PERSONAJES EN ORDEN DE ENTRADA

Giulia

Al contrario de aquel pájaro blanco con el cual siempre la he comparado, Giulia era una criatura sin alas. Era idéntica a él tan sólo cuando me miraba desde el fondo de nuestro lecho revuelto. La divinidad de Giulia brillaba allí, sin matices. Sus cabellos rojos y larguísimos le servían para ocultarse cuando el amor se interrumpía entre nosotros y sus caderas perfectas y su Gran Traje de Seda atraían las manos de los obreros. Hija orgullosa de la Serenísima, la belleza de Giulia era un insulto a la dorada vacuidad del canon. Nada denunciaba en ella a la actriz, y sin embargo, ¡qué bien desenvolvía su papel de personaje principal de mi existencia! Refinada hasta lo inaudito, verdadera deidad fenicia, Giulia perdía siempre porque ganaba con ello. En su misteriosa economía no sobraba ni faltaba una sola moneda luciente. Incluso sus ojos, cuando brillaban, vendían. Por esta misma razón, era la opacidad de su cuerpo la que me devolvía la luz, iluminándome. En sus raros momentos de alegría, Giulia me llamaba «el pordiosero».

Giuliano

Todo lo que recuerdo ahora de él no es sino un adolescente dormido sobre una playa de arena: más me acerco yo, más se aleja él tendido sobre otra playa de arena, y así sucesivamente hasta perderse en la memoria. Palabras, por lo demás, que ahora tornan inútil este papel. En el que bien podría escribir: Giuliano, gordo de mierda, vividor, explotador de los pobres. Ladrón. Palabras que me niego a pronunciar en su memoria. Porque si bien Giuliano dejó de existir el mismo día que conocí a Giulia, nada me indica que su desaparición sea definitiva. Su desaparición = mi ceguera. Ésta fue debida sin duda a la completa identidad de mi mirada con su imagen milagrosa. Toda la majestad de sus ojos verdes y su cuerpo solar no fueron suficientes, sin embargo, para desafiar la llegada de Giulia.

Mi tío Miguel

Costeño hasta los huesos, mi tío decidió trasladarse al pie del mar apenas oyó el silbido inconfundible de la muerte. Pero su muerte en las arenas del Perú fue idéntica a su vida en la floresta. Ciertos días húmedos, cruzados por bandadas de aves inciertas, su esqueleto subía a la superficie como una burbuja, y en un carro halado por dos grandes peces recorría toda la costa, repartiendo sándwiches y chicha a quienes lo seguían. Estas costumbres ancestrales están grabadas en huesos, piedras y demás fósiles de la región y mi tío las conocía perfectamente. Nunca perdió su rabiosa ineptitud para el amor ni su voraz apetito por el mundo. Aun cadáver, irremediablemente tendido en su ataúd, el remolino de sus mil arrugas no cesaba de hervirle en el rostro, en un último esfuerzo por obtener cualquier cosa de quienes lo rodeaban. Bajo la tumba, sus compañeros lo llaman el Rey de los Muertos porque él es el único que se come sus propios gusanos mientras ellos lo comen a él y porque él los vuelve a comer mientras ellos lo comen a él y él se los vuelve a comer mientras ellos lo comen a él, etc.

Mayana

Durante su breve reinado, Mayana se movía bajo el cushma rayado como bajo la piel de un tigrillo. Mayana se pintaba también. Aunque no lo hacía nunca siguiendo la línea de los labios o los ojos, sino en las zonas reservadas a los besos pudorosos. Su voracidad incluía la pureza como el apetito feroz del lobo o la serpiente incluye la piel del cordero. Sólo sus pies infantiles, y ya venerables, parecían escapar milagrosamente al incendio que la asediaba. Bajo su incipiente reinado de hojas verdes, nada, ni las grandes fieras del bosque, ni mi más sangriento recuerdo, lograron modificar el óvalo siempre transparente de su rostro. Él perdura en mis sentidos. Me hace comprender cosas que antes sólo me hacían llorar. Su transparencia. Único tesoro que yo poseo y que muy tarde habría de poner a los pies de Giulia.

Pancho

Hijo de la lluvia y de la serpiente boa. Señor indiscutido de la tierra y pariente taciturno del mono. Su pequeña estatura, sus piernas arqueadas, sus pómulos salientes, sus dientes amarillos, no eran sino el disfraz milenario de la jungla. La trampa en la que caían el hombre blanco y la hembra reticente. Dispuestos enseguida a obedecer sus mandamientos. Como aquella cabeza de Misionero que una vez devoró y que miraba fijamente su boca y sus manos manchadas de sangre como quien contempla a un ser supremo. Reducidor de cabezas. Sacerdote del sol y de la luna. Sepulturero. Cazador de leopardos. Arquitecto. Ceramista. Guerrero de flechas envenenadas del Gran Río Azul. Todos sus oficios y sus inmemoriales dones hacían hervir la sangre en sus venas, lo ponían en el umbral extremo, sacerdotal, de lo ignominioso y lo sublime, como su cotidiano papel de criado sumiso lo indicaba.

Mi madre

Una planicie de azafrán brillantísimo, con algunos naranjos dispersos. El sol cae allí a flechazos y por momentos parece más bien brotar de entre la yerba que llover sobre ella. Yo salto bruscamente de mi cabalgadura y corro por el valle cubierto de luz. Me refugio tras de unos tallos altos, y espero. La tierra emite radiaciones turbias, bocanadas irisadas de calor que mezcladas con el perfume del azafrán adormecen mis sentidos. Una infinita extensión amarilla me rodea sin piedad. Mi madre desciende de la yegua y corre con dificultad hacia mí, llamándome angustiosamente. Se aproxima siempre más y más y vuelve a llamar con la voz quebrada. Oigo ya el crujido de sus pasos sobre la yerba seca. Por debajo de los tallos asoman sus zapatos polvorientos y el borde de su falda, salpicada de florecillas amarillas. Pero yo no le respondo.

Mi madre regresa hacia la yegua y se aleja sollozando bajo la implacable cascada de luz.

El Comisario

Veneciano como Giulia, su dignidad de sabueso bien adiestrado era un espejo para mí. Yo respondía sin engañarlo, sin engañarme, sin inocencia y sin culpa.

Yo lo sabía sincero, aunque me engañara, con inocencia y con culpa. Usaba pocas armas, limpias y penetrantes, pero no mortales. Su uniforme verdoso tenía una pátina humana que en ningún otro había podido apreciar nunca, dado mi horror por ellos. Única ley vigente para mí: su mirada apagada, de quien mucho perdona. Porque recuerda. De haber sido romano habríamos tomado un vaso de vino a la memoria de Giulia.

El chofer de taxi

Nadie como él para comprender mi infernal multiplicidad. Mis inagotables reservas de dolor y de alegría. La prodigiosa turbina de mis cuatro sangres iguales. Entre sus cejas espesas y las líneas de sus manos, siempre aferradas al volante, a las anchas curvas, a los precipicios, a la redondez de la Tierra, brillaba un futuro sangriento como una luz de peligro. En todo él latían las grandes realizaciones, las grandes iras luminosas, como en una rabiosa crisálida. Como en una larva alimentada por sus propias lágrimas. Sobre sus espaldas macizas se levantaba ya un sol demoledor que me destruiría, llenándome de euforia.