Claro, me refiero al surrealismo. Es extraordinario cómo las buenas gentes se lo imaginan concluido, bien muertecito y ya con historias al modo de ésta que Maurice Nadeau ha luchado por hacerle (y que es informativa y útil como los catálogos de tuberosas o las láminas de algas o caracoles). En general las gentes parecen muy aliviadas del surrealismo, y se aprestan con preocupación flamante a luchar contra otros monstruos mayores que avanzan sobre ellas; el monstruo Calígula según Camus, por ejemplo, o ese diluvio de pedradas prontuariado como Henry Miller, ejemplos sueltos de la ofensiva verbal más formidable de los tiempos, de una liberación poética cuyo futuro merece ser digno de su espléndido hoy en día.
Ahora, que los caracoles y algas no han muerto porque los naturalistas los cataloguen, y cuidado, señores, con ese cadáver que lleváis a enterrar con tanta satisfacción. Lo que yace allí modoso y compuesto es nada más que la piel brillante y falsa de la culebra, la literatura del surrealismo (que es antiliterario) y las artes del surrealismo (que cruza por ellas como un relámpago por un pan de manteca, con las consecuencias previsibles). Al entierro del surrealismo se llevan los despojos de todas las sustancias que esa libre poesía utilizó en su momento: tela, colores, diccionarios, celuloide, objetos vivos e inanimados. Se llevan los productos experimentales (siempre confundidos con los fines últimos) y las sábanas húmedas de las crisis de crecimiento y las fiebres. En la carroza fúnebre, de primera clase como es debido, el nombre del difunto va de menor a mayor para que la gente lea bien lo de ISMO; otro más que baja al gran olvido de la tierra. Después, a casita y todo perfecto. Cuidado, señores, la cosa no es tan simple. En 1925, el conocido Paul Claudel se ganó una ejemplar carta abierta de los surrealistas, luego de su miope fulminación de algo que jamás entenderá un hombre con vocación de académico. Ahora el señor Claudel le dice al señor Aldao lo que todos han leído el 2 de mayo en La Nación. De donde se infiere que, veinticuatro años después de su primer clase, el señor Claudel siente aún vivo ese peligroso cadáver. Y el señor Claudel entiende de cadáveres, vaya si entiende; por eso le preocupa la resistencia de este mal muerto. Todos conocemos la disolución del equipo espectacular del surrealismo francés: Artaud ha caído, y Crevel, y hubo cismas y renuncias, mientras otros retornaron profesionalmente a la literatura o a los caballetes, a la utilización de las recetas eficaces. Mucho de esto huele a museo, y las gentes están contentas porque los museos son sitios seguros donde se guardan bajo llave los objetos explosivos; uno va el domingo a verlos, etc. Pero conviene acordarse de que del primer juego surrealista con papelitos nació este verso: El cadáver exquisito beberá el vino nuevo. Cuidado con este vivísimo muerto que viste hoy el más peligroso de los trajes, el de la falsa ausencia, y que presente como nunca allí donde no se lo sospecha, apoya sus manos enormes en el tiempo para no dejarlo irse sin él, que le da sentido. Cuidado, señores, al inclinaros sobre la fosa para decirle hipócritamente adiós; él está detrás vuestro y su alegre, necesario empujón inesperado puede lanzaros dentro, a conocer de veras esta tierra que odiáis a fuerza de ser finos, a fuerza de estar muertos en un mundo que ya no cuenta con vosotros.