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Los indios me acusaron de urdir juegos maléficos con los cordeles frescos que servían para coser los sacos de café. Yo les había enseñado unos infantiles juegos de destreza enlazándolos en mis dedos e invitándolos luego a tomarlos en los suyos. Se obtenían así una diversidad de combinaciones geométricas que se repetían regularmente. Interrogué a mi tío. «No sé —me replicó, encendiendo uno de sus hediondos cigarros—. Te creen brujo. El porqué, no lo sé». Años atrás —recordaba— había dirigido los rayos de un espejo sobre la espalda de un indio que huyó gritando. Pero entonces no me acusaron de brujería y nadie volvió a mencionar el hecho.

Algo había cambiado en mí sin duda. Algo en mi manera de blandir el espejo o las cuerdas en un juego que ellos no consideraban ya inocente.

¿O mi culpa era debida a la liberación de los pájaros?

¿O tal vez a causa de mi comportamiento con Mayana?

¿O era simplemente una calumnia lanzada por mi tío Miguel para ahuyentarme cuanto antes de Monteyacu? La hostilidad de los indios crecía con el pasar de las horas. Durante toda la semana precedente a mi partida debía permanecer encerrado en mi habitación pues, decía mi tío, él no respondería de mí si me aventuraba fuera de ella. Pero yo eludí su vigilancia y me refugié en una construcción abandonada que desde hacía años servía de carpintería, granero y depósito de café. Con ayuda de Pancho, pensaba reunir allí a los dos o tres indios más influyentes de la hacienda y tratar de probarles mi inocencia. Había llevado el espejo y los cordeles necesarios para la demostración. Hacia el anochecer Pancho me llevó algunos alimentos y poco después me adormecí con la esperanza de realizar mi proyecto al día siguiente. Pero aquel día no llegó nunca.

(¿Qué había sucedido en el granero aquella noche interminable? El café maldito me llovió sobre la cara. El piso de madera crujía.

—¡Quítate todo, te he dicho! ¡Apúrate!

Yo me incorporé sobresaltado y escuché.

La respiración pesada se filtraba por las hendijas. El café seguía lloviendo. La voz se apagaba, mascullaba, jadeaba, insultaba, ordenaba. Voz ronca y canalla. Voz de animal devorador de carne humana. El piso de madera temblaba bajo el peso odioso. Un remezón más fuerte y un nuevo chorro de café sobre mi cabeza.

—¡Así! ¡Ponte así, chuncha maldita!

La voz brotaba llena de esperma, descendía por las paredes, me ensuciaba. El ruido era ahora menos claro. Algo se revolcaba sobre mi cabeza, revolcando algo precioso. La voz ligaba a su presa, la maniataba, le anudaba los pechos, las piernas, los labios.

La ahogaba. La temperatura y la respiración de los cuerpos bajaban por las paredes, se extendían hasta mi cuerpo.

—¡No te muevas, cojuda! ¡Quédate así! ¡Abre las piernas! ¡Ábrelas, mierda!

El café llovía sin cesar. La voz canalla insistía.

—¡Vas a ver tú! ¡Todo te lo voy a meter! ¡Todo! ¿No quieres así? Está bien. ¡Ven acá, entonces! No tengas miedo, no te voy a hacer nada, ¡qué carajo! Espera un poquito.

De pronto un silencio. Granos de café rodando por el suelo de madera. Olor a polvo reseco, a fruta podrida, a hojas marchitas. El monstruo resoplaba con esfuerzo. Imposible hacer nada en ese instante. Un manto de plomo me envolvía, una tiniebla espesa y sin salida. Ruido de hebilla de pantalón pestilente. El calzoncillo amarillo aparece, el vientre fláccido, la verga gruesa e inflamada entre los pelos ralos, rojizos.

—¿Te gusta? ¡Toma! ¡Chupa, cojuda! —voz tenebrosa y canalla—. ¡Arrodíllate ahora! ¡Así! ¡Sigue, sigue! ¡Abre bien la boca, no te hagas la inocentona! —voz de lagarto infectado. De burro sifilítico. De serpiente que supura.

—¡Échate ahora! ¡Abre las piernas! ¡Así! ¡No te muevas!

Sudor de puerco en las paredes. La saliva del monstruo me ensuciaba, ensuciaba algo precioso. Silencio nuevamente. Un ruido apenas, un forcejeo inútil, un murmullo de pájaro herido. Un oscuro combate sobre mi cabeza, fuera del alcance de mis manos. Un horrible silencio y finalmente un alarido. Uno solo. ¿Habéis oído un alarido de niña en la noche? ¿Una cuchillada sin fin? ¿Un chorro de café enloquecido? ¡Mayana! ¿Qué cosa habían hecho de ti? ¿Qué había sido de tu pureza infinita? Ahora tu vientre no es sino una bolsa cualquiera, repleto de esperma y excremento. La sangre de tu infancia resbala por las paredes, gotea sobre mi cabeza. La esperma miserable te ahoga. La voz se apaga. Jadea. El cuerpo maldecido se separa del tuyo, te abandona. Te desprecia. Se sube los pantalones y los calzoncillos cagados. Ni siquiera acaricia tus cabellos de niña. Te mira fijamente como el zorro a la gallina degollada. Y tú sangras todavía, sangrarás toda tu vida. Tu pobre sangre gotea sobre mi cabeza. El café sigue lloviendo. El monstruo da unos pasos. Eructa satisfecho. Ruido de hebilla de pantalón pestilente otra vez. Ahora tu vientre no es sino una bolsa cualquiera. Tu cuerpo esbelto como un arbolillo se deformará de inmediato. Cuando salgas del granero serás ya una vieja sin dientes, acostumbrada a chupar vergas de blancos. Y comerás tierra como tus hermanos. Y te llenarás de gusanos como tus hermanos. Y tu vientre se hinchará hasta reventar como un globo lleno de mierda. Madre de barro, como tus muñecas. Burdel de barro. Cielo y estrellas de barro. Fabricarán bolas de mierda tus hijos y jugarán con ellas. Ése será el sistema solar que te espera. Una nebulosa de mierda seca y lombrices que te saldrán por la boca. Y otro cuerpo maldito, otra voz canalla llegará. Y violará a tu hija antes que su marido. Porque ésa es la ley. ¿Por qué no lloras, Mayana? ¿No sabes qué significa llorar? Una cuchillada sin fin y tú que te desangras para siempre. Que te llenas de gusanos. Pequeña diosa de barro: la Vía Láctea no existe. Tan sólo tus excrementos. Los excrementos de tus hermanos. Los excrementos de tus hijos barrigones y piojosos rellenos de yuca y bananas y enormes lombrices y dientes podridos. ¿Cuánto podrá valer una chuncha en el año 2000, en las grandes ciudades lunares? Serás pagada entonces, inocente. Ésa será la ley. La nueva ley del futuro. Recibirán tu sangre en un bocal de plexiglás y ya no serás peruana ni chuncha ni nada. Mi tío Miguel te mirará con ternura. Todo vestido de blanco, con guantes y máscara transparente. Observará tu sexo. Útero precioso. Pigmentación a voluntad. Tendrás un hijo claro al costo irrisorio de 600 dólares ejemplar. LBM112 decidirá el color de sus ojos. Su estatura colosal. El ritmo de sus arterias. Su mentalidad infantil. Será astronauta. El tío Miguel, todo vestido de blanco, con guantes y máscara transparente, lo enviará a la Base Experimental Cafetera de Venus. ¿Es acaso el hombre el único consumidor de café en este mundo? Una cuchillada sin fin. Un alarido. ¿No habéis oído nunca un alarido de niña en la noche? ¿Quién acabó con tu infancia en un instante, criatura? Ahora tu vientre no es sino un depósito de huevos blancos. Huevos de astronautas rubios, de ojos azules y cerebro de canario. La esperma miserable llena el cielo de ángeles sin alma. La voz canalla te persigue. Voz eléctrica de computadora que no cesa. La serie ha comenzado. Tríadas de cashibos alternadas a parejas de campas y amueshas. Millares y millares cada año, consumidores de millares y millares de automóviles, refrigeradoras, televisores, máquinas de cocinar, de lavar, de conversar. En la Base Experimental Cafetera de Venus. El monstruo da unos pasos nuevamente. Ruido de máquina maldita que cubre tus latidos. Ahora tu vientre no es sino un depósito de huevos blancos. Incubadora de astronautas. LBM112, marido fiel y perfecto. Grandes hijos rubios. Mi tío Miguel te mirará con respeto, todo vestido de blanco, con guantes y máscara transparente. Chuncha de mierda. ¿Qué más quieres?).