10
Cuando volví a mi pieza me sentía ya convencido de mis poderes sobrenaturales. Seguro de que mis más absurdos caprichos habrían de realizarse con un simple deseo. Que me bastaría pronunciar una frase como «¡Lluvia, cae sobre la tierra!» para que ellos se vieran satisfechos de inmediato. Ante mi ventana, el viejo naranjo se hallaba invadido por un torbellino de loros salvajes, indiferentes a mis terribles influjos. En la espesura adivinaba a los insectos, los pájaros y las alimañas del bosque entregados, como siempre, al odioso ejercicio de la reproducción, la manutención y la muerte. Me asaltó una necesidad imperiosa de interrumpir ese ciclo nefasto, de ordenar a los cielos que detuvieran el auge de la flora y de la fauna. Pero no me bastaría sin duda conocer los ritos mágicos: beber leche de maguey mezclada con amapola y vísceras de culebra; comer sólo frugales meriendas de pájaros putrefactos y raíces amargas; llevar sonajas en el cuello y plumas en la cabeza para espantar a los mortales y atraer al invisible. Todo ello debía esconder razones mucho más sencillas que la verdadera posesión de mis nuevos poderes.
Durante esos días, mientras tanto, el brillante sol de enero desapareció bruscamente. El cielo se ocultó detrás de un toldo violáceo y una lluvia estruendosa cayó sobre la tierra. Pasaron así cuatro días lentos y siniestros como aletazos mortales. La cosecha se perdería irremediablemente si aquella lluvia no cesaba de inmediato. El agua colérica golpeaba sobre la calamina de mi habitación. Ponía una cortina de agujas plateadas ante mi ventana, que yo tocaba alborozado con las manos tendidas. Una maravillosa sensación de bienestar había invadido mi ser, como si aquella agua estruendosa me hubiera lavado de inmemoriales manchas. Ninguna palabra era necesaria entonces, ninguna disculpa, ningún perdón humano. Una rabiosa maraña de rayos y relámpagos iluminaba hasta el último rincón de la floresta. La verdura aparecía y desaparecía alternativamente entre los velos rotos de la evaporación y las miasmas terrestres, como en las primeras edades del globo. Millares de arroyuelos, cascadas y surtidores cristalinos se establecieron con estrépito entre los troncos, los desniveles y las grietas naturales del bosque. El sol no apareció un solo instante en el cielo. El bramido ronco y permanente había cubierto por completo todo otro ruido y los animales callaban en sus guaridas. Al quinto día mi tío Miguel subió a mi pieza empapado. Tenía el rostro contraído y cubierto de arrugas finísimas. Se dirigió a la ventana y la cerró con fuerza, asegurándola con un travesaño.
—Los indios están enfurecidos —me gritó—, ¿por qué diablos no te vas de acá?
—No me acusarán también de la lluvia —repliqué.
—¡Pues claro que sí! —exclamó él—. ¡Parece que no los conocieras! ¡Se les ha metido en la cabeza que eres brujo y ahora te acusarán de cuanta desgracia suceda aquí! Las cosechas deben estar casi perdidas. Puedes irte en cuanto despeje y decirle a tu madre que venga ella misma a constatarlo.
—¡Tonterías! —murmuré, convencido de que era yo el causante de la lluvia y de la ruina de las cosechas. Apenas mi tío salió de la pieza volví a abrir la ventana y aspiré una bocanada húmeda de ese tremendo maleficio que el cielo enviaba en mi ayuda. Me imaginaba la caña de azúcar desbaratada y tendida sobre raudales de lodo. Los racimos de café hundidos en el fango, con los frutos rojos aplastados e inservibles. ¿El café maldito pisoteado por las fuerzas del cielo? El triunfo de mis poderes mágicos era evidente ahora. Ignorante de las ceremonias, de los signos y de las palabras rituales en estos casos, decidí consolidar mi alianza con los dioses elevando a ellos la única plegaria que conocía. «Padre nuestro que estás en los cielos…», empecé mecánicamente y, arrodillándome ante la ventana abierta, la repetí hasta el fin. Luego me incorporé y contemplé el paisaje verde completamente volatilizado tras de una explosión de agua celeste. No existía nada en torno a mí. La respiración. El llanto. Los gritos de los pájaros. El calor y los humores animales. Todo había sido sepultado por ese océano vertical que se elevaba frente a mí como una muralla atronadora. Me incliné sobre el alféizar de la ventana y dejé que la lluvia me mojara la cabeza. Me mantuve en esa posición durante algunos minutos dando gritos de alegría. Luego retiré la cabeza empapada, di algunos saltos y empecé a correr como loco dentro de la habitación sin escuchar mis propios pasos sobre el piso de madera, absorbidos por el rumor incesante que envolvía la casa.
Luego me acerqué al espejo de una cómoda y observé mi cara jubilosa. De improviso me olvidé de todo: aquel espejo me devolvía una imagen común y corriente, sin la menor huella de dotes sobrenaturales. Hice algunas muecas, tratando de imitar el aspecto feroz de una máscara o de un demonio. Pero comencé a reírme de mí mismo. Todas esas muecas, lejos de redoblar mi poder, lo debilitaban misteriosamente. Descubrí entonces que durante los últimos meses me había adelgazado. Algunos barritos salpicaban mis mejillas y se extendían desde la parte inferior de la mandíbula hasta el nacimiento de las orejas. Presionándolos cuidadosamente reventé algunos de ellos entre las uñas. Me lavé la cara y me peiné con esmero. Me observé otra vez en el espejo moviendo la cabeza de derecha a izquierda. «Estoy flaco —me dije—, debo comer más». Había crecido varios centímetros ese año y mis rasgos viriles se habían acentuado. Hinché el tórax ante el espejo, pavoneándome con la cabeza erguida. Satisfecho, me miré fijamente en los ojos, tratando de descubrir en ellos alguna traza de poder divino. Me pregunté hasta qué punto esas pupilas negras, circundadas de puntos ocres y dorados, ese iris vibrante como una corona de fuego, podrían ejercer un influjo irresistible sobre quienes me rodeaban. Acerqué mi rostro al espejo y abrí los ojos desmesuradamente. Pero no lograba ver en ellos nada que me garantizara la existencia de una fuerza invencible en mi alma. Aquéllos eran simplemente los ojos de un adolescente sano y lleno de vida. Las pupilas ardientes y vivaces en medio de una esclerótica lozana como un huevo duro. La mirada de una criatura que nada sabía aún de la hembra. Esta última constatación me avergonzó. Volví a percibir la lluvia entonces. Me acerqué a la ventana y posesionado nuevamente de mi rol de mago contemplé el espectáculo.
¿Qué sería de mis pobres pájaros acabados de liberar? ¿Cómo harían para alimentarse? ¿Cómo preservarían sus nidos de las fuerzas celestes? ¿En dónde se refugiarían mientras tanto? Cerré los ojos y con un esfuerzo que de antemano juzgué insuficiente, rogué a los cielos que me devolviera mis pobres pájaros para cobijarlos hasta que cesara la lluvia. Esperé un momento y viendo que ninguno de ellos aparecía, decidí contar hasta diez. Terminé la cuenta sin resultado alguno. Conté nuevamente. Hasta veinte esta vez, demorándome premeditadamente en el final. Pero los pájaros no volvían, y la lluvia seguía cayendo con más fuerza que antes. El jardín que mi madre había cercado en el patio se había convertido en un torrente de maleza. Los girasoles, las orquídeas, las rosas, las dalias, los ñorbos y las mismas matas de madreselva y de jazmines que trepaban las paredes de la casa, yacían destruidos sobre la capa de lodo y agua turbia que corría a mis pies. Seguí rogando y contando cifras siempre mayores. Pero no podía concentrarme en mi plegaria. El menor movimiento del cuerpo, el roce ligerísimo de la camisa contra el cuello o la sensación de que alguien observaba mis gestos, me hacían abrir los ojos y volverme de improviso. Varias veces intenté ese pedido in extremis y a cada instante me parecía ver entrar por la ventana a un tucán o un loro empapado. Pero mis poderes sobrenaturales parecían terminados. La lluvia destruiría por completo la cosecha del año. Una especie de terror sordo me invadió. ¿Y si ella no cesara nunca? ¿Si aquél fuera un nuevo diluvio universal desencadenado por mis ridículas ansias de redención? Este pensamiento me hizo rechazar de plano toda responsabilidad en la catástrofe. Yo no había querido destruirlo todo. Yo sólo había querido castigar a quienes lo merecían para que el mal no se extendiera aún más sobre la tierra. Si el agua seguía cayendo no era ciertamente culpa mía. No podía detenerla, esto era evidente. Pero si ella invadía el planeta, ¿a quién sino a los dioses podía culparse de tamaña calamidad? Mi poder no llegaba a tanto. ¿Cómo podía ejercer mi rayo maléfico sobre quienes nada me habían hecho y que yo ni siquiera conocía? ¿Deberían pagar siempre justos por pecadores? No. Mi responsabilidad por aquel terrible castigo se limitaba a un puñado de tierra conocida y a dos o tres criaturas ingratas y equivocadas.