De Cabalgata.

Año III, No. 18, abril de 194S.

La puerta estrecha, por André Gide.

Traducción de Francisco Madrid.

Editorial Poseidón, Buenos Aires.

Creo que Albert Thibaudet fue el primero en mostrar La puerta estrecha como la contraparte de El inmoralista; resulta simbólico que a la reciente edición en español de la historia de Michel se suceda, a corto plazo, el relato del renunciamiento de Alissa. Así tendrán los lectores de Gide —a quien el premio Nobel habrá dado esa legión de repentinos interesados por su obra, lectores a quienes Sartre abruma con sus sospechas en un reciente ensayo, pero entre los cuales habrá una buena cuota de hombres de buena fe— una visión más dialéctica del espíritu gidiano, balanceándose en los extremos («los extremos me tocan») de dos experiencias vitales: la aceptación y el rechazo. Es de desear que a esa visión dialéctica se suceda el conocimiento de la síntesis, que creo está en Los monederos falsos; por cierto que se hace sentir la necesidad de su nueva versión castellana, libro de giros vigentes en España pero que aquí malograrían parcialmente la aprehensión del original —sin que esto sea un reproche al fino trabajo que entonces cumpliera Julio Gómez de la Serna.

No me creo autorizado para exceder la mera alusión a La puerta estrecha, en la que nunca he querido (o podido) ver una obra afirmativa, apoyada por la creencia personal del autor; me sigue pareciendo —en su forma más sutil y corrosiva— una crítica al renunciamiento, su denuncia y rechazo. Prefiero entonces limitarme a su valor como construcción estética, señalar la severa victoria de Gide sobre sí mismo (repetida en La sinfonía pastoral), el logro de una unidad formal, una arquitectura narrativa que falta en su obra anterior y en mucha de la posterior, donde se la ve reemplazada voluntariamente por un juego sucesivo y hasta anárquico de los elementos del relato. En El inmoralista, un tono oral deliberado, con lo que supone de vaguedad y aliñado desaliño; en Las cuevas del Vaticano, un falso orden desmentido por la lección de su corrosivo personaje; Los monederos falsos… pero aquí es mejor remitirse a Jean Hytier, que ha disecado como nadie ese libro en su estudio sobre Gide, y que lo define como «una obra que avanza hacía la novela». Nada de todo eso es La puerta estrecha: simplísima en la estructura novelesca, su construcción la carga de otras dificultades más sutiles —no diré más profundas—: entender de veras a Alissa, a Jérôme, a Juliette, pasar más allá de sus actos (tan pocos), de sus palabras (tan clásicas, es decir, con tanta tendencia a lo universal), de sus destinos (tal vez tan contrapuestos en el deseo más personal de Gide).

En el diario de Los monederos falsos, Gide afirmó que «el mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace hablar; el novelista verdadero los escucha, los mira actuar». No sé si la historia de Alissa prueba la profunda fidelidad del novelista Gide; en la sombra —la primera persona del relato es una máscara— él escucha y ve actuar a los seres de su libro; quedará al buen lector (que también sabe escuchar y ver) preguntarse si el novelista ha sido fiel a su visión o si la sombra irónica y despiadada de Lafcadio —tal vez de Menalcas— no estaba allí con él, guiándole la pluma.

Sin embargo, Juan vivía, por Alberto Venasco.

Edición del H. I. G. O. Club, Buenos Aires.

Hay reparos que hacer a este libro, pero me adelanto a presumir que sus deficiencias son en gran medida las que Alberto Venasco superará en su obra sucesiva; no por la manida secuencia del «progreso» literario, sino porque su no ordinaria inteligencia rechazará los elementos impuros, intrusos, inútiles, que impiden al presente libro ser ya un logro total. El mejor elogio que cabe hacer al novelista es imaginarlo plenamente consciente de tales rémoras una vez que el libro se desgaja de él y asume su temporalidad privada. Venasco ha de advertir ya los frecuentes desaliños verbales que enturbian la construcción no verbal de su novela; las recaídas en el falso humor, que se oponen a ese humor profundo que circula bajo el relato y sostiene su trabazón dramática; el a veces reprochable desinterés con que cumple su tarea creadora, en una situación que acaso exigía mayor compromiso personal de su parte y menos complacencia hedónica.

Por sobre todo esto —a lo que sumo el prólogo, mucho menos maduro y necesario que la novela— Sin embargo, Juan vivía se ofrece como una prueba de que en la Argentina empezamos a salir del pozo romántico-realista-naturalista-verista, etc. (No hay varios pozos, es uno solo y negro). A la labor solitaria de Borges, de Macedonio Fernández, de Juan Filloy, principia a sumarse —desde sus ángulos personales— la creación de novelistas y cuentistas jóvenes que, como Venasco, «no creen que algo pueda darse o ser o hacerse», pero parten de esa no creencia para probar sus fuerzas. Si algunos ven en el surrealismo la ruta necesaria, Venasco se planta en un sincretismo donde Ramón, Lewis Carroll, Kafka y la rue de Grenelle no le impiden jamás ser él mismo en la síntesis del libro. Una sola cosa falta en su obra, y es carga poética; pero ¿no será un progreso novelesco, no tendrá razón el autor al preferir el humor y el puro juego dialéctico a la incitación sentimental y lírica? Incluso recuerdo momentos —como el entero capítulo IX, que me parece perfecto— donde una poesía de la inteligencia, determina las situaciones y las conduce con ciega clarividencia (sic).

Sin embargo, Juan vivía pone a Venasco frente a la exigencia de una obra superior, y le prueba desde ya que es capaz de dárnosla. A la inversa de tanto escritor argentino, que se inicia con su mejor libro para continuar luego copiándolo con letra cada vez peor, el contenido virtual de esta novela reclamará de su autor actualización y desarrollo. Y ya que a Venasco le agrada sentirse en la línea de Ulysses, me place decirle que este libro suyo es también —por analogía— su retrato del artista adolescente; lo demás viene después, y lo está esperando.

Poesía inglesa contemporánea, con los textos originales.

Selección y traducción de William Shand y Alberto Girri.

Dibujos de Luis Seoane.

Nova, Buenos Aires.

La noción de lo contemporáneo se ha visto tan parcelada en lo que va de siglo («atomizada», diría un contemporáneo bien al día), que repentinamente se descubren distancias vertiginosas entre períodos literarios que apenas separa una generación. En esta antología de poetas ingleses, los cuatro primeros nombres —Owen, Sassoon, Lawrence y Eliot— parecen pertenecer a una realidad en todo desvinculada de la que conviven las obras de los restantes —Read, Day Lewis, Auden, Spender y MacNeice—. Así lo han acentuado los compiladores, guiándose por la cronología y el doble hito de ambas guerras mundiales; y aunque la filiación poética (incluso temática) acerca a todos los incluidos en este libro, no es difícil establecer diferencia entre ambos grupos, diferencia extra-temporal y por ello doblemente significativa. Es como si los jóvenes de la segunda guerra fuesen un poco los mismos «viejos» de 1914, confrontados con una reiteración de la catástrofe, y reaccionando ante ella de distinto modo que la primera vez; excediendo la mera repulsión, el asco y el cansancio. Si Owen, Sassoon o Eliot ven el horror, la futilidad y la liquidación del mundo 1914-18 (The Hollow Men es su mejor resumen), estos avatares suyos que se llaman MacNeice o Read dan un paso adelante, paso que me parece definitivo para el destino último del hombre; detrás de la vorágine atisban y proponen la realidad de otro camino que es o puede ser salvación. El mundo, para T. S. Eliot, no termina con un estruendo, sino con un plañido; el mundo, para Stephen Spender, puede estar naciendo y el plañido es ya su verificación de vida. Así, esta antología emprendida inteligentemente por Shand y Girri eslabona y articula una continuidad por encima de las conclusiones individuales de cada poeta, y aun históricamente vale como permanencia de valores por sobre las alharacas. Si ambos grupos se dan la espalda desde un puente de veinte años, su poesía los excede y los reúne, alcanza unidad final más allá del hiato de las generaciones.

Las versiones de esta antología responden a un exigente deseo de fidelidad. Como ocurre paradójicamente en tales casos, no siempre la versión conserva el sentido lato del poema original, y sé que en algún momento estas obras desconcertarán al lector que no frecuenta a los poetas ingleses. Con todo, es preferible la severidad un poco seca, y a trechos con errores de buena fe, a las versiones donde la «personalidad» del traductor cumple la misma nefasta tarea que el «virtuoso» en la interpretación de la música. Al fin y al cabo, lo que un libro como éste pretende del lector es que use las versiones españolas como trampolín para sumirse en los textos originales, que lo esperan fieles en la página de enfrente.

El camino de El Dorado, por Arturo Uslar Pietri.

Losada, Buenos Aires.

Si la conquista española de América fue una gesta donde la acción improvisada por las circunstancias determinó las hazañas y las catástrofes, entonces Arturo Uslar Pietri acierta con el tono directo y siempre objetivo de su narración. Con todo, un sumario examen de los móviles y los individuos, de los imponderables que subyacen en todo acaecer histórico, tiende a probar lo falso de esa concepción y lo riesgoso de su empleo en el orden literario. No soy el primero en afirmar que el magnífico fracaso que en su momento representó Salammbô se explica por este voluntario sacrificio de lo oculto a lo superficial, de la razón al acto. Uslar Pietri sigue (tal vez lo escandalizara la comparación) el método flaubertiano en esta crónica de las andanzas del tirano Lope de Aguirre. Los hombres se mueven, luchan, sucumben, traicionan, sin que en ningún momento se dé al lector la posibilidad de ahondar en esas corazas y esos petos castellanos. Una hazaña como la de Aguirre no se sostiene ni explica con las solas razones de la codicia y la crueldad. La sublevación del tirano contra Felipe II, su famosa carta de desafío, su entrada en el espanto de la selva y su lóbrego final exceden los cuadros en que Uslar Pietri, obstinadamente, ha querido limitarlos.

Por eso el escamoteo de lo subjetivo en un episodio que debió estar tan lleno de sutiles gradaciones psicológicas lleva al autor a ciertas fijaciones que amenazan con el lugar común, a frecuentes recetas novelescas que en rigor son ya insalvablemente anacrónicas. Citaré un caso: casi todos los asesinados (que jalonan la marcha de Lope de Aguirre) sucumben pidiendo confesión a gritos. Si tal cosa era reacción natural en la época, Uslar Pietri se excede al atribuir con tanta regularidad ese deseo final a los moribundos, sobre todo a aquellos que reciben un cuchillo en la espalda y el Amazonas sobre la cabeza; pienso que ya sabemos algo más sobre lo que puede esperarse en tal caso de un agonizante.

Estos reparos merecen consignarse precisamente porque El camino de El Dorado es una excelente novela, en cuanto el talento narrativo de Uslar Pietri logra el difícil equilibrio entre una tensión que somete irresistiblemente al lector y la reiteración de episodios no muy variados. Es difícil navegar el entero curso del Marañón sin una fluvial monotonía; el novelista triunfa en base a una cuidada reconstrucción de ambientes, que muchas veces ocupan el lugar que correspondería a los hombres mismos. Más feliz con el paisaje que con las almas, Uslar Pietri alza a primer plano los ríos, las barcas, las sabanas y las islas; toda la obra está impregnada de esa convivencia con lo telúrico que signa la mejor novelística americana. Y la hazaña española —aun monstruosa, como en este caso— alcanza así una realidad y un relieve que el tratado histórico le escamotea casi siempre, cuando no nace de la pluma de un Salvador de Madariaga o de un Germán Arciniegas.

El hombre más dinámico del mundo, por Damon Runyon.

Traducción de Héctor J. Argibay.

Ocesa, Buenos Aires.

Harta razón tiene el traductor de estos relatos al sorprenderse de que no hayan sido «descubiertos» antes por nuestros editores; por mi parte, sostengo desde hace años que los cuentos de Damon Runyon constituyen una obra maestra del género —género perfectamente delimitado por su tema, desarrollo y tratamiento, de un rigor poco frecuente en literatura «popular»—, y celebro que el lector argentino pueda por fin asomarse a su mundo fascinante, aun con las penosas limitaciones de una versión casi imposible por los problemas que planteaba el especialísimo lenguaje, la atmósfera verbal que nace del sabio empleo del slang neoyorquino y un super-slang privativo de las criaturas de Runyon. El mismo traductor lo advierte así, con una lealtad que habla de su meritorio esfuerzo.

Se agrupan aquí los mejores cuentos del autor, y entre ellos «Madame La Gimp» (de donde nació aquella película que se llamó «Dama por un día»), «Caballeros, ¡el Rey!» (que se malogró en el cine como «Soldado profesional»), «Lily, la de Saint Pierre» —que yo incluiría en cualquier colección de grandes cuentos—, y «Los sabuesos de Broadway», «Presión arterial» y «El cerebro se va a casa», que Runyon no sobrepasó jamás. Allí la delineación de personajes —tan típicos y diferenciados, tan ellos mismos dentro de la semejanza que los reúne y explica— se alía a un lenguaje de una frescura expresiva como sólo puede darle el habla popular cuando quien la usa sabe someterla a sus más sutiles flexiones. Si los episodios son ingeniosos como construcción, no es por ellos que Runyon resulta un gran cuentista: la forma, la resolución verbal de las situaciones, dan a esos episodios su eficacia extraordinaria. Los «tipos» y las «pibas» —Princesa O’Hara, Harry the Horse, Little Isadore, Big Jule— se fijan en el recuerdo porque han sido plantados allí con la misma agresividad y el mismo humor con que circulan por Broadway y viven sus casi siempre breves vidas.

De E. C. Bentley, en su prólogo a una antología de Damon Runyon publicada en 1940, son estas frases: «No puede usted impedir que le gusten estos tipos y estas pibas. No quiero decir que resultara agradable conocerlos —sobre todo a los tipos—, y menos aún seguro. Si de mí dependiera, antes preferiría ir a bañarme en un banco de tiburones, y aún más rápido que antes (lo siento, pero es imposible no caer en el idioma de Runyon cuando se escribe sobre las criaturas de su mente). No quiero decir que usted derramará lágrimas cuando Angie the Ox sea enfriado por Lance McGowan, o cuando Joey Perhaps reciba lo que le está llegando de parte de Ollie Ortega —que es un cuchillo en la garganta—. Simplemente señalo que todos ellos tienen una inquieta, valerosa vitalidad que le hace agradable tener noticias suyas, esto es, si usted pertenece al tipo humano normal, que siempre se ha complacido oyendo cosas de los desesperados…». Habría que citar el entero prólogo, verdadera introducción sistemática al conocimiento de Damon Runyon. Baste con ello para mostrar al lector que en esos relatos le espera una realidad a la vez auténtica e irreal —los términos no se rechazan—, poblada por seres dignos de conocimiento; sin mencionar la riqueza de humor que Runyon deja en cada frase, en cada episodio, en cada presentación de uno de sus tipos, «que no están en la cárcel simplemente porque acaban de salir de ella».

La raíz verdadera, por Jorge Enrique Móbili.

Buenos Aires.

Con razones, con estados, con climas negativos y dolientes, Jorge Enrique Móbili cumple obra de poeta al remontarlos a una condición donde sus limitaciones dan a la luz lo ilimitado, donde su pequeñez individual se resuelve en infinitud creada y creadora. Todo es en su libro vastedad gris anochecida —título de un poema clave—, pero el sostén poético cumple de nuevo la maravillosa paradoja de exigir el dolor para desmentirlo y trascenderlo. «Panegírico para un escéptico» (que creo el mejor poema de este libro) no somete la visión del hombre que, pasando

con su triste hombría y su fulgor,

monótonamente se incendia en histórica angustia

y pesadamente se espanta y acaece.

Eso es existir, pero no es la existencia. En el difícil salto de la derrota personal a la victoria poética —negarse a una poesía de sola nostalgia—, Móbili entrevé más allá de esa

criatura que se quema en el tiempo

buscando desnuda un eco que sobreviva a su llanto…

y asoma a la visión, y le dice:

Existencia

entre el camino de la muerte

sostenida por un rumor, por raíces eternas,

por ríos de sangre, por ruidos de metales helados,

que se pegan al alma en sus horas de largo extravío.

Para afirmar, hermosamente:

Vale más este aroma que pasa, esta criatura

sin voz, este rumor de sueño pegado a la tierra

en su impotencia y su larga congoja,

que destrozar el pensamiento esperando la aurora,

que la metafísica buscando lo justo, lo frío,

lo desnutridamente exacto entre la historia.

La raíz verdadera, modestamente subtitulada «cantos de la adolescencia», está mucho más adentro en la edad poética de Jorge Enrique Móbili. Se advierte en este libro una voluntad de rigor que a veces enfría el verso, la elección de materias sin turbio prestigio estético, la constante vigilancia sobre la ruta; todo esto es signo de pronta madurez formal; y si Móbili ha ceñido con demasiada severidad su elocución, cabe decirle que lo creemos a salvo de todo desfallecimiento futuro: suya es una poesía que parece esperar viento alto para henchirse. Él se define allí como

una enhiesta soledad, habitando la música.

Tal vez su camino sea ahora el de dejar que la música habite su soledad enhiesta, darse a ella sin el temor a lo efusivo —ya no temible en un cabal poeta como él.