According to my state of mind,
I am with Achilles in the trenches,
or with Theocritus in the vales of Sicily.
KEATS, Carta a George Keats
del 29 de Octubre de 1818.
I
Por dos caminos parece operarse el acceso del mundo moderno a los órdenes espirituales de la antigüedad grecolatina, toda vez que un anhelo de conocimiento e identificación anímica hubo de impulsarlo a volverse hacia él en procura de una toma de contacto que le restituyera valores no siempre preservados a lo largo de la evolución histórica europea. Por esos dos caminos —que tienden a excluirse mutuamente— intentó el espíritu moderno retornar a las inspiraciones estéticas del clasicismo e incorporarse, para recrearlas luego, a esas fuerzas creadoras y sus expresiones artísticas.
La primera vía (ya desbrozada incomparablemente por el redescubrimiento renacentista del mundo clásico) muestra sus más floridos estadios en el clasicismo francés del siglo XVII y en las formas análogas, bien que específicas, del mismo movimiento en la Inglaterra y la Alemania del siglo XVIII. Consiste en incorporarse racionalmente los valores clásicos con ayuda de una creciente crítica histórico-arqueológica, abstraer de la literatura y del arte grecolatinos los módulos que los rigieron y estructuraron, constituir —como lo intentarán Winckelmann y Lessing— una definitiva legislación estética que acerque los valores clásicos mediterráneos —tenidos por insuperables— a las ambiciones artísticas del mundo moderno; afirmar y exigir una regla áurea.
Es ya ocioso volver sobre la equivocada visión que del espíritu creador helénico había de lograrse con tales criterios «clasicistas» teñidos de parcialidad histórica (desestimación agresiva de lo medieval y énfasis deliberado de la «claridad», el «orden estético» y la «objetividad» del espíritu griego), aparte de las deficiencias del aparato técnico que validara la investigación en el campo filosófico, arqueológico, etnográfico, etc. De tan prejuiciado análisis, que apunta sólo a los exponentes más espectaculares del arte griego (por ejemplo, la arquitectura ática del siglo V), resultó una hipervaloración de formas y cánones que no son sino un período culminante en una plurilateral y continua evolución, y un acentuado menosprecio para con los restantes momentos. Incluso se llegó a una parcelación de los períodos de apogeo, a no mirar en ellos más que los ápices estéticos, un Partenón solitario en una acrópolis transitada por semidioses. La sugestión de lo pequeño —el vaso, la figurilla de Tanagra, la ofrenda votiva— perdía eficacia ante la visión olímpica y excluyente; el milagro de Fidias eclipsaba aquellas otras muestras de arte que precisamente hubieran permitido admirar mejor lo asombroso de esa ascensión estética.
Baste tan simple y precario esquema de un error de valoración[1] para mostrar cómo cierta forma de acercamiento moderno a los elementos clásicos pudo (y puede todavía, según lo demuestran frecuentes ditirambos al «milagro griego» nacidos de alguna lectura de Renan y Paul de Saint Victor) deformar el objeto que se pretendía abstraer y constituir una poco sólida base para el clasicismo moderno que tan estrepitosamente caería frente a la actitud romántica, cuya propia debilidad analítica muestra con harta elocuencia la inopia de su antagonista[2]. La inconsistencia del clasicismo (piénsese por ejemplo en la poesía inglesa bajo la dictadura de Alexander Pope) procede de que imita una supuesta técnica artística clásica fundada en módulos, paradigmas donantes de eternidad, Ars poetica general y constante. Pero tales módulos habían sido postulados por abstracción de valores estéticos, y su innegable importancia estructural y articulante en el arte y las letras clásicas fue exagerada por la línea Boileau-Pope-Lessing al punto de que parece creerse que fueran factores genéticos de lo clásico y no constantes axiológicas y estéticas, ínsitas en la obra por una necesidad espiritual propia del espíritu clásico. Al abstraerlas y advertir la frecuencia armoniosa con que se presentaban en las grandes creaciones antiguas, el pensamiento clasicista de los siglos XVII y XVIII las elevó a la función de antecedentes y condicionantes de la obra a cuya pulpa se les arrancaba artificiosamente. De la natural vertebración del arte clásico se hizo un andamiaje, un molde donde vaciar la materia amorfa. Cierto que no todo es culpa del pensar moderno; Aristóteles y luego Horacio lo preceden en esta reducción a la técnica —ya que, al fin y al cabo, tales módulos se exponen pragmáticamente, con vistas al empleo ulterior— y preparan el camino a un Despréaux[3].
¿Por qué no preludiar aquí la actitud poética de John Keats, citando aquellos tempranos versos suyos que habían de valerle la torpe cólera de Byron?
¿Podía todo eso olvidarse? Sí, un cisma
nutrido por el artificio y la barbarie
hizo avergonzar al gran Apolo de ésta su tierra.
Se llamó sabios a hombres incapaces de comprender
sus glorias; con la fuerza de un débil niño
se hamacaron en un caballo de madera
y lo creyeron Pegaso. ¡Almas miserables!
Soplaba el viento del cielo, rodaba el océano
sus congregadas olas —pero no las sentíais, El azul
descubría su eterno seno, y el rocío
de la noche estival se formaba, silencioso, para tornar
preciosa la mañana: ¡la Belleza estaba despierta!
¿Por qué no vosotros? Porque seguíais muertos
para las cosas que ignorabais… Estrechamente unidos
a vetustas leyes trazadas con miserables reglas
y viles dimensiones; y así enseñasteis a una escuela
de zafios a suavizar, ensamblar, unir y ajustar
hasta que —como los palillos del juego de Jacob—
sus versos coincidían. Fácil era la tarea:
mil artesanos se cubrían con la máscara
de la Poesía. ¡Raza de fatal destino, impía!
Raza que blasfemaba en el rostro del brillante Citarista
y no lo sabía —No, continuaba manteniendo
un pobre, decrépito canon
marcado con los lemas más triviales, y en grande
el nombre de un Boileau![4]
Se opera así un doble tránsito. El predominio del espíritu racionalista estatuye un canon clásico, y desde esa legislación, atribuida necesariamente a toda obra satisfactoria, se procede a la creación avalada dogmáticamente por dicho canon. Los intereses estéticos modernos se expresan dentro de las coordenadas y «leyes» clásicas, y raras veces la intuición del creador ahonda en la validez esencial de éstas y busca, con la intensidad necesaria, las raíces verdaderas de esa sujeción tiránica a que lo someten los criterios del siglo.
Curiosa paradoja: el racionalismo clasicista no estaba esencialmente interesado por lo helénico; su interés era preferentemente técnico e instrumental, búsqueda de los órdenes que permitieran exhumar, en beneficio de una temática moderna, esa «sofrosine» perdida en la Edad Media. Por el contrario, había de ser el romanticismo (mejor, algunos románticos) quien reaccionando contra la subordinación de valores estéticos a garantías instrumentales, aprehenderá el genio helénico en su total presentación estética[5].
El segundo camino había sido ya transitado, en pleno orden racionalista, por algunos poetas menos seguros del valor y la validez de las reglas de oro que de su propia proyección sentimental hacia el pasado[6], Racine, dramaturgo respetuoso, saltará sobre toda conveniente mesura para crear a Fedra y a Andrómaca. Bajo el irreprochable lenguaje y las correctísimas situaciones escénicas, almas que no proceden sólo de una visión «clásica» nacen en el teatro francés. El fin del siglo clásico alemán importa un ejemplo aún más elocuente: Friedrich Hölderlin trasciende las categorías estimativas consagradas, y su poesía ofrece testimonio incomparable de un retorno a lo griego y a una visión de la que nada se abstrae, en la que todo es acatado y asumido por una obediente identificación intuitiva[7]. ¿No presentía también Novalis ese camino? Uno de sus fragmentos adelanta: «No sólo la facultad de reflexión funda la teoría. Pensar, sentir y contemplar hacen una sola cosa»[8]. Y en las postrimerías del ya agotado clasicismo francés, el alma apasionada de André Chenier ha de reintegrar a la visión de lo griego las notas románticas que el clasicismo se había empeñado obstinadamente en negarle.
(Inglaterra no tendrá esos «puestos de avanzada» en plena edad clásica. ¡Pero qué desquite el que se toma, en los primeros veinte años del siglo XIX, con Keats y Shelley!).
Al camino preceptivo de la reconstrucción y la tipificación sintéticas —tarea de grupo, escuela, generación, cumplida por agregaciones culturales sucesivas y capaz de comunicación y divulgación— se opone, como se habrá sospechado ya, el camino de la identificación intuitiva —aprehensión personal, de carácter poético, incomunicable en otra forma que mediante un recrear análogo—. Pero, como siempre se plantea el problema aquí sólo tangencialmente rozado de la posibilidad racional o irracional de valoración estética, importa señalar que el segundo camino no se hubiera abierto a los Hölderlin y a los Keats sin el itinerario preliminar que proporciona el camino científico. Cuenta poco el que Keats no tuviera la cultura helénica que hubieran podido darle Oxford o Cambridge, cuando sabemos que en el romanticismo inglés existía un clima de helenismo surgido precisamente de las aportaciones clásicas y mantenido por la tradición universitaria. Libros, temas, símbolos, constancias míticas, nada de eso es azar sino sedimentación cultural dejada por los siglos XVII y XVIII. El poeta incorpora a su sensibilidad ese aparato científico y estético y extrae de él, junto con un sistema de valores ajenos, la primera conciencia de que tales valores sólo históricamente le son ajenos. El camino de apropiación es ahora privativo de su intuir poético; sendero personalísimo de la coexistencia espiritual fuera de tiempo y espacio. «We are all Greeks», afirmará Shelley en el prefacio de Hellas, todos somos griegos. El siglo XX ha visto, en admirable conciliación, el espíritu científico incorporando a su actividad particular los productos espirituales emanados de esa identificación anímica que él mismo había facilitado; recobrando en cierto modo justicieramente un bien que le correspondía[9].
«Ninguna poesía inglesa anterior satisfacía a hombres poseídos por este interpenetrado ideal del republicano y el artista, por esta pasión de libertad y belleza; ni siquiera Mil ton, el más próximo a ellos. Antes bien, prefirieron volver los ojos a la Grecia antigua y a la Italia medieval… Así, dentro del corazón del Romanticismo se alzó un movimiento “clásico”, el cual, mejor que cualquier otro rasgo, distingue netamente al tercer grupo (de poetas) de los dos anteriores.
»… La expresión efectiva del nuevo helenismo principia con la denuncia de Byron ante el expolio del Partenón practicado por Lord Elgin. Aunque muy lejos de ser un griego, Byron hizo más que ningún otro para crear la pasión por Grecia. Y con todo, esos mármoles —traídos por Elgin y adquiridos por la nación en 1816 gracias a las ansiosas instancias de Haydon— se convirtieron desde entonces en “grandes aliados” de la causa helénica. (Se alude a la causa de la liberación de Grecia). La leyenda griega fue el refugio escogido de Keats, pero para Shelley y Byron fue Grecia asimismo la primera tierra histórica de libertad, “la madre de los libres”, la patria de los exiliados.»[10]
No acierta Herford al sostener que ninguna poesía inglesa anterior alcanzaba a satisfacer a los románticos en quienes urge el doble sentimiento de la libertad y la belleza. El «retorno a Grecia» obedeció esencialmente a la primera de estas urgencias, pues la segunda se satisfacía simultáneamente con un retorno estético a lo medieval (¿por qué sólo al de Italia cuando Chatrerton, Walter Scott y Coleridge son pruebas de la amplísima latitud de ese medievalismo?), a la poesía isabelina y al tema griego. De ahí que la repentina importancia que adquiere lo helénico al abrirse el siglo (1816: los frisos del Partenón son adquiridos por Inglaterra; 1821/2: muerte de Keats y Shelley) y el retroceso perceptible de los restantes temas inspiradores en el interés de estos poetas, prueban inequívocamente la conexión entre los ideales democráticos del romanticismo inglés —surgidos con Burns, Wordsworth y Coleridge, que reciben y traducen líricamente el mensaje de la revolución francesa— y la paralela identificación estética con los griegos. En este sentido es muy justa la referencia de Herford a Byron, portavoz en la lucha de la Grecia moderna por liberarse del yugo turco. ¿Y no es significativo recordar que ya Hölderlin había sentido ese mismo entusiasmo y que de él había de nacer su Hiperión?
Entendemos, pues, que el tema de Grecia adquiere un contenido vital para los románticos cuando advierten que coincide con su moderna valoración de la dignidad humana y su expresión política. Por la coincidencia de ideales sociológicos se llegará —no siempre con conciencia del tránsito— a una más honda vivencia de los ideales estéticos. (Incluso la noción de que el arte griego sólo pudo darse y florecer bajo tales condiciones políticas, hará que los románticos, rebeldes y republicanos, hallen en él por íntima simpatía una fuente inagotable de inspiración creadora. La rebelión prometeica, la caída de Hiperión, ¿dónde hubieran hallado Shelley y Keats mejores símbolos para traducir su libertad moral y su rechazo de todo dogmatismo?).
Podemos por tanto afirmar que este movimiento «clásico» en el seno de la segunda generación romántica inglesa se sustenta en órdenes capitalmente distintos al del período racionalista. Al helenismo aristocráticamente entendido —proveedor de un orden legal exterior e imperioso— sucede un helenismo en quien se admira la plenitud de un arte logrado desde la plena libertad humana articulada por la democracia ateniense. Al símbolo preceptivo sucede el símbolo vital. Tras la Grecia de Solón, la Grecia de Milcíades y Epaminondas; vaivén inevitable y necesario, que permitirá al fin la concepción total de la civilización helénica.
Eso explica que ni Shelley ni Keats admitieran nunca que un arte poética viniera a trabar la libertad de su lírica, ni creyeran en la imitación de estructuras como garantía de creación duradera. Acuden al tema griego con un movimiento espontáneo de la sensibilidad —reavivada por el prestigio revelado en el siglo XVIII— y de la inteligencia estimulado por las analogías políticas contemporáneas.
Motiva el presente ensayo la voluntad de indagar esta actitud estética frente al tema helénico, con el ejemplo de John Keats y su Oda a una Urna Griega.
II
Envuelto en asombro y deslumbramiento emerge Keats de sus encuentros iniciales con el genio helénico. Al leer por vez primera el Homero de Chapman, Al ver por vez primera, los mármoles de Elgin, A Homero[11] traducen —con un lenguaje lleno de turbación que busca la imagen vertiginosa e hiperbólica capaz de trasmitir tanto asombro— ese contacto que debía continuar, adhesión identificante, hasta la muerte del poeta.
A Homero —que contiene entre versos débiles uno de los más hermosos que haya escrito Keats[12]— se abre con el testimonio expreso de la revelación que para él había de ser la epopeya griega, tránsito de la ignorancia a la luz:
Apartado, en mi inmensa ignorancia,
oigo de ti y de las Cicladas
como aquel que en la cosía siente tal vez nostalgia
de visitar en profundos mares el coral de los delfines.[13]
Los mármoles del Partenón habrán de mostrarle entonces la réplica plástica de dioses y hombres griegos, y es en ellos donde la sensibilidad del joven y aún inseguro poeta arriba temerosa pero obstinadamente a la coexistencia espiritual con formas tras las cuales su aguda intuición le hace ver palpitante la realidad —románticamente exaltada— de lo griego. Versos como
Demasiado débil es mi espíritu; la mortalidad
pesa duramente sobre mí como un no buscado sueño…[14].
reflejan el choque emocional del encuentro. ¿Y no hay ya una purísima visión en el confuso enumerar que cierra el soneto?:
Así esas maravillas me causan un dolor vertiginoso
que mezcla grandeza griega con el áspero
decaer del viejo tiempo —con un mar agitado de olas,
un sol, la sombra de una magnitud[15].
Keats se entrega —en creciente delicia— al tema griego, incitándose con los motivos de la mitología que pierden bajo un tratamiento adecuado el rancio tono retórico que entrara en el siglo XIX a modo de lastre clásico del precedente. No siempre sus temas son históricamente griegos, pero sí la dimensión lírica en que se mueven, salvo cuando Keats se asocia deliberadamente a otra de sus preferencias poéticas[16]. Así, la Oda al Otoño remonta un eco donde Hesíodo se completa con armónicas virgilianas, y no es infrecuente hallar a lo largo de su obra más variada imágenes y desarrollos paralelos al de los líricos griegos, pues la semejanza nace aquí como producto necesario de una repetición analógica de condiciones. A tal actitud poética agrega Keats la complacencia plástica —gusto por la descripción, por cierta descripción que culminará en la Urna Griega— y un sensualismo bucólico y naturalista, ese aire dionisíaco que circula inconfundible por Safo, Anacreonte, Baquílides, Píndaro, Corina, Teócrito y todo gran lírico griego. No es inútil advertir desde ya que la mayor aproximación de Keats a lo griego se hace sobre la dimensión dionisíaca (y sus equivalentes: lo pánico, lo eglógico), mientras Shelley —en una prodigiosa coincidencia temporal con nuestro poeta y como llenando las claros que éste dejaba en el tema griego— aprehendía valores helénicos en alto grado de estilización esencial, apolíneos por excelencia.
Los frisos y los vasos estaban más en la imaginación de Keats que ante sus ojos. ¿Cuánto pudo conocer del arte griego aparte de los mármoles áticos y alguna pieza de museo? Su «cultura» griega (en lo estético, mitológico y poético) fue la de los manuales y los textos de divulgación. No lo encontramos —aquí el testimonio de sus amigos: Leigh Hunt, Haydon, Reynolds, Brown— sumido en lecturas sistemáticas como las que Mary Wollstonecraft nos informa de Shelley (en quien había ido desarrollándose un «scholar» hondo y afinado). Pero desde un comienzo se advierte en Keats que su temperamento lo aleja de una posible influencia poética griega y lo entrega en cambio rendidamente a la admiración por la plástica. Entre la palabra y la forma griegas, va Keats hacia la forma que se le ofrece sin la mediatización degradante de las traducciones. Puede comunicar directamente, y es lo que busca hasta cuando lee a los poetas. Parece ver en ellos pintores y escultores mentales, pues no otra cosa es la mitología en sus obras… Hasta su verso describirá (y es otra penetrante analogía que indagaremos más adelante) obras plásticas al modo de Homero y Hesíodo, que hallan en la descripción de escudos un incesante deleite poético. Cuando, en la Urna Griega, alcance él su cercanía más admirable con el genio helénico, el verso estará allí para celebrar figuras marmóreas, la imaginaria obra maestra de un anónimo cincelador inspirado.
Tal cosa explica al mismo tiempo la complacencia de Keats por las figuras mitológicas, ya como temas, ya como valores poéticos en órdenes no mitológicos. La esencial plasticidad del panteón griego, la fuerte línea sensual que tan jubilosamente celebrará la pintura italiana del Renacimiento, el rápido desalojo de deidades abstractas o amorfas (Caos, Gea, Erebo, Nix, Urano) por aquellas que la alabanza poética acerca a los hombres mediante una estilización antropomórfica, debían provocar en Keats el sentimiento de todo poeta ante lo mitológico —inagotable catálogo de elementos aptos para el vuelo lírico—; sentimiento acentuado en su caso por una más honda captación de valencias vitales, de la carne y la sangre de los dioses que el clasicismo dieciochesco redujera a secas y sentenciosas alegorías de Virtudes, Fuerzas y Castigos. Para Shelley —como para nuestro llorado Valéry— la mitología era ese cómodo sistema de referencias mentales al que puede acudirse con la ventaja de prescindir de explicación al lector medianamente cultivado, cuyas personificaciones se despojan de contingencia temporal para conservar sólo sus motivaciones primarias a modo de transparente símbolo[17]. Narciso, Prometeo… El psicoanálisis emprende hoy tarea análoga en la estructuración de su particular sistema de referencias, y las entidades mitológicas terminan despojadas de todo helenismo para adquirir un sentido simbólico más científico y ecuménico. ¿No ocurre igual cosa con los episodios capitales de los ciclos bíblicos, la galería de «tipos» romanos, la hagiografía cristiana? Toda reducción a sistema inteligible e intercambiable, toda conceptuación de lo individual con vistas a su proyección universal, es tarea grata a la inteligencia del hombre según harto bellamente lo ha mostrado Bergson, y la mitología griega, occidental, mediterránea, y por añadidura altamente bella, no podía escapar a ese proceso de esquematización pragmática del que sólo ciertos poetas más desinteresados podían eximirla.
Keats era uno de esos poetas. La raíz de su desapego por la obra shelleyana está en que le resulta intolerable la sumisión de elementos estéticos a una poesía cuyo fin ulterior resulta ser de orden sociológico o político. Carecemos de constancia expresa pero es de imaginar por analogía que el empleo de los mitos en Shelley (Prometheus Unbound) debía parecerle desnaturalizante e injusto, al margen de la admiración que el tratamiento lírico de esos temas provocaron en su fina valoración de la poesía contemporánea[18].
Él asume esa mitología —maravillosamente aprehendida en la inopia de diccionarios y epítomes— sin otro fin que el de celebrarla líricamente, como por derecho propio. La asume desde dentro, entera y viviente, a veces como tema, a veces como concitación de poesía en torno a un tema. Endymion e Hyperion son los grandes ejemplos de ese subordinarse total a un ambiente mitológico[19], y Sleep and Poetry («Sueño y Poesía») con la Ode to a Nightingale («Oda a un Ruiseñor») pueden ilustrar la segunda actitud. A la noción de mitología como adorno retórico (piénsese en la poesía española de los siglos XVII y XVIII) opone Keats una visión del mundo mítico en la que empeña la actitud total de su ser, sin apropiación literaria sino como recobrando un bien propio y natural[20]. Asombra la soltura con que recrea, desde sus más tempranos versos, las criaturas mitológicas. El hombre que confunde imperturbablemente a Hernán Cotrés con Vasco Núñez de Balboa[21], reconoce desde un principio los más escondidos atributos de dioses y semidioses griegos, los envuelve en una adjetivación que tiene la fuerza de la pindárica y la gracia exactísima del epíteto homérico:
Las musgosas Dríadas…[22]
Todo el admirable himno a Pan, en Endymion, donde Pan es llamado «símbolo de inmensidad, firmamento reflejado en el mar», la notación de «dedos fríos» atribuida a la Náyade (Hyperion, verso 14), su
Llameante Hiperión en su redondo fuego (Id., v. 166).
así como el tratamiento general de las figuras en Endymion e Hyperion prueban la inmediata y total presencia de esos valores en la sensibilidad de Keats[23].
Lo helénico se le presentó, pues, en dos manifestaciones absorbentes: la mitología (desde y fuera de los textos poéticos: Homero, Hesíodo) y el arte plástico. Ya se ha dicho que para Keats no parece existir diferencia entre ambos, pues urnas y frisos son mitología y los dioses constituyen en su imaginación algo como una escultórica espiritual. Las formas de lo griego lo atraen con aparente exclusión de valores ideales[24]; la plasticidad de los dioses, su belleza —humana pero inalcanzable—, su reflejo en los mármoles y los bronces. El tema griego es visto románticamente por Keats; de ahí que sus valores mejor aprehendidos sean los sensuales y sentimentales, precisamente aquellos incomprendidos por el clasicismo racionalista; de ese modo y mediante su particular visión romántica restituye el poeta a la mitología y el arte griego esa vida de las formas que la legislación dieciochesca había cambiado a veces deliberadamente por formas de la vida.
Tal acercamiento —el primero en la poesía inglesa que alcanza semejante intensidad— pudo darse sólo por la adhesión vital que permite a Keats retomar los temas griegos como si lo circundaran históricamente, como si los conviviera en el tiempo. Sidney Colvin ha establecido que «la enseñanza clásica de la escuela de Enfield no había ido más allá del latín; ni en la infancia ni después aprendió Keats nada de griego; pero las creaciones de la mitología griega lo atrajeron por la avasalladora delicia que le causaba su belleza, y una simpatía natural con el orden de que las engendrara»[25]. Esa «natural sympathy» a que alude Colvin será para Keats la condición misma del poeta; la que le permite concitar con precisión de testigo el ambiente medieval de La Belle Dame sans Merci e Isabella, acercarse a lo helénico o a lo isabelino y sorprender, al margen de la circunstancia histórica, las fuerzas espirituales que la determinan. El mismo Colvin, empeñado en negar a la poesía de Keats todo «helenismo» fundamental[26], concluye admitiendo: «Pero aunque Keats ve desde lejos el mundo griego, lo ve en su verdad. El rasgo griego no es el suyo, pero en su estilo inglés, rico y decorado, él escribe con una segura visión interna del significado vital de las ideas griegas…»[27].
¿Ideas? Formas, mejor. No era Keats poeta metafísico, y sus anhelos de llegar a serlo asoman sólo fragmentariamente en poemas y cartas. La muerte lo alcanzó antes de haber cumplido la primer etapa, esa «obra de la visión»[28] a la que se dio con una entrega sensual incomparable. Su poesía es la exploración del mundo a través de sus formas, la complacencia en el espectáculo. Que tal actitud se fundara en razones metafísicas, que de tal contemplación surgieran luego los valores en sí —como al final de la Urna Griega—, tales abstracciones ocupan siempre un sitio algo marginal en la breve producción poética de Keats; allí la evidente, deliberada primacía de las formas sostiene el poema y en nada empaña su alta calidad lírica. Poesía de lo sensual… Sí, mas el hecho de traducir poéticamente esa sensualidad, ¿no supone ya reducción a valores espirituales? Preferir la imagen de un poema al objeto que la suscita —pero conservando en aquélla vital identificación con su sustentáculo sensible— constituye la clave de la poesía de Keats. Otros poetas practican el tránsito como una vía catártica, y sus poemas aspiran a Ideas de las que el tema en sí es ya olvidado y lejano evocador; así la alondra en Shelley y el tema de Kubla Khan en Coleridge. Keats parece decirnos que todo logro poético es en sí una catarsis suficiente donde el lujo sensual y el hilozoísmo romántico pueden alcanzar la suma belleza sin despojarse de sus más acendrados atributos[29].
Esa analogía con la visión plástica de los griegos hará que Keats vea en su estatuaria y su mitología el envés de toda didáctica y toda simbología alegórica. A la tarea del filósofo, desentrañador de mitos, opondrá el goce del mito en sí —acción, drama—, y las formas del vaso griego no lo incitarán a desprender penosamente de su arcilla abstracciones siempre más condicionadas al particular encendimiento del espectador que el goce inocente y total del objeto bello.
Para esa proyección sentimental contaba Keats con la admirable —y angustiosa— característica de todo poeta: la de ser otro, estar siempre en y desde otra cosa. Su conciencia de esa ubicuidad disolvente —que abre al poeta los accesos del set y le permite retornar con el poema a modo de diario de viaje— se revela en los siguientes párrafos de una carta: «En cuanto al carácter poético en sí (aludo a ese carácter del cual, si algo significo, soy miembro; esa especie distinguible de la wordsworthiana o sublimidad egotista, que es algo per se, algo aparte), no es él mismo; no tiene ser; es todo y nada, carece de carácter, goza con la luz y la sombra, vive en el mero gusto, sea falso a recto, alto o bajo, rico o pobre, mezquino o elevado… y tiene tanta delicia en imaginar a un Yago como a una Imogena. Aquello que choca al filósofo virtuoso, deleita al poeta camaleónico. No causa daño por su complacencia en el lado sombrío de las cosas, ni por su gusto hacia el lado en luz, ya que ambos concluyen en especulación. Un poeta es lo menos poético de cuanto existe, porque carece de identidad; continuamente está yendo hacía —y llenando— algún otro cuerpo. El sol, la luna, el mar, así como hombres y mujeres, que son criaturas de impulso, son poéticos y tienen en torno suyo un atributo inmutable; el poeta no, carece de identidad. Ciertamente es la menos poética de las criaturas de Dios.
»… Parece mezquino confesarlo, pero es un hecho que ninguna palabra de las que pronuncio puede ser aceptada y creída como una opinión nacida de mi naturaleza propia. ¿Cómo podría ser así si no tengo naturaleza? Cuando me encuentro en un salón con otras gentes, y si no estoy meditando las creaciones de mi cerebro, ocurre que no soy yo mismo quien halla refugio en mi ser sino que la identidad de todos cuantos se encuentran en el salón empieza a presionar sobre mí, (de modo que) en poco tiempo quedo aniquilado; y no sólo entre hombres, lo mismo me ocurriría en un cuarto de niños…
»…Tal vez ni siquiera ahora estoy hablando por mí mismo, sino desde alguna individualidad en cuya alma vivo en este instante»[30].
(Carta a la que debe agregarse esta frase de otra escrita en 1817: «Apenas recuerdo haber contado nunca con la felicidad… No la busco, como no sea en el momento en que vivo; nada me inquieta fuera del Momento. El sol poniente me devuelve siempre el equilibrio; o si un gorrión viene a mi ventana, yo tomo parte en su existencia y picoteo en la arena»)[31].
Así logra Keats el ingreso a la naturaleza, y así la verá Shelley cuando en Adonais evoque la imagen del joven poeta inmerso en el ámbito circundante. Se ha dicho de los griegos que sólo les interesaba el tema del hombre y que la naturaleza era para ellos un simple decorado accesorio; bastaría tal cosa para establecer un nuevo alejamiento espiritual entre nuestro poeta y el mundo helénico. Advirtamos en primer término la exageración que supone creer a los griegos tan desentendidos de la naturaleza cuando lo cierto es que su mitología, sobre todo en los órdenes menores —Ninfas (Oceánidas, Nereidas, Dríadas, Hamadríadas, Náyades), Silenos, Ríos, Vientos— es jubilosa aunque vigilante exaltación de la Naturaleza, en la que la proyección antropomórfica no aniquila el deleite hilozoísta, antes bien lo concilia con el tema del hombre caro al cuidado griego. Y nos parece obvio insistir en la importancia que adquirirá el escenario natural en las etapas finales de la bucólica, cuando ese «retorno a la naturaleza» que forzosamente motiva la saturación cultural helenística bajo la cual crea un Teócrito su obra. En segundo término, Keats sacrifica el «tema del hombre» porque el abuso didáctico y satírico del siglo XVIII le quitaba todo interés frente al redescubrimiento de la naturaleza que balbucea el prerromanticismo de Thomson y Gray y que estallará en el gran acorde de la poesía de Burns y Wordsworth. ¿Cómo forzarse a imitar una preferencia —aunque fuese griega— cuando la única manera de convivir lo helénico era el darse tan sólo a aquellas formas simpáticamente adecuadas, a las suyas? Mitología que es naturaleza filtrada por una primera visión poética; estatuaria cuyas formas interesan infinitamente más que sus anónimos modelos. De ahí, por el mismo movimiento de sensibilidad, se lanzará Keats a la alabanza del árbol y la flor con una riqueza de matices insospechada por la poesía griega, siempre más retenida; en vez de esquematizar el narciso en su joven símbolo y desentenderse de aquél, su poesía celebrará el mito pero conservando imágenes y sentires para el narciso despojado de toda adherencia culta, simple flor sostenida en su belleza.
La Oda a una Urna Griega fue escrita en 1819, el gran año de la poesía de Keats, y en el mismo mes de abril que vio nacer La Belle Dame sans Merci y la Oda a Psiquis; Keats había vivido veinticuatro años y sólo dos lo separaban de la muerte.
ON A GRECIAN URN
Thou still unravish’d bride of quietness!
Thou foster-child of Silence and slow Time,
Sylvan historian, who canst thus express
A flowery tale more sweetly than our rhyme:
What leaf-fringed legend haunts about thy shape
Of deities or mortals, or of both,
In Tempe or the dales of Arcady?
What men or gods are these? What maidens loath?
What mad pursuit? What struggle to escape?
What pipes and timbrels? What wild ecstasy?
Heard melodies are sweet, but those unheard
Are sweeter; therefore, ye soft pipes, play on;
Not to the sensual ear, but, more endear’d,
Pipe to the spirit ditties of no tone:
Fair youth, beneath the trees, thou canst not leave
Thy song, nor ever can those trees be bare;
Bold lover, never, never canst thou kiss,
Though winning near the goal-yet, do not grieve;
She cannot fade, though thou hast not thy bliss,
For ever wilt thou love, and she be fair!
Ah, happy, happy boughs! that cannot shed
Your leaves, nor ever bid the Spring adieu;
And, happy melodist, unwearied,
For ever piping songs for ever new;
More happy love! more happy, happy love!
For ever warm and still to be enjoy’d,
For ever panting and for ever young;
All breathing human passion far above,
That leaves a heart high sorrowful and cloy’d,
A burning forehead, and a parching tongue.
Who are these coming to the sacrifice?
To what green altar, O mysterious priest,
Lead’st thou that heifer lowing at the skies,
And all her silken flanks with garlands drest?
What little town by river or sea-shore,
Or mountain built with peaceful citadel,
Is emptied of its folk; this pious morn?
And, little town, thy streets for evermore
Will silent be; and not a soul to tell
Why thou are desolate, can e’er return.
O Atric shape! Fair attitude! With brede
Of marble men and maidens overwrought,
With forest branches and the trodden weed;
Thou, silent form! dost tease us out of thought
As doth eternity: Cold Pastoral!
When old age shall this generation waste,
Thou shalt remain, in midst of other woe
Than ours, o friend to man, to whom thou say’st,
«Beauty is truth, truth beauty», —that is all
Ye know on earth, and all ye need to know.
A UNA URNA GRIEGA
¡Tú, todavía virgen novia de la quietud!
Criatura de adopción del Silencio y el Tiempo,
silvestre narradora que nos relatas tu
florida historia con más gracia que estos versos.
Entre el foliado friso, ¿qué leyenda, te ronda
de dioses o mortales, o de ambos, que en el Tempe
se ven por los valles de Arcadia? ¿Qué deidades
son ésas, o qué hombres? ¿Qué doncellas rebeldes?
¿Qué rapto delirante? ¿Qué ardida escapatoria,
flautas y tamboriles? ¿Qué éxtasis salvaje?
Si oídas melodías son dulces, las no oídas
son más; tocad por eso, recatadas zamponas,
no para los sentidos, sino más exquisitas
tocad para el espíritu músicas silenciosas.
Bello bajo los árboles, tu canto ya no puedes
cesar, como no pueden ellos perder sus hojas.
Osado amante, nunca, nunca podrás besarla,
bien que casi lo alcanzas —Mas no te desesperes:
no puede ella alejarse aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre hermosa!
Dichosas, ¡ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!
Y tú, dichoso músico, de tristezas indemne,
por siempre modulando tu canción siempre nueva.
¡Dichoso amor! ¡Dichoso amor, aún más dichoso!
Por siempre vivo al borde del goce demorado,
por siempre estremecido y para siempre joven;
cuán superior a humanos alientos amorosos
que envuelto en pena dejan el corazón hastiado,
la garganta y la frente abrasadas de ardores.
Estos, ¿quiénes serán que al sacrificio acuden?
¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante,
llevas esa ternera que hacia los cielos muge,
los suaves flancos plenos de guirnaldas colgantes?
¿Qué diminuto pueblo junto al río o la costa
o alzada en la montaña su calma ciudadela
vacía está de gentes esta mañana augusta?
Oh, diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado volver podrá ya nunca.
¡Ática imagen! ¡Bella actitud, con estirpe
marmórea y cincelada de hombres y de doncellas,
con ramas de floresta y pisoteadas raíces!
¡Tú, silenciosa forma, del pensar nos alejas
como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral!
Cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
a las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:
«Lo bello es cierto y cierto lo bello» —Nada más
se sabe en este mundo, y no más se precisa.[32]
El tema del vaso o de la urna ronda la imaginación del poeta en aquellos meses; muestra primero un deseo de emplearlo alegóricamente, sustentáculo plástico de un desfile de imágenes concebidas en estado de semisueño: es la Oda a la Indolencia (Ode on Indolence)[33]. Pero la urna, el prestigio de su franja con escenas eglógicas y panoramas de la edad de oro griega, concluye por imponerse como razón de un poema, obliga a Keats a enfrentarlo con el monólogo meditativo de la gran Oda.
¿Existe la urna cuyo friso nos es así descrito? Si las escenas de Hyperion impresionan como figuras de una gigantesca urna cósmica donde resuenan los truenos de la titanomaquia, la Oda por el contrario nos conduce a las imágenes reducidas que rondan con su leyenda la forma de un simple recipiente de mármol. Vanamente se la ha buscado y no cabe ya duda de que su realidad es sólo la imaginada por el poeta. Urna ideal, constituida por la unión de escenas y situaciones contempladas acaso en grabados de vasos o comentarios poéticos; fruto de esos vagabundeos por las galerías del British Museum de donde Keats emergía deslumbrado y ansioso. Recuerdo de la contemplación de los frisos áticos, lecturas de Homero, descripciones helénicas de escudos y vasos. Elementos hasta entonces dispersos —asomando en germen desde poemas anteriores— se acendran y concretan finalmente en aquella urna ideal, cuya descripción había de tornarla tan plásticamente cierta como las que rescatara del suelo griego el empeño arqueológico[34].
Sorprende al lector conformado en la creencia de la «serenidad» helénica el tono de violencia con que, luego de la invocación y alabanza iniciales, avanza Keats por una teoría de preguntas cuya agitación formal coincide con las escenas que su imaginación ve en una parte de la franja:
… ¿Qué deidades
son ésas, o qué hombres? ¿Qué doncellas rebeldes?
¿Qué rapto delirante? ¿Qué ardida escapatoria,
flautas y tamboriles? ¿Qué éxtasis salvaje?
Sorpresa no injustificada si se advierte cómo al abrirse la segunda estrofa el verso se torna repentinamente grave —hasta sentencioso en la afirmación acerca de la música— y parece querer adecuarse a la fría serenidad del mármol que describe. Mas la agitación subsiste, ceñida verbalmente por el análogo mármol de un lenguaje purísimo, y la visión de los amantes —que se prosigue en la tercera estrofa— así como el magnífico desarrollo de la cuarta estrofa, no son sino fijación estética de tanta exaltación en una eternidad que el poema pretende, comenta y alaba. Detener el instante —movimiento, acción, deseo, drama— sin petrificarlo poéticamente, preservando su gracia fugitiva —que por fugitiva es allí gracia—, lograr el milagro poético de un «instante eterno», tal es el propósito en torno al cual concita Keats el tema plástico, las resonancias espirituales que de él nacen y el verso mismo que ciñe a ambos.
Por eso la violencia no es desorden ni la fijación rigidez. Sin caer en los extremos de un arcaico corso apolíneo o de un mármol helenístico, Keats imagina su urna como hija del momento en que la estatuaria griega había alcanzado —entre el hieratismo y el desenfreno— su ápice de equilibrio interno[35].
Acerca así Keats —mediante un itinerario estético semejante al del siglo V ático— el sentido dinámico, temporal del romanticismo, al anhelo clásico de intemporalidad, conciliando en el poema (tierra de nadie donde las categorías ceden y son reemplazadas por otras dimensiones) una fijación que no es detención, forma mágica en que la vida y el movimiento, concebidos en su instante más hermoso, se reiteran eternamente sin decadencia ni hartura.
Dichosas, ¡ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!
Anhelo de eternidad habita en todo artista y vale como su signo identificante; porque si en verdad es el hombre ese animal que quiere durar, el artista intenta duración transfiriéndose a su obra, haciéndose su propia obra, y la logra en la medida en que deviene obra. Lo que cabría llamar la esperanza estética del hombre —perpetuación de un gesto bello, un paso, un ritmo— es siempre simbólicamente esperanza de ser, evasión catártica y eternizante. A posibles fórmulas de permanencia —¿cómo no pensar aquí en Miguel de Unamuno?— el artista incorpora la suya: por la Belleza se va a lo eterno. Esa belleza que será depositaría de su esperanza de creador, lo resume y sostiene y preserva. Por eso el tema del hombre es tema inagotable del artista griego sediento de duración humana, de permanencia en la Tierra.
Así encarada su motivación, la Oda se ilumina con un casi inefable esplendor porque no solamente es tentativa poética de eternidad —que eso lo son todos los poemas— sino que se enfrenta a sí misma, se considera y se medita buscándose eterna. Tal angustia de duración halla aquí su más pura voz desde el «¡Detente… eras tan bello!» faústico[36]; mientras poetas y artistas románticos confían su esperanza a la sola belleza de sus obras, Keats trasciende esa esperanza y sobre un tema que ya es eterno en sí, sobre la base intemporal de la urna, alza el verso que en su torno danza y reafirma en intemporalidad verbal esas imperecederas imágenes esculpidas.
Bello bajo los árboles, tu canto ya no puedes
cesar, como no pueden ellos perder sus hojas…
A tal identificación de un orden intemporal con un verbo que lo enuncia y lo interroga ciñéndolo amorosamente, no llegó Keats sin etapas de acercamiento de las que Endymion e Hyperion son significativo testimonio. Endymion se abre con un verso famoso:
A thing of beauty is a joy for ever[37].
«For ever» preludia el tema de la eternidad estética, pero aún en función del hombre y no por sí misma. Ese júbilo —«joy»— lo pone aquel que, perecedero, se inclina sobre el objeto bello para alejarse luego y ceder su sitio a otra generación contemplativa. En cuanto a la cosa bella,
Its loveliness increases: it will never
Pass into nothingness…[38]
¿Cómo debe encenderse ese «increases»? ¿La pátina del tiempo, la afinación axiológica del hombre?[39]. Esa «cosa bella» de Keats está aún inmersa en temporalidad, deviene, sigue siendo obra del hombre hasta por sus caracteres mudables. La urna griega, rotos todos los lazos, es bella por sí, trasciende todo acaecer y se repite a sí misma infinitamente —como un gorgoteo de fuente— la franja donde ya nada puede ocurrir y donde todo está ocurriendo.
(Lo que torna en cambio más dolorosa la Oda a la Melancolía son los versos de la última estrofa donde se constata que la melancolía
Con la Belleza mora —la Belleza que muere
y la Alegría que alza la mano basta sus labios
diciendo adiós…[40].
Belleza frágil y efímera, a salvarse sólo alguna vez en las doloridas manos del poeta).
Hyperion, del que hemos dicho que parece un friso ciclópeo, es sin embargo acción en el tiempo. ¿No intentó mostrar Keats el drama de la sustitución, no cae un orden divino avasallado por la juventud y la gracia de la generación olímpica? La franja de la urna universal se altera y se renueva… Sólo en la Oda proclamará Keats la abolición de lo temporal desde lo temporal mismo, por el milagro estético. Pues importa advertir que las escenas que describe la franja (persecuciones, fugas, músicas, amor, el follaje, el sacrificio, la procesión) estaban aconteciendo, tenían lugar en el tiempo hasta un determinado instante en que el grito de Fausto (la más absoluta «Ars poética» jamás formulada) las detuvo sin detenerlas, las fijó en su ápice de hermosura sin petrificarlas, realizó al fin ese ideal que horrorosamente balbuceaba Gorgona desde el mito antiguo.
No podía escapar a la sensibilidad de Keats que lo eterno, por opuesto al orden humano, no se muestra poéticamente sin una obligada pérdida de valores estéticos próximos y caros a la sensibilidad del hombre. Las figuras de la urna no alcanzarían eternidad sin ser inhumanas, no podrían mostrar perfección sin acusar a la vez su absoluto aislamiento intemporal. Infundirles belleza sin alzarlas demasiado de nuestras dimensiones, sólo podía obtenerse por interfusión de planos, por un acercamiento que permitiera distinguir mejor la lejanía. Keats inicia el poema con un deliberado fluir de preguntas, como cediendo —y haciéndonos ceder— al río temporal. Todo allí acaece, y el poeta se asombra de ese vértigo sucesivo que su mirada presencia al recorrer la banda. Dioses, hombres, instrumentos de bacanal, ráfaga pánica en la que nada alude al mármol… Y entonces, como operando por sí mismo el milagro de detener ese devenir, los dos versos centrales de la segunda estrofa:
Bello bajo los árboles, tu canto ya no puedes
cesar, como no pueden ellos perder sus hojas…
El canto —ahora ideal y por eso más bello— queda a salvo del silencio, devorador de toda música sensible. Las hojas no caerán y en ellas se sustentará livianamente una primavera sin despedidas.
Del tiempo a lo intemporal, de lo humano a lo divino. Pero no a lo divino inhumano, sino al valor divinidad entendido por una imaginación griega. Estos pastores y estos oficiantes están harto más próximos a nosotros de lo que su marmórea eternidad parecería sugerir. No es sólo en la proyección sentimental del contemplador de la urna que ese amante persiste en su ímpetu apasionado, ni que un solitario pueblecito aguarda en amarga soledad la imposible vuelta de sus moradores. Aquí es donde el genio de Keats logra su más alta poesía: al desprender de las imágenes de la urna una fina, dulce, casi deseable melancolía —suya, no puesta por nosotros— que matiza con un valor más sutil su goce, que de lo contrario acaso fuera monótono. Las penas de los dioses son intervalo incitante entre dos placeres, el preludio a un nuevo júbilo. El genio griego no hubiese concebido una dicha monótona; Keats sabe que ese amor
por siempre vivo al borde del goce demorado
nos hará ingresar en las dimensiones de la urna por un camino de sentimiento, de participación, a cuyo término espera la pura y desasida perpetuidad de la Belleza.
Esa participación alcanza su mayor hondura —producto del deliberado «pathos» infundido por Keats al pasaje— en el panorama que ofrece el pueblo abandonado. Importa advertir que uno de los buenos exégetas de Keats —Sidney Colvin— cree ver en esa trágica desolación un error del poeta que destruye la impresión estética de eternidad. A su juicio, esa «detención de vida» por la cual el pueblecito y sus moradores quedarán separados para siempre, es como un castigo infligido a una esfera de realidad, de vida, y no condición necesaria en las dimensiones del arte.
Muy por el contrario, la cuarta estrofa constituye el momento más alto de esa atribución vital a las figuras de la urna que preludian las palabras al amante (versos 17-20), y la penetrante melancolía de la referencia al pueblo desolado es la más honda vía de acceso, para quienes alcancen su «pathos», a los órdenes eternos y sin embargo aún nuestros del friso. La voz casi confidencial y cariñosa del poeta, su invocación en modo menor al «little town» (pueblecito), prueban cómo quiso hacer de este pasaje el puente accesible a la sensibilidad capaz de compartir y convivir:
Oh diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado volver podrá ya nunca.
La belleza de la imagen como visión poética surge de esa petrificada duración en la que la capacidad de sentir no ha sido abolida, en donde el pueblecito padece su eternidad; sólo por esa palpitación melancólica alcanzamos a medir, desde nuestra condición efímera, la latitud de la dicha que envuelve a los amantes y a los árboles del friso:
Dichosas, ¡ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!
Versos como éstos señalan uno de los sentires de Keats y son resumen de la nostalgia griega —que comparte rodo artista— de la juventud que pasa. Como impulso sentimental —acaso la auténtica puesta en marcha del poema— esa nostalgia subyace en la serenidad de la Oda y la riñe con un matiz típicamente romántico. Contra el decaer, contra el pasar, instaura Keats no sin escondida melancolía las figuras imperecederas de la urna. La urna misma es «still unravish’d» —todavía virgen—, preserva su doncellez y la infunde a la leyenda que ronda el foliado friso. El consuelo que el poeta da al amante está teñido de la tristeza de quien no puede seguirlo por sí mismo (como lo constatan los versos 28-30). Y esa misma reflexión, dulcemente dolorosa por contraste con nuestra efemeridad, la repetirá Keats en un verso de la Oda a Psiquis:
Sus labios no se tocaban, mas no se despedían…[41]
Es la misma sensibilidad crecida en angustia, el obstinado adherir al presente para resistir la declinación, que torna casi terribles por contraste las odas anacreónticas[42]. Allí está la raíz misma de donde brotarán como una alegre, jubilosa defensa, las livianas flores de la poesía del «carpe diem», cara a Keats por su doble cariño a lo clásico y a lo isabelino. Las figuras de la urna están a salvo de esa angustia y su goce es de eternidad e infinitud. ¿Pero esos ojos que la miran, esas manos que la hacen girar pausadamente? Aquiles diciendo amargamente a Odiseo que hubiera preferido ser esclavo de un pastor en la Tierra a rey en el Hades, es póstumo portavoz de esa sed vital que en último término mueve el nacimiento de las artes y que el sensualismo panteísta de Keats mantiene incluso en su tentativa poética más desasida, más próxima al dominio de las esencias. Allí donde no se espera Cielo alguno, la tierra y el paraíso se confunden edénicamente y el hombre siente vibrar en él y su ámbito una única, presente, irreiterable realidad.
En la preservada gracia de la urna, todo resto sensible queda reducido al matiz de melancolía a que ya aludimos; un tránsito de tema a obra desplaza la vida a una condición ideal. Es lo que resumen —acaso con la imagen más pura y hermosa de la poesía inglesa— los versos iniciales de la segunda estrofa:
Si oídas melodías son dulces, las no oídas
son más…
Nunca alcanzó la poesía griega a expresar de este modo casi inefable la catarsis artística; los órdenes poéticos logrados por negación, abstractivamente, son conquista contemporánea y producto del enrarecimiento en la temática y la actitud del poeta[43]. Con todo —y esto nos acerca a la analogía más extraordinaria entre la Oda y el espíritu griego que la informa— ¿no es atinado sospechar que la frecuente complacencia de los poetas helénicos en la descripción de escudos y de vasos nace de una oscura intuición de dicho tránsito catártico? El tema principia con Homero en su plástico relato del escudo del Pélida; descripción que debió parecerle capital pues la interpola quebrando la acción en su momento más dramático y no vacila en aislarse del escenario épico para demorar en las escenas que Hefesto martilla sobre el caliente bronce. ¿Y es sólo por influencia que Hesíodo, obrando del mismo modo, suspende la inminencia del encuentro entre Heracles y Cicno y nos conduce sinuosamente por los panoramas abigarrados que pueblan el escudo del héroe? ¿Y hay sólo reflejo lejano en el cariñoso pormenor con que Teócrito describe el vaso que ha de premiar al bucoliasta de su primer idilio?
Convendría más bien preguntarse: ¿qué especial prestigio tiene el describir algo queja es una descripción? Las razones que mueven a Keats a concebir una urna y asomar líricamente a su friso, ¿no coincidirán estéticamente con las razones homéricas y hesiódicas? ¿No hallarán los poetas una especial delicia en esas razones, no atisbarán acaso una más pura posibilidad estética?
Ante todo, la descripción de escudos y vasos (reales o imaginados) implica posibilidad de ser poéticamente fiel sin incurrir en eliminaciones simplificantes; trasladar al verbo un elemento visual, plástico, sin aditamentos extrapoéticos y adventicios; porque el forjador del escudo y el ceramista del vaso han practicado ya una primera eliminación y transferido sólo valores dominantes de paisaje y acción a sus puros esquemas. Se está ante una obra de arte con todo lo que ello supone de parcelación, síntesis, elección y ajuste[44]. Si el escudo de Aquiles abunda en agitación y vida cotidiana; y el de Heracles es como la petrificación todavía palpitante de un grito de guerra, el vaso de Teócrito muestra ya claramente ese simplificar en vista a la armonía serena, reducción de una escena a las solas líneas que le confieren hermosura. La urna de Keats se va despojando de movimiento desde la notación inicial hasta la soledad vacía del pueblo abandonado. Una línea de purificación temática opera a partir del escudo hasta su moderna, casi inesperada resonancia en la Oda. Más y más acrece la delicia del poeta frente a un tema que ya es ideal, y por eso la común actitud de admiración que viene desde Homero a Keats, el asomar casi temeroso al escudo o la franja intentando cantar esas presencias inteligibles y eternas en un mundo sensible y fluyente.
Pero además hay otra complacencia, y ésta del más puro «more poético»: la que emana siempre de la transposición estética, de la correspondencia analógica entre artes disímiles en su forma expresiva. El paso de lo pictórico a lo verbal, la inserción de valores musicales y plásticos en el poema, la sorda y mantenida sospecha de que sólo exteriormente se aíslan y categorizan las artes del hombre, halla en estas descripciones de arcaica génesis su más punzante testimonio. ¿Cómo podían Homero, Hesíodo y Teócrito —poetas de un pueblo donde la diferencia entre fondo y forma es menos sensible en las artes porque en conjunto existe una mayor unidad espiritual— rehusar admiración a temas donde la síntesis misma de las artes parecía estar morando? Si el poeta es siempre «algún otro», su poesía tiende a ser igualmente «desde otra cosa», a encerrar multiformes visiones de realidad en la recreación especialísima del verbo. Pues la poesía —Keats lo supo harto bien— está más capacitada que las artes plásticas para tomar en préstamo elementos estéticos esencialmente ajenos, ya que en última instancia el valor final de concreción será el poético y sólo él. Mientras vemos a la pintura degenerar rápidamente cuando se tiñe de compromisos poéticos (cf. el prerrafaelismo) y la música tornarse «de programa» apenas rehúye su propia esfera sonora, el valor poesía opera siempre como reductor a sus propias valencias[45] y es en definitiva quien desorganiza un cierto orden al sólo fin de recrearlo poéticamente. (Notamos al pasar que tal es la diferencia esencial entre «poesía de imitación» y «poesía de correspondencia»). Si «les parfums, les couleurs et les sons se répondent», ¿cómo rehusarse a hallar en otras obras de arte —línea, color, sonido alzados ya a Belleza— una fuente de deleite poético?[46]
Y finalmente, el cantor de escudos y urnas va hacia ellos con la confianza que le da saberlos en un orden ideal, ucrónico, de inmutabilidad estética. Es lo que tan jubilosamente celebra Keats en el final de la Oda, ese
Thou shalt remain —tú permanecerás—
un poco como sí la perpetuidad del tema se agregara a la del poema en sí para aumentar su garantía contra todo devenir. La poesía es fecunda en esa afirmación de la sobrevivencia del arte. Desde los justamente orgullosos «Non omnis moriar» clásicos hasta la fina seguridad de un Gautier:
Y también —citémoslo como un último eco griego en la línea que continúa desde Keats— la admirable Ilíada de Humbert Wolfe, donde está dicho:
Not Helen’s wonder
not Paris stirs,
but the bright, untender
hexameters.
And thus, all passion
is nothing made
but a star to flash in
an Iliad.
Mad heart, you were wrong!
No love of yours,
but only what’s sung
when love’s over, endures.[48]
Por estas razones —sospechadas poéticamente más que preceptizadas como aquí se las muestra— los escudos griegos, el vaso alejandrino y la urna inglesa son celebrados como tema poético y entendidos de un modo cada vez más ideal. Será Keats quien cierre esta línea de idealización con la imagen de las «no escuchadas melodías» que oponiéndose al realismo de los cantos de himeneo, cítaras, clamores y voces de Homero y Hesíodo, muestra el enrarecimiento metafórico a que había de llegar esta recreación de un tema plástico. Tal vez no se haya señalado suficientemente el progresivo ingreso en la poesía moderna de los «órdenes negativos» que alcanzarán su más alto sentido en la poesía de Stéphane Mallarmé. Por medio siglo precede la imagen de Keats a la del poeta de Sainte:
… Du doigt que, sans le vieux santal,
Ni le vieux livre, elle balance
Sur le plumage instrumental,
Musicienne du silence.
Ambas, al rescatar a la música del sonido —su adherencia sensible—, enuncian como jamás podría hacerse desde otro lenguaje la ambición final del Arte, última Thule donde las categorías del hombre caen frente a lo absoluto. Allí la música no precisa del sonido para ser, como el poema está libre de palabras. Mas aún entonces rechazará Keats una eternidad y una pureza que tornen el Arte ajeno a los órdenes humanos, y aunque los tañedores de la urna no alcanzan su oído él señala el camino —incesante puente del hombre al friso y del friso al hombre, que los reúne y los reconcilia— por donde los caramillos le cederán su melodía:
… Tocad por eso, recatadas zampoñas,
no para los sentidos, sino más exquisitas,
tocad para el espíritu músicas silenciosas.
«Desde la soñolienta embriaguez de los sentidos —dirá Herford—, Keats se alza en una gloriosa, lúcida aprehensión de la eternidad espiritual que el arte, con sus no escuchadas melodías, permite»[49].
Frente a las imágenes de la franja, el poeta no ha querido contentarse con la mera descripción poética de los valores plásticos allí concertados. La Oda íntegra es una tentativa de trascenderlos, de conocer líricamente los valores esenciales subyacentes. De ese descenso al mundo ajeno y recogido del friso retorna Keats con el resumen que dirán los dos últimos versos del poema:
«Lo bello es cierto y cierto lo bello» —Nada más
se sabe en este mundo, y no más se precisa.
Todo lector de la obra completa de Keats —y sus admirables cartas— advertirá que el periplo del poeta no lo ha llevado más allá de sí mismo, de sus propias creencias reiteradamente sostenidas antes y después de escribir la Oda. En el friso de mármol, él se ha reconocido entre alguno de los flautistas, amantes o sacerdotes. El mensaje que la urna —amiga de los hombres— enunciará en su verso, es el credo estético al que Keats se adhirió y cuya verdad le fue siempre evidente e inconfundible. Una carta temprana, escrita a Bayley en 1817, anuncia en un pasaje famoso esta concepción de la belleza como indicio inequívoco de verdad: «No estoy seguro más que de lo sagrado de los afectos del corazón y la verdad de la Imaginación. Lo que la Imaginación aprehende como Bello tiene que ser Verdad, existiera antes o no… La Imaginación puede ser comparada al sueño de Adán: se despertó y halló que era verdad». Y de allí, en una inferencia obligada, el enunciado de su sensualismo: «… Jamás he podido entender cómo es posible conocer alguna cosa por razonamiento consecutivo… Sea como sea, ¡oh, cuánto mejor una vida de sensaciones que una de pensamientos!»[50].
Importa, sin embargo, volver al «sensualismo» de Keats para desprender del término toda adherencia grosera que cierto uso agresivo de raíz religiosa y filosófica suele darle. Entendemos que ha sido Bradley el mejor intérprete del verdadero sensualismo de Keats, cuando afirma: «La palabra sensación —como un cotejo de pasajes lo mostraría inmediatamente— no tiene en sus cartas el significado usual, Keats la entiende como sensación poética y aún mucho más que eso. En términos generales, es un nombre para toda la experiencia poética o imaginativa…»[51]. Tras un comienzo adolescente de excesiva adherencia a lo sensible, Keats reconoció en el fragmento ya citado de Sueño y Poesía (Sleep and Poetry) la necesidad de elevarse a un orden más puro de contemplación y acción. Sin renunciar a su delicia por los objetos que la realidad le ofrecía tangiblemente, su don poético operó en ellos la abstracción de lo que Shelley llamará metafísicamente «the principie of Beauty», la Belleza como fusión espiritual en la materia. Pero por ser Keats un poeta esencialmente artista, en quien los valores estéticos son la puesta en marcha y el impulso capital de su poesía, no le era dado renunciar al espectáculo de la naturaleza, a esa interpenetración de su ser y la realidad sensible donde inagotablemente encontró las fuentes de su lírica. Rehúye toda metafísica nacida de una física y luego desdeñosa y deliberadamente aislada; entiende que el mundo ideal está en todo cuanto aparezca marcado por la señal de la Belleza, y el viaje de Endimión por la Tierra y sus elementos es alegoría suficiente de este adherir a lo sensible no por sí mismo sino por la presencia panteísta, en su seno, de valores eternos. ¿Y no revela tal cosa la impronta misma de la mitología según los poetas y artistas de Grecia? ¿Y no acuerda en un todo con el sensualismo trascendente de Keats?
Un párrafo de otras cartas dice sin titubeo: «En un gran poeta, el sentido de la belleza sobrepuja toda otra consideración, o más bien anula toda consideración»[52]. Ése es el sustentáculo especulativo del consejo que Keats se atrevió a dar a un Shelley subordinante de belleza a razones éticas, y el exacto matiz que en su obra tiene el criterio sensualista y del «arte por el arte».
La urna cede, pues, su mensaje que es resumen de una experiencia apasionada en la que Keats, contrariamente a otros poetas románticos, asume un orden ideal por vía estética y defiende esta vía como único criterio invariable de certidumbre. Pues también «lo cierto es bello» ya que la señal de lo inteligible en el orden sensible se revela a través de la belleza, siendo belleza. La eliminación del último peldaño platónico en la progresión Bello-Verdadero-Bueno obedece a que Keats, como bien lo ha visto Bradley, era «un poeta puro y simple»[53], más que Wordsworth, Coleridge y Shelley, sus compañeros románticos absorbidos por el problema moral y dispuestos no pocas veces a subsumir el orden poético a participaciones que asaz mejor podían manifestarse en su particular esfera axiológica. Poeta puto y simple, y obstinado por eso en defender su bien que no es el de la moral sino el de la Belleza. ¿Negativa altanera a compartir valores tan específicamente humanos? No, conciencia clarísima de que aun en el orden espiritual puede establecerse una «teoría de correspondencias» y que el creador hace el bien mediante la belleza que de su verso nace, no otro es el sentido de la citada carta a Shelley, no otro el valor último del tan agredido sensualismo de esta poesía pánica, inmersa en realidad sensible y consagrada a su alabanza.
Esa lealtad vital a la naturaleza, ese extraer de ella las quintaesencias sin volverle luego la espalda, es también tema griego. Nadie como Shelley vio a Keats —llorado Adonais de su elegía— sumido en el ámbito de las cosas, ya uno con la naturaleza y por lo mismo más próximo a sus principios anímicos:
Está ya confundido con la Naturaleza; se oye
su voz en todas sus músicas, desde el quejido
del trueno hasta el canto del dulce pájaro nocturno;
él es una presencia que se siente y reconoce
en tinieblas y a la luz, desde la hierba a la piedra,
infundiéndose en todo sitio donde actúa ese Poder
que ha cedido su ser al suyo,
que rige el mundo con un amor incansable,
lo sostiene por sus bases y lo inflama en lo alto[54].
Ese poder trascendente que Shelley alaba bajo distintos nombres en su poesía —presencia de lo divino en lo terreno— es razón no dicha de todo el arte griego y esperanza no personificada en la poesía de John Keats. ¿Hacía falta nombrarla cuando su esencia empapaba cada verso? No en vano el autor de Helias presintió su íntima identidad con el joven muerto de Roma y lo lloró desde un nombre inmemorialmente rendido por Grecia a la lamentación poética: Adonis. Los poetas se comprenden de poema a poema mejor que en sus encuentros personales. Acaso fue Shelley el primero en asomar al mensaje de la urna griega y descubrir que sus versos finales no abolían un orden más ampliamente humano y lo sustituían por la mera adhesión hedónica. Vio allí el Bien como lo veían los artistas helénicos: no enunciado con personificaciones o erigido en una didáctica, sino emanando inefablemente de la belleza misma del poema que por eso es verdadero y por eso es bueno.