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Sin razón alguna, aquella vez me fue imposible esperarte hasta las 10 de la noche, como era ya costumbre cada vez que debías posar. Pensé que podría encontrarte en el estudio fotográfico y sin perder tiempo bajé la escalinata de Trinità dei Monti y cogí un autobús. Me imaginaba ya la escena, o mejor, me parecía volverte a ver tal y cual te sorprendí la primera vez que fui a buscarte y en lugar del ambiente suntuoso en que siempre te había imaginado posando con toilettes espléndidas te había encontrado pálida y sudorosa apenas vestida con un slip y un sostén negros esperando tu turno en una banca de madera en una habitación semioscura junto a un fotógrafo afeminado, a un ayudante siniestro y a unas dos o tres mujeres igualmente semidesnudas cuyo extraordinario parecido contigo me estremeció.

Pero esta vez tú no estabas allí.

Me dijeron que no sabían nada y que no tenían trabajo para ti hasta la semana próxima.

Mis deseos de verte eran más agudos que nunca. Te estrecharía entre mis brazos y te pediría perdón sin decirte una palabra. Tú me mirarías como siempre, con tus dos ojos maquillados, y no comprenderías nada. Pero ¿qué importaba?

—Debes estar cansada —te diría—, vamos a casa.

—Me pagaron por fin la semana que me debían —responderías simplemente.

—¿Ah, sí?

—No te hagas el tonto. Estoy segura de que no tienes ni un cigarrillo.

Luego me meterías una mano en los bolsillos, buscando el paquete, sin encontrar nada por cierto.

Nos echaríamos a caminar.

Yo compraría una vez más los cigarrillos con tu dinero. Comeríamos y beberíamos en una pizzería. Iríamos a nuestra habitación y haríamos el amor nuevamente. Tú llorarías entonces. Yo te consolaría. Te diría que después de todo éramos felices, nosotros. Que las cosas cambiarían. Que la vida no podía ser siempre igual. ¿Recuerdas? Cuántas veces salimos de nuestra guarida dispuestos a incendiar el mundo, a destruir las arcas municipales, a masacrar a la burguesía reinante, a saquear tiendas de joyas y vitrinas de alimentos. Sólo muy tarde comprendí que no lo hacías pensando realmente en nadie, ni siquiera en mí mismo. Que tu Gran Traje de Seda sin joyas era un traje cualquiera. Que tu tristeza provenía de tu cuerpo siempre con frío. Siempre en busca de abrigo. Siempre en busca de mis brazos. Que tu cuantiosa rebeldía finalmente no era sino un fraude. Una manera como cualquiera otra de aguzar tus sentidos. Que toda tu infinita lascivia y tu ternura de hembra inocente permanecían sin embargo intactas. Que no existía nada, pero nada de nada entre nosotros aparte de nuestro cuerpo que esto me bastaba para no estrangularte. Para seguir amando tu tristeza. Para seguir deseando tu cuerpo. Para seguir mintiéndome a mí mismo.

Te diría: «Todo tiene remedio, Pajarito, no llores».

Mi tío Miguel comprenderá, ayudará a los indios. Giuliano será nuestro amigo. Venderá todas sus fábricas.

Construirá escuelas en San Ramón. No engordará más.

No te hará la corte en mis barbas. Respetará nuestra pobreza.

Los hijos de Pancho y Mayana crecerán felices.

Se acabarán las guerras, la explotación, la injusticia.

Desaparecerán el hambre, las enfermedades, la miseria.

Poco a poco se alejará la muerte hasta casi desaparecer.

Lloverá finalmente sobre Lima.

Venecia será salvada de las aguas.

Reinará el amor sobre la tierra.

La Montaña de la Beatitud Celeste estará a nuestro alcance.

Mi colección de pájaros regresará alborozada, inundará la tierra con sus cantos, con sus radiantes plumas.

El mundo cambiará, Pajarito.

¡Oh mentira incesante! ¡Monstruo de mil cabezas que apareces y desapareces en un mar de contradicciones, de posibilidades de papel impreso, de inútiles reflexiones que ya nada significan! ¿Para qué engañarte con más y más palabras dispuestas siempre en el mismo orden pálido y mezquino? ¿Por qué no decirte brutalmente la verdad y acabar con todo? ¿O la violencia de la misma habría acabado también contigo y el peso de tu cadáver recaería sobre mí para siempre?

¿Comeríamos —entonces— en la pizzería y beberíamos felices y haríamos el amor como nunca esa noche?

Éstas también eran palabras. Las mismas palabras. Comeríamos —por lo tanto— en la pizzería y beberíamos felices y haríamos el amor como nunca, esa noche.

Como ya lo habíamos hecho muchas veces, en verdad. Aunque esta vez fuera distinto. Como siempre.

Los objetos, las criaturas y los hechos obedecerían dócilmente a mi memoria.

Como siempre.

La cortina rojiza ¿recuerdas? a la expresión cortina rojiza.

La lámpara amarilla a la expresión lámpara amarilla.

La cama revuelta a la expresión cama revuelta.

Tu Gran Traje de Seda por las calles doradas de Roma.

Idéntico a tu Gran Traje de Seda por las calles doradas de Roma.

Las papas fritas de París.

Los chiwacos.

Los tucanes con el gran pico amarillo.

La Montaña de la Beatitud Celeste.

La sangre de Mayana por los muros.

La esperma miserable.

Tú tendida sobre una mesa de mármol en Venecia.

Mi tío Miguel en el trapiche.

Shelah-na-Gig en el burdel.

Como siempre.

Los indios comiendo tierra.

Comidos por la coca.

Las fábricas y fábricas de Giuliano.

Las calles resecas de Lima.

Las calles heladas de La Oroya.

El bistrot Chez Moineau.

LBM112 Seleccionadora Genética Autorizada.

Millones y millones de automóviles, refrigeradoras, televisores.

Todo como siempre.

¿Por qué no todo diferente?

Los chiwacos fritos.

Las papas celestes.

Tu Gran Traje de Seda por las calles resecas de Lima.

La Montaña del Gran Pico Amarillo.

Las fábricas de Mayana.

La sangre de Giuliano por los muros.

Mi tío Miguel en París.

Los indios fabricando automóviles, refrigeradoras, televisores.

Yo tendido en una mesa de mármol en Venecia.

Chez Moineau en La Oroya.

Las calles oscuras de Roma.

El convento de Shelah-na-Gig en San Ramón.

El vestido negro, la camisa negra, la gran casa negra, la señora Negra, la Cadillac negra.

LBM112 Seleccionadora Genética Prohibida.

La cortina amarilla.

La lámpara revuelta.

La cama rojiza.