido de las manos al Padre». Pensé que se refería al kan. Ahora sé que no fue así. El Maestro hablaba de nuestro mundo. ¿Un lugar especial? ¿Un planeta experimental, quizá, en el que «alguien» permite e, incluso, programa la enfermedad y el mal químicamente puro? Jesús nunca mentía. Si Él decía que la Tierra es un lugar especial, así debía de ser. Y me prometí profundizar en ello. No sé por qué, pero intuí que la respuesta proporcionada a Eliseo —«¿Crees que el Padre comete errores?»— guardaba una estrecha relación con el citado comentario del Maestro en el kan, junto al fuego: «Éste es un lugar especial…». Si la homosexualidad es algo «previsto» por los cielos —ni siquiera me planteé las razones— su posible origen genético sería más fácil de entender[29]. De ser así, ¿por qué condenarla o despreciarla? «La homosexualidad no es un error de Dios». Así interpreté las palabras de Jesús. Somos nosotros los ignorantes. «Todo obedece a un orden…».

Al dejar atrás el «calvero del pelirrojo», Jesús apretó el paso, distanciándose de estos exploradores. Poco después, al cruzar el puente sobre la primera desembocadura del río Jordán, siguió recto. Sólo entonces supimos con certeza que se dirigía a Nahum (Kefar Nahum), también conocida por los cristianos como Cafarnaún. Los mojones o miliarios marcaban 3,3 millas romanas a esta población y otras dos a Beth Saida Julias. En menos de una hora, avistaríamos Nahum.

Observé el sol. Se aproximaba al cénit. Estábamos cerca de la sexta (doce del mediodía). Y me pregunté: si el Maestro se detenía en Nahum, ¿qué haríamos? ¿Y por qué iba a detenerse? Realmente, nada sabíamos sobre los panes inmediatos del Galileo. ¿Tenía familia en aquel pueblo? ¿Podía ser un lugar de paso —quizá para pernoctar— como lo fue el kan de Assi? Lo único claro es que, una vez en Nahum, nos hallaríamos a poco más de nueve kilómetros de la cumbre del Ravid. Allí seguían la «cuna» y nuestras reservas de antioxidantes. Quizá deberíamos ascender al «portaaviones» y verificar el estado general de la nave. Aunque todo se encontraba en las inmejorables manos del ordenador central, la intranquilidad aparecía de vez en cuando. «Si el Destino así lo quiere —me dije—, hoy mismo estaremos en nuestro hogar. El ocaso será a las 17 horas y 38 minutos. Hay tiempo suficiente para llegar a lo alto con luz».

Pero el Destino tenía otros planes…

No tardamos en divisarlo.

Nahum, como ya he referido en estas apresuradas memorias, era un pueblo grande; no me atrevería a calificarlo de ciudad. Reunía unas nueve mil almas, aunque la población flotante era notable.

Mi hermano y yo detuvimos la marcha unos instantes. El Maestro seguía a la vista, a escasa distancia.

Nahum era un todo negro, sin límites precisos, a excepción del yam o mar de Tiberíades, que se presentó azul y rizado por el extremo sur. La piedra negra y volcánica —el basalto— lo dominaba todo en aquel núcleo cosmopolita, ubicado en un privilegiado cruce de caminos. Era como una Jerusalén en miniatura. Aunque Nahum era judía, sus habitantes formaban una intrincada mezcla de gentiles, entre los que destacaban fenicios, beduinos, griegos, egipcios, mesopotámicos e, incluso, orientales, procedentes de las lejanas regiones de las actuales China e India. Allí coincidían las caravanas procedentes de la Nabatea, de Tiro, del delta del Nilo, de la ruta de la seda y del reino de Saba, entre otros. Allí, en sus calles y en sus mercados, convivían en paz credos, filosofías y esperanzas. Allí se adoraba a los dioses de Numidia, Córcega, Grecia, Egipto, los desiertos líbicos, la Galia, Persia, las remotas tierras germánicas y, naturalmente, al severo Yavé.

El humo blanco de los hogares fue tumbado repentinamente, difuminando la masa negra del pueblo. Era el aviso. El puntual viento del oeste se había arrojado sobre el Kennereth, agitando las aguas del lago y dando vida a las embarcaciones que lo cruzaban. El maarabit soplaría hasta la puesta de sol. A partir de esos momentos, Nahum, como otros pueblos y aldeas de las costas del yam, era casi irrespirable. El polvo de las calles se ponía en pie, y los torbellinos, con el humazo de los fogones, deambulaban por las esquinas, hiriendo y sofocando a cuantos alcanzaban.

Eliseo insinuó que no debíamos perderlo. Tenía razón. Si el Maestro desaparecía de nuestra vista, podríamos tener problemas…

Y siguiendo su consejo, lo alcanzamos en el pequeño puente que saltaba sobre el río Korazaín, en las cercanías de Nahum. Las aguas, terrosas, bajaban mermadas como consecuencia del estío.

Y, de pronto, apareció…

Lo olvidé, una vez más.

Junto al puentecillo, a nuestra izquierda, se presentó el viejo caserón de una planta que hacía las veces de «aduana». Al recordar, el corazón se sobresaltó. Allí trabajaba Mateo Leví, uno de los íntimos de Jesús. Mejor dicho, uno de los que —en el «futuro»— llegaría a ser su discípulo.

¿Cómo reaccionaría el Maestro? ¿Sabía ya quiénes formarían ese inicial grupo de apóstoles? Después de lo que había visto y oído en aquellas semanas, ¿de qué me asombraba? ¡Pobre ignorante! ¡No sabía nada sobre aquel Hombre!

El edificio, tan negro como la reputación de los inspectores del fisco que lo habitaban, era un lugar obligado. Se hallaba cercano al límite de los territorios regentados por Filipo, al norte, del que regresábamos, y Herodes Antipas, su hermanastro, que reinaba —en teoría— en la Galilea y la Perea. Todo el que cruzaba en uno u otro sentido era inspeccionado. El «peaje» dependía de la carga y del buen humor del publicano de turno…

Nos aproximamos despacio.

En la fachada norte, difuminado entre las sombras de dos frondosas higueras, roncaba un inofensivo Mateo (su nombre, en realidad, era Matatiahu). En esa misma pared, apoyados en las piedras de basalto, descansaban las picas, los escudos rojos y ovalados y los temibles gladius hispanicus (las espadas de doble filo) de los soldados romanos que custodiaban habitualmente el lugar. No acertamos a verlos. Quizá descansaban o dormían en el interior de la «aduana». La temperatura en el yam debía de rondar los 25 grados Celsius…

Me alegré. La presencia de las tropas auxiliares —generalmente, samaritanos, sirios o germánicos—, de muy baja extracción social, era casi siempre una fuente de conflictos. Yo lo sabía por experiencia…

Esperamos la reacción del Maestro. No se movió. Durante unos segundos permaneció inmóvil a un par de pasos del recaudador de impuestos. Ni Eliseo ni yo nos atrevíamos a respirar. Sólo se oían los ronquidos —heroicos— y el zumbar de los insectos, apiñados bajo la frescura de las grandes hojas verdes de las higueras.

Mateo, como ya he dicho, era relativamente joven. En aquellas fechas (año 25 de nuestra era) contaba unos treinta y un años. La misma edad del Maestro. Y digo relativamente joven porque, en ese tiempo, la expectativa media de vida, para los varones, no superaba los cuarenta y cinco años…

Recostado en el muro, con una túnica blanca de lino empapada en sudor, Mateo replicaba de vez en cuando, y automáticamente, al asedio de moscas e insectos. Siempre lo conocí enjuto, ligeramente encorvado y con los cabellos rubios y ondulados meticulosamente lavados y peinados, descansando sobre los estrechos hombros. Su estatura —alrededor de 1,75 metros— y aquel perfil afilado proporcionaban una impresión equivocada. El publicano no era frágil. Todo lo contrario. Mateo era un judío de una especial fortaleza exterior…, e interior. En breve lo comprobaríamos…

Curioso Destino. El Maestro, de pronto, fue a tropezar con los dos símbolos más aborrecidos por sus compatriotas, los judíos: el invasor romano y los publicanos o recaudadores de hacienda. Estos últimos eran especialmente odiados por la población. Los gabbai —así los llamaban— representaban otro de los oficios despreciables, que rebajaban socialmente de forma inexorable (en una de las listas de los judíos ortodoxos, «Sanhedrin 25» aparecían en el último puesto, por debajo de los jugadores de dados, los prestamistas, los organizadores de concursos de pichones y de apuestas en general, los traficantes de productos del año sabático y los pastores). Al margen del trato despótico y de la falta de escrúpulos de dichos publicanos —no todos actuaban tan desvergonzadamente—, lo cierto es que la nación israelita los veía como una prolongación de Roma, los miserables kittim. A los impuestos de naturaleza religiosa, los judíos debían sumar los civiles, con el agravante de que esas tasas enriquecían a los invasores[30] y a sus colaboradores. Los publicanos tenían fama de ladrones, mentirosos y traidores. Eran «pecadores» de la peor calaña, a la misma altura de bastardos y paganos. Nadie les daba crédito. Nadie los escuchaba. Vivían prácticamente apartados, con una escasa relación vecinal. Si alguien simpatizaba con ellos o se sentaba a su mesa —éste fue el caso del Hijo del Hombre durante la vida pública o de predicación—, automáticamente era considerado «pecador» y, lo que era peor, «traidor» a la nación judía.

Ésta, en principio, era la «tarjeta de presentación» del hombre que teníamos delante…

En una de aquellas bruscas maniobras, al espantar con las manos las moscas que lo martirizaban, Mateo abrió los ojos. En un primer instante, al descubrir las tres figuras inmóviles y silenciosas, pendientes de su persona, el recaudador se alteró ligeramente. Parpadeó nervioso y los ojos azules trataron de acomodarse a la intensa luz del mediodía. Pero, con un excelente dominio de sí mismo, nos recorrió uno por uno, comprendiendo que su descanso había terminado.

Jesús le facilitó las cosas. Abrió el saco de viaje y, sin mediar palabra, lo aproximó a sus pies. Mateo Leví no respondió a las indicaciones del Maestro. Aunque él sabía que debía revisar el petate, continuó con la mirada fija en la del Galileo. Tuve la sensación de que trasteaba en la memoria. Quizá lo había visto antes. Quizá el rostro de Jesús le resultaba familiar. Nunca llegué a saber el porqué de aquel intenso y extraño cruce de miradas. Miento: en el caso del Maestro, sí lo sospeché. Él «sabía» quién era Mateo y lo que sucedería en cuestión de meses…

El publicano bajó la vista y, finalmente, curioseó en el interior del saco de viaje del Galileo.

De pronto dio con algo que, al parecer, llamó su atención. Alzó los ojos y con aquella voz aflautada, característica de Mateo, interrogó a Jesús, al tiempo que lo extraía del petate.

—¿Y esto?

El Maestro se encogió de hombros y, señalando a Eliseo, comentó:

—Un regalo…

Mateo no respondió. Inspeccionó la húmeda tela que cubría las pequeñas raíces del vastago y, serio, exclamó:

—Apresúrate… Puede morir.

El Hijo del Hombre tomó entonces el retoño de olivo que, efectivamente, le había regalado mi hermano en su treinta y un cumpleaños, en las cumbres del Hermón, y con énfasis, sentenció:

—En mis manos, nada muere. Y mucho menos la paz…

Y recordé con emoción las palabras del Maestro en aquel 21 de agosto, al recibir el olivo que nos entregó el general Curtiss: «… Un regalo de otro mundo para el Señor de todos los mundos… Lo plantaremos como símbolo de la paz… La paz interior: la más ardua…».

—De todas formas —insistió el publicano—, apresúrate…

El Hijo del Hombre guardó con mimo el vastago y replicó con unas frases que Mateo, lógicamente, no comprendió en esos momentos.

—Nunca tengo prisa… Dios actúa, pero nunca con prisa… Cuando llegue la hora, cuando decida plantar la paz en los corazones, tú serás de los primeros en saberlo…

—Está bien —repuso el recaudador con sorna—, también los gabbai tenemos derecho a un poco de paz… De momento, esa paz te costará un as…

»En cuanto a vosotros —añadió sin mirar nuestros sacos—, con dos leptas cada uno será suficiente…

Pagué el «peaje» y nos alejamos del caserón. Mateo volvió a buscar acomodo bajo las higueras y, al poco, los ronquidos sonaron «5x5» (fuerte y claro) a nuestras espaldas.

Y el Maestro, tomando la iniciativa, rodeó la aduana, encaminándose despacio hacia la tela de araña que formaban los huertos y las plantaciones que rodeaban Nahum por aquel flanco oriental.

No sé de qué me sorprendía…

Jesús de Nazaret era así. Durante el tiempo que permanecimos con Él jamás se alteró por aquello que disgustaba a sus paisanos. El encuentro con el publicano y con las armas de los kittim no pareció molestarle. No torció el gesto ni se permitió comentario alguno al respecto. Nunca, que yo recuerde, se pronunció en contra —ni tampoco a favor— del invasor de su país o de la odiada presencia de los recaudadores. En ese aspecto fue también rotundo. Jamás mezcló la política o los negocios con su misión. Jamás.

Eliseo preguntó en voz baja si tenía idea de nuestro destino inmediato. Negué con la cabeza. Lo único que estaba claro era que el Galileo pretendía llegar a algún punto del pueblo.

Y con un perfecto conocimiento de la zona, el Maestro avanzó por los senderillos que esquivaban los muretes de piedra negra que delimitaban las decenas de frondosos huertos en los que destacaban altos nogales, granados, almendros, higueras y tupidos sicómoros. Apenas vimos felah. El intenso calor en el yam no hacía aconsejable el trabajo al aire libre. Imaginé que la mayoría de los campesinos, al igual que Mateo, el publicano, procuraban aliviar el rigor de aquellas horas con un buen sueño y una mejor sombra.

Algunos respondieron al saludo del Maestro, llamándolo por su nombre: «Yehošu'a» o «Yešúa'» («Yavé salva») [el Hijo del Hombre nunca recibió el nombre de Jesús. Esta designación fue muy posterior[31]]. Estaba claro que lo conocían. Y recordé las informaciones del viejo Zebedeo, el propietario de los astilleros en los que, al parecer, había trabajado el Galileo durante una temporada. Era verosímil que Jesús se hubiera alojado en Nahum durante ese tiempo. ¿Era por eso por lo que devolvían el saludo, añadiendo el «Yesúa'»?

Al dejar atrás el cinturón verde que rodeaba la población, el viento del Mediterráneo, colgado hasta esos instantes entre los frutales, se dejó caer sobre los callejones que formaban aquella parte del pueblo. Y azotó tenaz, rebozándonos en la mezcla de polvo y ceniza volcánica que «pavimentaba» Nahum.

Jesús siguió caminando con absoluta seguridad. La zona, en el extremo oriental, era desconocida para mí. Supuse que el Galileo había elegido un atajo, evitando las calles más concurridas. Pero, al momento, comprendí que estaba especulando.

Y, como pude, entre torbellino y torbellino, intenté hacerme con un máximo de referencias, siempre útiles a la hora de desplazarnos.

Nahum, salvo las dos calles principales, diseñadas según el patrón helénico-romano (cardo maximus y decumani), es decir, en forma de cruz, y un puñado de calzadas que interceptaban vertical y horizontalmente a estas vías básicas, era otro endiablado laberinto, relativamente parecido al de los barrios antiguos de la Ciudad Santa. Nos costó un tiempo, pero, finalmente, logramos orientarnos en aquel pandemónium de callejuelas.

¿Callejuelas? La mayoría era un dédalo de callejones, estrechísimos, en los que apenas podían cruzarse dos personas. Las casas, todas en piedra negra, casi siempre de una sola planta —excepción hecha del «centro»—, penetraban unas en las otras, haciendo invisible la separación entre propiedades. Nunca supimos dónde empezaba y dónde terminaba la vivienda de una familia.

El maarabit golpeaba los toldos que, con buen criterio, eran amarrados, durante los días veraniegos, de una terraza a otra, proporcionando así una temperatura más suave a los transeúntes y, por añadidura, unas sugerentes tonalidades naranjas, verdes y blancas a cuanto formaba parte del callejón en cuestión.

Algunas mujeres, alertadas por el ímpetu del viento, se asomaban a las estrechas ventanas —casi troneras—, avisando a las vecinas con agudos chillidos. Nos observaban brevemente, y desaparecían en las tinieblas, atrancando con fuerza las contraventanas de madera. Más allá, otras matronas repetían la operación, burlando así al mortificante viento.

Traté de distinguir en el interior de las casas. Imposible. La mayoría de las puertas, anchas y no muy altas, aparecía, cubierta con una tupida red embreada que hacía imposible la observación desde el exterior. No ocurría lo mismo desde el interior…

En algunos patios abiertos sí acerté a descubrir las siluetas de sus habitantes, casi todos mujeres. Cocinaban, lavaban o atendían a los más pequeños. La lucha con el humo de los fogones era una batalla perdida. Y la tos y los lamentos se sumaron a los gritos de las «avisadoras», al llanto de los niños y a los amenazadores ladridos de los perros.

Jesús, inmutable, prosiguió. El terreno seguía descendiendo con suavidad.

¿Hacia dónde nos dirigíamos? Ni idea.

De vez en cuando, el Maestro y estos exploradores, forzados por la aparición de uno o varios asnos, nos veíamos en la necesidad de hacernos a un lado y refugiarnos en los huecos de las puertas o en el umbral de los patios. Animales y burreros tenían preferencia. Ésa era la costumbre.

Y fue en una de esas obligadas pausas, mientras aguardábamos el paso de uno de aquellos altos y marrones onagros, cargado de pescado del yam, cuando, entre los muros, divisé algo que me llamó la atención. No se hallaba muy lejos. Quizá a un centenar de metros, al otro lado del río, que se deslizaba perezoso hacia el lago. Al principio no supe qué hacía aquella gente. Después, al observar las pequeñas llamas y el humo que coronaban buena parte del montículo, creí entender. Era el basurero de Nahum…

Alrededor de veinte individuos, todos ellos portando sacos y canastas, se desplazaban lentamente sobre la géhenne[32], buscando y seleccionando lo que otros desechaban.

El Destino, como siempre, me tenía reservada una sorpresa, directamente relacionada con aquel grupo de infelices. Pero de eso espero ocuparme en su momento…

Y poco a poco dejamos atrás el laberinto de piedra, el tufo de las hornillas, los chillidos y los rebuznos, la peste a orín, el rítmico golpeteo de las ventanas y el silbido del maarabit, enredado en toldos y redes.

La reconocí al momento.

Al salir del barrio oriental fuimos a desembocar al cardo, la calle principal de Nahum. La arteria, de unos seis metros de anchura, dividía el pueblo de norte a sur. Yo la había recorrido en diferentes oportunidades. La primera con Jonás, un felah amable que me prestó un buen servicio al conducirme hasta el astillero de los Zebedeo, en la desembocadura del río Korazaín.

El flujo de gente era menor. Supuse que la hora, con el sol en lo alto, y el rebelde viento no propiciaban las visitas a los comercios que se alineaban a uno y otro lado de la calzada, bajo los pórticos. Los comerciantes, aburridos, peleaban con el maarabit, protegiendo el género con grandes paños de tela. Aun así, a cada racha, frutas, verduras, carnes, especias, cereales y pescado resultaban contaminados con nuevas dosis de polvo y ceniza.

Noté una cierta alegría en el rostro de Jesús. Y sus ojos buscaron entre los paseantes y curiosos. Tuve la sensación de que esperaba encontrar a alguien entre los que iban y venían…

Seguimos caminando hacia el sur, en dirección al puerto, y quien esto escribe, contagiado por el mismo sentimiento, se dedicó a explorar los rostros de los clientes que inspeccionaban las mercancías o que regateaban con los encargados o dueños de los negocios. Pero ¿a quién debía hallar? ¿Quizá al viejo Zebedeo o a sus hijos, Santiago y Juan? Si la memoria no me traicionaba, en esos momentos eran los únicos del círculo del Maestro que frecuentaban Nahum. Su residencia, como mencioné, estaba en la aldea cercana de Saidan.

Y el Maestro aminoró el paso. Finalmente se detuvo. Nos encontrábamos a no mucha distancia del muelle. Quizá a un centenar de metros.

Eliseo y yo permanecimos muy cerca, expectantes. ¿Qué pretendía?

La mirada quedó fija en un muro de unos tres metros de altura. Era una típica construcción de Nahum: piedra negra basáltica, en forma de disco, apilada cuidadosamente y con los intersticios rellenos de barro y guijarros. Corría a lo largo de unos veinte metros, a la derecha del cardo (tomaré como referencia la dirección sur-norte que llevábamos en esos momentos). Casi en el centro se abría un portalón. Aquella fachada se hallaba retranqueada respecto a los pórticos y galerías del resto de la calle, formando una breve y estirada explanada. Aquel espacio, como el resto del cardo, aparecía enlosado con grandes planchas de basalto, desgastadas y brillantes por el paso del tiempo y de las caballerías. Tres escalones ayudaban a llegar a la base del portalón. Aquel sistema, elevando el nivel de las construcciones sobre el cardo maximus y el decumani, era muy útil. En invierno, con las fuertes lluvias, evitaba que el agua inundara las casas.

El Maestro siguió observando. No dijo nada. Parecía disfrutar con la visión de la puerta, totalmente abierta, y con las paredes que sobresalían por encima del muro. En un primer momento, mejor dicho, en un primer examen, no supe qué pensar. Podía tratarse de una de las habituales viviendas judías, compartidas generalmente por varias familias. Dos de los habitáculos, como digo, se alzaban por encima del muro protector, alcanzando los cuatro y seis metros de altura, respectivamente. Las azoteas aparecían protegidas por sendos muretes, tal y como indicaba la Ley. El Deuteronomio (22, 8) exigía que el terrado estuviera provisto del correspondiente pretil, «para que tu casa no incurra en la venganza de sangre en el caso de que alguno se cayera de allí». Por debajo de la protección señalada por Yavé, distinguí las vigas de sicómoro (resistentes a los gusanos) que armaban la techumbre. (En aquella región, los tejados eran frágiles. Los construían con las referidas vigas y un armazón de cañas, palos y viguetas sobre el que se extendía una gruesa capa de barro mezclado con paja. Al finalizar el período de lluvias, los propietarios remodelaban y alisaban la azotea). Algo más abajo, las negras paredes habían sido abiertas con cuatro o cinco troneras, a cuál más estrecha, y cuya misión, en aquel caluroso clima, era, sobre todo, la ventilación.

¿Estábamos frente a una vivienda judía? Al reparar en las jambas de piedra del portalón me asaltó la duda. Allí no figuraba la mezuzah, el pequeño estuche metálico de apenas diez centímetros de longitud que se empotraba a la derecha de la puerta o en los postes que hacían de jambas y que, según la Torá, protegía la morada contra toda suerte de males y demonios[33]. Cada vez que un judío entraba o salía de su casa, o de cualquier otra vivienda considerada «limpia»[34], tocaba la mezuzah con reverencia y se llevaba los dedos a los labios. La mayoría creía que este gesto era suficiente, no sólo para obtener la protección personal, sino, incluso, para lograr el éxito en el trabajo o en los negocios durante esa jornada. La superstición se hallaba tan arraigada que hombres y mujeres vigilaban constantemente que la zona próxima a dicha mezuzah (en un radio de un codo, unos cuarenta y cinco centímetros) estuviera limpia y reluciente. De lo contrario —decían—, la casa podría ser invadida por 365 demonios…

Y en eso estábamos cuando, súbitamente, el Maestro arrancó.

Nos fuimos tras Él pero, antes de que pudiéramos reaccionar, una carreta, una de aquellas redas de cuatro enormes y sólidas ruedas de madera, se interpuso en nuestro camino. Poco faltó para que nos atrepellara. El conductor, látigo en mano, nos maldijo y, azuzando a las mulas, se perdió por el cardo en dirección a la triple puerta, al norte.

Sólo fueron unos segundos, pero…

Nunca supimos de dónde salió y cómo se plantó frente a estos aturdidos exploradores. Quizá viajaba en la reda, entre los toneles. Fue la única explicación medio lógica…

La cuestión es que nos cerró el paso.

—¡Cambio monedas! —gritó, al tiempo que agitaba una bolsa de tela frente a los ojos de Eliseo—. ¿Necesitáis moneda romana? ¿Quizá judía?

El sujeto, de baja estatura, cetrino, con una barba larga y teñida de rojo, amarrada al ceñidor de cuerdas, lucía un parche negro de cuero sobre el ojo izquierdo.

Instintivamente, levanté la mirada, buscando al Maestro. Se perdía ya por el portalón de la supuesta casa judía que había contemplado con tanto interés.

Quise esquivar al «cambista» pero, ágil, me sujetó por una de las mangas, insistiendo:

—… ¡Te ofrezco el dracma a veinticinco sestercios!

Ni siquiera me negué. Mis ojos continuaban fijos en el portalón. Eliseo, a mi lado, tampoco supo reaccionar.

—Está bien —aparentó el tuerto—, puedo pagarte a cuatro denarios y medio el tetradracma…

Y comprendí que estábamos ante uno de los rateros que infestaban Nahum. Ningún cambista oficial, autorizado por la Ley, se habría manifestado en esos términos. El dracma griego, en aquellos momentos, se cotizaba al mismo valor que el denario de plata romano. Un tetra-dracma o stater era equivalente a cuatro denarios o veinticuatro sestercios.

Allí, como digo, había gato encerrado…

Y fue al intentar zafarme del pegajoso sujeto de la llamativa barba roja cuando oímos los primeros gritos.

Procedían del edificio en el que acababa de entrar el Hijo del Hombre.

Nos alertamos. ¿Qué sucedía?

Los gritos se incrementaron. Parecían voces de mujeres.

Algunos transeúntes, igualmente alarmados, corrieron hacia el portalón y se arremolinaron bajo el dintel.

Me liberé, al fin, de la garra del tuerto y salté veloz hacia el muro. Supongo que Eliseo me imitó. Ni siquiera me volví para comprobarlo. Algo me decía que debía estar atento…

Traté de abrirme paso entre los curiosos que cerraban el portalón. Imposible. La gente, tan interesada como yo, no lo permitió. Y allí permanecí, atrapado, con una visión parcial de lo que ocurría en aquel patio abierto.

Lo primero que vi fue una mujer, fuertemente abrazada al Galileo. Casi colgaba de su cuello. Era joven. Por detrás, arrodillada frente a un barreño, arremangada, otra mujer contemplaba la escena. A un lado, sobre las losas, un niño de meses miraba boquiabierto. Estaba sentado y desnudo.

En un primer momento no supe quiénes eran. Jesús y la mujer, abrazados, me tapaban en parte a la que continuaba de rodillas.

¿Cómo no me di cuenta? Aquellos cabellos rojizos…

La joven siguió gritando, y el niño, asustado, rompió a llorar. Fue entonces, al levantarse, cuando la reconocí.

La de la túnica arremangada se apresuró a rescatar al pequeño y, apretándolo contra su pecho, intentó consolarlo.

—¡Es el tektōn! —exclamaron algunos de los que me aprisionaban—. ¡Es el carpintero!… ¡Ha vuelto!

Y la Señora, con el niño, se unió al abrazo, repitiendo:

—¡Yešúa’!… ¡Has vuelto!…

Era, en efecto, Miriam o María —la Señora—, la madre de Jesús de Nazaret.

La encontré más delgada. En ese septiembre del 25 podía contar unos cuarenta y cinco años de edad. Conservaba parte de su belleza. Los ojos rasgados, verde hierba, ahora humedecidos, y los cabellos negros, lacios, peinados con raya en medio y recogidos en la nuca, me trajeron gratos recuerdos…

—¡Decían que había muerto! —aseguró uno de los vecinos.

—¡No —terció otro—, la familia mantenía que se hallaba en Alejandría, estudiando!

Empecé a comprender.

El Maestro había permanecido ausente durante casi cuatro años, con dos o tres breves y esporádicas visitas a los suyos. Fue el tiempo de los grandes viajes, como ya referí. Una etapa «secreta» —la única—, que jamás fue desvelada. Y corrió el rumor, efectivamente, de que el tektōn (carpintero y herrero) de Nazaret estaba muerto o desaparecido. La Señora hacía cinco meses que lo había visto por última vez.

No supe explicarlo en esos instantes, pero noté algo raro. Aquel abrazo, el de la Señora, no fue tan efusivo como el de la pelirroja. ¿Por qué?

Y la joven Ruth, alborozada, siguió besando y abrazando a su hermano mayor, al tiempo que gritaba el nombre de Jesús. El Galileo, emocionado, acarició una y otra vez los rojizos cabellos de la «pequeña ardilla» y, tímidamente, los de su madre.

Necesité un tiempo, pero, al final, caí en la cuenta. La muchacha que colgaba del cuello de Jesús era la pequeña de la familia, la hija postuma de José, nacida en la noche del 17 de abril del año 9 de nuestra era. Hacía cinco meses que había cumplido dieciséis años. Me estremecí al reconocerla. Era más atractiva que en el año 30. Los ojos, igualmente almendrados y verdes —herencia de la Señora—, y el cutis transparente, de porcelana, levemente emborronado por un puñado de pecas, le proporcionaban una belleza casi enigmática. Vestía el clásico chaluk, la túnica hasta los tobillos; en ese momento de un azul claro, luminoso, con un ceñidor ancho que realzaba el hermoso pecho.

El «incidente» empezó a esclarecerse. Se trataba, sencillamente, del retorno de un hijo. Así lo vieron y lo entendieron los vecinos y curiosos y, una vez despejada la incógnita de los gritos, dieron media vuelta y desaparecieron. Y Eliseo y quien esto escribe, al fin, pudimos avanzar sobre aquel patio a cielo abierto. Un patio común, típico en Nahum, al que daban las diferentes estancias que integraban la casa. Era largo y relativamente estrecho. Calculé quince por seis metros. Al fondo, alegrando el negro de las paredes, se abría un granado joven cargado de frutos. Aunque nos hallábamos en el final del verano, la copa verde y redondeada presentaba todavía algunos manojos de flores rojas, muy vivas. Ésa, diría yo, era la característica que distinguía aquella casa: las flores. Las había por todas partes. En los muros, en las azoteas y en los parterres practicados al pie de las paredes. Recuerdo, sobre todo, los lirios negros, las rosas encendidas de Sharón (en realidad, un tipo de tulipanes), las delicadas coronas de Salomón, las voluntariosas margaritas blancas y amarillas, la tulipa de montaña cantada por Isaías, los narcisos de mar, precursores de la lluvia, con las flores blancas como la nieve, y la menta, con sus variedades de hierbabuena y «piperita», suavizando los ásperos aromas de los fogones.

Fue en esos momentos, al situarnos en el umbral, cuando reparamos en la tercera mujer. Permanecía inmóvil, a nuestra derecha, casi pegada a una de aquellas bajas e incómodas puertas. Estaba embarazada. A su lado, agarrada a la túnica marrón, una niña de unos cuatro años, con la cabeza, rapada, asistía curiosa a la escena de Ruth y la Señora, abrazando a aquel Hombre de 1,81 metros de altura. Era Esta, la esposa de Santiago, hermano del Maestro. Supuse que la niña, Raquel, la hija mayor del matrimonio, a la que conocí en Nazaret, no recordaba a su tío. Y me extrañó la actitud de Esta. Parecía huidiza. ¿Por qué no había corrido al encuentro de Jesús?

El Maestro se percató también de la presencia de la tímida (?) cuñada y, liberándose dulcemente del abrazo de la Señora, caminó hacia la embarazada. Ruth no permitió que su hermano mayor la soltase y, así, colgando del cuello, lo acompañó hasta Esta. Sólo allí accedió a descender sobre las losas del pavimento. Los pies, descalzos, lucían sendos aretes de un material negro y brillante.

Jesús, sonriente, esperó un saludo o una palabra de cortesía. Sin embargo, Esta, aturdida, sólo replicó con una media sonrisa.

Ruth salvó la situación. Con su natural espontaneidad, tomó la mano izquierda del recién llegado y la colocó sobre el vientre de la mujer.

—¡Atiende! —comentó la «pequeña ardilla»—. ¡Ya se mueve! ¡Nacerá para adar!

Eso quería decir febrero, más o menos. Esta, por tanto, se encontraba en el quinto mes de gestación, aproximadamente.

El Maestro, con la mano extendida sobre la túnica, aguardó impaciente. Y al poco, el asombro y otra sonrisa vinieron a confirmar las palabras de la pelirroja. El feto se había movido…

Y el Galileo pasó de la emoción a la risa.

—¡Se mueve! —gritó.

No conseguía acostumbrarme. Aquella imagen de Jesús de Nazaret, aguardando la patada de un bebé en el seno materno, era absolutamente nueva para mí…

E igualmente desconcertante fue la siguiente escena.

Tras acariciar las mejillas de la niña de cabeza rapada, el Maestro cayó en la cuenta de nuestra presencia y, reuniéndose con su madre, le susurró algo. La Señora dejó al niño que sostenía entre los brazos sobre el oscuro pavimento de piedra, se acercó y, tras desearnos la paz, rogó que tomáramos posesión de la casa.

Me estremecí. María no me había reconocido. No podía…

Agradecimos la hospitalidad y, sin saber muy bien qué hacer, dimos unos pasos…

Todo fue muy rápido.

A una orden de la Señora, Ruth y Esta la siguieron, y se perdieron en el interior de una de las habitaciones. La niña, con los ojos fijos en aquellos tres hombres, a trompicones, siempre aferrada a la túnica de la madre, se perdió también en la oscuridad de la estancia.

Jesús, feliz, tomó entonces al pequeño que jugueteaba en las proximidades del barreño, lo alzó y preguntó:

—¿Quién eres tú?

El bebé, con el cráneo igualmente pelado (una sabia medida contra las epidemias de piojos que martirizaban a todas las poblaciones), observó a Jesús con sus enormes y azules ojos.

—¡Tú debes de ser Amos!

La voz del Galileo, cálida y templada, se quebró ligeramente. Imaginé que el nombre le traía lejanos recuerdos. Hacía mucho, cuando Él contaba dieciocho años, su hermano Amos falleció en Nazaret a la edad de seis. Probablemente, una epiglotitis aguda se lo llevó. Según pude averiguar algún tiempo después, Santiago y Esta habían decidido recordar al infortunado Amos designando con este nombre al primero de sus varones.

El Hijo del Hombre, inmerso en los viajes, casi no conocía a sus sobrinos…

Y el bebé reaccionó como era de esperar. Primero fueron los pucheros. Después, aunque el Maestro trató de congraciarse con la criatura, llegaron las lágrimas…

De nada sirvieron las buenas palabras. Amos, agitado en el aire por aquel extraño, arreció en su llanto. El Galileo, sin saber cómo actuar, lo levantó un poco más, por encima de la cabeza. Y sucedió…

El niño, asustado, se orinó y mojó el rostro y las barbas del inexperto tío.

Tuve que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada. Eliseo, en cambio, no pudo contenerse, y las risas llenaron el patio. Al poco, el propio Jesús se unía al regocijo de mi hermano con otras no menos sonoras carcajadas. Así era aquel Hombre…

Esta y Ruth regresaron en pleno alboroto. Fue Jesús, todavía con el niño entre las manos, quien confesó lo ocurrido. Y la «pequeña ardilla» soltó las esteras que portaba y se hizo cargo de Amos, colmando de mimos al pequeño. Esta ordenó las esterillas de esparto al pie del granado y, con una escueta indicación, nos invitó a tomar asiento. Después, sin palabras, rescató al bebé y volvió a perderse en el interior de una de las estancias.

Eliseo y yo obedecimos. Y durante unos instantes permanecí ensimismado, acariciando con las yemas de los dedos el curioso trenzado de las cuerdas. Era como un abarrote redondo, similar al utilizado en las cubiertas de los barcos. Alguien las había trabajado con gran paciencia y habilidad. El dibujo me resultó familiar —tres círculos concéntricos—, pero, en esos instantes, no supe por qué. Naturalmente, no pregunté. Fue unos meses más tarde cuando averigüé la identidad del artesano de las extrañas esteras y el porqué de los dibujos…

Creo que lo siguiente ocurrió casi al mismo tiempo.

La pelirroja, con los brazos en jarras, desafió al hermano con la mirada. Y el Maestro, retrocediendo un paso, negó con la cabeza.

Eliseo, sentado a mi izquierda, se removió inquieto. No supe qué ocurría…

Mi hermano tanteó la túnica y palpó el ceñidor una y otra vez…

—¡He dicho que te desnudes! —amenazó Ruth sin contemplaciones—. ¡No lo repetiré!

Jesús volvió a negar y siguió caminando de espaldas…

Eliseo, entonces, pálido, se incorporó de un salto y, mudo, prosiguió el repaso de la ropa. Pensé en algún insecto…

Fue visto y no visto.

Al retroceder, el Galileo tropezó con el barreño en el que, al parecer, lavaba la Señora cuando se presentó en la casa. Y el Maestro se precipitó en la espumosa agua con gran estrépito, provocando la fulminante risa de su hermana.

No supe a dónde mirar…

El ingeniero levantó las esteras. ¿Qué demonios buscaba?

Después, sin responder a mis preguntas, se alejó hacia el portalón con la cabeza baja.

Me puse en pie. Eliseo caminó despacio, paso a paso. Parecía escrutar cada losa de piedra. Giró hacia los parterres y lo vi revolver entre las flores.

Eché una ojeada a Jesús. Seguía sentado en mitad del barreño, empapado y con una sonrisa de oreja a oreja. Ruth corrió hacia Él y se apresuró a auxiliarlo. Pero el Maestro, a juzgar por su tranquilidad, sólo había sufrido el lógico susto. Y allí lo dejé, con las largas piernas sobresaliendo por encima del ancho recipiente. Mi hermano, aparentemente, tenía prioridad. Pero ¿qué sucedía? Lo alcancé bajo el dintel de la puerta. Volví a interrogarlo, pero no me escuchó. Estaba pálido.

Se inclinó, revisando los peldaños. Y, ante mi perplejidad, entró de nuevo en el patio, examinando lo ya explorado. La «pequeña ardilla», al fondo, había empezado a desnudar a un más que sumiso Jesús de Nazaret.

Al retornar al portalón, Eliseo, mascullando algo irreproducible, cruzó ante mí con celeridad. Se dirigió al centro de la calle y dedicó un tiempo a examinar las planchas de piedra del pavimento.

Los transeúntes, curiosos, se aproximaron y terminaron por preguntarle. Fue entonces, decidido a salir de dudas y a evitar males mayores, cuando lo arrastré lejos del pequeño grupo y lo obligué a hablar.

—¡La bolsa! —lamentó con un hilo de voz—. ¡Ha desaparecido!

Y señalando el ceñidor de cuerdas del que colgaba habitualmente su bolsa de hule, con el dinero, se excusó:

—¡Lo siento!… No sé qué ha sucedido…

Traté de animarlo. Aquello formaba parte del día a día. ¿Podía haberla perdido? Mi hermano, rotundo, negó tal posibilidad. Dudé. Aunque Eliseo era extremadamente cuidadoso, bien podría haberse desprendido durante el viaje. Quizá ocurrió en el incidente, frente a la posada de Sitio.

Siguió negando. La bolsa —afirmó— estaba con él al entrar en Nahum. Lo recordaba porque, en el laberinto del barrio oriental, en una de las ocasiones en la que nos hicimos a un lado, dejando paso a un onagro, el ingeniero la protegió con ambas manos. ¿La extravió en el camino hasta la casa en la que habitaba la familia de Jesús? ¿Se la robaron?

El ingeniero, tenaz, interrogó a los empleados y a los propietarios de los comercios más cercanos. Nadie supo darle razón. Y, si lo sabían, nadie quiso comprometerse…

Contemplamos la idea de un posible robo durante los minutos que habíamos permanecido inmovilizados, casi atrapados, en el portalón. Estuvimos de acuerdo. Ésos, quizá, fueron los momentos clave. En las apreturas, el ladrón o ladrones podrían haberse hecho con el botín. En total, unos quince denarios. Quedaban diez. Un dinero más que suficiente para llegar a lo alto del Ravid, suponiendo que dicho regreso se produjera en los próximos días. Ése era el problema. En realidad, nada sabíamos sobre los planes del Maestro. ¿Permanecería en Nahum? Y, de ser así, ¿por cuánto tiempo?

Me consolé. De haber perdido la segunda bolsa de hule, la que portaba en mi cinto, la situación habría sido más comprometida. Además de una parte del dinero, quien esto escribe, como se recordará, llevaba habitualmente las lentes de contacto —las «crótalos»—, fundamentales en la visión nocturna y en la aplicación de algunos de los sistemas ubicados en la «vara de Moisés», en especial, los defensivos.

Fue entonces, al deshacer el camino hacia la casa, cuando me asaltó aquel pensamiento…

Sin embargo, lo rechacé y guardé silencio. ¿Qué ganaba con atormentar a mi compañero? Pero, obstinada, la imagen regresó a mi mente… No me equivoqué.

Ni Eliseo ni yo hicimos comentario alguno. Nos sentamos nuevamente bajo el granado y esperamos. Ambos habíamos aprendido que no convenía rebelarse contra el Destino…

Ruth obligó a inclinar la cabeza a su hermano mayor y, con decisión, frotó los cabellos con un polvo blanco y espeso. Después, con la ayuda de un cuenco de madera, los fue aclarando. El Maestro, con las revueltas barbas pegadas al poderoso tórax, no rechistó. Por la espuma y el color deduje que la joven lo estaba lavando y desinfectando con natrón, una suerte de jabón, muy utilizado en aquel tiempo, que se extraía de las raíces de la barrilla y del salicor, ricas en sales alcalinas. Una vez trituradas, estas raíces eran reducidas a cenizas y transformadas en detergente en piedra o en polvo. El carbonato sódico resultaba implacable con la suciedad y con los parásitos, en especial con las molestas familias de los pediculus, los piojos, también combatidos con el vinagre y el áloe púrpura. Casi todos los niños, una vez rapados, eran embadurnados a diario con estos productos. El olor, acre y desabrido, se percibía a distancia. Para los más rigoristas con la Ley mosaica, el natrón era todo un símbolo, cantado por el profeta Jeremías (2, 22), insuficiente para borrar el pecado de los infieles. Como confirmaríamos en posteriores visitas a Nahum, y a otras poblaciones, aquel «jabón», fabricado en Egipto y Siria, constituía un excelente negocio.

Jesús, obediente, echó la cabeza hacia atrás, y la pelirroja, con suavidad y dulzura, fue peinando los largos cabellos. El sol, tan atento como nosotros, colaboró con su luz. Y el Maestro, relajado, dejó hacer.

Poco después se retiraba por la misma puerta por la que habían entrado y salido las mujeres.

Ruth, incansable, trató de mover el barreño de piedra. Ni siquiera lo desplazó. El agua y las dimensiones lo hacían muy pesado para la frágil «ardilla». No creo que superase el metro y sesenta centímetros de estatura; más o menos como la Señora.

Nos faltó tiempo. Mi hermano y quien esto escribe, comprendiendo, alzamos el recipiente, dispuestos a trasladarlo. Y Ruth, complacida, se apresuró a abrirnos camino hasta el corral existente a unos pasos del granado, en la esquina norte de la propiedad.

Empujó una pequeña puerta de madera y entramos en un rectángulo sin enlosar, alfombrado por ceniza basáltica, tan abundante en Nahum. Señaló el rincón de la izquierda, junto a un cobertizo. Algunas gallinas negras, de escaso porte y con el cuello y el buche desplumados, huyeron precipitadamente, protestando por la súbita irrupción.

La mujer tiró de una segunda puerta y mostró el agujero por el que debíamos vaciar el barreño. Era el llamado «cuarto secreto». Un entarimado, un par de jofainas de metal y varias esponjas, pinchadas en la pared, a un metro de la tarima, en sendos clavos, eran todo el ajuar del váter familiar.

Percibí que la muchacha se sonrojaba…

Vertimos el agua y, discretos, la seguimos de vuelta al patio. Naturalmente aproveché para tomar referencias. Yo no lo sabía en aquellos momentos, pero la casa en la que nos encontrábamos resultaría de especial importancia durante una larga temporada…

En el corral, como había sucedido en la vivienda de la Señora, en Nazaret, además de los animales y el referido «cuarto secreto», se almacenaban todo tipo de enseres, generalmente de poca utilidad, entre los que distinguí herramientas, capazos de hoja de palma colgados de los muros, paños de redes y varios sacos de arpillera, bajo el cobertizo de cañas, supuestamente repletos de cereal. En el rincón derecho, adosado al muro, reconocí el típico horno en el que cocían el pan.

Ruth se excusó y desapareció momentáneamente. Eliseo fue a sentarse sobre las esteras de los tres círculos, y yo, sin poder remediarlo, me dediqué a curiosear, mi afición favorita…

Estaba en un error. El patio a cielo abierto no era en realidad un rectángulo, como había estimado en un principio, mientras observaba desde el portalón. Ahora, al desplazarnos hacia el corral, comprobé que tenía forma de «L». Este patio dividía la propiedad en cuatro bloques o unidades familiares (para su descripción, tomaré siempre el mencionado portalón de entrada como la referencia principal). A la derecha se alzaban dos dependencias. La primera se hallaba habitada por Santiago y su familia. Era el único edificio de dos plantas. Una escalera de piedra, adosada a la fachada, permitía el acceso a la azotea. Fue en la puerta de esta vivienda donde vimos, por primera vez, a la embarazada y a su hija, Raquel, agarrada a la túnica.

La siguiente unidad, pegada a la anterior, era la casa de la Señora, propiamente dicha. En ella vivía Ruth. Disponía de otra escalera exterior que conducía igualmente al terrado. Por esta puerta, siempre abierta, habíamos visto entrar y salir a las mujeres, y también desaparecer al Jesús cubierto con el lienzo y, ahora, a la «pequeña ardilla». Allí, frente por frente a dicha puerta, a tres metros, se abría el joven granado. Era el lugar habitual en el que se reunía la familia durante el buen tiempo. Allí, a la sombra del árbol, se cambiaban impresiones, se desayunaba, se cenaba y se recibía a los amigos.

A corta distancia del granado, el patio doblaba en ángulo recto, formando la citada «L».

En esa misma mano de la derecha, junto a la casa de la Señora y de Ruth, se hallaba el corral. La chirriante puertecilla de tablones que lo cerraba hacía esquina con el tercer edificio, también en piedra negra y de unos cuatro metros de altura. Cuando tuvimos acceso a él supimos que se trataba de la cocina-comedor, habitualmente utilizadas en invierno, cuando las condiciones meteorológicas no permitían hacer la vida en el patio. La sala, con dos niveles, era muy parecida a la de la casa de Nazaret.

Al fondo de ese segundo y más breve tramo de la «L», en el muro de tres metros que abrazaba la propiedad, descubrí otra puerta, más modesta que el portalón, casi siempre cerrada, que comunicaba con el exterior. Era una especie de «salida de emergencia», utilizada en muy raras circunstancias.

Frente a la cocina de «invierno», terminando de dibujar el patio abierto, se alzaba la cuarta unidad familiar: otro edificio, similar a los anteriores, que ocupaba el flanco izquierdo del patio. Era el granero y despensa. En él se había excavado una cisterna en la que se almacenaba el agua de lluvia. La techumbre disponía de un ingenioso sistema de recogida, ideado por Santiago, el hermano del Maestro, y al que me referiré, espero, en su momento. Para alcanzar dicha azotea era necesario el auxilio de una escalera de mano.

La «casa de las flores» —así la bautizamos Eliseo y yo— reunía, por tanto, cuatro dependencias y un corral. Todas las puertas, que yo supiera, habían sido abiertas a lo largo del referido patio. Conté cuatro (sin mencionar la del corral y las dos exteriores), anchas y bajas, que obligaban a inclinarse. Todas presentaban la correspondiente cortina, formada por una red embreada que protegía el interior de los insectos y de las miradas indiscretas. Aquel tipo de patio, en definitiva, era común en Nahum y en otras muchas poblaciones de las orillas del yam. Era allí, a la sombra de los árboles, sobre las lajas de piedra negra y entre las flores, donde discurría buena parte de la vida de los galileos y, por supuesto, donde vivió también el Hijo del Hombre.

Jesús reapareció en el patio. Eliseo y yo nos miramos. Había cambiado su habitual indumentaria por una túnica también de lino, pero en un rojo fuego, muy llamativo. Era la primera vez que lo veía vestido en un tono que no fuera el blanco. También a eso deberíamos acostumbrarnos.

Segunda sorpresa: en las manos portaba el vastago de olivo con el que lo habíamos obsequiado semanas antes, en el Hermón.

No dijo nada. Observó el patio y se dirigió hacia el parterre situado en las proximidades de la puerta de la despensa, a la izquierda del portalón. Imaginamos que pretendía plantarlo entre las flores. Estudió el hueco que dejaba uno de los vivísimos corros de encendidas anémonas coronarias y, en efecto, se arrodilló, dispuesto a salvar el retoño.

Al poco, sin embargo, volvió a incorporarse, dejando el vastago sobre el suelo de ceniza del estrecho jardín. Retrocedió sobre sus pasos. Cruzó ante estos intrigados exploradores, caminó hasta la esquina derecha del patio y se situó frente a la puerta del corral.

Dudó unos instantes y, finalmente, abrió y se perdió en el cobertizo.

Eliseo se encogió de hombros.

Yo, asaltado de nuevo por aquel pensamiento en el que «veía» al responsable del robo de la bolsa de mi compañero, no presté mucha atención y esperé, casi mecánicamente, la reaparición del Galileo.

Pero lo que se presentó en el patio no fue el Maestro…

De pronto, veloces, irrumpieron en las losas las gallinas de «cuello desnudo». Eran diez o doce. Jesús, al abrir la portezuela, no tuvo la precaución de volver a cerrarla… Y en segundos, la inquieta familia aprovechó la circunstancia, desperdigándose y picoteando por aquel extremo del patio.

No le dimos mayor importancia… Fue un minuto después cuando nos sobresaltamos. Jesús retornó y, al comprobar la fuga de las gallinas, alzó los brazos, dirigiéndose con sus largas zancadas hacia las más próximas. En la mano izquierda agitaba un almocafre, una pequeña azada con dos dientes curvados que solía utilizarse en agricultura (generalmente, en la limpieza y el trasplante de flores y arbustos). Evidentemente, era la herramienta que necesitaba para plantar el vastago y que había ido a buscar al corral. Atónitos, nos pusimos en pie.

El Maestro, correteando, inclinándose y utilizando ambos brazos, trataba de sofocar la «rebelión», conduciéndolas hacia la puerta de tablones. El éxito, sin embargo, no parecía de su lado…

—¡Pita…, pita!

Cuando una de las aves, protestando por la persecución, era encarrilada hacia el corral, otras se cruzaban en su camino, malogrando los esfuerzos del Galileo. Y vuelta a empezar…

Eliseo, contagiado, se unió a la inútil persecución. No sólo no lograron devolver las astutas gallinas a su recinto, sino que, en más de una y en más de dos oportunidades, tropezaron entre sí. Y fue en uno de esos topetazos cuando ambos, finalmente, rodaron por el suelo.

Ahí concluyó la persecución. El alboroto llamó la atención de las mujeres y las tres se presentaron junto al granado, contemplando el desastre. Fueron ellas las que, hábilmente, redujeron a las intrusas y las devolvieron al corral.

Jesús regresó al parterre bajo la acusadora mirada de las hembras. Al pasar, malicioso, me hizo un guiño, al tiempo que susurraba:

—Lo mío no son las rebeliones…

Poco después lo vimos atareado en una cuidadosa operación, plantando y humedeciendo el eb o retoño de olivo. Allí permaneció el vastago, hasta que el Destino decidió trasladarlo.

Las mujeres hablaron de la cena. ¿Dónde la preparaban? Aún faltaban tres horas para el crepúsculo y el viento seguía recio e impertinente. Esta sugirió que el fogón, en el patio, no era buena idea. El maarabit podía convertir la cena en una tortura. Ruth se mostró conforme. Lo más sensato era la cocina de invierno. Allí trabajarían.

Y la pelirroja, tirando de la Señora, se encaminó hacia el inmueble que se levantaba al fondo del patio. La embarazada, por su parte, con la niña pegada a la túnica, se alejó en dirección contraria, hacia su casa.

No supe explicarlo. El mutismo de María, la madre de Jesús —la Señora—, me tenía desconcertado. En el año 30, cuando la conocí, era puro nervio. Ella gobernaba y se movía sin cesar. Ahora, en cambio, permanecía en segundo plano y, en la mayoría de los casos, ausente. ¿Qué estaba pasando?

Terminado el trasplante del vastago, el Maestro optó por acomodarse a nuestro lado, sobre las esteras. Fueron segundos densos e interminables en los que nadie abrió la boca. También nos acostumbraríamos a estas situaciones, aparentemente incómodas, dominadas por el silencio. Necesitamos un tiempo para entender que el Hijo del Hombre amaba el silencio. Era su color preferido en el arco iris. «¿Por qué hablar —decía—, si el silencio habla por nosotros…? El silencio es el idioma natal del amor».

Y así permaneció, pensativo, recorriendo los círculos de esparto con la yema del dedo índice izquierdo. Y yo, torpe de mí, no caí en la cuenta del significado de aquel gesto, supuestamente trivial. ¡Tres círculos concéntricos!

Eliseo, menos diplomático, rompió el silencio y el misterioso juego del Galileo y fue a plantear una cuestión que —lo reconozco— también me tenía intrigado.

¿De quién era aquella casa? ¿Por qué se habían trasladado de Nazaret a Cafarnaún o Nahum?

El Maestro interrumpió el trazado sobre los círculos y nos contempló con dulzura. Comprendía, perfectamente, nuestra curiosidad.

Echó atrás los húmedos cabellos y dejó que el maarabit los enredara. Después, con los ojos cerrados, fue recordando…

Sucedió cuatro años atrás, en el mes de tébet (diciembre-enero). En ese año 21 de nuestra era, en una lluviosa mañana de domingo, Jesús se alejó de Nazaret. Quería ver mundo. Quería saber de las criaturas. Jamás regresaría a la pequeña aldea, al menos para quedarse oficialmente. Su madre y sus hermanos no comprendieron…

Estaba a punto de estrenar la magnífica y secreta etapa de los viajes por el Mediterráneo y por el Oriente. Pero el Destino —cómo no— le salió al encuentro… Fue en el yam, en la vecina población de Saidan. Allí vivía una familia con la que José, su padre terrenal, guardó siempre una estrecha y entrañable relación.

Jesús sonrió y pronunció un nombre sobradamente conocido:

—Zebedeo…

El viejo pescador y constructor de barcos, en efecto, era socio y amigo de José, carpintero de exteriores y contratista de obras, fallecido, como se recordará, el 25 de septiembre del año 8, cuando el Galileo contaba catorce años de edad. El viejo Zebedeo y José trabajaron e hicieron negocios juntos. Toda la familia de Saidan lo conocía y lo estimaba. Por eso, cuando Jesús se presentó en el caserón de la playa, fue recibido con los brazos abiertos. Fue en ese mes de enero cuando el Maestro inició su amistad con la citada familia. Aunque se había cruzado con ellos en otras ocasiones, fue en ese arranque del año 21 cuando intimó con los hijos del patriarca, en especial con Juan.

Los Zebedeo necesitaban mano de obra en el pequeño astillero existente en la desembocadura del río Korazaín y, conociendo la habilidad de Jesús como carpintero y forjador, le propusieron que trabajara para ellos.

—… El Padre decidió que sí —manifestó el Maestro, encantado ante la posibilidad de recordar.

—¿El padre? —terció Eliseo sin comprender—. ¿Por qué decidió el viejo Zebedeo?

El Maestro negó levemente con la cabeza. Después, elevando el rostro hacia el azul del cielo, matizó:

—Tu Jefe… El «Barbas», como tú lo llamas…

Mi hermano, satisfecho, lo animó a que prosiguiera.

Jesús vivió en el caserón de Saidan durante trece meses. Todos lo querían. Especialmente las cuatro hijas, hermanas de Santiago, Juan y David (el que más adelante se convertiría en jefe de los «correos»).

Y por un momento pensé: ¿se enamoró alguna de las hijas del viejo Zebedeo y de Salomé del apuesto Galileo? Rechacé la estúpida idea, pero…

Durante esos meses, como prometió, Jesús envió dinero a su familia de Nazaret. Sólo en el marješván (octubre-noviembre) visitó de nuevo a la Señora, y asistió a la boda de Marta, la segunda de las hermanas[35]. Después desapareció, una vez más. La Señora no volvería a verlo en dos años.

El Maestro se inscribió en el censo de Nahum. Allí pagó sus impuestos. Este pueblo, en definitiva, fue «su ciudad», como afirman Mateo y Marcos, esta vez acertadamente. Jesús figuró como «artesano especializado», sin más.

Y en el mes de marzo del siguiente año (22 de nuestra era), el Galileo, «ciudadano de Nahum» desde esas fechas, siguió su Destino. Ante la desolación de los Zebedeo —en especial, de las hijas—, se despidió, rumbo al sur, e inició el primero de sus dilatados y apasionantes viajes. (Aún continúo preguntándome si debo incluir esa información en el presente diario. Quién sabe…).

Antes de emprender el camino, el Maestro solicitó un favor de su amigo, Juan Zebedeo. Durante su ausencia debería enviar regularmente una cierta cantidad de dinero a su madre, en Nazaret. Jesús había preferido recibir una pequeña suma mensual —a cuenta del salario establecido—, y guardar el resto para un futuro. Ahora era el momento de echar mano de esos denarios, auxiliando así a su gente. El Zebedeo aceptó, comprometiéndose a eso «y a lo que fuera menester». Cuando Juan preguntó sobre el destino del viaje y el tiempo que permanecería lejos del yam, Jesús respondió: «Eso lo decide mi Padre. Regresaré cuando sea mi hora».

Ni que decir tiene que el Zebedeo no comprendió. Tampoco era su hora…

Pero, como digo, cumplió con su palabra. Y con el dinero acumulado respetó lo pactado e hizo algo más. Durante dos años envió mil doscientos denarios de plata a la Señora, y con el resto —otros mil— se aventuró a comprar una casa en Nahum. Justamente en la que ahora descansábamos. Pagó la hipoteca y procedió a la liquidación de la deuda, extendiendo el título de propiedad a nombre de su amigo, «Jesús de Nahum». De esta forma, mientras se hallaba ausente, el Maestro se convirtió en propietario. Fue la única propiedad a lo largo de toda su vida…

Sólo una persona, como ya expliqué, tuvo conocimiento de los lugares que visitó el Galileo en esos dos años. El viejo Zebedeo, sin embargo, no habló hasta la muerte del Hijo del Hombre…

Y a finales del año 23, al regresar a Nahum, el Maestro se encontró con una doble y grata sorpresa. Por un lado, la titularidad de la referida casa, muy cerca del muelle[36], y, por otro, la presencia de Santiago, su hermano, en el astillero de los Zebedeo. A petición de la familia de Saidan, el segundo de los varones había ocupado el puesto que había dejado vacante Jesús. La vivienda, como he mencionado, era lo suficientemente grande como para acoger a varias personas. Así que, generoso, el Galileo invitó a Santiago y a Esta a que se trasladaran a la «casa de las flores». Y allí seguían, ocupando la primera de las dependencias (la de dos alturas).

Jesús acudió a Nazaret y visitó de nuevo a los suyos. Algunos lo creían muerto. Otros estimaron que se hallaba en tierras de Egipto, estudiando en las prestigiosas escuelas rabínicas. Ninguno acertó.

Y en el mes de nisán (marzo-abril) del año 24, el Maestro asistió a una doble boda: la de Simón y Judá, sus hermanos, de veintidós y diecinueve años, respectivamente. Sólo Ruth se hallaba soltera. Era la única que vivía con María, la Señora.

Y el Destino volvió a llamar a la puerta del Galileo… Un segundo viaje estaba a punto de iniciarse. Un viaje que se prolongaría durante otro año.

Pero, antes de partir, el primogénito, con buen criterio, reunió a la familia y sugirió la posibilidad de un traslado: la Señora y la «pequeña ardilla» podían mudarse a la «casa de las flores», en Nahum, en compañía de Santiago. La idea fue discutida y, finalmente, aceptada. La situación en Nazaret, además, merced a las venenosas intrigas del hazan o responsable de la sinagoga, Ismael, el saduceo[37], se complicaba día a día.

Y en abril de ese año 24 de nuestra era, al poco de la partida del Hijo del Hombre hacia el este, su madre y su hermana viajaron a Nahum y se instalaron en el edificio contiguo al de Santiago y Esta. Salvo contadas ocasiones —algunas de triste recuerdo—, la Señora no regresó a Nazaret. Vivió en Nahum y, al parecer, allí murió, al año, más o menos, de la crucifixión de Jesús (abril del 30). Y allí, supongo, siguen los restos, afortunadamente en el anonimato.

Ruth cumplió su dieciséis aniversario en la nueva casa, a orillas del yam.

En abril del año 25, el Maestro dio por finalizado este segundo viaje, retornando a Israel. Pero fue por poco tiempo. Tras una fugaz visita a la familia, se alejó nuevamente y desapareció. Nosotros lo encontramos en agosto, en la cadena montañosa del Hermón, al norte. Hoy, 18 de septiembre, Jesús había regresado a Nahum, a su casa, después de cinco meses de ausencia. Y comprendí el alborozo de la hermana pequeña. La actitud de la Señora, en cambio, fría y distante, no me cuadraba. Esa misma noche, durante la cena, creí entender el porqué del anómalo comportamiento de la madre…

Las explicaciones del Galileo fueron interrumpidas por la llegada de la bella Ruth. Se presentó con tres pequeños cuencos de madera con un refrigerio típico de la costa del yam: la abattíah, una deliciosa mezcla de zumo de sandía, granada y un vino negro y dulce que no supe identificar pero que agradecí. El primero en recibir la colación fue este explorador. Así lo exigían las leyes de la hospitalidad.

De rodillas sobre las losas, la jovencita tomó una de las raciones y, en silencio, me la ofreció.

¿Cómo olvidar aquella mirada? Irradiaba la dulzura del Maestro y la belleza y la espontaneidad de la Señora. No sé qué sucedió. Sencillamente, quedé atrapado en aquellos ojos verdes…

Y la mujer, tímida, bajó la mirada. Eliseo agradeció la abattíah. Menos mal. Yo no pude, o no supe, articular una sola palabra…

Jesús fue el último en recibir el «aperitivo». Tomó el cuenco entre las manos y, siguiendo su costumbre, lo levantó ligeramente, brindando:

—¡Lehaim!

—¡Por la vida! —replicó mi compañero.

Yo, como digo, continué mudo, sin saber qué me sucedía.

Y Jesús, captando mi silencio, repitió el brindis, animándome a que me uniera al hermoso deseo.

—¡Por la vida! —respondí finalmente con la voz prisionera por aquel súbito sentimiento—. ¡Lehaim!

Y mis ojos, sin poder remediarlo, se fueron con la rápida y delicada silueta de la mujer. A partir de esos instantes, nada fue igual para este perplejo explorador…

Mi hermano elogió el buen gusto de las cocineras, y el Maestro, sin desviar sus ojos de los míos, traspasándome, aclaró las dudas del ingeniero sobre los ingredientes de la abattíah.

Esta vez fui yo, atrapado, quien bajó la mirada. No sé cómo explicarlo. Él leía en los corazones…

—¿Recuerdas la esperanza? —preguntó el Galileo manteniendo la intensa mirada—. ¿Recuerdas a Sitio?

Supongo que respondí afirmativamente. Mi corazón estaba en otra parte.

—Pues bien —replicó Jesús, dejando libre una de sus mejores sonrisas—, la tuya acaba de despertar…

Ahora sí entiendo sus palabras.

—¿Esperanza? —intervino Eliseo sin captar—. ¿Qué esperanza? ¿A qué te refieres?

El Maestro guardó silencio. En parte, imagino, por la repentina aparición en el patio de Esta y la niña, inevitablemente agarrada a su túnica.

Sea por lo que fuere, lo agradecí en lo más íntimo…

La embarazada cargaba al bebé y también una ristra de ajos y cebollas, pacientemente trenzados.

La mujer no había dado tres pasos cuando Jesús, incorporándose, le salió al encuentro y, sin palabras, la auxilió, haciéndose cargo de Amos. Esta y Raquel cruzaron frente a nosotros y doblaron a la izquierda, en dirección a la cocina.

El niño, profundamente dormido, había sido envuelto en una tela blanca y cuadrada —un saq de algodón— que hacía las veces de pañal. A juzgar por el perfume a romero y por los cabellos rubios cuidadosamente peinados, acababa de ser bañado.

Aquéllos fueron otros momentos intensos e inolvidables…

Jesús, sosteniendo al bebé entre los poderosos brazos, fue a tomar asiento de nuevo junto a estos exploradores. Ni siquiera nos miró. Durante un tiempo permaneció embelesado, recorriendo las delicadas facciones de la criatura. Parecía estudiarlo y admirarlo.

Y quien esto escribe, respetuoso, disfrutó también con la imagen. Si aquel Hombre era un Dios, si Amos era una de sus criaturas, yo podía aproximarme un poco —no mucho— a los sentimientos del Maestro. Al igual que había sucedido con Aru, el negro «tatuado», una mezcla de piedad, admiración y amor se derramaba en la mirada del Galileo.

Era un Dios, sosteniendo la vida… Lehaim.

Pero ¿cómo puedo ser tan estúpido y engreído? ¿Yo, un absoluto inútil, comprendiendo los sentimientos del Maestro?

El Galileo no resistió la tentación y, feliz, paseó el dedo índice izquierdo sobre la naricilla del bebé. Amos no reaccionó. Y el Maestro prosiguió las caricias, haciendo resbalar el dedo sobre los labios y el hoyuelo que apuntaba en la barbilla. El niño, lógicamente, despertó. Abrió los inmensos ojos celestes y, cuando todos esperábamos la tragedia, sonrió, mostrando el nacimiento de sus primeros dientes.

Jesús se precipitó entonces sobre el jonek[38] y lo colmó de besos.

Eliseo y yo nos miramos. Era la primera vez que contemplábamos al Hijo del Hombre entregado a un bebé. Y los besos, sonoros y acompañados de múltiples arrumacos, se multiplicaron entre las risas y el braceo del pequeño.

Fue en uno de esos manoteos cuando Amos, tan entusiasmado como el tío, hizo presa en las barbas del Galileo y tiró con fuerza. Y Jesús, dócil, permitió que el bebé siguiera jugando.

Aquella estampa me trajo otros recuerdos, no tan cálidos, acaecidos durante el traslado del patibulum, o madero transversal de la cruz, desde la fortaleza Antonia hasta el Gólgota[39]

Esta, con la cena del bebé en las manos, terminó salvando la comprometida situación del Maestro. Amos soltó la barba y, agitando los brazos, manifestó su alegría ante la presencia de la madre. La mujer quiso recuperar al niño, pero su cuñado, con un gesto, rogó que le permitiera alimentarlo. Y así fue.

El Maestro, paciente y amoroso, fue llevando la cuchara de madera a la boca del niño. Y poco a poco, Amos devoró el cuenco de harina tostada, leche y pan desmigado.

Después, satisfecho, volvió a dormirse en los brazos del Galileo, dulcemente arrullado por aquel Hombre. Un extraordinario Hombre…

Sería la hora décima (las cuatro de la tarde) cuando, en mitad de los preparativos para la cena, las mujeres advirtieron de la llegada de Santiago, el hermano de Jesús.

Se detuvo unos instantes bajo el portalón. La presencia de aquellos hombres, desconocidos para él, lo intrigó. Pero, al punto, al reconocer a Jesús, se apresuró a reunirse con el grupo, abrazando y besando a su hermano mayor.

Era casi idéntico a como lo había «dejado» en el año 30… Alto, corpulento como el Maestro, aunque no tan atlético, y con los cabellos y la barba prematuramente encanecidos.

Tras las presentaciones de rigor —Jesús nos calificó de allup o «compañero» (algo más que alliz y oheb, «amigo de diversiones» y «aliado», respectivamente)—, Santiago se excusó y se retiró al interior de su vivienda. Esta, su mujer, se fue tras él.

En esos momentos no estuve seguro, pero yo diría que hubo algo extraño en la actitud de Santiago. Abrazó al Galileo y respondió, cariñoso, a los besos en las mejillas, pero, como digo, algo no me gustó. Y asocié ese «algo» con el rostro frío y severo de la Señora. Ambos, como dije, se me antojaron distantes. ¿Qué estaba pasando en aquella casa?

Al poco, en el interior del inmueble de doble planta, se oyeron voces. El matrimonio discutía. Sólo capté una frase, pronunciada por el hombre…

—¿Por qué ha vuelto?

Jesús, serio, continuó pelando manzanas. No hizo comentario alguno. Algo sucedía, en efecto…

La Señora, atareada con la pitah, el plato principal, observó a su Hijo en un par de ocasiones. Percibí cierto reproche en aquellas fugaces miradas. Estaba claro que lo hacía responsable de la discusión entre Esta y Santiago. Pero ¿por qué?

Jesús, sin embargo, no levantó la vista de las tappuah, las dulces y pequeñísimas manzanas blancas y rojas de Siria. Las troceó y derramó sobre el postre un hilo de miel. Su rostro siguió impenetrable.

Ruth, turbada, sin saber cómo aliviar la molesta situación, sugirió a la madre que debían regresar a la cocina y terminar de trasladar al patio los ingredientes de la cena. El viento, efectivamente, estaba amainando.

La Señora, tozuda, no replicó y prosiguió con el relleno del pan pitah, un delicioso «bollo», recién horneado, en el que se introducía carne y verduras o, simplemente, lo que se tuviera más a mano. En este caso, las mujeres habían cocinado hígados de pollo y una generosa guarnición de cebolla igualmente frita. El resto de la pitah lo integraba una sabia mezcla de pimienta roja (picante), la olorosa cúrcuma, sal y comino. Cuando lo probé, descubrí que las hebreas se habían esmerado al máximo, limpiando hasta el último rastro de bilis, lo que evitaba que el sabor amargo arruinase la totalidad del plato.

Fue inútil. La argucia de la pelirroja, intentando que la atmósfera no siguiera enrareciéndose, no dio resultado. La madre, cada vez más enfadada, manifestó su enojo en el relleno de la pitah. Los movimientos, secos y violentos, me hicieron temer lo peor. Yo recordaba muy bien el carácter duro de la Señora…

Pero, poco a poco, la tensión aflojó. María tenía una personalidad difícil, pero sabía ceder…

Jesús, como el resto de los allí presentes, también lo captó. Y sus facciones se relajaron.

Santiago y la embarazada, con la silenciosa niña agarrada a la madre, no tardaron en reincorporarse al grupo. El hombre se sentó bajo el granado y Esta se unió al trabajo de las mujeres, disponiendo lo necesario para la última comida del día. Debió de notar el peso de las miradas porque, refugiándose en los cacharros, enrojeció como una amapola. No obstante, nadie los interrogó sobre la reciente discusión.

Y fue este nuevo silencio, alimentado por la rígida mirada de Santiago hacia el Maestro, el que avivó la tensión una vez más.

Jesús, al descubrir la severa mirada de su hermano, pareció inicialmente sorprendido. Después, entendiendo, bajó los ojos y regresó al juego del dedo sobre los círculos de las esteras. Así permaneció, pensativo, durante un rato.

Aunque nadie dijo nada, todos estábamos pendientes de Él. Mejor dicho, de su dedo…

La Señora fue la primera en reaccionar.

Interrumpió el majado de una de las especias —la cúrcuma—, y con voz segura, teñida por la tristeza, reprochó a Jesús:

—¿Es que nunca cambiarás?

El silencio se espesó.

Los labios de la Señora temblaron y su rostro palideció. Santiago movió la cabeza, afirmativamente, apoyando a la madre.

No supe a qué se refería. No en esos momentos…

El Maestro detuvo el dedo en el círculo central y respondió a la pregunta con idéntica o mayor firmeza:

—Eso, querida mamá María, está en las manos del Padre…

Y antes de que la mujer acertara a replicar, el Galileo, incorporándose, se alejó hacia la casa de la Señora y de la «pequeña ardilla». Y desapareció tras la red…

—¡Ab-bā! —exclamó María, buscando el refrendo de sus hijos—. Él sabe que la sola pronunciación del nombre del Santo es una blasfemia…

«Ab-bā», en efecto, significa «padre». Jesús llamaba así al Dios de los cielos, su Padre.

Ninguno de los presentes se pronunció. Y la Señora, contrariada, prosiguió el rítmico majado, golpeando la blanca y lechosa cúrcuma con violencia.

La presencia del Galileo, en la puerta, detuvo, creo yo, los corazones. El mío, con seguridad…

Había regresado con el saco de viaje entre las manos. Eliseo me buscó con la mirada. ¿Qué pretendía? ¿Pensaba dejar la casa? La situación familiar no parecía atravesar su mejor momento, pero…

Traté de ubicar el sol. No faltaba mucho para el ocaso. ¿A qué lugar quería dirigirse?

Me hice un firme propósito. No importaba adonde, ni tampoco a qué hora. Nosotros lo seguiríamos…

Ruth, temblorosa, se aferró al brazo de la Señora. Y Santiago, consciente de lo delicado del momento, se refugió en uno de sus gestos típicos, acariciando la barba con la mano izquierda. Todos nos equivocamos.

Jesús avanzó hasta el granado y, arrodillándose sobre las esteras, procedió a buscar en el interior del petate. Nadie respiró. Su rostro había recuperado la habitual serenidad.

Y, misterioso, extrajo dos pequeños bultos, envueltos en sendos lienzos blancos. Alargó el brazo y depositó el primero en las manos de Ruth. El segundo fue para su cuñada.

La pelirroja, intuitiva, pasó veloz de la incertidumbre a la alegría. Y, adivinando las intenciones del Hermano, se apresuró a descubrir el envoltorio. Y una lenta pero inexorable sonrisa fue iluminando al Hijo del Hombre.

Ruth, al contemplar el contenido, se arrojó al cuello de Jesús y lo besó una y otra vez. Y dejó que los recientes miedos y tensiones escaparan con el abrazo. Después, feliz, mostró el regalo: una cajita de madera, forrada en hueso, con un cosmético en polvo —el kohl—, muy apreciado en aquel tiempo como embellecedor de ojos.

No podía creerlo. El Maestro no pretendía abandonar la «casa de las flores». Ése no era su estilo. ¿Cuándo aprendería a conocerlo?

Esta, con el envoltorio en las manos, interrogó a Santiago con la mirada. El marido asintió, y la mujer, nerviosa, procedió a descubrirlo.

Era otra cajita, idéntica a la anterior, pero con un polvo rojizo. La embarazada lo aproximó a la nariz pero no supo identificarlo.

—Extracto de murex y algas de las costas de Fenicia —aclaró el Maestro.

El murex, efectivamente, era un molusco muy apreciado, tanto por el colorante que podía extraerse de él, y que teñía muchos de los tejidos de la época, como por su calidad a la hora de fabricar pintura para uñas y labios.

Esta, parca en palabras y gestos, sólo dio las gracias por el mattenah, el regalo.

Y Jesús, tan feliz, o más, que sus hermanos, se perdió nuevamente en el saco, buscando…

El siguiente fue para Santiago.

Un ceñidor o cíngulo en cuero labrado, bellísimo, con una interesante peculiaridad: disponía de una especie de «dobladillo» que servía para guardar monedas. Procedía de las montañas de Ankara (actual Turquía). Exactamente de la ciudad de Ancira, un importante núcleo de comunicaciones de la Anatolia. Ésa fue la explicación del Maestro. Y verifiqué que la información del viejo Zebedeo sobre los grandes viajes de Jesús era correcta…

Santiago admiró el cinto y esbozó una media sonrisa de agradecimiento. Eso fue todo.

El último mattenah fue para la Señora.

El Maestro, sonriente, lo depositó frente a la madre.

Parecía claro que había olvidado las críticas y las malas caras. Y esperó…

María se resistió. Ella, al contrario que el Hijo, no olvidaba tan fácilmente. Pero, mujer a fin de cuentas, terminó cediendo a la curiosidad…

Las largas y encallecidas manos se posaron sobre el objeto. Lo palparon. Era más voluminoso que los presentes de Ruth y Esta. El Maestro lo había protegido y ocultado con otro lienzo.

La Señora lo alzó y comprobó el escaso peso. Y las miradas la interrogaron. María, sin embargo, volvió a dejarlo en el suelo y exploró los ojos del Galileo. Fue una de las escasas ocasiones, a lo largo de aquellos meses, en la que reconocí el amor que le profesaba. El verde hierba de los rasgados ojos brilló durante unos segundos, revelando la verdad. Ella lo amaba profundamente, pero… Y aquel chispazo se reflejó en el semblante del Hijo del Hombre. Cualquier sentimiento, por muy insignificante y escondido, llegaba a Él como la luz a la retina. Por unos instantes, la felicidad se sentó a su lado…

—¿Quieres abrirlo de una vez?

La petición de la pelirroja devolvió a la madre a la realidad, consumiendo el invisible pero intenso abrazo…

La Señora procedió y todos, admirados, elogiaron el buen gusto de Jesús. Y el mattenah pasó de uno a otro.

Cuando llegó a mi poder lo examiné con detenimiento. Era una de las modas del momento: un huevo de avestruz, previamente vaciado, que hacía las veces de contenedor de líquidos (fundamentalmente ungüentos y aceites perfumados). A diferencia del barro, este material, además de impermeable, no absorbe los olores, conservando así la fragancia del contenido. Los artesanos de Cartago, desde donde fue exportado a Antioquía[40], lo habían provisto de un cuello de bronce, así como de una agarradera y cuatro bandas protectoras, también de bronce.

El Maestro —según dijo— lo compró en la citada ciudad de Antioquía. Nosotros, durante la estancia en el Hermón, no llegamos a verlo.

Los regalos fueron una bendición. Desterraron momentáneamente el malhumor y la cena discurrió en una discreta calma.

La Señora casi no comió. Por lo que pude observar, se limitó a servirnos y, sobre todo, a contemplar a su Hijo.

María, «la de las palomas», reflejaba una profunda tristeza. Aquella mujer nada tenía que ver con la que conocí. La Señora del año 30 era también obstinada, pero desbordaba actividad y optimismo. Ahora, en cambio, parecía víctima de una distimia (exageración morbosa del estado afectivo en sentido de exaltación o frustración). No estoy seguro, pero ésa fue la primera impresión. La Señora presentaba un estado general de abatimiento, próximo a la depresión, aunque como es lógico, no llegué a verificar los síntomas que hubieran avisado sobre un episodio de depresión mayor[41].

Y volví a preguntarme: ¿qué había sucedido?

La primera luz llegó cuando Ruth, incansable, trató de sonsacar a su Hermano sobre los viajes y, especialmente, sobre el último. Jesús se resistió. Tal y como informó el patriarca de los Zebedeo, el Maestro no deseaba que aquella etapa terminara filtrándose, al menos por el momento. Y esquivó el acoso de la pelirroja respondiendo con una parte de la verdad:

—Me he limitado a estudiar a los hombres…

—Pero ¿por qué? —insistió la muchacha sin comprender—. ¿Por qué dejar a los tuyos para estudiar a los extranjeros?

—Ésa es parte de mi misión. A eso he venido…

La Señora, atenta, no desaprovechó la ocasión y, dirigiéndose a Ruth, proclamó con sarcasmo:

—¿A eso ha venido?… ¿Abandona a su familia durante casi cuatro años para estudiar a los gentiles? ¡Cuatro años sin noticias!

Ésa fue la primera pista. Comprendí. Después, a lo largo de nuestra estancia en Nahum, fui redondeando la información. Esto fue lo que supe y lo que deduje: la familia, excepción hecha de Ruth y de Judá, otro de los hermanos de Jesús, no perdonó las prolongadas ausencias del Maestro. Mejor dicho, no aceptaron de buen grado los dilatados silencios. Primero fueron dos años. Jesús no dio señales de vida. Nadie supo si estaba muerto, prisionero de los bandidos o esclavizado en alguna remota región. Y la madre se consumió en una dolorosa agonía. Después fue otro año. Y de nuevo la incertidumbre. Después, otros cinco meses…

Quise imaginar el suplicio de la Señora, pero, sinceramente, no fui capaz. Nunca he tenido hijos y, por tanto, difícilmente puedo acercarme siquiera a esa sensación. Y acepto que, en ese aspecto, María y los suyos tenían razón. Al menos, su razón. Tampoco era la primera vez que el Galileo actuaba así. A los doce años y medio, en una visita a Jerusalén, aquel jovencito se «olvidó» de sus padres terrenales y permaneció tres días «a su aire», frecuentando los patios del Templo. El susto de María y José fue de infarto…

«Tres años y medio de silencio ha sido mucho para todos. Jesús ha regresado, pero eso no justifica el dolor provocado a la familia». Ésta fue la respuesta de Santiago cuando lo interrogué sobre el particular; una respuesta compartida por casi todos. El Maestro, naturalmente, tenía otra forma de ver las cosas…

Esta realidad, sin embargo, aun siendo grave, no constituía el problema de fondo que estaba condicionando la actitud de la Señora y de Santiago, entre otros. Una actitud que terminaría desembocando en un hecho doloroso, en especial para el Hijo del Hombre…

El origen de aquel malestar, de las críticas y de la tristeza de la Señora se hallaba a gran profundidad, en lo más remoto del pensamiento de la madre de Jesús. Todo obedecía a una decepción. El viejo sueño de María se había esfumado prácticamente. Casi no quedaba nada de lo construido a raíz de la promesa del ángel. Aquel «ser de luz» que la había visitado en Nazaret a mediados del octavo mes, en pleno marješván (noviembre), en el año 8 a. J. C., fue muy preciso: «… Esta casa ha sido escogida como morada terrestre de este niño del Destino[42]». Jesús era el «niño de la promesa», el Mesías tanto tiempo esperado, el Libertador, al fin, de un pueblo dominado y apaleado. Roma recibiría su castigo. Ésta era la idea que iluminó buena parte de la vida de la Señora y también de su familia. La mujer, como ya señalé en otro momento de este apresurado diario, hizo planes. Compartió la revelación con Isabel, su prima lejana, e idearon el cuándo y el cómo de la aparición en escena del Libertador y de su lugarteniente, Juan, conocido después como el Bautista. Todo estaba previsto. Su Hijo, señalado por los Cielos, sería el guerrero del que hablaban las profecías. Conduciría a Israel al dominio del mundo y al definitivo establecimiento del reino de Dios en la Tierra. Las «señales» no dejaban lugar a la duda. Un ángel lo había anunciado. Isaías lo había proclamado: «Saldrá un vastago del tronco de Jesé (padre de David), y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yavé…». (capítulo 11). Ella, la Señora, era del tronco de David. Otros aseguraban que el Mesías sería hijo de José. Jesús lo era. «Y será llamado "Emmanuel" o "Yavé sidqenu" ("Yešúa’" o "Dios con nosotros")». Ése era su Hijo. Así rezaba en uno de los salmos apócrifos de Salomón: «Ese rey, hijo de David, suscitado por Dios para purificar de paganos a Jerusalén, puro de todo pecado, rico de toda sabiduría, depositario de la Omnipotencia, quebraría el orgullo de los pecadores como cacharros de alfarería, en tanto que reuniría al pueblo santo y lo conduciría con justicia, paz e igualdad…».

Pero ese sueño, alimentado durante años, empezó a derrumbarse…

Primero fueron algunos acontecimientos —incomprensibles para la Señora— los que oscurecieron el «brillante proyecto». Ejemplos: a la edad de siete años, Jesús era ya un solitario que buscaba la soledad de la cima del Nebi, en Nazaret (Nebi, en arameo, curiosamente, significa «profeta»). A los once años pidió explicaciones a José, su padre, sobre el uso de la mezuzah en la puerta de la casa. Jesús lo consideraba una superstición. A partir de ahí, la mezuzah fue retirada. Por eso no la hallamos en la «casa de las flores», en Nahum. A los doce años y medio, al llegar a la mayoría legal y visitar Jerusalén por primera vez, el muchacho «olvidó» sus deberes como hijo y, sin avisar, permaneció tres días en la Ciudad Santa, supuestamente «perdido», según la iglesia católica. Aquel comportamiento llenó de estupor a sus padres. María, sobre todo, quedó destrozada. A los trece, en contra de los preceptos religiosos, Jesús se negó a comer el cordero pascual. Entendía que aquella carnicería, en el Templo, no guardaba relación con su Padre. Dios no quería eso. Y la Señora, una vez más, se sintió defraudada. El Mesías no era así. A los catorce años, tras la muerte de José, el adolescente se distanció de la madre. Los pensamientos de Jesús sobre Dios (Ab-bā) torturaron a María. El joven pretendía hablar directamente con el Santo, sin intermediarios. Eso era una blasfemia, castigada con la pena capital. Los intentos de la Señora para reconducir al extraño y rebelde Hijo fueron estériles. Y Jesús, a ojos de la familia y de sus paisanos, en la pequeña Nazaret, se convirtió en un ewil, un descarado y un necio. En el año 11 de nuestra era, cuando contaba diecisiete años de edad, Jesús tomó otra decisión que, naturalmente, empañó el viejo y cada vez más deteriorado sueño de la madre. Contra todo pronóstico, declinó la invitación de los extremistas que habían visitado la aldea de Nazaret. Él no formaría parte de los zelotas[43] que luchaban contra los romanos y que ensangrentaban el país. María lo tomó como un deshonor y, sobre todo, como un desafío. Si Jesús era el Mesías prometido —el «niño del Destino»—, ¿por qué se negaba a formar parte de una revolución nacionalista como aquélla? Él debía estar al frente de los judíos…

Y la Señora, por enésima vez, vio naufragar su proyecto.

A partir de ahí, todo fue de mal en peor. Jesús se alejó definitivamente de la órbita de María, negándose a compartir planes y pensamientos. Era inútil. La Señora no comprendía. Y Jesús, inteligentemente, eligió el silencio. No había llegado su hora…

En enero del año 21, como fue dicho, Jesús se despidió de su madre y de Nazaret. Nadie fue capaz de retenerlo. María se quedó sin argumentos y empezó la segunda parte del suplicio: las referidas largas ausencias. Y la mujer se hundió definitivamente…

La decepción, en suma, fue total. «Jesús no atendía a razones». No quería hablar del Mesías esperado. «Ése no era su objetivo». Sólo buscaba la soledad y a su Padre de los cielos. Era lo único que le importaba. Y la Señora llegó a pensar que la presencia del ángel sólo había sido un sueño. Un mal sueño…

Muchos de los cristianos tienen una imagen equivocada de María, la madre de Jesús de Nazaret. Fue una mujer espléndida, llena de amor y con un temperamento de hierro. Lo que no fue es una mujer sumisa. No entendió la labor de su Hijo y, mucho menos, su mensaje. Discutió con Él. Se enfrentó al Maestro en numerosas oportunidades. Trató de convencerlo y de llevarlo por el camino que a ella le convenía: el de la gloria política. Fue un continuo forcejeo. Sólo después de la muerte del Maestro comprendió, a medias…

—¡Cuatro años sin noticias!…

La Señora repitió el comentario aunque, en esta ocasión, sonó a pensamiento en voz alta. Más que un pensamiento, un lamento…

El Hijo la observó mansamente. La tristeza se reunió de nuevo con Él. Y Jesús bajó los ojos, terminando su ración de tappuah.

Fue Ruth, hábil, la que procuró enmendar el rumbo. Ninguno de los presentes hubiera resistido otra discusión.

—¿Y hallaste al Padre en las nieves del Hermón?

El Galileo agradeció la ayuda con una breve, casi forzada, sonrisa.

—No, mi querida Ruth… El Padre no está ahí fuera…

Entonces, señalando el ancho tórax, aclaró:

—… Dios está aquí, en el interior. Al Hermón no he subido para hablar con Ab-bā, aunque también lo he hecho…

—Entonces, ¿para qué?

Jesús desvió la mirada hacia mi compañero. Después me buscó. Entendimos. Y mis ojos se cruzaron de nuevo con los de Ruth. Ella, esta vez, sostuvo la mirada. Y un fuego desconocido me recorrió…

—Era el momento de recuperar lo que siempre fue mío…

La rotunda afirmación del Galileo fue seguida de un significativo silencio. Fue una respuesta clara, para nosotros. Ellos, en cambio, no comprendieron. No captaron la trascendencia de lo que acababa de decir el Hermano mayor. No podían imaginar siquiera que estaban ante un Dios. La recuperación de su divinidad —el gran enigma que nunca supe resolver— había sido el objetivo que lo había impulsado a retirarse a una de las cimas del Hermón. Nosotros lo vivimos paso a paso[44].

En mi humilde opinión, el Maestro hizo lo correcto. De haberles revelado la verdad, ¿qué hubiera logrado? Supongo que, únicamente, sumar confusión a la confusión.

No era el momento. No era su hora…

—Pero ¿qué habías perdido? —reaccionó finalmente Santiago—. Que yo sepa, nunca estuviste en ese lugar…

El Maestro debió de leer mis pensamientos.

—Cuando llegue la hora…, todos lo sabréis.

Asunto zanjado.

Y la oscuridad cayó de repente, como era habitual en aquellas latitudes. Los relojes del módulo marcaban las 17 horas y 38 minutos.

Las mujeres se apresuraron a encender las lámparas de aceite y las depositaron sobre el enlosado del patio.

Era tarde. Todos madrugaríamos. Así que, tras desearnos la paz, la familia se retiró. Sólo Jesús permaneció frente a estos agotados exploradores. Nos contempló unos instantes y manifestó:

—Ahora descansad… Yo siempre estoy con vosotros, aunque dejéis de verme. El Padre tiene planes a los que, por ahora, no tenéis acceso, pero confiad.

¿Qué quiso decir? Lo averiguaríamos pocos días después…

Él mismo, tomando dos de las lucernas de barro, nos condujo hasta el lugar donde descansaríamos: el terrado existente sobre la «cocina de invierno», en el extremo suroeste de la casa. Una estrecha escalera, también de piedra negra, basáltica, adosada al muro de la fachada, permitía el acceso a dicha terraza. En esos momentos, todavía temporada seca y calurosa, muchos de los vecinos de Nahum y del yam en general preferían estas zonas a la hora de dormir. Según mis anotaciones, la temperatura nocturna a orillas del lago no bajaba de los 18 grados Celsius, al menos durante el período estival. Los invitados, naturalmente, compartían esta costumbre. El terrado, además, merced a la citada escalera exterior, concedía al huésped una cierta libertad, pudiendo descender al patio, o abandonar la vivienda, cuando lo estimase conveniente.

Las terrazas eran la segunda vivienda. Allí se extendían los frutos, las cebollas y el lino para su secado, y allí se lavaba, se tendía la ropa, se hilaba e, incluso, se rezaba. Era otro lugar habitual de tertulia, juegos o retiro. Así lo proclama el libro de los Proverbios (21, 9 y 25, 24): «Estar sentado en un rincón del desván era mejor que estar con mujer rencillosa en casa espaciosa». La azotea era también como el «ala del pájaro» (las fuentes): desde allí se gritaba a las casas próximas y se proclamaba toda clase de noticias. Era, en definitiva, un segundo trazado urbano, en el que todos se movían con gran agilidad. Los niños, en especial, saltaban de una terraza a otra, bien jugando, haciendo de «correos» o transportando toda suerte de mercancías. Era lo que la tradición llamaba «el camino de los tejados», utilizado para el bien y para otros asuntos menos honestos. En general, como ya expliqué, estos terrados eran sumamente sencillos, construidos con vigas calafateadas[45] que volaban de un muro a otro y sobre las que se depositaba un maderamen más ligero; todo ello, cubierto por varias capas de juncos, cañas o ramas y arcilla apisonada. Después de las lluvias, el dueño se veía en la obligación de restaurar el piso con el auxilio de un rodillo de piedra.

El Maestro depositó una de las lucernas sobre la superficie de la terraza. Era la más grande, con cuatro mechas; una de las habituales lámparas de barro rojo —llamadas «herodianas»—, cuya carga de aceite de oliva podía durar tres «vigilias»; es decir, casi toda la noche.

Entonces, señalando el todavía vacío firmamento, exclamó a manera de despedida:

—Confiad…

Y lo vimos desaparecer por la escalera exterior.

Instantes después, apremiado por un Eliseo lógicamente inquieto, me ajusté las «crótalos», las lentes de visión nocturna, e inspeccioné la cumbre del Ravid. Hacía un mes que habíamos abandonado la base. Era natural que estuviéramos intranquilos, aunque sabíamos que Santa Claus, el ordenador central, era el mejor de los «vigilantes».

En el supuesto de alta emergencia (avería grave en la «cuna»), la computadora había sido programada para modificar la direccionalidad del «ojo del cíclope»[46], lanzando hacia el cielo un gigantesco abanico luminoso. Ésa sería la señal de que algo no iba bien en lo que llamábamos el «portaaviones». La cima del Ravid, a 138 metros sobre el nivel del mar y a diez kilómetros, en línea recta, de Nahum, era una excelente atalaya. Mientras permaneciéramos en el yam, al atardecer, o durante la noche, mi hermano o yo debíamos ajustamos las «crótalos» e inspeccionar lo alto del monte con regularidad. Era la única servidumbre «impuesta» por el fiel Santa Claus.

—¿Y bien? —preguntó Eliseo con impaciencia.

—Todo de primera clase…

El ingeniero respiró, aliviado. Todo, en efecto, parecía en orden en «base-madre-tres». ¿Todo?

Y algo más relajados, dedicamos unos minutos al análisis de la situación. Ambos nos mostramos preocupados ante dos problemas con los que no habíamos contado a la hora de programar aquel apasionante tercer «salto» en el tiempo. En primer lugar, y más importante, la falta de información a corto y medio plazo sobre la actividad del Maestro. Disponíamos de una relativa seguridad en relación con el posible bautismo de Jesús, en el río Jordán. Nos hablaron del mes de sebat (quizá enero), pero nada era seguro. Y mientras llegaba ese supuesto bautizo, ¿qué sucedía con el Galileo? Él no había anunciado sus planes y nosotros tampoco preguntamos. Eliseo era partidario de despejar la incógnita, interrogándolo abiertamente. Yo tenía mis dudas. Y le expliqué que no debíamos forzar el Destino (con mayúsculas). Era mejor así. Estaríamos atentos, por supuesto, pero dejaríamos correr los acontecimientos. En el fondo, el hecho de no saber resultaba electrizante.

Mi hermano aceptó. Después de todo, él era el experto en sorpresas…

Respecto al segundo problema, ambos estuvimos de acuerdo desde el primer momento. El agrio ambiente detectado en la familia —algo impensable durante los preparativos de aquella aventura— nos inclinó a dejar la «casa de las flores». Ellos nos brindaron su hospitalidad, pero, sinceramente, nos hubiéramos sentido incómodos. La situación podía empeorar. Era más sensato que procediéramos a la búsqueda de otro alojamiento. No nos equivocamos…

Así, con esta decisión, dimos por finalizado aquel 18 de septiembre del año 25, martes. Otra jornada difícil de olvidar…

Mi compañero, nervioso, necesitó un tiempo para conciliar el sueño. Lo vi agitarse y dar vueltas sobre las esteras preparadas por las mujeres. Lo atribuí a la dureza de la «cama». Quizá era eso lo que lo mantenía despierto. Me equivoqué, una vez más. A Eliseo lo atormentaba otro «asunto». Pero de ese tema, quien esto escribe no tendría conocimiento hasta algún tiempo más tarde, cuando ocurrió lo que ocurrió…

E intenté ordenar y pacificar los sentimientos. En especial, uno de ellos…

¿Cómo pudo suceder? Yo estaba entrenado para casi todo, menos para «eso». ¿Qué hacer? ¿Cómo actuar? Si «aquello» prosperaba —y temí que así fuera—, ¿debía comunicárselo a Eliseo? ¿Cómo reaccionaría? Yo sabía muy bien que estaba terminantemente prohibido. Sin embargo…

Y luché por desterrar aquel sentimiento, refugiándome en la misión. Repasé los planes inmediatos y también los futuros. Mejor dicho, los supuestamente futuros.

Fue imposible. La imagen se había colado en mi mente y, lo que era más preocupante, en mi corazón. Honradamente, me desbordó.

Y por una vez en mi triste y solitaria vida decidí «confiar», tal y como repetía el Maestro.

Fue instantáneo.

Al permitir que el Destino siguiera su rumbo, una paz interior tomó tierra en mi espíritu y todo, a mi alrededor, apareció distinto.

¿Era a esto a lo que se refería el Hijo del Hombre cuando hablaba de «dejarlo todo en las manos de Ab-bā»?

«Que se haga siempre tu voluntad…».

Fue una decisión acertada. Durante un tiempo, a mi manera, fui feliz. Intensamente feliz.

Y fascinado por el «hallazgo», disfruté de aquella Nahum nocturna, tan nueva y prometedora…

El calor y el agitado trasiego del día menguaron progresivamente y una cierta calma asumió el mando, apenas incomodada por algunos lejanos ladridos y el vocerío del turno de noche de los cargadores del puerto, amortiguado por la distancia.

De vez en cuando, los cascos de las caballerías, golpeando las losas del cardo, daban ritmo a la oscuridad.

Las reatas, probablemente con pescado fresco del yam, se alejaban hacia el norte y, con ellas, los gritos ininteligibles de los burreros, siempre descontentos y con prisas, y los varapalos secos y silbantes sobre los sufridos onagros. Eran, prácticamente, los únicos transeúntes.

A mi alrededor, en otras terrazas, las lucernas denunciaban la presencia de numerosas familias. Todas habían elegido el frescor de los terrados. Y, cómplices, las pequeñas llamas amarillas hablaban unas con otras, siempre por señas, siempre oscilando.

Al sur, en el lago, una docena de embarcaciones faenaba frente a la primera desembocadura del Jordán, muy cerca de Saidan, la aldea de los Zebedeo. Las antorchas, a popa y a proa, trataban de encandilar a las tilapias. Creí distinguir una canción. Hablaba de un amor no correspondido…

Alcé los ojos y, en la negrura del firmamento, las estrellas Vega y Altair, leyendo mi pensamiento, replicaron con sendos destellos.

«Afirmativo —traduje—, la esperanza acaba de despertar».