En su útil Valoración literaria del existencialismo, Guillermo de Torre ha titulado «Existencialismo y nazismo» un capítulo cuyo poco claro contenido motiva las consideraciones que siguen.

Principio por resumir los puntos importantes de dicho capítulo. El existencialismo se conectaría con el nazismo a través de Martín Heidegger, y ambos procederían de un tronco común: el irracionalismo. Este sería —«con sus correlatos, antiintelectualismo y alogicismo»— el común denominador de las corrientes filosóficas alemanas posteriores a la fenomenología, «poniéndose directa o indirectamente al servicio o justificación de la barbarie hitleriana». De Torre agrega aquí un prontuario del señor Martín Heidegger, y califica duramente su filosofía con una extensa cita de Karl Loewith, concluyendo algo apocalípticamente que el nihilismo de la ontología existencial «lleva morbo en las entrañas y sangre en las alas».

Estos pareceres vuelven a replantear el ambiguo problema del irracionalismo en la humanidad contemporánea, que me parece una continua y enojosa fuente de malentendidos. Los especialistas que cita De Torre en el capítulo aludido se han ocupado antagónicamente de estimar el grado de peligrosidad del irracionalismo manifiesto en la ontología de Heidegger, mientras la crítica a la posición existencial de Jean-Paul Sartre se encarga por su parte de lo mismo. Dando ese aspecto por bien documentado y con vasta información bibliográfica accesible, quisiera enfrentar aquí la noción misma de irracionalidad para contemplarla a la luz del balance ya algo más que provisorio que nos dan cincuenta años del siglo veinte. Es sobra sabido que la presencia de lo irracional (y el temor sagrado que inspira a tantos) ocupa posiciones de primer plano en la ciencia, la literatura, la poesía y el arte del siglo XX, al punto que una reserva como la que hace De Torre apuntando a Heidegger sólo refleja una de las múltiples inquietudes contemporáneas en torno a su influencia. Tales inquietudes se distinguen por enfocar diversamente la incidencia de lo irracional en lo histórico, la sospecha de su mayor o menor eficacia, así como la previsión de sus consecuencias.

Bajo las imprecisas dimensiones de la palabra irracional (término negativo, pero cuyo antónimo tampoco es definitoriamente estable) convenimos en agrupar lo inconsciente y subconsciente, los instintos, la entera orquesta de las sensaciones, los sentimientos y las pasiones —con su cima especialísima: la fe, y su cinematógrafo: los sueños—, y en general los movimientos primigenios del espíritu humano, así como la aptitud intuitiva y su proyección en el tipo de conocimiento que le es propio. Toda toma de posición, por otra parte, reduce el concepto de irracional al grupo o plano que le interesa, y lo tiñe simultáneamente con el contragolpe de su elección. Así, la diosa Razón del siglo XVIII despreciará en él un remanente animal del hombre, mientras el materialismo dialéctico verá en la persistencia de la fe religiosa un apéndice superfetado del período teológico; etcétera. De manera precaria podría afirmarse que las expresiones dominantes del pensamiento sistemático aplican, hasta principios de nuestro siglo, un signo positivo a la razón y otro negativo (con atenuantes y admisiones) al ámbito irracional. También de modo demasiado basto cabe decir de esta actitud (tan manifiesta en la ciencia y la filosofía) que admite y explora la impetuosa levadura irracional, pero la cree incapaz de toda autonomía operativa, y sólo eficaz desde el momento en que la razón (ya no diosa, pero sí lo humano por excelencia) encauza esos movimientos anímicos por canales coherentes.

Esta concepción, exacta en su faz instrumental, en el juego impulso-expresión, impulso-eficacia, aparece claramente en fórmulas como «religión del progreso» o «religión del porvenir», donde el movimiento de orden irracional se concibe encaminado instrumentalmente hacia un objetivo por esencia racional: un progreso, una teleología. Asociados, ambos términos traducen una búsqueda de equilibrio típicamente occidental, donde la razón percibe debajo de su flor el tallo invisible por donde la savia asciende, y decide que el tallo cuenta en la medida en que la savia llegue a ser pétalo, color y perfume.

Mientras esto se da en el campo de lo sistemático, la segunda mitad del siglo pasado ve prepararse una concepción divergente en la poesía y un sector (muy pequeño) de la literatura y el arte. Usando la misma imagen cabría decir que, a partir de las experiencias de poetas como Novalis, Nerval, Baudelaire, Ducasse y Rimbaud, se presiente y confirma que de la savia a la flor no hay sino un tránsito directo, una eclosión más bella y pura cuanto menos controlada por el orden racional, a quien de pronto se rechaza como mediatizador y deformante; en la poesía (ya que la cosa no pasa de ahí), esta «irrupción elemental» debe ser favorecida por la razón, saliéndose del camino o ayudando técnicamente a que la eclosión sea cada vez más pura y libre. La pintura avanza (retrocediendo dificultosamente en las jerarquías escolares) hacia la aprehensión inmediata del color; la música, mucho más tarde, va quitándose las impurezas de programa y la apelación al drama; el perceptible aflojamiento de las censuras racionales aumenta con el fin del siglo, cederá todavía más ante la influencia del bergsonismo y su repercusión en la creciente inquietud europea de nuestras tres primeras décadas.

Este rápido balance, que hubiera deseado evitar al lector por cuanto nada hay en él que no se conozca de sobra, parece necesario desde que nuestro tiempo asiste a una recidiva de la alerta —ahora en otras dimensiones— ante tales avances. En lo que va del siglo, la cuota activa de lo irracional ha crecido año tras año en las manifestaciones históricas, sociales e individuales del hombre de Occidente. El psicoanálisis empezó mostrándolo en su forma más corrosiva —por sus implicaciones en el entero edificio de los productos culturales, y por su tendencia a la eficacia, a afirmarse como causa y método de ciencia, es decir posesión de certezas—; el arte produce el cubismo, donde el control intelectual tiene la finalidad de asegurar un legítimo orden plástico, o sea un espacio bidimensional y un juego de elementos situados en ese orden; la poesía, en fin, la más vigilada prisionera de la razón, acaba de romper las redes con ayuda de Dada, y entra en el vasto experimento surrealista, que me parece la más alta empresa del hombre contemporáneo como previsión y tentativa de un humanismo integrado. A su vez, la actitud surrealista (que tiende a la liquidación de géneros y especies) tiñe toda creación de carácter verbal y plástico, incorporándola a su movimiento de afirmación irracional. Con igual violencia, y reuniendo apresurada elementos precursores dispersos en el tiempo, se ve en la línea de choque a una actitud de especialísima intención y ambiciosas finalidades: el existencialismo.

En otra parte he buscado mostrar el paralelo histórico de las conductas surrealista y existencial, tan desemejantes a primer examen y tan opuestas en las personas de sus mantenedores. La analogía excede sin embargo el tronco irracional común para subsistir en los objetivos, en la preconización de una praxis, de una conducta[62]. En la fecha en que escribo, el surrealismo ha retrocedido —tal vez debiera decir: ha evolucionado— a posiciones hedónicas, renunciando después de no pocos escándalos a un salto en la acción que resultaba, dados sus métodos, prematuro. De manera menos reñida con disposiciones municipales, el existencialismo sartriano ocupa hoy el terreno donde se ensaya la acción humana integrada y se prueba la posibilidad de vivir sin rupturas de la persona. Con esta demasiado esquemática situación del movimiento de raíz irracional que nos envuelve, miremos de cerca el supuesto problema que preocupa a Guillermo De Torre en su «Valoración».

«Pese a muchas discrepancias particulares que puedan aislarse, lo incuestionable es que ambas (existencialismo heideggeriano y nazismo) tienen un tronco común: el irracionalismo» (cap. cit.). Me ayuda una anterior imagen botánica para recordar aquí que la flor, la hoja y la espina proceden igualmente del tronco sin que su valor funcional (aparte de los otros valores) pueda ser en absoluto confundido. El tronco interesa menos que el proceso por el cual una sustancia común deviene flor en un punto y tiempo dados, o llega a ser hoja o espina. Máxime cuando en nuestro caso el tronco irracional no se expande en ramas sin que la razón intervenga con una cuota de mayor o menor importancia; comparable a veces a la estaca que da cierta dirección a la planta, a veces apenas la vigilancia estética o ética que ayuda a completar flor y fruto. En las raíces humanas lo importante y definitivo yace en los accidentes y las influencias que condicionan el ascenso de los principios vitales, y en el dosaje y la calidad de estos últimos. Tronco común no quiere decir nada, por común y por tronco.

Sé que este crudo corte: razón-irracionalidad, es apenas aceptable, y me incomoda manejarlo tanto aquí; pero como lo que sigue ha de plantearse en un terreno histórico y de conducta, será posible entenderse en términos generales si digo que la irracionalidad no ha sido jamás peligrosa. Peligrosa en este terreno, el histórico, donde se juega la suerte colectiva y social de la humanidad. Donde De Torre teme las adherencias nazis al existencialismo y viceversa.

Perogrullescamente invito a pensar, en un solo proceso histórico, de consecuencias negativas capitales, que emane de un desborde irracional. Lo que ocurre es todo lo contrario. Las persecuciones, las reacciones más abominables, las estructuras de la esclavitud, la servidumbre y el envilecimiento, los desbordes raciales, la fabricación despótica de imperios, todo lo que cabe agrupar en el lado en sombras del proceso histórico, se cumple conforme a una ejecución por lo menos tan racional y sistemática como los procesos de signo positivo. Tocamos lo vivo del asunto al señalar que si los impulsos conducentes a esas fases negativas son o pueden ser producto «de la peor y más inhumana» irracionalidad, su cumplimiento fáctico e histórico es racional, en un grado de razón tan lúcido y manifiesto como la razón que lleva a América, a la imprenta, al Discurso del Método, a 1789, a Stalingrado.

¿Cuáles son, por su lado, los desbordes que hacen del nazismo uno de los procesos más repugnantes y viles de la historia? He aquí un epítome en que procuro ir de lo general (teórico) a lo particular (ejecutivo): la infatuación racial, el gran pretexto de la autocompasión —Versalles, fronteras, Sudetes, zonas irredentas—; la legislación de la crueldad; Gestapo, campos de concentración, exterminio de judíos y de pueblos «inferiores» sólo buenos para producir jabón con sus grasas, etc.; sadismo colectivo, o por lo menos presente en núcleos, oficinas, cuarteles. Hecha la enumeración, propongo imaginar una sola de estas monstruosidades (en especial las citadas en primer término, que son las peligrosas y el motor de las últimas) como un producto irracional. En cada caso se tropezará con un paciente sistema, una organización de impulsos inorganizados, una técnica. En cada caso se presentirán o reconocerán las urgencias irracionales, pero lo visible y eficaz estará en la estructura funcional y funcionante del edificio.

Si se aíslan con algún detalle los rasgos dominantes de un individuo nazi (la observación es fácil, los sujetos pululan), cabrá reparar en que su concepción de la humanidad es a la vez absolutamente ególatra y jerárquica. Una dialéctica elemental resuelve el posible conflicto consolidando las jerarquías, cada una de las cuales es total y suficiente para el buen nazi. El sargento es el Sargento; el servidor es también la Servidumbre. Mirando bien esta egolatría, parece posible hallarle explicación en el desprecio hacia la vida ajena a cambio del respeto «ersatz» por la posición jerárquica ajena equivalente o superior a la propia. Si un hombre es nazi, entonces es un hombre a ojos de otro nazi. La conciencia de una humanidad ajena a la propia no se despierta en el nazi para quien términos como «judío» o «comunista» o «chino» valen infrahumanamente. Ni siquiera su prójimo vale como hombre sino como nazi. El ser nazi confiere humanidad.

Esta plataforma de lanzamiento puede considerarse esencialmente como una entrega a lo irracional. Es sabido que cuanto más bruto es un hombre, más cree en sí mismo. (La especie del puñetazo en la mesa y el: «¡Te lo digo yo!»). El nazismo básico nacería de esa feroz tendencia a aglutinarse en torno de sí mismo, a patear lo circundante por un elemental miedo a ser arrancado de la cómoda tiniebla en que se medra. Pero la unión de esos miedos en una manada que ataca, y sobre todo la ordenación jerárquica del grupo atacante, señalan la instancia en que lo irracional cae bajo las intenciones y las posibilidades de una razón mucho más eficaz y peligrosa. (Ya veremos luego que la cosa es aún más sutil, y más horrible). Cabría entonces sospechar —luego del período 1930-1945— que el estado nazi traduce una visión de insecto, una geométrica procura de móviles y objetivos. Los discursos de Hitler, fuertemente emocionales, apelaban a impulsos no racionales; pero su objetivo se alcanzaba luego geométricamente, según la visión del insecto en su forma más precisa. El nazi padecía el discurso, cuidadosamente sintonizado con sus resortes irracionales; discurso equivalente, en un mundo de insectos, a la sensación de hambre, o de frío, o de sexo. A ello seguía un cumplimiento automático donde nada quedaba librado a lo irracional; un mecanismo, como el infalible del instinto, regulaba este cumplimiento. Al discurso —empujón irracional— sucede el paso de ganso —empujón del Sargento a quien empuja el Capitán, a quien…— pero cuando el hombre obra como el insecto es porque en él actúa la reproducción razonada del instinto. El hombre necesita del compás para hallar el hexágono de la abeja; el nazi, hombre-insecto, es en realidad el insecto más el hombre, la doble obediencia a los impulsos primarios y a la razón que se vale de ellos como violento motor para que su frío y cuidado objetivo se alcance de inmediato[63].

Así, a poco que se analicen las formas inmediatamente reconocibles de una irracionalidad en total desenfreno (técnica de represión labers tipo Dachau, pogroms, torturas y vejaciones, cámaras letales) habrá de verse cómo esta monstruosa hipertrofia de la voluntad de poderío y el desprecio por el ser ajeno no se torna peligrosa sino en la medida en que lo decida la inteligencia con todas sus virtudes. El solitario que corre el amok perece al primer disparo y su peligrosidad no excede los alcances de un cuchillo y una rabia ciega; el horror empieza cuando los actos del amok responden al esquema que un lúcido oportunista le desliza al oído.

La inteligencia, decíamos, con todas sus virtudes… Es bien sabido que la línea histórica occidental cristiana puede considerarse primordialmente como un logro por excelencia de la razón humana. Por sobre el impulso cristiano irracional, la Iglesia representó pronto la vigilante conducción de la inteligencia puesta a extirpar los brotes de violencia individual peligrosa, los extremos místicos inconvenientes a una grey, conformar ese balbuceo de la fe en los caminos de la plegaria, las vías purgativas, el ascenso moral y estético del alma. No se trata de que la razón se sirviera del «élan» irracional, ya que tampoco le estaba dado no hacerlo; su primacía consistió en tener la exacta visión de esa imposibilidad y virarla a un signo positivo, crear una Iglesia partiendo de una fe. Pese a las rebeliones y las heterodoxias, ése es el cuadro europeo hasta nuestro tiempo, y claramente se reconoce su impronta en las restantes manifestaciones espirituales e históricas del hombre, incluidas sus artes y sus letras. Cuando el siglo XIX muestra en la poesía los primeros signos de la «rebelión de lo irracional», el fenómeno traduce el ya insoportable exceso de tensión a que la hegemonía racional había llevado al hombre, y el brusco salto —por vía de escape poético— de fuerzas necesitadas de ejercitación más libre. Europa descubre entonces con tanta maravilla como temor que la razón puede y debe ser dejada de lado para alcanzar determinados logros. ¿Quién, que no esté prejuiciado por las líneas tradicionales, podrá decir mal de esta rebelión? Necesaria para restablecer un equilibrio vital (no le tengo miedo a la palabra), sus locuras y sus errores cuentan poco al lado de la espléndida aventura humana que propone individual o colectivamente. He ahí las criaturas de lo irracional, del sueño, de la intuición pura, los que lanzan los monstruos a la calle para que no sigan escondidos en los confesionarios y la vergüenza, para matados con el autoclave del sol, del aire libre. El signo de la razón guiaba hasta ahora al Occidente; ¿pero adónde lo ha llevado? De pronto, bajo el signo irracional, nace una tentativa —acaso inútil, pero digna del hombre— para alterar el rumbo de esa marcha. ¿Parecen pueriles sus esfuerzos? Son los de ochenta años contra veinte siglos. El esfuerzo de Cristo, a ochenta años de cumplido, parecía pueril a los Césares.

En medio de este violento cuadro de ruptura (de fisura, si se prefiere) el nazismo vino a proporcionar a las almas cartesianas un gran argumento para alzarse contra el irracionalismo y denunciar su peligrosidad. A esta altura de nuestro análisis, sin embargo, y tras de haber desmontado el verdadero mecanismo de funcionamiento nazi, el peligro real se anuncia por sí solo. Esta tan occidental razón nuestra, luego de controlar e incluso someter la irracionalidad humana; después de erigirse en Iglesia, Teología, Arte Poética y Regla Áurea, filtrando con vigilancia exquisita lo que encontraba válido y aprovechable en los impulsos primarios, esa diosa Razón tan nuestra se entrega a la irracionalidad en el nazismo, se pone al servicio de impulsos incapaces por sí mismos de alcanzar peligrosidad histórica. Con plena conciencia (por supuesto: para eso es y está), escoge, utiliza y encauza las fuerzas más brutales y negativas de la irracionalidad, pero lo hace porque está sirviendo a esas fuerzas, porque ha cedido (como nunca quiso hacerlo el Occidente) a lo de abajo, al impulso animal de predominio, al miedo de ser inferior, a la crueldad que no nos abandonará nunca. En la serie que habíamos trazado para explicar el mecanismo nazi: razón motivadora —impulso irracional que provee la «mística»—, ejecución de los actos, hay que anteponer las fuerzas irracionales que priman sobre la razón. Así, al impulso, de poderío (pienso en Hitler) sigue la voluntad de poderío (aquí está ya la razón, vergonzosamente consciente de ceder al impulso, pero fingiendo ser la que manda y utiliza), tras lo cual se continúa la serie como vimos antes.

Esto, de ser así, equivale a un monstruoso cambio de signo en Occidente. Si en alguna medida el cristianismo entraña el consentimiento de la razón a un punto de partida irracional —la fe, lo milagroso, el credo quia absurdum—, su función rectora se traduce en el rechazo de lo restante negativo. Si no hay razón al estado puro, la razón cristiana descansa en ese irracional que estima y escoge como humano, las pasiones y los sentimientos que la prédica de Cristo exaltan a primer plano. ¿Cabe decir que la razón sirve a ese irracional? Sí, en la medida en que lo acepta, aísla y eleva, valiéndose de una servidumbre fecunda para bloquear el paso a lo otro irracional, a las fuentes abisales de lo que cree pecado y contra las cuales ejerce su censura más absoluta. Así es que escoge, prefiere, concede pases y fulmina excomuniones; así es como nace su producto por excelencia, el cristiano occidental[64]. El nazi, en cambio, se origina en una servidumbre de tipo contrario; nace de una conciencia sometida voluntariamente a las fuerzas que antes repelía y censuraba, de una conciencia que renuncia a su escala de valores y se entrega, envilecida, a una tarea de sistematización de lo irracional negativo. Es la razón la que cede a la crueldad escogiéndola, dándole paso libre para cimentar una Gestapo; así la exaltación de la irracionalidad, que atemoriza a Guillermo De Torre, resulta al fin una sucia tarea racional; cuando la conciencia cede —pudiendo y debiendo no hacerlo—, la zona irracional negativa que la razón repelía en Occidente salta a escena, somete a su sometidora, y hace de ella a la vez su esclava y su general en jefe; que las dos cosas van juntas en el orden nazi.

Por supuesto, las espectaculares consecuencias y la no concluida vigencia del nazismo mueven a volverse con sospecha y temor hacia los existencialistas, tal como hasta hace pocos años se sospechaba del surrealismo. Encontrar un pan de varios metros abandonado en una calle de París era ya bastante para alarmar a las gentes; los diálogos del teatro de un Sartre resultan hoy directamente amenazadores, y de esto a la denuncia por falsa analogía (la conducta de Martín Heidegger, la violencia de la «literatura» existencial) no hay más que un salto directo, el del miedo. Llevará tiempo comprender que el existencialismo no traiciona a Occidente sino que procura rescatarlo de un trágico desequilibrio en la fundamentación metafísica de su historia, dando a lo irracional su puesto necesario en una humanidad desconcertada por el estrepitoso fracaso del «progreso» según la razón. Estamos demasiado inmersos en este ensayo de libertad integral para medir y aun prever sus logros, aunque la comprobación diaria del impacto existencialista en grupos crecientes de la colectividad entraña ya un logro metódico y tiñe inequívocamente nuestro tiempo. Pero no se olvide, a este respecto, que la eficacia (la «peligrosidad» posible) del existencialismo depende históricamente de la formidable dialéctica con que lo exponen y lo propugnan sus maestros, tanto en la línea germánica como en las ramas francesas. También aquí será la razón quien, a la hora de las responsabilidades, deberá enfrentar una posible acusación si traiciona su signo. Pero la función racional en el existencialismo, a esta altura en que escribo, nada tiene de común con la función racional que hizo posible el nazismo; es mecanismo vigilante, dentro de un orden humano que incluye irrazón y razón con igual necesidad y derecho; nunca la sometida sirvienta de una irracionalidad que aspira a servirse de ella para liquidarla finalmente como razón y no dejar más que una obediente máquina, una inteligencia robot aplicada a entender el aullido y transformarlo en una melopea por las injusticias de Versalles.