14
Unos días después nos instalamos en una pequeña pensión del barrio. Posabas para una revista de modas entonces, pero no parecías dar la menor importancia a ese trabajo. Lo considerabas indispensable para vivir y nada más. Nunca me dijiste qué cosa realmente hubieras querido hacer, aparte de trabajar para vivir. La única vez que te lo pregunté tu respuesta fue definitiva para mí. Acababas de levantarte y me miraste con distracción, te acercaste a mi mesa de noche, cogiste un cigarrillo y lo encendiste tranquilamente, lanzaste una bocanada de humo y te dirigiste al rincón opuesto de la pieza, en donde teníamos el calentador y algunos víveres para el desayuno.
—No tenemos leche —me dijiste—, ¿quieres el café solo?
Yo asentí. Tú, sin mirarme, encendiste el gas, pusiste a hervir el agua y preparaste la cafetera y las tazas. O preparaste la cafetera y las tazas, pusiste a hervir el agua y encendiste el gas. O pusiste a hervir el agua, encendiste el gas y preparaste la cafetera y las tazas. Luego me trajiste el café al lecho y te sentaste a mi lado, sorbiéndolo ávidamente. Terminado el desayuno, sin decir una palabra, encendiste un nuevo cigarrillo, esperaste que a mi vez terminara el café, retiraste luego las tazas y sin lavar nada te acercaste al espejo y empezaste a maquillarte con gran cuidado. Como todos los días. Yo hubiera podido disfrazarme de ti, travestirme de ti, si hubiera querido, a tal punto conocía los más sutiles gestos de esa diaria ceremonia. Antes de salir me dijiste que no te esperara hasta por la noche. A las 10, en el café. Tenías que trabajar todo el día. ¿En dónde? En el estudio fotográfico sin duda. Esperé que cerraras la puerta y me envolví otra vez en las sábanas. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas, pero no sufría absolutamente nada. Tuve la tentación de clavarme un alfiler en el cuerpo, pero me faltó coraje para ello. Me arrebujé golosamente en mi propio calor. En el olor de mi cuerpo. En el tacto familiar y velludo de mi piel. En mi respiración y mi aliento pestífero de hombre. Bostecé profundamente. Cerré los ojos en el fondo de la almohada y sonreí: el universo no era sino un inmenso, deslumbrador presente.
Tu Gran Traje de Seda colgado en la pared. Vacío. Tus dos ojos verdes afuera, en la calle. Igualmente vacíos. ¿No me habría equivocado? ¿Cómo sería Giuliano con tu Gran Traje de Seda, con tus cabellos rojos? ¿Cómo serías tú con su camisa, su vestido azul, sus zapatos lustrados? Janus bifronte, Herma de dos cabezas, ¿cuál de los dos me engañaba? ¿Tú con tu pobreza, tu incomprensible sonrisa, tu graciosa delgadez? ¿Giuliano con su gordura, sus millones y sus fábricas? Idénticos los dos. Los mismos ojos verdes traidores. Las mismas ropas inútiles.
¿Para qué vestirnos? Que los elementos, la maleza, las alimañas del bosque destruyeran nuestras ropas. Viviríamos desnudos. ¿Para qué vestirnos? Camisas huecas almidonadas con sacos y pantalones hediondos junto a vestidos de seda vacíos y sosténsenos y calzones vacíos. «Encantado señorita». «¿Habla español?». «¿No?». «Yo hablo un poquito de francés». «Comme ci, comme ça». «Bonjour mademoiselle». «Quel’heure est-il?». «Allez diner?». «¿Cómo se dice “dónde desea ir”?». «Où desirez vous aller?». «¡Ah, sí!». «Où desirez vous aller, mademoiselle?». «¿Está bien así?». «Perfecto». «À Lapérouse». «Très bien, à Lapérouse». «¿Dónde queda?». «Te lo digo yo». «J’ai la voiture». «Par ici, s’il vous plaît».
Giuliano te encendía los cigarrillos. Trataba de sumir la panza. Tú reinabas entre candelabros y terciopelo rojo. El soufflé te hacía llorar. El Moët et Chandon te iluminaba. Tu Gran Traje de Seda caía majestuoso sobre el terciopelo rojo. Giuliano deslizaba deslizaba deslizaba. Sus zapatos lustrados tocaban los tuyos. Tú empezaste a reírte como una niña. Tus mejillas eran llamas. El champagne te hacía bien. Burbujas de ópalo brotaban de tu seno. Giuliano continuaba deslizando. Su dedo meñique acariciaba tu rodilla. Tú lo miraste de improviso. Él sumió la panza de golpe.
«Los invito a Lima ahora mismo». «¿Qué les parece?». «Puedo alojarlos en mi casa de campo. Yo iría sólo a fines de semana. Pueden quedarse todo el tiempo que quieran. Con piscina y automóvil. ¿Qué me dicen?». «Qu’est-ce que vous dites, mademoiselle?».
«Se llama Giulia».
«Ah, claro, Giuliana, ¡como yo!».
«Je ne sais pas, moi. Demandez à lui».
«Vous êtes italienne, n’est-ce pas?».
«Je vais a Rome aussi, voulez vous venir avec moi?».
«Êtes-vous de Rome?».
«Non. Je suis vénitienne».
«Ah, vénitienne!». «C’est très joli Venise». «Moi aussi, je suis italien». «Moitié-moitié seulement». Mais je parle italien. Un peu. Poco, poco. «Mio padre ligure andato in Perú giovanotto mai più tornato in Italia. Io nato vicino selva».
«Sua madre era peruviana, vero?».
«Sì, mia madre peruviana».
Giuliano me miró por primera vez en toda la noche. Sus dos ojos verdes insignificantes no eran ahora sino dos cabezas de alfiler.
«¿Más champagne?».
«¡Sí, por favor!».
Su mano se había retirado de tu rodilla. Tenía todo el vientre afuera ahora y sudaba. Tú lo mirabas como desde una nube. Giuliano eras tú misma, pero con ano. Con panza. Con zapatos lustrados. Con millones. ¡Pobre Giuliano!
Tus cabellos rojos brillaban bajo los candelabros. Todo el lugar parecía invadido por ellos. Grupos de sacos y smokings con camisas huecas almidonadas y corbatas de lazo y pantalones hediondos junto a vestidos de seda brillante y combinación y calzones vacíos. Figuras inmóviles en torno a ti. Giuliano bufaba a tus pies. Giuliano constructor de barrios limeños. Dueño de fábricas de helados y chocolates, de margarina y ladrillos.
«¿Sabes que he comenzado a exportar chocolates a Chile?».
«¡Ah, sí! Muy bien».
«El año próximo abriré una fábrica en Santiago».
«¡Formidable!».
«¿Por qué no se vienen a Lima conmigo?».
«La idea es fantástica. Depende de Giulia».
«Piénselo bien. Casa con piscina y automóvil. Es un descanso, ¿no?».
¿Cómo habrá hecho? Era un muchacho del campo. Hijo natural de un italiano y una chuncha. Nos conocimos apenas. Éramos adolescentes. Luego nos vimos en París, quince años después. No estudió casi nada Giuliano. Sólo la primaria. ¿Será verdad que una rica señora se enamoró perdidamente de él y que abandonó familia y relaciones y se lo trajo a Europa? ¿Que robó y chantajeó a un Ministro maricón? ¿Que después de un viaje a los Estados Unidos, en donde hizo lo mismo, regresó a Lima y abrió su primera fábrica de helados? Deben ser chismes. Tiene mérito, de todos modos. La metamorfosis era perfecta. Sus ojos verdes no eran ya sino alfileres. ¿Cómo sería vestido con tu Gran Traje de Seda, Dogaresa? ¿Y tú con su camisa blanca, su corbata negra, sus zapatos lustrados?
Estiré un brazo fuera de las sábanas, cogí un cigarrillo y lo encendí. De improviso todos mis pensamientos se detuvieron. Me vinieron unos deseos imperiosos de decir algo. Pero la frase que yo buscaba no estaba hecha de palabras. Ni tampoco de pensamiento. Era como una sed ardiente. Como un vacío entre el corazón y el estómago. Todos los poemas escritos durante mi adolescencia parecieron quemarse rápidamente dentro de mí y convertirse en humo. Una última llamarada en la que desaparecían para siempre las palabras, dejándome sumido en una luminosa y solitaria perfección. La dorada jaula terrestre acababa de abrirse ante mí. Me ofrecía algo que todavía no estaba en condiciones de aceptar.
Una pureza indescriptible hacía aparecer sagrados mis menores gestos. Superfluo mi propio pensamiento. Perecedera e inútil la más espléndida belleza. El universo entero no era nada comparado con mi propio cigarrillo, con su ceniza grisácea en el cenicero de loza blanca sobre mi silla de paja apoyada sobre el piso de madera crujiente en ese cuarto de pensión de la Via della Croce en la ciudad de Roma Italia república democrática europea del planeta Tierra séptimo de un sistema solar situado en la periferia de la Vía Láctea constelación a espiral del mundo conocido.
Toda mi vida pasada y futura se arremolinaba allí ahora. Las cortinas abiertas me invitaban a volar. Dos alas inmensas rebalsaban de la cama. Me pesaban a la espalda. Suntuosas alas de plumas áureas, tornasoladas, bermellón, naranja. Cualquier vuelo sería posible con ellas. Cualquier misterio se aclararía al instante. Un chiwaco negro me esperaba en la ventana, me indicaba la ruta. Discos y mariposas gigantes de oro antiquísimo me acompañarían sobre los Andes hasta el Ombligo del Mundo. Sobre el Himalaya, hasta la Montaña de la Beatitud Celeste. Lejos, las deflagraciones atómicas. Las incesantes cascadas de sangre. Las maravillas del arte. Los prodigios de la industria y la tecnología. La partenogénesis. La física matemática. La cibernética. El control del tiempo y de la gravedad. La victoria sobre la muerte. Lejos, lejos todo. Mi sed había aumentado y sólo atiné a refrescarme los labios con un vaso de agua que encontré a mi alcance. Las grandes alas brillantes me servían ahora para nadar. Se habían vuelto invisibles en la inmensidad de un vaso de agua. En mi rudimentaria estructura molecular la luz vibraba ahora triunfante como en un templo de vidrio.
Pero ser una sola cosa con la luz no era nada todavía. Poseer la sustancia del ángel, ser el Alfa y el Omega, ser inmenso como el sol y diminuto como el átomo, no era nada todavía. La infinitud de mi medida devoraba números y números y números, pero no incluía nada. Era el vacío total. La creación entera se había transformado en cifras. Una gigantesca muralla que mis alas no podían superar. En la trayectoria de una estrella, en el vuelo de los ángeles como en la música de Mozart ¿no había sino cifras? Las pirámides de Egipto reposaban cómodamente en la palma de mi mano. La velocidad de la luz era una vela encendida a cuestas de una tortuga. Cifras solamente. La eternidad misma era una cifra cualquiera.
Me levanté de la cama. Abrí la ventana y observé el mercado que hervía a mis pies. Eran las 10 de la mañana de un día sábado. Todo el barrio se movía allí haciendo acopio de provisiones para el fin de semana. Me volví hacia el rincón que nos servía de cocina y despensa y constaté que no teníamos alimentos. Cogí mis pantalones de la silla y hurgué en los bolsillos. Me quedaba apenas una mísera cifra: 200 liras.
Bruscamente el olor de la miseria —vaga mezcla de aguardiente, moho y lana quemada— me asaltó brutalmente. Un intenso sabor a sangre me llenó la garganta. Dos gotas rojas se asomaron a mis narices, que rápidamente enjugué con un pañuelo. «Efecto de la primavera», me dije. O como cuando viajaba a Monteyacu y, al pasar la Cordillera, me sangraban la nariz y las orejas.
—¿El señor es de Lima?
—Sí —respondí.
—¿Tiene tierras en Chanchamayo?
—Sí —volví a responder.
—¿Café?
—Sí.
—Debe rendirle muy bien.
—No lo sé realmente. No me ocupo de eso yo.
—¿Qué hace entonces? ¿Estudia?
—Sí.
—¿Y no piensa dedicarse a la hacienda? Sé que su madre es viuda. ¡No se sorprenda! Aquí sabemos todo de todos. El oficio, sabe usted, nos obliga. ¿Sabe qué le digo? Su madre es una gran señora. La última vez que la llevé a La Oroya me dio cinco soles de propina. Es muy buena persona. Tan comprensiva —el chofer calló un instante. Luego volvió al ataque—: De modo que no piensa ocuparse de la hacienda.
—Yo no sé. Yo no he dicho nada. Mi madre quiere que siga una carrera, y yo también lo quiero.
—¿En la universidad?
—Naturalmente —el individuo hizo una maniobra brusca y embocó una curva cerradísima. Callaba otra vez y de cuando en cuando me observaba a través del espejo. Se levantó ligeramente del asiento, como incomodado y se arrellanó nuevamente.
—¿Sabe qué le digo? —volvió a repetir, moviendo la cabeza—. Usted no sabe lo que tiene. Es un muchacho todavía. Es cierto. Pero, óigame a mí, yo en su lugar dejaría todos esos estudios y daría una mano a mi madre, ¡qué carajo! ¿Cuántos años tiene su madre?
—Cerca de cincuenta creo.
—No es una anciana, pero ya no está tampoco en edad de trabajar por usted.
—Tenemos un administrador.
—Naturalmente les robará lo que le da la gana. ¿Cómo se llama?
—Es el señor Ortega —le dije a regañadientes.
—¿Ortega? ¿Miguel Ortega? —repitió. El hombre me miró deliberadamente a través del espejo, con un gesto sardónico, y no pronunció una palabra. Conducía con seguridad, casi con elegancia. La comarca se hallaba aún invadida por un vientecillo tibio que venía de los bosques.
Los perfumes surgían como dardos tenues y prolongados. Llegamos finalmente a un puente de madera, suspendido por gruesos cables de hierro. A la distancia, altísimas montañas nevadas ascendían en la luminosidad de la tarde. A tal altura no se encontraban ya insectos ni se percibían trazas de ruidos ni de perfumes. La atmósfera era como una sucesión de planos áureos y transparentes tan soberanamente precisos que el menor movimiento, la menor irrupción de un cuerpo extraño, el menor ruido superfluo habrían precipitado esa tierra en el caos. Y no obstante, gracias a la cercanía de la flora y de la fauna, de la lluvia y del sol que regresaban a diario, de los derrumbes y temblores que continuamente sacudían el paraje, todo era allí inminente, todo estaba siempre por nacer o por morir por aparecer y destruirse y volver a aparecer y destruirse nuevamente sin que nadie moviera un solo dedo ni se atreviera a respirar.
Cruzamos el puente lentamente y continuamos por la tierra firme.
—De modo que no le gusta la montaña, ¿eh?
—¿No me gusta? ¿Por qué cree entonces que regreso?
—Quién sabe. Para cazar mariposas, supongo —replicó con insolencia. Y prosiguió—: A mí personalmente no me gusta, pero si tuviera tierras sería otra cosa.
—Seguramente tiene razón. De todos modos, no sabe usted lo que se pierde —lo interrumpí.
—¿Qué cosa me pierdo? No me gustan las chunchas. Apestan a yerbas y les huele la boca a masato. Su tío lo sabe muy bien. ¿Es su tío don Miguel Ortega, verdad? —el chofer volvió a mirarme por el espejo, sin agregar más nada.
Llegamos a La Oroya sumidos en el más completo mutismo. El tren para Lima salía al día siguiente. Era mi primer viaje solo y por primera vez observé el lugar. La cordillera parecía suspendida en una inmensa nube mineral. La atmósfera era helada y extrañamente inmóvil, como de plomo. Me faltaba la respiración. La sangre parecía hervirme en el cuerpo. Me faltaba también la gravedad. ¿Cómo no lo había reparado antes? Aquélla no era la limpieza del aire purificado por el verde, sino un vacío estallante. Una dimensión tan aguda que partía en dos los sentidos con una hoja afiladísima. Desapareció el peso de mi cabeza. Esa lámina silenciosa me la había cercenado y en su lugar no sentía sino una especie de agitación luminosa. Un batir de alas centelleantes. Una espantosa transparencia. El espectro solar me atravesaba como a una pompa de jabón a punto de estallar. Los indios me rodeaban y se reflejaban en mí como tropeles de bestias, con los labios negros y las mejillas abultadas por la coca. Surgían de las minas envueltos en sus ponchos miserables. Uno de ellos acercó su rostro a mí. Sus ojos brillantes reflejaban una habitación en desorden: cortina rojiza, lámpara amarilla y una cama revuelta en la que yacía yo con los ojos abiertos. Un olor a aguardiente e inmundicia invadió la habitación. Yo me levanté de la cama, me dirigí hacia la ventana y la abrí. Hurgué luego en los bolsillos de mi pantalón. Reuní algunas monedas. Seguí buscando sobre la mesa de noche. En los bolsillos de un saco. Debajo de la cama. Pero no encontré más nada. Poco a poco volví a sentir el peso de mi cabeza sobre los hombros. Los oídos me dolían y a mis narices asomaban dos coágulos de sangre negra.