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Descubrí a Mayana una tarde, su carita de niña aplastada contra la tela metálica, en la puerta del comedor. Yo le sonreí con simpatía y ella inclinó la cabeza, sin decir nada. Yo no insistí más entonces, pero me propuse acercarme a ella a la primera oportunidad. Ello ocurrió una de esas noches cuyo recuerdo se aleja siempre por temor de enturbiarlo.

Le hice una seña y la atraje a la floresta, hasta el borde mismo del río. «¿Qué quieres?», me preguntó, una vez en el lugar. «Nada», le respondí, y ella se sentó en la arena, dejando que el agua le bañara los pies desnudos. Yo sentía que las palabras sobraban en ese momento. Pero me resistía a tratarla sólo como a una hembra. Por el contrario, ese cuerpo menudo y esbelto, coronado por un casco de cabellos negros, me provocaba una ternura tal que difícilmente habría podido convertir en deseos.

Su fragilidad me desarmaba: tan sólo hubiera querido besarla en la frente y huir luego, avergonzado de mi gesto. Pero sabía muy bien que ella no comprendería ese lenguaje. O tal vez sí. Pero Mayana se daba a mí en ese instante y yo debía tomarla. En silencio contemplé sus pies cubiertos por el agua clara. Le levanté el cushma hasta las ingles y observé la diminuta perfección de su cuerpo de niña. La noche, como Mayana, era de una pureza tal que paralizaba los sentidos, convertía en cristales los apetitos y los humores del cuerpo. Una brisa fresca mecía la copa de una palmera y por encima de ella las constelaciones marchaban más rápidas que el pensamiento sin que yo pudiera apreciar en ellas sino una plenitud que me saturaba sin esfuerzo y que se transmutaba en 365 días, 12 meses, 24 horas y 60 minutos y otros tantos segundos y fracciones de inmovilidad y de esplendor. ¡Incomprensible, estúpido fulgor, asesinato deslumbrante! Un día, quizás, las hordas del cielo nos aniquilarían, se apoderarían de Mayana y yo sería incapaz de defenderla. La sangre de su vientre gotearía sobre mi cabeza, resbalaría por los muros, y yo no podría hacer nada. Nada. Una cuchillada sin fin y ella que se desangraría para siempre. Que se llenaría de gusanos. Pequeña diosa de barro: la Vía Láctea no existe, no existiría nunca para ella. Tan sólo sus excrementos, los excrementos de sus hermanos, los excrementos de sus hijos, barrigones y piojosos, rellenos de yuca y bananas y enormes lombrices y dientes podridos.

—Regresemos ya —le dije— antes de que se den cuenta.

—A Pancho no le importa que duerma en el río. ¡Hace tanto calor en la cabaña! —me respondió.

Sólo entonces me enteré que había sido prometida a Pancho. No le dije nada más y nos encaminamos a la casa. Un instante después ella se echó a correr hacia la cabaña de Pancho y los demás indios.