11
Vigílame siempre, Dogaresa, ayúdame. Tú que me ves ahora en todas partes y que me conoces: no me dejes caer en tentación. ¿En dónde te refugiaste, pajarito? ¿Qué fue de tus grandes alas blancas y tu cola delicada en el fuego redentor de Monteyacu? Monteyacu, agua de punta. Agua de arriba. Agua celeste. Tengo todavía la impresión de que la lluvia no ha cesado. O que yo no he descrito con precisión los inútiles sentimientos que ella me provocó.
Fue Pancho a demostrarme, al octavo día, que la lluvia había cesado. Pero ¿de qué me sirven los argumentos de Pancho si yo mismo no estoy convencido de ello? ¿Si a cada momento, cada día que amanece, siento la necesidad de atraer otra vez esa agua iracunda sobre la tierra? ¿Y si nada me prueba que el diluvio precipitado durante esos ocho días no fue obra mía? Al noveno día, con el rayar del alba, huí de la hacienda como un criminal. Pero estoy seguro de que tras de mi huida las nubes volvieron a cubrir el cielo. Mi recuerdo del lugar es el de una comarca azotada por las iras del cielo y condenada a la desaparición.
Monteyacu: agua de monte. Mal paraíso. Mientras yo no encuentre una razón suficiente para detener la lluvia; mientras yo no logre describir nítidamente el primer rayo de sol entre sus frondas, estas páginas estarán llenas de esas aguas mortales en las que un día habrías de ahogar tu propio cuerpo.
Por ello, vigílame siempre, no me dejes solo ahora.
El sol está bajando y hace frío.
El mar lanza medusas, fragmentos de recuerdos. Restos confusos de otras vidas nuestras. Visiones lejanas y salobres, cantos de pájaros esmaltados, espejismos en la arena.
—Regresemos ya —le dije—, antes de que se den cuenta.
Mayana me miró implorante.
—A Pancho no le importa que duerma en el río. ¡Hace tanto calor en la cabaña! —me respondió.
¡Incomprensible, estúpido fulgor, asesinato deslumbrante! Vampiros infames atraviesan el cielo. Olas escarlata avanzan en la arena. Una corriente fría me devuelve instantes, cosas, acontecimientos, rostros sepultados. Hace 2000 años, Tullia Mayana, hija de Cicerón, niña momificada en los Andes, descubierta en la Via Appia, niña momificada en la Via Appia, descubierta en los Andes, dormía intacta bajo tierra. Una lámpara de llama azul la iluminaba a través de los siglos. ¿Quién abrió su sepultura? ¿Por qué los siglos le llovieron de pronto en un rincón de Monteyacu?
Una brisa fresca mecía la copa de una palmera, y por encima de ella, las constelaciones marchaban más rápidas que el pensamiento, sin que yo pudiera apreciar en ellas sino una plenitud y una paz que me saturaban sin esfuerzo, que se transmutaban en 365 días, 12 meses, 24 horas y 60 minutos y otros tantos segundos y fracciones de inmovilidad y de esplendor. «Tienes suerte en amor, sobrinito», dijo mi tío. Yo enrojecí desde los cabellos hasta la punta de los pies.
—Me debes veinte soles —agregó.
Yo distribuí nuevamente las cartas sin decir nada. As de espadas. As de bastos. Trío de reinas. Tenía una mano asegurada, finalmente. Mi tío me demolió con un póker de reyes y volvió a reírse con insolencia. Yo traté de levantarme de la mesa.
—Juguemos otra partida —ordenó él. Pareja de reinas, esta vez. ¿Giulia y Mayana? Pareja de reyes. ¿Mi tío Miguel y Giuliano? Mano excelente. Pero él tenía todos los ases. Él ganaría siempre. Sus artimañas eran ya más viejas que la Tierra. Él me miraba fijamente, como el zorro a la gallina degollada. El café maldito seguiría lloviendo sobre mi cabeza. ¿Qué cosa era yo en sus manos, Dogaresa? Sólo tú podrás decírmelo un día. Hacia el final de los tiempos, Sibila de ojos verdes: anunciarás mi pasado.
Todo tiene remedio, Pajarito. Pero, no me dejes solo ahora. El sol está bajando y hace frío. Vámonos. Tú acababas de salir de la cabina. Tenías los cabellos sujetos en un moño alto y mojado. El rostro increíblemente envejecido, como si entre tu entrada y tu salida de la cabina hubieran pasado veinte años. Me vestí rápidamente y salimos.