La postura del lector frente a un poema como éste supone y exige latitud análoga a la que da a Periplo su especial resonancia. Carlos Viola Soto ha incurrido en una elección poco frecuente, que consiste en renunciar a una originalidad de superficie para alcanzar otra de fondo. En vez de aceptar un poema donde cada intuición, cada paso, cada secuencia, se dan por primera vez y con la forma que el poeta les impone o les acepta, Viola Soto ha entendido honradamente que, en su caso, la estructura general que exigiría lo que estaba queriendo decir ya se había dado en un gran poema, The Waste Land y que muchos momentos, muchas instancias de su recorrido poético dentro de esa estructura, tenían formas preestablecidas que la memoria era capaz de recordar o evocar: esto estaba en un poeta chino, esto en un poeta alemán, esto en un manual de iniciación póstuma. Y he aquí que las citas, las recurrencias, que el escritor mediocre usa siempre para tapar agujeros, en el poeta de verdad adquieren un sentido que trasciende su significado inmediato: connotan la intuición o la necesidad del poeta, pero a la vez revelan su valerosa honradez al acatarlas en vez de buscar una sustitución personal más o menos feliz, y además resuenan pitagóricamente, establecen la relación simpática de la poesía total, de todos los poetas y sus poemas.
Prefiero mostrar de entrada esto que si en parte constituye la técnica de Periplo, la trasciende y da la razón esencial del poema: esa soledad entre tantas voces también solas. La «máquina de hacer belleza» —y por belleza no entendemos ya lo que entendían los parnasianos— se ofrece en Periplo como un formidable motor donde la yuxtaposición, el engranaje, las lubricadas carreras de bielas y cilindros, la transmisión minuciosamente calculada[66] se conjugan en ese siempre asombroso resultado del avión que remonta vuelo. Periplo es así tan científico como una langosta, un salto acrobático o la sonrisa de la Venus Ludovisi; y nada le retaceo si digo que también lo es como una laparotomía o un proyecto de urbanización o desecamiento. Poema pragmático, como lo son siempre los poemas dramáticos, que exigen una orquestación, un sistema —simbólico, sonoro, moral— para integrarse e integrar su resultado. Viola Soto no negará que ha querido contarnos algo en Periplo, algo vital para él y por ende para nosotros, pues el poeta es siempre la suma de nosotros, la punta del embudo; y contar no es cantar, aunque el poeta cante para contar. Ya se ve que reitero aquí la diferencia ilustre entre lírica y drama, entre paisaje e historia. Donde un poeta lírico ve una nube, poetas como Viola Soto ven lo que veía Ixión. Pero la diferencia esencial que hace de un relato un poema, está en que el hombre capaz de crearlo no sustituye la nube del lírico por la diosa que desea Ixión, como lo harían el cronista o el cuentista; entre su cuento y su canto hay alianza, hay coexistencia. Como en Wagner, si se quiere —para jugar a las correspondencias, juego peligroso pero lleno de ángel.
Así la lectura de Periplo tendrá sentido a condición de que su lector no pertenezca a la inocente categoría de los que creen, entre otras ilusiones teleológicas y sociales, que el poema debe ser siempre una obra de beneficencia, una lección o una ilustración de validez general, apoyándose en la ya aburrida aserción de que Homero cantaba en los fogones, y que cada pastor griego compartía con el más acicalado de los estadistas áticos el placer de los recuerdos de la guerra troyana. La mejor poesía contemporánea es más que nunca tarea de pocos para pocos. Es una lástima, pero la culpa no la tienen los poetas ni los lectores. Como el precio del trigo, como las explosiones en Las Vegas, la situación personal y colectiva de los que leerán su poesía es ajena al poeta; en este caso Viola Soto narra, muestra, sentencia, y creo que trasciende un viaje de lujo, el viaje de un «Odiseo bárbaro» que se mueve entre cosas tan poco bárbaras como el Ponte Vecchio, la Gare de Lyon, Santa María Novella, Apollinaire, Eliot, Rilke, Tristán, Ovidio y el Quartier Latin; y los que lean Periplo con esa insolencia afín a toda ignorancia, que no acepta que la poesía y las artes la hayan dejado irremediablemente atrás (pues antes, al menos, había compromisos, puntos de contacto, acomodos), no verán en él otra cosa que un centón, más o menos aclarado por el autor en sus notas finales. No verán lo más importante, y es que Viola Soto ha usado aquí sus recuerdos de otra poesía como el músico los timbres instrumentales, orquestando con ellos el poema, que también por esto coincide con la noción de obra sinfónica, de concertación.
Poema lujoso, pues, y acaso «bárbaro» por exceso de lujo, por la necesidad fetichista y erótica de desplegar los ídolos, de recibir al lector como un reyezuelo negro, con todos los collares, la galera de copa, el paraguas y las ajorcas. En ocho breves cantos el poeta acumula en una casi insoportable tensión a los testigos de su carrera, del periplo esencial, de la consulta a las fuentes. «Todos los amores son uno», explicará en las notas, «una búsqueda eternamente frustrada del único amor, asesinado en una cruz». Y concluirá que sólo se alcanza unidad en la dualidad, en la pareja, ya que «el verdadero castigo no consiste en la expulsión, sino en el desdoblamiento original». Pero en él no se logra esa unidad que el símbolo incesante de Tiresias burla, insinúa, desmiente y rechaza; para él no hay más que una persecución entre espejos, un alcanzarse para perderse, un continuo, minucioso despedazamiento personal y ajeno bajo la luz desnuda de la belleza, bajo la peor luz, la luz-testigo de Italia, de París, de los mármoles y las lagunas de Venecia. (La intensidad especialísima de Periplo nace, me parece, de la misma aparente incongruencia que da su prestigio a lo mejor de la pintura surrealista; quiero decir a la presencia del horror en medio de la fiesta, del señor que se ajusta los tiradores en un paisaje a lo Millet, rodeado de modestas doncellas en traje de fiesta).
Equinoccio, el primer libro de Viola Soto, mostró en él un frío desaforamiento erótico, una amarga aptitud para las comprobaciones que siguen a las ilusiones, una técnica de autopsia que empezaba lealmente por sí mismo para acabar en el alto personaje a quien se invoca en el final de Periplo:
¡Oh Señor,
Despójate del ridículo frac
Y cae como la lluvia sobre mí!
Ni el poeta ni sus lectores ignorarán que el signo de Sade y de Baudelaire preside esta oscura y necesaria justicia poética, esta confrontación del hombre solo, del preadamita, con las estructuras teológicas y teleológicas puestas en práctica bajo la forma de sociedades. Una vez más el terrible, pueril desafío de Lautréamont sube a un cielo distante, sordo, mudo, perfecto de negaciones, atabacado de incienso. Lo que Equinoccio proponía en un plano de recortada experiencia solitaria, Periplo va a intentarlo con una ambición generalizadora que se adivina en el uso de símbolos con valor universal; no ya Viola Soto, Carlos; sino Odiseo y Tiresias y Elpenor y Palinuro y Beatriz. El procedimiento (hagamos a nuestra vez una biopsia) tiene los inconvenientes de toda mitología, de todo papel moneda: simplifica las operaciones pero las priva de personalidad y de interés. Pagar con diez pesos es más cómodo que con un jarro de aceite. Ah, pero el perfume, el sabor de ese aceite del que nos privamos para que nos den en cambio alguna otra cosa… A la impertinente observación académica de que «Odiseo» es siempre más rico en valores que «Viola Soto, Carlos», contestó dándole la mano a este último. Y si comprendo de sobra las razones que lo han movido a hacer jugar las grandes sombras en su pequeña historia personal, lamento que no se haya decidido a correr el albur de nombrar sus sombras, dándoles sus nombres, los propios o los inventados, pero suyos; como Lautréamont, para recordarlo otra vez, o William Blake.
Se advertirá que este reparo a los símbolos no se hace extensivo a las alusiones y a los versos ajenos contenidos en el poema. Empecé señalando la honestidad de Viola Soto al no rechazar los fragmentos que forzosamente se le imponían, al optar por el mosaico en vez de la pintura, ya que estaba seguro de que aquél alcanzaría la misma autenticidad que ésta, y que lo auténtico es un valor malamente mimado por lo original, en cuyo nombre se llevan cometidos crímenes numerosos. Pero la acumulación de estos armónicos, eficaces en todas las memorias, junto con la presencia cargada de tensiones de los símbolos incorporados, requerían para pasar de la analecta al poema un catalizador tan eficaz, tan violento como lo es la poesía de Viola Soto. No siempre ha logrado éste la cohesión de los elementos que concitaba; y ello en parte por razones técnicas, de forma. Cierto que los lectores de Periplo sabemos bastante bien los idiomas necesarios para aprehender las citas sin perder el ritmo del poema; pero esta gimnasia es siempre violenta, lo era en The Waste Land y en Joyce, y lo será siempre por una razón bastante simple: la de que en realidad no hablamos como pensamos, sino que pensamos como hablamos, y la estructura de un pensamiento no se deja sustituir instantáneamente por la de otro, con lo cual dos versos en diferente idioma serán siempre centrípetos, hostiles, chocantes. El placer que puede darnos encontrarlos es más de orden intelectual que poético, tiene algo de satisfacción vanidosa al resolver rápidamente el problema —ajedrez de palabras. (La prueba está en que como no sé latín, me irrita no entender el epígrafe de Ovidio, y titubeo tristemente en el pasaje de Rilke —donde, ya que estamos, sospecho que falta el verbo).
Por esto, y por mucho más, Viola Soto me comprenderá (aunque no esté de acuerdo) si prefiero lo suyo a lo ajeno; la rengaine, la queja sorda como una llovizna, la sucesión tan íntima de zaguanes, de malecones turbios, de torpezas innúmeras, de haber pagado el crimen con sucios billetes tomados en préstamo; y que lo prefiero porque es lo que queda de veras en la memoria cuando se acaba, al lado del poeta, el amargo periplo. Más que las geografías prestigiosas, más que los encuentros solemnes en el Hades, es casi increíble cómo de tan densa orquesta, de tan sutil y entretejida malla de timbres y colores, queda al final el recuerdo de un acordeón de ciego, el aserrín de un bar de marineros, el gusto del aguardiente barato, el hipo de un llanto en una pieza de hotel. Creo, después de todo, que esto es lo que justamente sospechó Jean Giono de la Odisea cuando escribió su «Naissance»; lo que nos hace más entrañable el Quijote es el olor a ajo de las ventas, las palabras de Sancho a su pollino y la humanidad de todos los días de los poetas que nos dejan viajar con ellos porque somos ellos y ellos son nosotros.