De Cabalgata

Año II, No. 13, noviembre de 1947.

El señor cisne, por Enrique Wernicke.

Lautaro, Buenos Aires.

Un escritor capaz de lograr un relato como «Canto de amor» es ya un cuentista cabal. Saludo a ese escritor, con el júbilo de quien cree en el porvenir de un género aún tan joven y disponible como el cuento, y lo ve esgrimido aquí por una mano repetidamente certera.

Algunos relatos de palpable intención alegórica (aunque sea una alegoría gratuita y liviana), y otros reducidos sin rescate a una condición entre el poema en prosa y el apólogo, no alcanzan a enturbiar la claridad de este libro cuyos logros más altos son acaso —con el ya nombrado— «Maravillas», «Los jardines de Plácido», «En la tormenta», «Gracias a Dios» y «La mudanza». En una fina presentación marginal, Pablo Neruda alude a la juventud de Enrique Wernicke; y eso, que en tantos libros reclama una indulgencia cordial, se propone aquí como un desafío lleno de belleza, que concluye casi en cada página con una victoria.

Nuevo asedio a Don Juan, por Guillermo Díaz-Plaja.

Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

Elogiar en Díaz-Plaja la extensión y seguridad de sus criterios literarios, o la sagacidad intuitiva que le permite ubicar y ubicarse con tan certero pulso, sería reiterar conceptos que su larga labor erudita y docente ha merecido a la más alta crítica. Mas parece importante poner el acento en un aspecto poco manifiesto en la obra de los investigadores españoles: la liviandad y la gracia sosteniendo la hondura y la verdad. Esto, que se advertía ya en un libro tan «escolar» como La poesía lírica española, brota a plena luz en Nuevo asedio a Don Juan, donde los cateos de Tirso, Molière, Zorrilla y Unamuno son operados sin aparente esfuerzo, luego que Díaz-Plaja nos dispensa cordialmente de muchas notas y fichas (que se adivinan con admiración) para dejarnos, en una rápida prosa, la sustancia misma de su búsqueda.

Así, el Don Juan español —«cruce donde se encuentran el mundo espectral céltico y el mundo sensual del Mediterráneo»— y el de Molière —cartesiano y racionalista— se completan con el Tenorio romántico y el angustiado Don Juan unamunesco: cuatro avatares de una arcaica encarnación mítica, que Díaz-Plaja rastrea en el último capítulo de su breve libro para fijar sus varios orígenes y sus persistentes andanzas.

El alba del alhelí, por Rafael Alberti.

Losada S. A., Buenos Aires.

Ahora que Alberti está en el filo pensativo desde donde ve llegarle la madurez como un gran viento sosegado, la edición argentina de esta Alba de sus veinte años nos lo afirma en esa juventud incesante contra la cual nada pueden las cronologías. Voz más alta, más de fiesta y marimorena, la de estos versos no es menos la voz que poco más tarde nos daría el puro milagro de Sobre los ángeles y la sorda profecía de Sermones y moradas.

Así, este canto que retorna hoy desde el fondo de un alto destino lírico, es alegre y liviano amanecer a una vida todavía no marcada por el fuego que la esperaba para acerarla. Voz de poeta a pleno sol, a plena luna, que se gasta en moneda y su verso para regalarlos

en cosas que son del viento:

un peine, una redecilla

y un moño de terciopelo.

Don Quijote de la Mancha.

Reducción de Ramón Gómez de la Serna.

Editorial Hermes, México.

Todo epítome, florilegio o «versión abreviada» suele poner en guardia al lector adulto —si no lo es sólo en años— y reducirse a las conveniencias del niño y el estudiante. Nada de eso ocurre aquí por la simple razón de que Gómez de la Serna es quien ha tomado entre tijeras la labor de acercarnos el Quijote a la intimidad de una lectura continua y repetida.

«Sin variar una palabra de su texto», advierte el subtítulo, a lo que agrega Ramón: «No me atrevería a decir que sobrase nada en la gloriosa obra, pero había la necesidad perentoria de convertirla en una asequible novela de cuatrocientas páginas. Probablemente su inmortal autor me perdonará, porque ahora van a poder leer su Quijote muchos que no tenían ni tiempo ni paciencia para transponer sus mil y pico de páginas». Y luego: «He suprimido las digresiones, las repeticiones, el insistente ofrecimiento de nuevas aventuras, los discursos excesivos a Sancho, las erudiciones sobre los libros de caballerías, las remanserías de lo eglógico y lo pastoril, los solos de flauta, las novelitas añadidas a una novela ya de por sí larga…».

Esto, que el reductor nos dice con liviana modestia, significa una difícil y comprometida tarea, que sólo podía tener buen éxito en manos tan españolas, tan convincentes con la realidad cervantina. Para sosiego de escrupulosos, la obra incluye un sistema de referencias que permiten precisar los fragmentos desglosados y los puentes que facilitan la fluencia del relato. Una edición de sencilla dignidad gráfica —tan adecuada a la dignidad sin empaque de quien cabalga por sus páginas— se agrega a este esfuerzo de acercamiento cordial para ayudar al lector y seguir la ruta del manchego siempre en marcha.

La sinfonía pastoral, por André Gide.

Editorial Poseidón, Buenos Aires.

Agotado —si puede hablarse de agotamiento en este Anteo siempre pronto a tocar tierra y a alzarse con nueva savia— el período «artista» de su obra (Paludes, Les Nourritures Terrestres, L’Immoraliste, Les Capes du Vatican), quiso Gide prolongar la severa, ascética resonancia de La Porte Etroite con esta Sinfonía Pastoral, que estudia almas parecidas, frustraciones análogas, y acaso salvaciones por el camino del renunciamiento. Alissa había escogido «la puerta estrecha», en un gesto en apariencia tan poco gidiano que el eco de su decisión resuena todavía en la crítica francesa; diez años después, Gertrudis escogerá la muerte para abolir en la nada una sorda confusión de sentimientos y realidades. El relato de su pasión, narrado con una admirable prosa de severo rigor formal, contiene esa virtud que Gide, en todos los momentos y los terrenos de su obra (aludo también a Les Faux Monnayeurs), ha fundido con la belleza hasta hacer de ambas una sola razón de vida; la valentía moral.

Arturo Serrano Plaja, de cuya inteligencia y sensibilidad dan sobrada muestra sus obras personales, salva la muy difícil prueba de esta versión con una pulcritud incesante, con un ejemplar respeto.

Nueve dramas de Eugène O’Neill.

Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

Hacia 1934, el teatro de Eugène O’Neill conoció un período de marcada popularidad en nuestro medio más por la versión impresa de algunos de sus dramas que por las aisladas y meritorias representaciones que se intentaron. El cine (ese mal intérprete de O’Neill) vino luego a afirmar su nombre, pero faltaba en todo momento una edición castellana donde el no fácil lenguaje del dramaturgo hallara correspondencia formal y anímica. León Mirlas llena ese hiato con su experiencia de traductor teatral, y un magnífico esfuerzo de los editores condensa, en dos volúmenes y más de mil páginas, las obras capitales del «Esquilo moderno».

Están ahí —mostrando cronológicamente la evolución del genio de O’NeillEl Emperador Jones, El mono desnudo, Todos los hijos de Dios tienen alas, El deseo bajo los olmos, Los millones de Marco Polo, El gran dios Broum, Lázaro reía, Extraño interludio y Electra. Su lectura sucesiva es la experiencia trágica más alta que pueda alcanzar un hombre después de conocer a los griegos y los isabelinos. Como probando en el hombre contemporáneo la permanencia de las fuerzas madres que lo gobiernan y lo desgobiernan pese a la razón y a la técnica, el teatro de Eugène O’Neill termina por exceder la estética y la literatura, irrumpe —con Lázaro reía y Electra— en la dimensión más abismal y más auténtica del hombre que se angustia por no ser más y no ser menos que un hombre. Bien lo ha visto Joseph Wood Krutch cuando dice en la introducción a las tragedias: «Nuevamente tenemos aquí un gran drama que no pretende “decir algo”, en el sentido en que se lo proponían usualmente los dramas de Ibsen o de Shaw o Galsworthy, sino que pretende decir, por el contrario, lo mismo que Edipo y Hamlet y Macbeth: esto es, que los seres humanos son criaturas grandes y terribles apresadas por poderosas pasiones, y que su espectáculo no sólo es apasionante, sino también, y aun tiempo, horrible y purificador».

El incongruente, por Ramón Gómez de la Serna.

Losada, S. A., Buenos Aires.

Bien hace Ramón, al prologar este libro, en recordarnos que es un «primer grito de evasión en la literatura novelesca al uso». Escrito en 1922, El incongruente conserva con redonda juventud sus valores de creación pura, de demiurgia jubilosa y sin fronteras, en un clima que el surrealismo llenaría pronto de consignas y duros espejos. Esta indefinible novela, donde capítulos cerrados y abiertos a la vez como caracoles participan del cuento, el poema y la biografía, admite ser leída en cualquier punto de su transcurso, no termina jamás y está empezando a cada página, saltando de un mundo a otro mundo, de un tiempo a otro tiempo, mientras el liviano y algo triste Gustavo —dolido de incongruencia mágica— confunde cuadros con espejos (y sospecha espejos en los cuadros), descubre playas llenas de pisapapeles y mujeres enamoradas, y vive una vida de involuntario poeta para quien la poesía irrumpe en las cosas antes que en los versos.

Sistema de las artes (Arquitectura, Escultura, Pintura y Música), por G. F. Hegel.

Espasa-Calpe Argentina, S. A.

Este volumen continúa el titulado De lo bello y sus formas y resume, en selección de su traductor, Manuel Granell, el pensamiento fundamental de Hegel aplicado a las artes, las formas particulares en que lo bello se realiza a través del hombre.

Como los elementos que componen un vitral, cada instancia de lo bello se ordena en torno del eje donde reposa el gigantesco sistema del idealismo hegeliano. Si el sistema en sí es hoy un ilustre cúmulo (junto con tantos otros), y la filosofía se adscribe a la problematicidad localizada antes que a las síntesis totales, el genio del pensador de Stutrgart brilla sostenido en sus intuiciones (¡tantas veces henchidas de pura poesía!) acerca de la escultura, la música, la pintura, afirmando esa concepción estética de hondo sentido humano con el andamiaje dialéctico de una de las mayores inteligencias de la humanidad.

Poesía. Ezequiel Martínez Estrada.

Argos, Buenos Aires.

Hoy, en que nadie que no sea nadie duda de que Ezequiel Martínez Estrada es uno de los más altos, continuos y necesarios maestros de la esencia argentina, la aparición en un volumen del total de su obra poética será saludada jubilosamente por una esparcida, inquieta y esperanzada legión de discípulos y camaradas.

En los últimos años, la presencia sucesiva de obras como La cabeza de Goliat y Sarmiento perfiló para muchos (sobre todo los más jóvenes) la figura de un Martínez Estrada solamente sociólogo, inclinado sobre la raíz del hecho nacional, denunciando sin sosiego la casi continua falsedad de sus «verdades» y la falsificación que las fue instaurando y sosteniendo. Difícil era rescatar de bibliotecas y librerías los volúmenes de una continua y paralela marcha poética —Oro y piedra, Nefelibal, Motivos del cielo, Argentina, Títeres de pies ligeros, Humoresca— en la que este hombre de tan lúcida inteligencia se deja cantar como si reposara, pero sin reposo, que tal podría ser la divisa de su obra entera.

Al acoger este espléndido volumen que lo resume como artista, se comprende hasta qué punto su obra poética reivindica entre nosotros la insultada noción de clasicismo, y la propone al modo de Goethe como ese lado de la columna donde sobre un mismo mármol se posa el júbilo del sol.

Cervantes, por Jean Babelon.

Losada, S. A., Buenos Aires.

No en vano se sostiene que un alto mérito del investigador francés consiste en comunicar su erudición sin que la misma se adelante, invada el tema y agote al lector, que no es precisamente un especialista. Mérito en el que está contenido un duro sacrificio: la renuncia a la satisfacción de volcar el fárrago de datos, pormenores, y su ardua síntesis con una prosa donde cada elemento se torne vivo, se inserte en la corriente del tema, y en alguna medida se desplace de lo científico a lo poético. Es precisamente lo que alcanza Jean Babelon en su Cervantes, donde el discurso —de liviana hondura— busca yuxtaponer el tiempo, el hombre y la obra en una situación total, un ambiente histórico y literario que Cervantes conoció y padeció, pero que raras veces se anima para nosotros con tan inmediata verdad.

La juventud, la guerra, el cautiverio, las prisiones —donde la de Sevilla está evocada en una página maestra—, las obras incontables, la muerte… Y fijaciones tan lúcidas como ésta: «Pocos escritores han experimentado como Cervantes el agudo sentimiento del camino, de esa escapada hacia un porvenir múltiple… al gran azar de los vientos del cielo y las nubes que se acumulan».

Libro para hombres, este Cervantes es también el libro que un maestro o un padre, deseosos de crear una conciencia cervantina, habrán de poner en las manos aún dubitativas del adolescente y el estudiante.