ANALOGÍA

Et que la poésie dut nécessairement s’exprimer par l’image et la métaphore ne se comprendrait pas si, en profondeur, l’expérience poétique pouvait être autre chose que le sentiment d’une rélation privilégiée de l’homme et du monde.

GAETAN PICON, Sur Eluard.

Acaso convenga volverse una vez más a la interrogación que apunta de lleno al misterio poético. ¿Por qué toda poesía es fundamentalmente imagen, por qué la imagen surge del poema como el instrumento incantatorio por excelencia? Gaetan Picon alude a una «relación privilegiada del hombre y el mundo», de la que la experiencia poética nos daría sospecha y revelación. No poco privilegiada, en verdad, una relación que permite sentir como próximos y conexos, elementos que la ciencia considera aislados y heterogéneos; sentir por ejemplo que belleza = encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser (Lautréamont). Pero si se mira mejor, en realidad es la ciencia la establecedora de relaciones «privilegiadas» y, en último término, ajenas al hombre que tiene que incorporárselas poco a poco y por aprendizaje. Un chico de cuatro años puede decir con toda espontaneidad: «Qué raro que los árboles se abriguen en verano, al revés de nosotros», pero sólo a los ocho, y con qué trabajo, aprenderá las características de lo vegetal y lo que va de un árbol a una legumbre. Harto se ha probado que la tendencia metafórica es lugar común del hombre, y no actitud privativa de la poesía; basta con preguntarle a Jean Paulhan. La poesía asoma en un terreno común y hasta vulgar, como el cisne en el cuento de Andersen; y lo que puede despertar curiosidad es por qué, entre tanto patito, crece de cuando en cuando uno con destino diferente. Los hechos son simples: en cierto modo el lenguaje íntegro es metafórico, refrendando la tendencia humana a la concepción analógica del mundo y el ingreso (poético o no) de las analogías en las formas del lenguaje. Esa urgencia de aprehensión por analogía, de vinculación precientífica, naciendo en el hombre desde sus primeras operaciones sensibles e intelectuales, es la que lleva a sospechar una fuerza, una dirección de su ser hacia la concepción simpática, mucho más importante y trascendente de lo que todo racionalismo quiere admitir. Esa dirección analógica del hombre, superada poco a poco por el predominio de la versión racional del mundo, que en el occidente determina la historia y el destino de las culturas, persiste en distintos estratos y con distintos grados de intensidad en codo individuo. Constituye el elemento emotivo y de descarga del lenguaje en las hablas diversas, desde la rural («Tiene más acomodos que gallina con treinta huevos»; «Puso unos ojos como rueda’e sulky»), y lo arrabalero («Pianté de la noria… ¡Se fue mi mujer!»), hasta el habla culta, las formas-clisé de la comunicación oral cotidiana, y en último término la elaboración literaria de gran estilo —la imagen lujosa e inédita, rozando el orden poético o ya de lleno en él. Su permanencia y frescura invariables, su renovación que todos los días y en millones de formas nuevas agita el vocabulario humano en el fondo del sombrero Tierra, acendra la convicción de que si el hombre se ordena, se conductiza racionalmente, aceptando el juicio lógico como eje de su estructura social, al mismo tiempo y con la misma fuerza (aunque esa fuerza no tenga eficacia), se entrega a la simpatía, a la comunicación analógica con su circunstancia. El mismo hombre que racionalmente estima que la vida es dolorosa, siente el oscuro goce de enunciarlo con una imagen: la vida es una cebolla, y hay que pelarla llorando.

Entonces, si la poesía participa y lleva a su ápice esta común urgencia analógica, haciendo de la imagen su eje estructural, su «lógica afectiva» que la arquitecta y la habita al mismo tiempo, y si la dirección analógica es una fuerza continua e inalienable en todo hombre, ¿no será hora de descender de la consideración solamente poética de la imagen y buscar su raíz, esa subyacencia que surge a la vida junto con nuestro color de ojos y nuestro grupo sanguíneo?

Aceptar este método supone y exige algunas etapas y distingos inmediatos: 1) El «demonio de la analogía» es íncubo, es familiar, nadie puede no sufrirlo. Pero, 2) sólo el poeta es ese individuo que, movido por su condición de tal, ve en lo analógico una fuerza activa, una aptitud que se convierte, por su voluntad, en instrumento; que elige la dirección analógica, nadando ostensiblemente contra la corriente común, para la cual la aptitud analógica es «surplus», ribete de charla, cómodo clisé que descarga tensiones y resume esquemas para la inmediata comunicación —como los gestos o las inflexiones vocales.

Trazado ese distingo, 3) cabe preguntarse —no por primera vez— si la dirección analógica no será mucho más que un auxiliar instintivo, un lujo coexistiendo con la razón razonante y echándole cabos para ayudarla a conceptuar y a juzgar. Al contestar esta pregunta, el poeta se propone como el hombre que reconoce en la dirección analógica una facultad esencial, un medio instrumental eficaz; no un «surplus» sino un sentido espiritual —algo como ojos y oídos y tacto proyectados fuera de lo sensible, aprehensores de relaciones y constantes, exploradores de un mundo irreductible en su esencia a toda razón.

Pero si hablamos de un medio instrumental eficaz, ¿a qué eficacia se refiere el poeta? ¿Cuál puede ser la eficacia de la actividad analógica?