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—¡Chunchos de mierda! —vociferaba mi tío Miguel gritando como un demonio, con los pequeños ojos hinchados por la rabia—. Me pagarán a fin de semana —y les daba empellones furioso porque el trapiche, obstruido aún por el moho y restos de bagazo de la estación pasada, funcionaba malamente. Pancho le dijo que nadie le había ordenado de limpiarlo y mi tío estalló en maldiciones, lo tiró de las orejas y lo arrojó del lugar. Hizo detener la rueda de agua y ordenó que limpiaran el trapiche herrumbrado, que ya casi no funcionaba a causa de su vejez. Los indios cerraron las esclusas y la inmensa rueda de madera se detuvo en seco. Se armaron de herramientas, cepillos y escobas de maguey y comenzaron la limpieza de la máquina, dispuesta bajo un techo de calamina ardiente. Los indios trabajaban sin detenerse, el pecho desnudo y chorreante de sudor. Mi tío Miguel rondaba entre ellos y los regañaba continuamente. En un descuido suyo, uno de ellos empozó las manos y bebió ávidamente un trago de jugo de caña. Los demás, inciertos de mi actitud, me miraron temerosos. Yo fingí no haber visto nada y pregunté a mi tío si podía beber un trago de melaza.

—Es tuyo, ¿no? —me replicó. Y me indicó uno de los toneles. No tenía sed y el sabor dulzón del jugo me repugnaba, pero hice un esfuerzo y bebí un sorbo. Los indios seguían mirándome.

—¡Buena! —dije, incorporándome e invitando al más próximo a beber. Luego invité a otro y a otro.

—¡Fregado el patroncito! —masculló mi tío iracundo, y me dio la espalda sin esperar comentario. Terminada la limpieza, ordenó que abrieran nuevamente las esclusas y el agua, transportada desde lo alto de una cascada a través de un rudimentario canal de madera, irrumpió a raudales y volvió a mover la rueda. Con su rotación una brisa fresca invadió el recinto. Yo me acerqué a ella y la contemplé en silencio: hubiera querido coger un hacha y destruirla esa misma noche, mientras mi tío dormía. Él subió en la tarde a mi pieza y me dijo, sin motivo alguno, que el rendimiento de la hacienda no era tan pingüe como yo podía suponer, que para mejorar la situación era necesario tomar medidas, que ya le había escrito a mi madre al respecto —continuó— pero que hasta la fecha no le respondía, que las cosechas disminuían cada año, que esa tierra contenía arena, que ya lo había dicho mil veces, que habría que sanear el monte lo más lejos posible del río, que de otra manera era inútil continuar.

—Se necesitan fondos para todo eso —lo interrumpí— y ella no tiene dinero ahora —él me miró furioso.

—¡Pues entonces que venda la hacienda, me dé lo que me corresponde y se acabó! —salió de la habitación dando un portazo y no lo volví a ver hasta el día siguiente. Yo no pude impedirme de sacarle la lengua a sus espaldas. Mil veces hubiera entrado y salido de mi habitación, mil veces habría repetido ese gesto idiota, tal era mi alegría ante sus estúpidos problemas. Estaba seguro además, que mi madre apoyaría mi actitud. Sin pérdida de tiempo le escribí una larga carta, la expedí y al cabo de unos días llegó la respuesta. Tu tío sabe perfectamente lo que hace —me decía—, estoy segura de que es tu presencia lo que lo irrita. Te ruego no intervenir en sus asuntos ni darles tanta confianza a los indios. Lo mejor será que regreses lo antes posible y dejes actuar a tu tío con entera libertad.