En el Libro de las fábulas, que me parece su primera obra definitiva, Daniel Devoto ciñó en constante gracia formal una poesía de tan reposada madurez, que esta segunda y más noble cualidad pudo ocultarse a muchos tras el juego plástico y cantante de las Alianzas hermosas, las voces y visiones. Los poemas del Libro de las fábulas eran ya esa secreta consulta a las fuentes del tiempo y la tierra, al balbuceo original que se informa en una imaginería necesaria y justísima. Pero Devoto prefería rescatarlas —en la paralela información del poeta en el artista— y rehuía (lo sigue haciendo) una espectacular presentación de lo lírico, en la ya demasiado fácil corriente que arrastra a tantos poetas jóvenes desde el irreiterable discurso de Claudel, Rilke, Eliot y Lubicz-Milosz.
Afirmaba en sus poemas de entonces una valerosa decisión humanista de no ceder a las normas de falsa y cómoda autenticidad que signan tanta obra contemporánea, y recrear —celebrándola, acreciéndola, depositario celoso y lampadóforo inflexible— el acervo admirable del pasado occidental y mediterráneo que su cultura, una de las más cabales que conozco, decantaba en su verso por un acto necesario y natural de consubstanciación y contacto. Dafne, Narciso, Orfeo, Nausicaa, y él mismo, y tantos más, puestos allí
con la cautela con que la soledad penetra entre el arpista y su arpa
propusieron entre nosotros una medida ejemplar de lirismo, y un rumbo que trascendía lo tópico del libro para mostrar la lección de sus cisternas más escondidas pero abiertas a toda buena sed.
Canciones contra mudanza, libro de amor y de amante, vino luego para sacrificar jubiloso la flecha por la rama florida, cediendo lucidez a la más honda delicia de alabar con ojos entornados, en un clima de adoración y siesta —como las de Mendoza, donde se escribieron las canciones—:
Sólo pido que Dios me perdone
entre estas palabras nacidas para cantarte.
Pero Devoto se prefiere (acaso lo preferimos) vigilante y riguroso, desde que vigilancia es voluntad de hallazgo, y rigor es elección enamorada. Mantiene y reafirma hoy, en estas Canciones despeinadas, la ambición y el logro de superar todo formalismo en y con la forma misma. Su índice: Parcados, Estrofa, Sáficos rimados, Serventesio, Rondel… Un oscuro pudor mueve en este libro los hilos de la trampa para lectores por encima; el título, por ejemplo, bajo el cual las canciones tejen su discurso de cabelleras donde el orden más pulcro —sin la rigidez del peinado de Salammbô, antes la liviana, atenta libertad jónica— recompensa al que trasciende, espera y comparte. Allí la tristeza del amante, la esperanza rebatida,
condenada a adorar al tiempo indiferente
soslayan nuestra prisa, eluden sin afectación, nos devuelven el recato en la pasión que es conquista difícil en poetas… El lirismo de Daniel Devoto, nacido después de instancias de vida donde la riqueza sedimenta silenciosa, para crecer de pronto en la imagen que la devuelve fuera ya del tiempo, engañará astutamente y por siempre a quien lo crea fácil porque se deja leer generoso y en apariencia sin enigmas, o lo suponga artificioso pues no rehúye el arte y el artificio, que es la forma más lúcida y final de un arte; presumo en Devoto la secreta sonrisa del que sabe mejor, del que ha sentido que los verdaderos fantasmas aparecen a mediodía y no de noche. Claridad del misterio es su poesía toda, envuelta en una luz que la oculta revelándola,
con el pudor interno de la rosa desnuda…
Este bello verso de su libro mendocino perdura sobre Canciones despeinadas, lo blasona y explica; el resto es ya de quien se acerque y aparte los juncos y las ramas que protegen la vena del agua, la confidencia de su pulso.