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Pancho servía la mesa en silencio. Detrás de la puerta del comedor distinguí a los indios que nos miraban fijamente, en la oscuridad, con las caras aplastadas contra la tela metálica. Yo no dije nada. Observé otra vez a mi tío y de improviso, como en un fogonazo, percibí un gesto cruel en su boca grasienta y manchada de vino artificial. Su nariz afilada acentuaba la dureza de sus rasgos y sus ojos de lobo. Recordé sus apretones de manos, excesivos y sudorosos, con la dentadura amarilla a flor de labios. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿Había sido necesario llegar a los 17 años para percibir toda la odiosa autoridad que emanaba de cada uno de sus gestos? Costeño como yo, tenía sin embargo el cuello fuerte y los hombros pesados de los hacendados de la región. Sólo sus ojillos grises y plagados de arrugas finas traicionaban algo que seguramente no venía de la tierra sino de una antiquísima astucia nacida de la observación y el dominio de lo fluctuante, como el océano. Terminada la cena quise levantarme, pero él me detuvo y me invitó a jugar una partida de cartas. Accedí ocultando mi mala gana, y mi tío extrajo un mazo del cajón de la mesa, lo barajó y lo distribuyó con parsimonia. La comida, pesada, me había hecho daño además, pero no dije nada. Lo miré con rencor y me vinieron unos deseos incontrolables de ganarle en el juego. Pero era inútil.

—Tienes suerte en amor, sobrino —me dijo.

Yo casi enrojecí, sonriendo con esfuerzo.

—Me debes ya veinte soles —agregó.

Yo repliqué, diciéndole que pronto los recuperaría, pero terminada una centésima mano hice un gesto de cansancio y traté de incorporarme. Él me detuvo.

—¿Tienes algo que hacer mañana?

—Nada —contesté sorprendido.

—Siéntate entonces y juega, ocioso —mi tío ganaría siempre en tales juegos. Sus artimañas eran ya más viejas que la tierra y yo no podía competir con él. Podía, eso sí, borrarlo para siempre de mi existencia. Porque él podía jugar con la vida de los indios, apoderarse de sus tierras, juntar monedas de oro en un banco de provincia, emborracharse como un odre, insultar a todo el mundo, pero no podía jugar con las palabras, no podía afrontarme en esta partida de revancha en la que yo toda la vida habría de ganarle, aun después de muerto. Campas, amueshas o cashibos no podían subsistir fuera del cono de sombra que arrojaba mi tío, pero sus verdaderas vidas las compartían tan sólo con sus dioses. A ellos iban sus ofrendas de pájaros multicolores, sus olorosas joyas de semillas y dientes de mono, sus miserables muñecas de barro cocido, sus libaciones nocturnas bajo la luna llena. No hablaban mucho entre ellos, pero reían y cantaban siempre, chapoteando sobre sus propios excrementos, devorados por los piojos y la tenia.

¿Qué sabes tú, Dogaresa, de tales santuarios humanos? ¿Los altares de San Pedro enrojecen acaso cuando muere un cashibo en la selva del Perú? ¿Desaparece la sonrisa de La Gioconda? ¿Cae la torre de Pisa? ¿Venecia se hunde un poco más en el pantano que la espera desde hace siglos? Tu Gran Traje de Seda es el luto que yo te impuse para vivir a mi lado. Tú lo aceptaste. Lo arrastraste en las grandes ocasiones: ir al bistrot de la esquina y tomar un rouge y unas papas fritas, por ejemplo. Aceptar la invitación de un gordo insolente que te hacía la corte en mis propias barbas.

A veces hasta comprar una baguette debajo del hotel, con tu Gran Traje de Seda sube y baja por la escalera crujiente y hedionda de orines y humedad. Pero sobre todo aceptar la invitación de un gordo insolente que te hacía la corte en mis propias barbas. Un viejo amigo mío, decía él. Un gordo con hijos, además. Pero con automóvil y cuenta en el banco. Una terrible cosa que sudaba en pleno invierno y se llamaba Giuliano. Es decir Giulia con ano. ¿No te conté nunca quién era Giuliano? ¿Quién había sido antes de convertirse en ese gordo vestido de azul con camisa blanca y zapatos lustrados? Todos los años Giuliano dejaba mujer e hijos en Lima y volaba a París o Roma absolutamente convencido de que yo podía ofrecerle todo cuanto poseía, y que —él lo sabía bien— no era sino tu cuerpo. Como ello no sucedía, me arrastraba siempre a Pigalle o a la Passaggiata Archeologica. Giuliano bufaba e invitaba a diestra y siniestra. Las putas lo adoraban. Las cargaba en el coche y terminábamos en su hotel. Al día siguiente las despedía y me deslizaba a mí también un cheque «para que te comprara ropa, pobre muchacha, se ve que te quiere mucho». ¡Como si tu Gran Traje de Seda no bastara! Y «estos artistas locos que no piensan en el mañana» se miraba en el espejo y yo me arqueaba de náuseas simulando que reía contento y feliz, y él se vestía de nuevo esta vez de marrón color mierda de cerdo cagado por dentro y por fuera y me preguntaba cómo le quedaba esperando que le lamiera el culo y yo se lo lamía porque pagaba anticipado y le decía: «¡Formidable!», y él me invitaba a tomar desayuno sin dignidad de mi parte y sin el menor embarazo de la suya me preguntaba qué cosas hacía contigo en la cama y que cuántas veces te lo metía y si te gustaba chuparlo y si no me ponías cuernos de vez en cuando y si no habíamos probado el ménage-à-trois con otro hombre puesto que a mí me debería gustar y ella ni qué decir. Luego el pobre Giuliano me hablaba de sus millones y de sus fábricas y edificios en construcción y de la santidad de Blanquita, su mujer, y de la fantástica inteligencia de Johnny y Robertito, sus hijos, que ya estaban en la universidad y estudiaban química industrial e ingeniería electrónica en los Estados Unidos, naturalmente.

Giuliano, Dogaresa, es decir tú con ano, con panza, con zapatos lustrados, con millones. Algo incurable. Giuliano, dueño de fábricas de helados y chocolates. De margarina y ladrillos. De puertas y ventanas. Pero, sobre todo de helados y chocolates. ¡Quién lo hubiera dicho! ¿Sabes tú que era hijo natural de un italiano y una chuncha? ¿Que era casi analfabeto? ¿Que apenas llegado a Lima de San Ramón «una dama de mucho nombre» se enamoró perdidamente de él? Era un muchacho muy guapo, entonces, Giuliano. Las mujeres se morían por él.