Intermedio mágico
Cuando alguien afirmó bellamente que la metáfora es la forma mágica del principio de identidad, hizo evidente la concepción poética esencial de la realidad, y la afirmación de un enfoque estructural y ontológico ajeno (pero sin antagonismo implícito, a lo sumo indiferencia) al entendimiento científico de aquélla. Una mera revisión antropológica muestra en seguida que tal concepción coincide (¡analógicamente, claro!) con la noción mágica del mundo que es propia del primitivo. El viejo acercamiento del poeta y el primitivo puede reiterarse con razones más profundas que las empleadas habitualmente. Se dice que el poeta es un «primitivo» en cuanto está fuera de todo sistema conceptual petrificante, porque prefiere sentir a juzgar, porque entra en el mundo de las cosas mismas y no de los nombres que acaban borrando las cosas, etc. Ahora podemos decir que el poeta y el primitivo coinciden en que la dirección analógica es en ellos intencionada, erigida en método e instrumento. Magia del primitivo y poesía del poeta son, como vamos a verlo, dos planos y dos finalidades de una misma dirección.
La evolución racionalizante del hombre ha eliminado progresivamente la cosmovisión mágica, substituyéndola por las articulaciones que ilustran toda historia de la filosofía y de la ciencia. En planos iguales (pues ambas formas de conocimiento, de deseo de conocimiento, son interesadas, apuntan al dominio de la realidad) el método mágico fue desalojado progresivamente por el método filosófico-científico. Su antagonismo evidente se traduce aún hoy en restos de batalla, como la que libran el médico y el curandero, pero es evidente que el hombre ha renunciado de manera casi total a una concepción mágica del mundo confines de dominio. Quedan las formas aberrantes, las recurrencias propias de un inconsciente colectivo que encuentra salidas aisladas en la magia negra o blanca, en las simbiosis con supersticiones religiosas, en los cultos esotéricos en las grandes ciudades. Pero la elección entre la bola de cristal y el doctorado en letras, entre el pase magnético y la inyección de estreptomicina, está definitivamente hecha.
Mas he aquí que mientras de siglo en siglo se libraba el combate del mago y el filósofo, del curandero y el médico, un tercer agonista llamado poeta continuaba sin oposición alguna una tarea extrañamente análoga a la actividad mágica primitiva. Su aparente diferencia con el mago (cosa que lo salvó de la extinción) era un no menos aparente desinterés, el proceder «por amor al arte», por nada, por un puñado de hermosos frutos inofensivos y consoladores: belleza, elogio, catarsis, alegría, conmemoración. Al ansia de dominio de la realidad —el grande y único objetivo de la magia— sucedía por parte del poeta un ejercicio que no trascendía de lo espiritual a lo fáctico. Y como a primera vista el poeta no le disputaba al filósofo la verdad física y metafísica (verdad que, para el filósofo y el savant, equivale a posesión y dominio, y por la cual combaten), el poeta fue dejado en paz, mirado indulgentemente, y si se le expulsó de la República fue a modo de advertencia y demarcación higiénica de territorios.
Sin más que esbozarlo —el tema es prodigiosamente rico—, veremos de precisar la cercanía que, de una manera irracional, prelógica, se da entre este mago vencido y este poeta que le sobrevive. El extraordinario hecho de que actualmente existan pueblos primitivos que no han alterado su visión del mundo, permite a los antropólogos asistir a las manifestaciones de esa dirección analógica que en el mago, el brujo de la tribu, se estructura como técnica de conocimiento y dominio. Y me permite a mí abarcar con una sola mirada el comportamiento de un matabelé y el de, digamos, un alto producto occidental como Dylan Thomas. Quemando etapas: el poeta ha continuado y defendido un sistema análogo al del mago, compartiendo con éste la sospecha de una omnipotencia del pensamiento intuitivo, la eficacia de la palabra, el «valor sagrado» de los productos metafóricos. Al pensar lógico, el pensar (mejor: el sentir) mágico-poético contesta con la posibilidad A = B. En su base, el primitivo y el poeta aceptan como satisfactoria (decir «verdadera» sería falsear la cosa) toda conexión analógica, toda imagen que enlaza datos determinados. Aceptan esa visión que contiene en sí su propia prueba de validez. Aceptan la imagen absoluta: A es B (o C, o B y C): aceptan la identificación que hace saltar al principio de identidad en pedazos. Incluso la metáfora de compromiso, con su amable «como» haciendo de puente («linda como una rosa»), no es sino una forma ya retórica, destinada a la inteligencia: una presentación de la poesía en sociedad. Pero el primitivo y el poeta saben que si el ciervo es como un viento oscuro, hay instancias de visión en las que el ciervo es un viento oscuro, y ese verbo esenciador no está allí a modo de puente sino como una mostración verbal de una unidad satisfactoria, sin otra prueba que su irrupción, su evidencia —su hermosura.
Aquí dirá un desconfiado: «No va usted a comparar la creencia de un matabelé con la de un Ezra Pound. A los dos se les puede ocurrir que el ciervo es un viento oscuro, pero Pound no cree que el animal cervus elaphus sea la misma cosa que un viento». A esto se debe contestar que tampoco el matabelé lo cree, por la simple razón de que su noción de «identidad» no es la nuestra. El ciervo y el viento no son para él dos cosas que son una, sino una «participación» en el sentido en que lo ha mostrado Lévy-Brühl. Y si no, óigase esto:
Conocer es, en general, objetivar; objetivar es proyectar fuera de sí, como algo extraño, lo que se ha de conocer. Por el contrario, ¡qué comunión íntima aseguran las representaciones colectivas de la mentalidad prelógica entre los seres que participan unos de otros! La esencia de la participación consiste, precisamente, en borrar toda dualidad; a despecho del principio de contradicción, el sujeto es a la vez él mismo y el ser del cual participa…[67].
y entonces caben noticias como ésta:
… no se trata aquí solamente de analogía o de asociación, sino más bien de identidad. Lumholz es muy categórico en este punto: según los huichol, el ciervo es hikuli, el hikuli es trigo, el trigo es ciervo, el ciervo es pluma. Por otra parte sabemos que la mayoría de los dioses y de las diosas son serpientes, serpientes también las aguadas y las fuentes donde viven las divinidades; y serpientes los bastones de los dioses. Desde el punto de vista del pensamiento lógico esas «identidades» son y permanecen ininteligibles. Un ser es el símbolo de otro, pero no este otro. Desde el punto de vista de la mentalidad prelógica esas identidades se comprenden: son identidades de participación. El ciervo es hikuli…
Una de las diferencias exteriores entre el matabelé y Pedro Salinas (voy rotando de poeta para que no se piense en una cuestión personal) es que Salinas sabe perfectamente que su certidumbre poética vale en cuanto poesía y no en la técnica de vida, donde ciervos son ciervos; es así que cede a la irrupción momentánea de tales certidumbres, sin que ello interfiera fácticamente en sus nociones científicas del ciervo y el viento; esos episodios regresivos, esas recurrencias del primitivo en el civilizado, tienen validez poética absoluta y una intención especial propia del poeta —que ya veremos; pero basta esto para ridiculizar el frecuente reproche de «fumista» que se hace al poeta como, en su campo estético, al pintor o al escultor.
El matabelé, en cambio, no tiene otra visión que la prelógica, y a ella se entrega. Andémosle detrás, en la safari de los técnicos, y vamos a ver qué cosas tan conocidas ocurren en este supuesto desconocido continente negro.
La descripción, tan completa como fuera posible, de los procedimientos de adivinación —dice Lévy-Brühl— no nos descubre todo su sentido. Deja necesariamente en la sombra elementos esenciales que provienen de la estructura propia de la mentalidad primitiva: Allí donde nosotros sólo vemos relaciones simbólicas, ellos sienten una íntima participación. Esta no puede traducirse en nuestro pensamiento, ni en nuestro lenguaje, mucho más conceptual que el de los primitivos[68]. El término que lo expresaría menos mal en esta ocasión sería «identidad de esencia momentánea»[69].
La participación determina, según Charles Blondel, una «clasificación» de los elementos reales, para mí absolutamente análoga a la que importa al poeta. En el caso del primitivo, su criterio de clasificación es la propiedad «mística» de cada cosa: como esas propiedades le interesan mucho más que sus caracteres objetivos, surgen de allí grupos heterogéneos (árbol-yo-sapo-rojo) pero que tienen para él la homogeneidad mística común. Y Blondel nos dice: «El sentimiento que (de la cosa) tiene la mentalidad primitiva es muy intenso; la idea que de ella se hace resulta extremadamente confusa»[70]. Es esto, precisamente, lo que acerca al primitivo y al poeta: el establecimiento de relaciones válidas entre las cosas por analogía sentimental, porque ciertas cosas son a veces lo que son otras cosas, porque si para el primitivo hay árbol-yo-sapo-rojo, también para nosotros, de pronto, ese teléfono que llama en un cuarto vacío es el rostro del invierno, o el olor de unos guantes donde hubo manos que hoy muelen su polvo.
La serie árbol-yo-sapo-rojo vale como grupo homogéneo para el primitivo, porque cada elemento participa de igual propiedad «mística»; eliminemos esa referencia trascendente (¿lo es para el primitivo?) y sustituyámosla por participación sentimental, por analogía intuitiva, por simpatía. Así juntos el primitivo y el poeta, les cabe a ambos esta observación de Blondel: «La mentalidad primitiva no juzga, pues, las relaciones de las cosas entre sí por lo que sus caracteres objetivos ofrecen de idéntico o de contradictorio». Identidad, contradicción, son posteriores a esta necesidad articulante más oscura y confusa. En el primitivo, la lógica no ha empezado todavía; en nosotros, es ama y señora diurna, pero por debajo, como decía Rimbaud, «la symphonie fait son remuement dans les profondeurs», y por eso debajo de la mesa donde se enseña la geometría, el buen matabelé y Henri Michaux se frotan las narices y se entienden. ¿Cómo resistir aquí a estas palabras de Blondel: «Le propre de telles représentations est plutôt de faire battre les coeurs que d’illuminer les intelligences»?
Lo que voy a transcribir ahora, como corolario de este aspecto, se refiere a la mentalidad primitiva; pero véase si no valdría la pena ponérselo por delante a los que todavía encuentran que la poesía y la pintura deberían ajustarse a los criterios tristemente nacidos con los Boileau de este mundo:
La lógica y la prelógica, en la mentalidad de las sociedades inferiores, no se superponen separándose una de la otra, como el aceite y el agua en un recipiente. Se penetran recíprocamente, y el resultado es una mezcla en la que tenemos gran dificultad en mantener separados los elementos. Como en nuestro pensamiento la exigencia lógica excluye, sin transacción posible, todo lo que le es evidentemente contrario, no podemos adaptarnos a una mentalidad donde la lógica y la prelógica coexisten, y se hacen sentir simultáneamente en las operaciones del espíritu. La parte de la prelógica que subsiste en nuestras representaciones colectivas es muy débil para permitirnos restituir un estado mental en que la prelógica, que domina, no excluye la lógica. (Lévy-Brühl, Las funciones…).
Exactamente así es todo poeta. Por eso Robert Browning no podía «explicar» Sordello.
(Y ahora esto otro, donde Lévy-Brühl trata de darnos una idea —¡ahí está la cosa!— de lo que ocurre dentro de la cabeza de nuestro matabelé, y que para mí le viene perfectamente a Neruda, a Rene Char o a Antonin Artaud):
Su actividad mental es demasiado poco diferenciada para que sea posible considerar separadamente las ideas y las imágenes de los objetos, independientemente de los sentimientos, de las emociones, de las pasiones que evocan esas ideas y esas imágenes, o que son evocadas por ellas. Precisamente porque nuestra actividad mental está más diferenciada, y también porque el análisis de sus funciones nos es familiar, nos es difícil concebir, mediante un esfuerzo de la imaginación, estados más complejos, en que los elementos emocionales o motrices sean partes integrantes de las representaciones. Y en efecto, para mantener ese término, es necesario modificar su sentido. Es necesario entender por esta forma de actividad mental entre los primitivos, no un fenómeno intelectual o cognoscitivo puro, o casi puro, sino un fenómeno más complejo, donde lo que para nosotros es verdaderamente «representación» se encuentra todavía confundido con otros elementos de carácter emocional o motriz, coloreado, penetrado por ellos, e implicando por consiguiente otra actitud con respecto a los objetos representados.
Vale la pena citar tan largo, cuando cada palabra testimonia exactamente sobre lo que para algunos sigue siendo el «misterio» poético. Misterio, de acuerdo; pero esencial, solidario con el misterio que es el hombre; no misterio de superficie, donde basta ser sensitivo para acceder y compartir.
Un último escollo: esta referencia de Lévy-Brühl a «elementos… motrices», coincide —en el orden poético, por supuesto— con el verso como célula verbal motora, sonora, rítmica, provista de todos los estímulos que el poeta siente (¡claro!) coexistir con la imagen que le llega con ellos, en ellos, ellos. (Otra vez A=B). Todo verso es imantación, por más libre e inocente que se ofrezca, es creación de un tiempo y un estar fuera de lo ordinario, una imposición de elementos. Bien lo vio Robert de Souza: «¿Cómo el sentido incantatorio, propiamente mágico, de las pinturas, esculturas, danzas, cantos de los modos primitivos, podrá desvanecerse enteramente en la espiritualización poética moderna?»[71]. Y él mismo cita testimonios de Marcel Jousse y Jules de Gaultier que reafirman la noción de que la poesía, nacida de la misma dirección analógica propia del primitivo, se da con el clima emocional y motriz que tiene para éste toda magia. En The Trees of Pride, G. K. Chesterton sospechó esta identidad: «El poeta tiene razón. El poeta tiene siempre razón. Oh, él ha estado aquí desde el comienzo del mundo, y ha visto maravillas y terrores que acechan en nuestro camino, escondidos detrás de un matorral o una piedra…».
Y ahora dejemos irse al matabelé, para mirar de lleno este operar poético cuyas latencias son las del inconsciente colectivo dándose en un medio de altísima cultura intelectual —frase que subrayo para alejar del todo a nuestro buen salvaje y evitarme que me acusen de sostener que el poeta es un primitivo. El poeta no es un primitivo, pero sí ese hombre que reconoce y acata las formas primitivas; formas que, bien mirado, sería mejor llamar «primordiales», anteriores a la hegemonía racional, y subyacentes luego a su cacareado imperio.
Un mínimo resumen: Dijimos que el poeta acepta en la dirección analógica —de donde nace la imagen, el poema— un cierto instrumento que cree eficaz. Nos preguntábamos cuál podía ser esa eficacia. El mago veía en la dirección analógica su instrumento de dominio de la realidad. El alfiler en la figurilla de cera mata al enemigo; la cruz de sal y el hacha vencen la tormenta.
¿Y el poeta…?
Quiero mostrar, en lo que sigue, que el poeta significa la prosecución de la magia en otro plano; y que, aunque no lo parezca, sus aspiraciones son aún más ambiciosas y absolutas que las del mago.
Enajenarse y admirarse
El ciervo es un viento oscuro… Al eliminar el «como» (puentecito de condescendencia, metáfora para la inteligencia), los poetas no perpetran audacia alguna; expresan simplemente el sentimiento de un salto en el ser, una irrupción en otro ser, en otra forma del ser: una participación. Pues lo que el poeta alcanza a expresar con las imágenes es trasposición poética de su angustia personal de enajenamiento. Y con nuestra primera pregunta: ¿Por qué es la imagen instrumento poético por excelencia?, enlaza ahora una segunda de mayor importancia: ¿Por qué ansia el poeta ser en otra cosa, ser otra cosa? El ciervo es un viento oscuro; el poeta, en su ansiedad, parece ese ciervo salido de sí mismo (y con todo siempre ciervo) que asume la esencia del oscuro viento. Paradójicamente podríamos emplear a nuestro turno la analogía y sostener que también el poeta (hacedor de intercambios ontológicos) debe cumplir la forma mágica del principio de identidad y ser otra cosa. «Si un gorrión viene a mi ventana, participo de su existencia y picoteo las arenillas…» (John Keats).
Pero ambas preguntas admiten una reducción que será camino de una posible respuesta, Reconocimos en la actividad poética el producto de una urgencia que no es sólo «estética», que no apunta sólo al resultado lírico, al poema. En verdad, para el poeta angustiado —y a ése nos referimos aquí— todo poema es un desencanto, un producto desconsolador de ambiciones profundas más o menos definidas, de un balbuceo existencial que se agita y urge, y que sólo la poesía del poema (no el poema como producto estético) puede, analógicamente, evocar y reconstruir. Aquí se insertan la imagen y todos los recursos formales de la analogía, como expresiones poéticas de esa urgencia existencial. Se advierte que las dos preguntas son una sola, desdoblada antes en términos de causa y efecto (o de fin y medio); el poeta y sus imágenes constituyen y manifiestan un solo deseo de salto, de irrupción, de ser otra cosa. La constante presencia metafórica en la poesía alcanza una primera explicación: el poeta confía a la imagen —basándose en sus propiedades— una sed personal de enajenación.
Pero ese hombre que canta es, como el filósofo, individuo capaz de admiración. Tal asoma en su origen la poesía, que nace en el primitivo confundida con las restantes posibilidades de conocimiento. Si el sentir religioso principia allí donde ya no hay palabras para la admiración (o el temor que la encierra casi siempre), la admiración a lo que pueda nombrarse o aludirse engendra la poesía, que se propondrá precisamente esa nominación, cuyas raíces de claro origen mágico-poético persisten en el lenguaje, gran poema colectivo del hombre[72].
Ahora bien, poesía es también magia en sus orígenes. Y a la admiración desinteresada se incorpora un ansia de exploración de la realidad por vía analógica[73]. Exploración de aquello-que-no-es-el-hombre, y que sin embargo se adivina oscuramente ligado por analogías a descubrir. Hallada la analogía (razonará el poeta-mago) se posee la cosa. Un ansia de dominio hermana al mago con el poeta y hace de los dos un solo individuo codicioso del poder que será su defensa y prestigio.
Mas ahora que el brujo matabelé y Paul Eluard están separados por la entera latitud de una cultura, ¿qué nos queda de esos estadios iniciales de la poesía? Nos queda, virgen como el primer día del hombre, la capacidad de admirar. Queda —trasladada a un plano metafísica, ontológico— la ansiedad de poderío. Rozamos aquí la raíz misma de lo lírico, que es un ir hacia el ser, un avanzar en procura de ser. El poeta hereda de sus remotos ascendientes un ansia de dominio, aunque no ya en el orden fáctico; el mago ha sido vencido en él y sólo queda el poeta, mago metafísico, evocador de esencias, ansioso de posesión creciente de la realidad en el plano del ser. En todo objeto —que el mago busca apropiarse como tal— el poeta ve una esencia distinta de la suya, y cuya posesión lo enriquecerá ontológicamente. Se es más rico de ser cuando, además de ciervo, se alcanza a ingresar en el viento oscuro.
Un breve poema de Eternidades muestra, con versos de Juan Ramón, este abandono de la cosa como cosa (empresa mágica) por su esencia entendida poéticamente:
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
«Creada» poéticamente; es decir, «esenciada». Y la palabra —angustiosa necesidad del poeta— no vale ya como signo traductor de esa esencia, sino como portadora de lo que al fin y al cabo es la cosa misma en su forma, su idea, su estado más puro y alto.
El canto y el ser
Mas la poesía es canto, alabanza. La ansiedad de ser surge confundida en un verso que celebra, que explica líricamente. ¿Cómo podría serlo si no recordáramos que poesía implica admiración? Admiración y entusiasmo, y algo más hondo aún: la noción oscura pero insistente, común a todo poeta, de que sólo por el canto se va al ser de lo cantado.
Da stieg ein Baum. O reine Ubersteigung!
O Orpheus sings! O hoher Baum im Ohr!
Se alzó un árbol. ¡Oh pura trascendencia!
¡Oh Orfeo cantando! ¡Alto árbol en el oído!
(Rilke, Primer soneto a Orfeo).
Renunciando sabiamente al sendero discursivo, el celebrante irrumpe en lo esencial, cediendo a su connaturalidad afectiva, estimulando una posibilidad analógica exaltada, musicalizada, para hacerla servir esencias e ir directa y profundamente al ser. La música verbal es acto catártico por el cual la metáfora, la imagen (flecha lanzada al ente que mienta, y que cumple simultáneamente el retorno de ese viaje intemporal e inespacial) se libera de toda referencia significativa[74] para no aludir y no asumir sino la esencia de sus objetos. Y esto supone, en un tránsito inefable, ser sus objetos en el plano ontológico.
El dominio de la analogía queda dividido así en territorio poético y territorio «lógico». Este comprende toda «correspondencia» que pueda establecerse mentalmente —a partir de una aprehensión analógica irracional o racional— mientras que en el primero las analogías surgen condicionadas, elegidas, intuidas poéticamente, musicalmente.
Todo poeta parece haber sentido siempre que cantar un objeto (un «tema») equivalía a apropiárselo en esencia; que sólo podía irse hacia otra cosa e ingresar en ella por la vía de la celebración. Lo que un concepto connota y denota, es en el orden poético lo que el poema celebra y explica líricamente. Cantar la cosa («¡Danzad la naranja!», exclama Rilke) es unirse, en el acto poético, a calidades ontológicas que no son las del hombre y a las cuales, descubridor maravillado, el hombre ansia acceder y ser en la fusión de su poema que lo amalgama al objeto cantado, le cede su entidad y lo enriquece. Porque «lo otro» es en verdad aquello que puede darle grados del ser ajenos a la específica condición humana.
Ser algo, o —para no extremar un logro que sólo altos poetas alcanzan enteramente— cantar el ser de algo, supone conocimiento y, en el orden ontológico en que nos movemos, posesión. El problema del «conocimiento poético» ha merecido ilustres exégesis contemporáneas, después que una corriente nacida en ciertas prosas de Edgard Allan Poe y elevada a lo hiperbólico por la tentativa de Rimbaud, quiso ver en la poesía, en cierta «alquimia del verbo», un método de conocimiento, una fuga del hombre, un baudeleriano irse
Au delà du possible, au delà du connu!
Profundamente señala Jacques Maritain que toda poesía es conocimiento pero no medio de conocimiento. Según este distingo, el poeta debería decir con Pablo Picasso: «Yo no busco, encuentro». Aquel que busca pervierte su poesía, la torna repertorio mágico, formulística evocatoria —todo eso que obliga a un Rimbaud a lanzar el horrible alarido de su silencio final. He buscado mostrar cómo el acto poético entraña algo más hondo que un conocimiento en sí; detenerse en éste equivaldría a ignorar el último paso del afán poético, paso que implica necesariamente conocimiento pero no se proyecta en poema por el conocimiento mismo. Más que el posible afán de conocer —que se da sólo en poetas «pervertidos» al modo alquimista— importa lo que clara u oscuramente es común a todo poeta: el afán de ser cada vez más. De serlo por agregación ontológica, por la suma de ser que recoge, asume e incorpora la obra poética en su creador.
Porque el poeta lírico no se interesa en conocer por el conocer mismo. He aquí donde su especial aprehensión de la realidad se aparta fundamentalmente del conocer filosófico-científico. Al señalar cómo suele anticiparse al filósofo en materias de conocimiento, lo único que se comprueba es que el poeta no pierde tiempo en comprobar su conocimiento, no se detiene a corroborarlo. ¿No muestra ya eso que el conocimiento en sí no le interesa? La comprobación posible de sus vivencias no tiene para él sentido alguno. Si el ciervo es un viento oscuro, ¿acaso nos satisfará más la descomposición elemental de la imagen, la imbricación de sus connotaciones parciales? Es como si en el orden de la afectividad —lindante con la esfera poética por la nota común de su irracionalidad básica— el amor se acrecentará después de un prolijo electrocardiograma psicológico. De pronto sabemos que sus ojos son una medusa reflexiva; ¿qué corroboración acentuará la evidencia misma de ese conocer poético?
Si fuera necesaria otra prueba de que al poeta no le interesa su conocimiento por el conocimiento mismo, convendría comparar la noción de progreso en la ciencia y en la poesía. Una ciencia es una cierta voluntad de avanzar, de sustituir errores por verdades, ignorancias por conocimientos. Cada uno de estos últimos es sustentáculo del siguiente en la articulación general de la ciencia. El poeta, en cambio, no aspira a progreso alguno, como no sea en el aspecto instrumental de su métier. En la tradición y el talento individual, T. S. Eliot ha mostrado cómo, aplicada a la poesía y al arte, la idea de progreso resulta absurda. La «poética» del abate Brémond supone un progreso sobre la de Horacio, pero está claro que ese progreso concierne a la apreciación crítica de algo y no a ese algo: los conmutadores de flamante bakelita dejan pasar la misma electricidad que los pesados y viejos conmutadores de porcelana.
Así, el poeta no está interesado en acrecentar su conocimiento, en progresar. Asume lo que encuentra[75] y lo celebra en la medida en que ese conocimiento lo enriquece ontológicamente. El poeta es aquel que conoce para ser; todo el acento está en lo segundo, en la satisfacción existencial ante la cual toda complacencia circunstanciada de saber se anonada y diluye, Por ese conocer se va al ser; o mejor, el ser da la cosa aprehendida («sida») poéticamente, irrumpe del conocimiento y se incorpora al ser que lo ansia. En las formas absolutas del acto poético, el conocimiento como tal (sujeto cognoscente y objeto conocido) es superado por la directa fusión de esencias: el poeta es lo que ansia ser. (Dicho en términos de obra; el poeta es su canto).
Pero la poesía, ¿no continúa la actitud mágica en el plano ontológico? Magia, lo hemos dicho, es concepción fundamentalmente asentada en la analogía, y sus manifestaciones técnicas apuntan a un dominio, a una posesión de la realidad. Del mismo modo nuestro poeta, mago ontológico, lanza su poesía (acción sagrada, evocación ritual) hacia las esencias que le son específicamente ajenas para apropiárselas. Poesía es voluntad de posesión, es posesión. El poeta agrega a su ser las esencias de lo que canta: canta por eso y para eso. A la voluntad de poderío fáctico del mago, sucede la voluntad de posesión ontológica. Ser, y ser más que un hombre; ser todos los grados posibles de la esencia, las formas ónticas que albergan el caracol, el ruiseñor, Betelgeuse.
… Que mi palabra sea
la cosa misma…
Así perpetúa —en el plano más alto— la magia. No quiere las cosas: quiere su esencia. Pero procede ritualmente como la magia, después de purificarse de toda adherencia que no apunte a lo esencial. En vez de fetiches, palabras-clave; en vez de danzas, música del verbo; en vez de ritos, imágenes cazadoras. La poesía prolonga y ejercita en nuestros tiempos la oscura e imperiosa angustia de posesión de la realidad, esa licantropía ínsita en el corazón del hombre que no se conformará jamás —si es poeta— con ser solamente un hombre. Por eso el poeta se siente crecer en su obra. Cada poema lo enriquece en ser. Cada poema es una trampa donde cae un nuevo fragmento de la realidad. Mallarmé postuló lo poético como una
divine trasposition du fait à l’idéal.
Las cosas en sí son irreductibles; habrá siempre un sujeto frente al resto del Cosmos. Pero el poeta se traspone poéticamente al plano esencial de la realidad; el poema y la imagen analógica que lo nutre son la zona donde las cosas renuncian a su soledad y se dejan habitar, donde alguien hay que puede decir:
… yo no soy un poeta, ni un hombre, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.
(Federico García Lorca)
Y por eso la imagen es forma lírica del ansia de ser siempre más, y su presencia incesante en la poesía revela la tremenda fuerza que (lo sepa o no el poeta) alcanza en él la urgencia metafísica de posesión.