De Cabalgata,

Año III, No. 16, febrero de 1948.

Coronación de la espera, por Alberto Girri.

Ediciones «Botella al Mar», Buenos Aires.

A esta altura de su obra —aludo a Playa sola y Crónica del héroe—, Alberto Girri ha de medir sin engaño lo duro de su camino, la escasa aptitud para el eco que caracteriza su voz. Pienso —creo que con él— que tanta áspera soledad es el precio de un rigor casi sin parangón en nuestra poesía, el comprensible hiato entre una corriente de literatura que tiene por lo común los atributos de lo vegetal (verdor, fragancia, susurro) y esta obra creciendo al borde del huerto con rasgos minerales —fijos, ceñidos, despiadados.

Tal diferencia, que tiene como imagen el valor y la limitación de lo analógico, se ahínca y perfecciona en estos poemas que prosiguen la excavación del túnel iniciada en Playa sola, e ingresan sin rodeos retóricos en la central donde se opera la toma poética de realidad. Muchos son los túneles para un solo contacto esencial, y Girri está horadando el suyo por el lado más rebelde de la montaña; cabe preguntarse —ante la belleza sobrecogedora de muchos poemas de Coronación de la espera— si la empresa total de la poesía no está condicionada por la forma de descenso; si en esta realidad de suspensas certidumbres, el camino de piedra es el que lleva más abajo o más arriba, como en las montañas místicas de las iluminaciones medievales.

Una lectura insistente vencerá el pudor que hace a Alberto Girri avaro de efusiones y siempre pronto al perfil o la mano cerrada. Quisiera tener espacio para aludir desde la suya a una poesía gnómica, una poesía que se propone siempre como ansiedad de fijación óntica —términos ambos que reclamo libres de literatura—, y que surge tan cerca ya de la mera propuesta que Girri no puede sino formularla con un verbo esencial, etimológico casi, que sólo nuestro vicio metafórico ha de considerar oscuro.

Probaría allí que la aseveración continua de los poemas de Playa sola y Coronación de la espera, la presencia inusitada del juicio en un momento en que se prefiere la enumeración sin otro compromiso que el estético, encubre y manifiesta el acceso a un conocimiento apenas entrevisto y cuyas etapas de autorrevelación constituyen la labor presente del poeta; encubriéndolo, en cuanto el juicio como tal no tiene validez poética alguna, lo que desconcertará a quienes todavía buscan «verdades» en los versos; y manifestándolo como presencia analógica de un rico, incesante fluir de intuiciones que el atento abandonarse a los poemas irá cediendo lentamente, como si viéramos a Girri abrir poco a poco el puño, girar al fin la cabeza para dejarse mirar.

En «Razones de pereza», un poema revelador en muchos sentidos, Girri aseguró que

el orden, orden de lo que sea

¡ay!, me está vedado.

Tal vez por eso, Coronación de la espera renuncia a toda ordenación, salta temática y verbalmente con bruscas embestidas y repliegues, presumiendo una cárcel en la mera sombra del árbol en el suelo. Pero tras de la resistencia al orden que persiste en el poeta, la poesía de Alberto Girri parece estar urdiendo despaciosa la ordenación de un mundo lleno de sobresaltadas hermosuras, acercando su presencia a un sistema de la realidad donde se continúa siendo libre y creciendo en ser.

No te rindas a las sombras,

Que sean otros los que mueran y perezcan,

es casi órficamente el resumen de un mensaje que habrá de ser oído porque el tiempo requiere a este poeta a veces cruel y siempre duro, a este poeta necesario.

Kierkegaard y la filosofía existencial, por León Chestov.

Traducción de José Ferrater Mora.

Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

Para quien avance en este libro aferrándose obstinado al esquema que el promedio de la cultura occidental propone y cimenta como explicación de la realidad y del puesto que el hombre ocupa en ella, la lectura del estudio de Chestov tendrá esa consistencia indecible de las pesadillas en las que toda relación, toda jerarquía, todo canon aceptado en la vigilia, se deshacen o alteran monstruosamente (y, sin embargo, nada es monstruoso en una pesadilla; la calificación la ponemos al despertar). De modo que será inútil defender una actitud de vigilia —prolongo la comparación— si se quiere asumir, aun cuando sólo desde lejos y precariamente, el salto teológico de Sören Kierkegaard. Aplicado a mostrarnos los avances, las irrupciones y los aterrados retrocesos de esa intuición rebelde a toda categoría, a toda razón especulativa, León Chestov proporciona a nuestra urgencia de aprehensión existencial un itinerario paciente y reiterado por el camino solitario del danés que «clamaba y clamará en el desierto». Sólo la vanidad o la cobardía pueden negar que la voz de Kierkegaard está sola porque casi nadie es capaz de creer en ella y con ella. Nos ata la adhesión milenaria a lo mediterráneo, a los prestigios de una filosofía, un conocimiento ordenado por esas virtudes que alcanzan su filósofo en Aristóteles y su poeta en Valéry. Nadie oye sin horror a Kierkegaard proclamando el pecado del conocimiento, la mentira de la razón: nadie aceptará sin desmayo que la nada nos agobie precisamente porque hemos elegido el árbol de la ciencia y porque la libertad ha muerto con el amanecer de la razón.

A nuestra necesidad de lucidez, Kierkegaard responde con el grito irracional de la fe, con la demanda de la suspensión de todo orden. El creo porque es absurdo se levanta entre clamores (con Job, que exige la repetición y la restitución de lo perdido; con Abraham, que alza el cuchillo sobre Isaac porque la ética —otra máscara de la nada— está abolida en él y por él). Y a las estructuras que la razón defiende y la filosofía jerarquiza se contesta con las deducciones de la pasión, «las únicas seguras, las únicas convincentes».

Que esta imperfecta y vana caracterización del pensamiento (?) de Kierkegaard no lleve a suponerlo conectado con la mística; Chestov, siempre alerta para recortar a su «caballero de la fe» de todo malentendido, ilustra su encono contra el místico, que se refugia siempre en un conocimiento, por inefable que sea, y está por ello tan en error como el filósofo, desde que todo conocer es caer…

Huelga aquí el elogio de la tenaz, ahincada labor de León Chestov frente a esa nube cambiante, esa sombra que se agita en todas direcciones, ese razonar incesante contra la razón. El problema para el lector de Kierkegaard es, y será siempre, abrirse paso en su ramaje dialéctico para intuir la intuición que esconde. Bien se mide allí la agonía de ese hombre tratando de precisar iluminaciones que su propio espanto rechazaba. Chestov libra a su lado la batalla, y nos entrega de la realidad kierkegaardiana una visión donde lo anecdótico ha sido aplazado y lo esencial puesto en primer plano; el que tenga su valor, que allí se adentre.

Cuentos ucranianos, por Nicolás Gogol.

Traducción de León Mirlas.

Espasa-Calpe Argentina, S. A., Buenos Aires.

En su biografía de Alejandro Pushkin, Henri Troyat describe la fascinada atención y el silencioso fervor con que el joven Nicolás Gogol —feo, magro, tímido— se acercaba al poeta de Boris Godunov para beber sus enseñanzas en una silenciosa actitud discipular. Pero la bala de Jorge d’Anthès aguardaba ya a Puskhin, y habría de ser Gogol quien alzara de entre la nieve y la sangre del duelo trágico su imperiosa consigna de seguir adelante. Pushkin le legaba una magnífica y ardua herencia: su creación de la lengua literaria nacional. Dado a lo narrativo, Gogol habría de perfeccionar una técnica que, expresándolo con infinita sutileza, llegó a convertirlo en el padre de la novela rusa moderna.

Estos cuentos ucranianos, de los cuales el más célebre es «La feria de Sorochin», representan la alianza no siempre cumplida del realismo clásico y el romanticismo hiperbólico que el genio eslavo había producido en Pushkin. Gogol parece ir a las leyendas que motivan los cuentos con un marcado deleite romántico al modo alemán, pero su tratamiento no cede a los prestigios de magia y ensueño de los temas, busca reducirlos a un relato donde el equilibrio entre la luz y las brumas deje al lector la impresión profunda del claroscuro. Así, La noche de mayo, o La ahogada muestra la alternación del pintoresquismo bullicioso y socarrón de la fiesta popular rusa, con el misterio de lo sobrenatural que corre por las baladas de Lenau, Uhland y los relatos de Charles Nodier.

«Terrible venganza» es quizá el cuento más desigual e inalcanzable de esta serie, pero la grandeza del talento de Gogol, su adhesión a los balbuceos del alma popular, su sentido del color narrativo que hace inmortal a Taras Bulba, convierte el relato en espejo donde se resume el eco de los demás, la multitud de los héroes anónimos con sus batallas y sus travesuras, la luz de ese pueblo donde cada uno lleva un mundo en sí mismo, para decirlo con Rainer María Rilke.

Sombra del paraíso, por Vicente Aleixandre.

Editorial Losada, S. A., Buenos Aires.

De vuelta está Aleixandre, de vuelta con poemas que inclinan aquella primera balanza —La destrucción o el amor— hacia el puro adorar fluyente y fresco. Aleixandre, ¿y los poemas de antes: «Noche sinfónica», «Mañana no viviré», «Tristeza o pájaro», «Soy el destino»? Aleixandre, ¿y la violencia surrealista? Nada, la balanza se ha inclinado, y a la enumeración de las ruinas sucede el salto cenital. De su anterior, inolvidable libro, perduran los poemas de la angustia y el combate: éste de ahora tendrá para el recuerdo la imagen de la mujer amada ardiendo blandamente en la arena del sol.

Hace años, Pedro Salinas mostró en un fino estudio el romanticismo perceptible en Aleixandre, su aptitud lírica para la geografía poética, el paisaje, la enumeración siempre inédita. Si esa clara inclinación a la delicia se cortaba furiosamente a cada verso, si a la maravilla de amor sucedía

una mano del tamaño del odio,

un continente donde circulan venas,

donde aún quedaron huellas de unos dientes,

la necesidad imperiosa de elogiar excedía ya en Aleixandre los números de la ira o de la angustia. Ahora las puertas del paraíso están abiertas, y su poesía parece inclinarse en la actitud agradecida luego de tan dulce recompensa:

¡Oh río que como luz hoy veo,

que como brazo hoy veo de amor que a mí me llama!

Su obra busca así «encerrar en sus páginas un destello de sol», y tal vez por eso se inicia aconsejando al lector lo que el poeta de Les nourritures terrestres aconsejaba a Nathanael: tirar el libro, irse a mirar la luz cara a cara. Consejo falaz, que brinda el deleite de no seguirlo, de mirar la mejor luz en muchas de sus páginas.

Pero —y éste es un precio a pagar en la poesía— la gracia acrecida y exaltada de Sombra del paraíso se alcanza con la perceptible pérdida de la hondura nocturna que había en Vicente Aleixandre sólo frente a un amor atormentado, a una precaria posesión. No sé que en este volumen haya un poema comparable al mundo infinito de «El escarabajo». Hay, en cambio, un perceptible, algo insólito, soplo cernudiano, una permanente maestría elocutiva, y el resumen gozoso de un edén de poeta que él y nosotros contemplamos

como se contempla la tarde que colmadamente termina.

Los papeles de Aspern, por Henry James.

Traducción de María Antonia Oyuela.

Emecé Editores, S. A., Buenos Aires.

En un breve ensayo sobre Henry James, Somerset Maugham relata un encuentro en Boston con el novelista y la agitación casi frenética de éste ante las posibilidades de muerte, mutilación o aplastamiento que podía correr su visitante en el acto de ascender al ómnibus de vuelta. «Le aseguré que estaba perfectamente habituado a subir al ómnibus —cuenta Somerset Maugham—, a lo que me replicó que no era ése el caso tratándose de un ómnibus americano; a éstos los distinguía un salvajismo, una inhumanidad, una violencia que excedía lo concebible. Me sentí tan contagiado por su ansiedad, que cuando el coche se detuvo y salté a él tuve casi la sensación de que había escapado milagrosamente de una horrible muerte…».

Si la anécdota muestra a un James tenso y azorado ante una situación cotidiana como la narrada, vale simbólicamente para recordar hasta qué punto la tensión interna de su labor creadora se propaga y contagia del mismo modo al lector menos dispuesto, le transfiere con implacable insistencia las valoraciones especialísimas del narrador, la presencia en primer plano de elementos en apariencia menores, la esfumadura de las líneas capitales, la creación o descubrimiento de cierta realidad donde las cosas y las instancias echan a valer de nuevo, de otra manera, siempre con una calidad propia y escondida que la mayéutica de James busca y expone.

Si Los papeles de Aspern carecen de la corrosiva desintegración de lo real —palabra más que nunca provisoria— que hace de The Turn of the Screw una experiencia poco igualada en la literatura, su acción discurre, en cambio, paralela al perfil de ciertos hechos, ciertas cosas y actitudes que están ya corroídas y desintegradas, sin necesidad de que el novelista vaya más allá de la contemplación y la crónica. En una Venecia con color de pergamino y olores marchitos, la triste y trágica persecución de las cartas de amor del poeta Aspern será, alegóricamente, la triste y trágica obstinación en un ideal que sucumbió con un momento de cultura, con un agotado estilo de vida cuya última llama fue el talento y la obra de Henry James.

Por eso Tina, la indefensa, conmovedora heroína, casi burlesca a fuerza de ternura mal colocada y ansiedad anacrónica, aparece en el relato con los atributos más sutiles de su creador: ella es Henry James como Madame Bovary fue Flaubert. En el ensayo antes citado, Somerset Maugham sentencia que James «no llegó a ser un gran escritor porque su experiencia era inadecuada y sus simpatías imperfectas». Así, exactamente así, es Tina en su profunda casa de Venecia; de esas simpatías y experiencias incompletas nace siempre lo mejor de la literatura —que es ansiedad infinita por completarlas y volverlas perfectas.

Miguel de Mañara. Misterio en seis cuadros,

por O. W. de Lubicz Milosz.

Traducción de Lisandro Z. D. Galtier.

Prólogo de Ramón Gómez de la Serna.

Ilustraciones de Raúl Veroni.

Emecé Editores, S. A., Buenos Aires.

Justo es iniciar esta reseña de una obra de Milosz con el elogio de Lisandro Z. D. Galtier, que desde hace años cumple entre nosotros la tarea generosa de acercarnos a un gran poeta, acaso el último de los poetas románticos. Milosz, sensitivo y misterioso, no quedará entre los hombres por sus estudios de lingüística ni sus revelaciones teosóficas; un puñado de poemas lo sostiene fuera del tiempo, un poco como él cuando vivía, en incesante exilio físico y espiritual, poeta de paso en un existir precario, de una intensidad interior que toda su obra testimonia.

Armand Godoy ha señalado las circunstancias que llevaron a Milosz a recoger la historia de don Miguel de Mañara, ese «Don Juan posible», como le llama Ramón Gómez de la Serna. Ahincando en el proceso moral de Mañara su propia concepción del Amor, Milosz entrevió que «el donjuanismo ideal es un modo erróneo y frenético de satisfacer una necesidad primordial de Ser». Así, el seductor busca de mujer en mujer el huyente fantasma, «el amor inmenso, tenebroso y dulce». En su sombrío pero encendido desarrollo, el «misterio» va siguiendo los momentos críticos de la vida de Miguel de Mañara, al modo que los pintores primitivos desarrollan las vidas de santos. Las imágenes se fijan en cada cuadro con una tan clara belleza, que el lector deberá hacer un esfuerzo para arrancarse de una situación e ingresar en la siguiente. Al magnífico proemio blasfematorio —con el monólogo de don Miguel, donde alienta ya el entero desarrollo de su destino—, seguirán las imágenes de la pasión de Mañara, su renuncia y su ingreso a la vida monástica, donde el prior habrá de decirle: «Aquí la vida es algo más que una sonrisa entre afeites o una lágrima de mujer caída sobre el vidrio: aquí las piedras están llenas de una paciencia que espera y de una espera que escucha». Tumultuoso y ardiente, el quinto cuadro tiene más que los otros el tono medieval que Milosz debió de buscar al margen del tiempo histórico, para concluir en la paz del huerto monacal, donde la muerte viene a don Miguel con la voz del corazón de la Tierra, con la paz para su cansado caminar.

Este poema, que precede en Milosz al salto metafísico de donde nacerían el Cantique de la connaissance y La confession de Lemuel, nos llega en una edición digna de su texto, y en una versión de Galtier que revela, como en todas las ya conocidas, su filial adhesión a una poesía que sólo por convivencia alcanza a darse y a florecer.