Todo buen cuento sostiene su duración en las memorias mediante una cualidad que el mal cuentista ignora para su desdicha: la irrefutable proposición de una cierta y determinada realidad, capaz de hacerse admitir intuitivamente y sin rechazo por el lector a su altura. Indefenso y solitario, el cuento carece de las progresivas conquistas de terreno psicológico que puede operar la novela, y a la imagen del río huyendo de sí mismo debe oponer, para sostenerse, la del lago o la alberca. Encuentro que la mayoría de los relatos cae en el olvido (¿de cuántos cuentos se acuerda usted?) por deficiencia cósmica: en su pequeño universo faltaba el acabado que fija para siempre cada estrella en su luz, cada animal en su silueta y su lenguaje.

Wernicke, joven demiurgo, plasma la arcilla con mano inteligente, y muchas veces cierra el círculo satisfactorio dentro del cual late el mundo perfecto de un relato. Creo a Canto de amor, Maravillas y No molestar al duende los tres mejores cuentos de su bello libro. Nada queda en ellos abierto a lo arbitrario: el primero es un mundo sin muerte, el segundo un mundo sin absurdo, el tercero un mundo sin decepciones. Todavía no disciplinado formalmente, el poeta que es Wernicke tapa con lirismo los claros formales que a veces amenazan sus logros. Y puesto que tanto consigue él con el libre juego del instinto poético, justo es decirle que sus más hermosos cuentos los ha obtenido ciñéndose a una más severa construcción, como aviso y denuncia cordial para su obra futura. Por ceder demasiado —en un género donde ceder es perder—, cuentos tan finos como Los jardines de Plácido y El día se malogran; el primero por su final innecesario y fuera del orden, que quiebra el milagro queriendo ahondarlo; el segundo, por la directa caída en un simbolismo alegórico donde la hermosura de las escenas no rescata la ya gastada trascendencia.

El señor cisne se agrega por derecho propio a los raros buenos libros de cuentos que nos ha dado nuestra literatura. Su adhesión a una realidad argentina —libro con campo, caballos, tristeza y caminos largos—, y su fidelidad a imágenes de infancia y adolescencia, siempre las más puras y después las más hondas, se alían a un sentir que no rehúye influencias (la Praga del primer Rilke me parece perceptible en ocasiones; también Güiraldes) para alcanzar este libro donde los mejores relatos se imponen al lector con la lúcida evidencia de los sueños, pata durar más que ellos.