16
Calles de San Ramón repletas de indios, vendedores de yerbas, frutas, monos, pájaros bulliciosos. Yo seguí una vía estrecha y polvorienta. A su término comenzaba otra vez, henchido de olores agrestes, el valle del Tulumayo. Continué por un sendero tachonado de herraduras de mulas y caballos. Me detuve para beber en un torrente y observé mi rostro cansado en el agua límpida. Seguí caminando.
Me encontré de pronto al ingreso de un inmenso naranjal. Un pequeño campo de bananas lo precedía. Elegí una especie diminuta, el plátano-manzano, me senté en la yerba y empecé a comer. Fue entonces que surgió Giuliano por entre las ramas de un naranjo.
Yo lo atribuí a las radiaciones solares que bombardeaban mi cabeza, pues era ya el mediodía. Luego me dije que aquella figura no era sino la mía: la misma que hacía un instante había impresionado mi retina, inclinado sobre el agua clara del torrente. Pero esta última imagen era mucho más armoniosa y radiante que mi reflejo. Poseía además dos profundas luces verdes en el semblante que le daban un cierto aire de luciérnaga solar.
Pero ¿cómo explicarlo? Ante su vista todo se detenía. El sol se ennegrecía. Los pájaros callaban. El río cesaba de correr. Un olor penetrante, mezcla de azafrán y de huesos calcinados, invadía el aire. Venía sin duda del cementerio local, villorrio enano de casas blancas coronadas por una cruz de madera. Ante las tumbas languidecían florecillas silvestres dentro de latas de conserva enrojecidas por el moho. El sol caía allí a flechazos y un ridículo arcángel de yeso, con las facciones de Giuliano, tocaba una trompeta rota.
Giuliano dio unos pasos hacia mí. «¿Qué tal?», me dijo, y se sentó a mi lado. Se hallaba descalzo, salpicado de yerba y masticaba una banana igual a la mía. Yo seguí comiendo sin mirarlo. Giuliano se pasó una mano por la cabeza e inclinó hacia mí, distraído, el rayo oblicuo de sus ojos. (De milagroso en él no había sino ese gesto: cuando se llevaba una mano a los cabellos, se rascaba con impaciencia y, mientras lo hacía, me miraba con la cabeza inclinada, el rayo oblicuo de sus ojos pronto a aniquilarme sin piedad alguna. Yo no lo miraba entonces pero sentía que me llenaba de espanto y que el encuentro con su mirada me habría hecho gritar. Luego él volvía la cabeza a un lado y terminado su maléfico efluvio, devuelto a su nebulosa actitud de bestia joven e inquieta, continuábamos la conversación o el juego inocente).
Luego él se incorporó y yo, seguro de que desaparecería, sentí que la banana me obstruía la garganta. Grumos de ella descendieron a mi estómago y la saliva me quemaba. «Hace calor», dijo él, y se quitó la camisa: mezcla monstruosa de muchacho y pájaro sagrado. «¿Por qué no vamos al río?», preguntó. «Tendríamos que atravesar todo el naranjal», le respondí. Y él: «¡Qué importa! Yo lo hago todos los días».
El río, en aquel punto, era muy correntoso. «¡Imbécil! —pensé—. Nos ahogaremos. Los peces y las hormigas rojas devorarán tu cuerpo y yo no podré hacer nada para resucitarte». Pero él no me oía.
Me levanté y lo seguí. Giuliano me guiaba saltando por entre las matas con los pies desnudos, sin lastimarse en lo más mínimo. Millares de naranjas podridas cubrían el suelo de una alfombra áurea y pestilente. Centenares de arbustos jóvenes surgían a nuestro paso, plagados de pequeñas espinas y hojas lustrosas. Giuliano los entreabría con las manos y los brazos como quien abre suavísimos abanicos. Ni un solo rasguño turbaba su piel completamente lisa.
Él pasaba todo el año allí, asistiendo, durante el invierno, a la escuela de la Misión. El resto del tiempo ayudaba a su padre. Toda su radiante juventud, la extraordinaria claridad de su mirada, provenían de la tierra verde y del sol ardiente. Asistía regularmente a los trasplantes, la poda y la cosecha de las naranjas, contando uno por uno los nuevos arbustos, observando el crecimiento de las ramas y las flores y, finalmente, los frutos. La luminosidad de su semblante, por momentos, transformaba su cuerpo en una sombra. Otras veces, en cambio, cuando una planta moría o los piojos blancos la invadían, el rostro de Giuliano se oscurecía y sólo su cuerpo macizo parecía existir violentamente. Sus pies curtidos se apoyaban en la yerba y él, observado así, con el sol sobre la nuca y el torso desnudo, las manos altas, ocupadas en cortar una rama o limpiar un tronco, inauguraba limpiamente y sin esfuerzo el primer gesto del hombre en el planeta. Giuliano y yo éramos prácticamente iguales, casi de la misma edad, crecidos en los mismos campos. Sin embargo sólo su cuerpo parecía existir, haciendo casi desaparecer el mío a su lado.
«¡Espera un momento!», grité, con los pantalones y la camisa hechos jirones. Sudaba copiosamente y tenía las manos y los pies ensangrentados. Giuliano se volvió sonriente. «¡Camina! —exclamó—, ¡ya falta poco!». Yo me sentía a merced suya en ese boscaje cruel del cual no podría salir sin su ayuda. Giuliano me conduciría al río y no sería él entonces, sino yo quien perecería en las aguas turbulentas del Tulumayo, devorado por los peces y las hormigas rojas.
Llegamos finalmente a la ribera. Él me miró triunfante. «¿Qué te parece?», me preguntó. «Creo que conozco este sitio», respondí. Era cierto. Conocía ya esa playa de arena blanca circundada por el enorme naranjal. Entonces nada sabía de Giuliano. Había oído hablar sólo de su padre, un agricultor italiano de la región que gozaba fama de seductor y de tramposo. Su dudosa prosperidad y sus hazañas con las mujeres casadas y las indias eran famosas. Giuliano era, sin duda, uno de esos frutos. Entre sus dos ojos verdísimos, la nariz recta y los labios bien diseñados le conferían un aire estatuario que contrastaba con la exuberancia tropical de su cuerpo y sus ademanes vivísimos. Me era imposible imaginarlo viejo, enfermo o cubierto de grasa.
Él se desnudó rápidamente entre las matas y corrió hacia la playa. Cogió unos guijarros y los aventó contra la corriente. Al cabo de un instante, estuve a su lado. «Tú no estás tan mal», me dijo, palpándome ligeramente un brazo. Yo abulté los bíceps con ostentación. Luego nos hundimos en el agua rápida y fresca, nadando contra la corriente. Después de una larga hora pasada entre zambullidas, carreras, buceos en busca de piedrecillas y demás juegos, Giuliano volvió a la playa y me gritó que tenía hambre. Yo lo seguí y juntos comimos algunas bananas, naranjas y otros frutos silvestres del lugar. Nos tendimos luego sobre la arena, bajo un sol demoledor.
—¿Cómo es Lima? —me preguntó. No la había visto sino una vez de muy pequeño, y no recordaba nada.
—Es muy fea —le respondí.
—¿Por qué?
Yo traté de explicarme confusamente, pero mis argumentos no lo convencieron.
—Será porque tú vives allí —me dijo finalmente, y empezó a lugar con un puñado de arena. Cogí a mi vez otro puñado y comencé a derramarla y recogerla dejando que lloviera inadvertidamente sobre su mano dorada. Él me imitó.
—Hay muchachas muy lindas en Lima —le dije. Giuliano me miró con tal seguridad, con toda su dentadura blanca a flor de labios, que yo tuve una vez más la sensación clarísima de su poder material. Continuamos hablando aún durante un buen rato y luego él se adormeció. La mejilla apoyada en la arena, el brazo tendido hacia mí, con la palma de la mano entreabierta. Al cabo de un momento, la tranquilidad y el ardiente sopor vespertinos me adormecieron igualmente.