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Nada, Dogaresa, nada pudo servir mejor a mi intolerancia por los demás que tú misma, delante de mí, en el papel de suma sacerdotisa de mis deseos y de mis sueños. A fuerza de buscar la luz hubiera podido devorarte un seno, y tú habrías sufrido de esa llaga incurable como de una enfermedad dulcísima, sin lamentarte. Porque tú ya casi no percibías tu cuerpo, no lo distinguías del mío. En el fragor de la noche todo nos estaba permitido, hasta quitarnos nuestro cuerpo por momentos y volvernos una sola criatura celeste, un solo resplandor sobre el lecho. Aunque luego, durante el día ¿recuerdas? el silencio cayera entre nosotros como un manto de plomo. Como las víctimas del Vesubio —pobres larvas convertidas en piedra, carbón, metal orgánico, momias de la vida diaria—, como las criaturas quemadas por la lava y la ceniza, nuestras palabras en adelante no emitirían sino silencio. ¿Transmutación divina? ¿Sabiduría completa? ¿O total ignorancia? ¿Para qué decir nada entonces? ¿Para qué escribir?

Tú eras la encargada de avivar el fuego. Casi no te vestías en casa. Dabas vueltas por la habitación cubierta apenas con una toalla o una bata. Yo adoraba tu vulgaridad, tu instintiva rectitud, tu elegancia salvaje. Fumabas sin descanso y bebías docenas de tazas de café al día. Luego, cuando éste o aquéllos faltaban, telefoneabas al bar de la esquina y recibías al mozo semidesnuda con los pies en el suelo mientras yo me hundía entre las cubiertas avergonzado, pues era yo el que lo provocaba a través de tu cuerpo, definitivamente habitado por mis caprichos. Hasta que un día lo inevitable tuvo lugar. Tú desvestiste al muchacho como quien celebra una misa y lo volviste a vestir como quien entierra a un general derrotado. Pero aquélla fue la única vez que compartimos nuestro lecho con un desconocido. Las aguas fangosas de la Serenísima resbalaban sobre tu blanco plumaje, oh Pajarito. Tu cabeza inclinada hacia atrás, el cuello terso como en una novela de Xavier de Montepin, parecías palpitar aún sobre la mesa de mármol. El Gran Traje de Seda ausente, tu desnudez resplandecía. ¡Y ni un solo fotógrafo, ni una sola noticia en los periódicos! Nunca tuviste suerte, cara mía.

Tú empezaste a reírte como una niña, mientras Giuliano deslizaba deslizaba deslizaba. El champagne era tu elemento natural. Tú reinabas entre espejos Luis XIV y terciopelo rojo. Tus cabellos ardían en un candelabro. ¿Reyes del petróleo? ¿Príncipes en exilio? ¿Armadores griegos? ¿Estrellas del cine? Grupos de sacos y smokings con camisas huecas almidonadas y corbatas de lazo y pantalones hediondos junto a vestidos de seda brillante y sosténsenos y calzones vacíos. Figuras de cera en torno a ti. ¿Quién se pondría ahora tu Gran Traje de Seda? ¿Quién lo arrastraría como un atuendo real, como una cola de faisán, como una inútil metáfora de la noche, al rayar el alba? ¿Giuliano tal vez? ¿La antigua Venus Anadyomene obesa y pudibunda? Lo habíamos buscado tanto aux Puces ¿recuerdas? Entre corredores de lámparas Tiffany. Consolas Imperio. Muñecas degolladas. Cerraduras. Máscaras Dogón. Baterías oxidadas. Anteojos. Collares. Espejos. Estampas barrocas. Japonesas. Belle époque. Medias y zapatos usados. Sarcófagos egipcios. Falsos Puvis de Chavannes. Falsos Toulouse-Lautrec. Discos de Caruso. Dentaduras postizas. Falsos santos bizantinos. Medias y zapatos usados. Crinolinas. Veneno para las ratas. Porcelanas Meissen. Soldados de plomo. Colchones pestíferos. Televisores rotos. Veneno para las ratas. Falsos bronces etruscos. Falsos cuadros de Renoir. Medias y zapatos usados. Tanto lo buscamos. ¿Quién se lo pondría ahora? Tanto lo buscamos. ¿Tal vez Giuliano? Tiene los ojos verdes. Casi tu mismo nombre. Tiene además ano, es verdad. Y zapatos lustrados. Vientre y trasero muy gordos. Pero ¿qué importa? Te admiraba tanto. ¿Recuerdas la primera vez? La saliva lo inundaba. El sudor igualmente. Fuimos al Pincio esa noche. Sin un centavo otra vez. Todo lo gastamos en tu Gran Traje de Seda. Nos moríamos de sed. Ni un solo helado nos estaba permitido. Hacía calor. Nos sentamos en el muro de la terraza y miramos hacia abajo: Piazza del Popolo brillaba en tus dos ojos húmedos, resplandecientes. Tú reíste como una niña, pero ¿qué cosa fuimos, Dogaresa? ¿Qué sucedió en el Canal? ¿A quién buscabas en Venecia? ¿A tu padre, a Rodolfo, el marinero que tanto amaste? El zarpazo final no fue mío, te lo juro. Soy inocente. Yo adoraba tus modales, tu graciosa delgadez, tu absoluta indiferencia, tu aliento de menta. Luego llegó la «astronave». Así llamabas tú a la Cadillac blanca de Giuliano.