28. El Rey del Mundo
La primera docena se había transformado en un centenar, y este en dos, y ahora prácticamente quinientas almas inocentes seguían a Frank R. Schiolla, entre conversaciones, risas y canciones, avanzando hacia su salvación. Frank no pudo evitar un suspiro de satisfacción. La noche había sido larga y compleja, sobre todo en las primeras horas tras la medianoche, pero después las aguas se habían ido calmando, y ahora todo iba como la seda. El peor momento había sido poco antes de reunir el primer centenar. Estaban cruzando por una calle secundaria hacia un ambulatorio donde se había refugiado media docena de personas cuando uno de esos grupos de matones que vagaban por la ciudad les cortó el paso. Fue repentino e inesperado: surgieron de detrás de un par de coches aparcados, haciendo girar amenazadoramente bates, palanquetas y hasta un hacha. Por un instante Frank pensó que todo se iba a ir a la mierda. Que no iba a poder ser el Rey del Mundo, cuando ya casi lo tenía al alcance de la mano. El problema no era la chusma armada. Tenía dos palomas en el maletín, y cada vez más soltura en esas lides. El problema era su rebaño; para poder venderles la idea de salvación tenía que mantener la ilusión de la salvación; para poder venderles la idea de la bondad tenía que mantener la ilusión de la bondad. Se había presentado ante ellos como portador de la paz, de la inocencia, de la caridad. No podía simplemente hacer que a los inoportunos atacantes les reventasen las tripas y confiar en que sus alegres seguidores siguieran confiando ciegamente en él. Los matones gritaron alguna simpleza, como «Quietos», «Primero mataremos al del maletín», o quién sabe qué. Frank no estaba prestando atención. Sólo podía pensar en formas cada vez más sangrientas de acabar con ellos, pero ninguna solucionaba su problema. Ya tenía al más valiente de la chusma a apenas un par de metros de él cuando se le ocurrió la solución. Ciegamente. Simplemente le pidió a su séquito que cerrasen los ojos, con su mejor voz de vendedor, tranquilo y alegre. Y lo hicieron. Benditas ovejas. Así de sencillo. Cuando los Arcontes acabaron de reclamar la sangre de los atacantes, Frank indicó a su rebaño que avanzase, aún con los ojos cerrados, y los mantuvo así hasta que salieron a la avenida que conducía al ambulatorio. Si alguien vio algo por la rendija de un ojo, no hizo mención alguna, y todos pudieron continuar su camino hacia la salvación.
Solucionado ese problema, el resto fue un verdadero paseo. De hecho, más o menos cuando su grupo tenía ya doscientas personas, todo empezó a funcionar solo. Literalmente. Eran sus ovejitas las que se encargaban de encontrar a otras ovejitas asustadas, de sacarlas de sus escondrijos y convencerlas para que siguiesen al buen pastor. «Vamos a un lugar seguro». «Él nos salvará». «Salgamos de aquí». Asquerosamente edulcorado, y asquerosamente efectivo. Él sólo tenía que sonreír, indicar que siguieran avanzando, y luego sonreír un poco más. Era un auténtico líder. O eso quería pensar. Pero cada vez que comenzaba a darle vueltas al «gran final» sentía que la inseguridad y el miedo volvían a morderle las rodillas para hacerle tropezar. «Autoestima, autoestima —se repetía—. Vas a ser el puto Rey del Mundo. No hay lugar para las dudas». Pero así era él. Así había sido toda su vida, y así seguiría siendo. Volvió a sonreír. Sólo tenía que conseguir que sus ovejitas no se diesen cuenta, y empujarlas hasta el salto final. Sólo una par de horas más. Hasta antes del amanecer. Y después, Rey del Mundo. Y que le dieran por culo a la autoestima.
2
Sombra estudió la columna oculto tras un contenedor de basura. No podía estar seguro de cuántos eran ya, pero probablemente más de trescientos o cuatrocientos. Quinientos, quizás. Era un ejército más numeroso que cualquier otro con el que se hubiera cruzado en la ciudad, pero al mismo tiempo era totalmente pacífico. O eso había pensado. Todos menos uno. Lo del callejón había sido una auténtica carnicería; tanto, que en ese momento Sombra se arriesgó a perderles la pista para tratar de comprender cómo lo había hecho.
Se inclinó sobre los cadáveres, o más bien lo que quedaba de ellos, y pasó la mano sobre las heridas tratando de percibir la energía. No era magia normal. Ningún humano tenía una energía tan oscura. Era… Sombra no sabía cómo definirlo. Era la oscuridad de mil generaciones de negros deseos centrada en una aguda cuchilla de odio y hambre. Con un estremecimiento, se atrevió a tocar la sangre que impregnaba el suelo y cerró los ojos expandiendo su consciencia. Las emociones siempre resultaban fáciles de percibir, aunque el espacio y el tiempo eran un asunto completamente diferente, sobre todo careciendo de herramientas apropiadas. Pero no tenía otra opción, así que lo hizo. Aferró los hilos del tiempo y separó con infinito cuidado una hebra que cruzaba ese lugar. Como un temeroso Teseo, siguió el hilo hacia atrás segundo a segundo, minuto a minuto, hasta el momento mismo en que la energía asesina fue invocada. Ya casi la tenía. Ya casi. Casi.
Sorprendido, soltó el hilo y trastabilló hacia atrás mientras abría los ojos. No habían llegado a verlo, pero existía la posibilidad de que sí. A través del tiempo, a través del espacio, si hubiese retrocedido un segundo más, si se hubiese demorado un segundo más, lo habrían descubierto. Sombra ya no necesitaba saber cómo se había llevado a cabo la matanza. Sabía qué la había producido, lo cual era mucho más importante. Arcontes. El pastor del rebaño estaba mezclándose con fuerzas muy superiores a su entendimiento, de eso no había duda, y si algo había aprendido Sombra en todos sus años de estudio era que los Arcontes constituían una de esas entidades de las que había que huir. Simplemente huir. Su risa más amarga resonó en el callejón repleto de cuerpos. Huir. Lo que siempre se le había dado mejor. Y lo que ahora no estaba dispuesto a hacer de ninguna de las maneras. La duda que le carcomía era si el pastor era un simple peón o una pieza clave. Dicho de otro modo: si matarlo podría cambiar algo.
Desde que salió del club de Olena, Sombra no había podido pensar en otra cosa. Cambiar algo. Matar a alguien. Demostrar que podía hacer algo más que huir. Pero sólo si tenía sentido. El problema era que aún no lo sabía con certeza. El rebaño en sí era inofensivo, pero su guía no. Mientras avanzaba de nuevo tras ellos todo lo discretamente que podía, trataba por todos los medios de deducir su objetivo más probable, pero le faltaban claves. Los sacrificios voluntarios siempre eran más poderosos que los sacrificios forzados, aunque la oscuridad a la que servía el pastor no parecía discriminar demasiado al respecto. Aun así, Sombra no quería ni imaginar qué buscaría obtener alguien con quinientos sacrificios humanos. Eran demasiados. Era demasiado horrible. No por la cantidad de muertes; en ese momento, en la ciudad probablemente hubiese el triple o el cuádruple de ese número de cadáveres. Era demasiado horrible porque lo que impulsaba al guía no era la locura que se había apoderado del resto de sus conciudadanos. Por lo que sabía, quizás del resto del mundo. En el corazón del caos, bajo la marea de deseos e impulsos, alguien estaba llevando a cabo un plan, un plan que no era suyo sino de poderes antiguos y siniestros a los que nada importaba la vida. Para los cuales la vida era alimento. Y él, que era el único que parecía haberse dado cuenta, no lograba descubrir en qué consistía. Sólo podía seguirlos, calle tras calle, edificio tras edificio, y ver que su número continuaba aumentando.
Lo más triste era que resultaba hermoso verlos. Avanzaban juntos y felices, ayudándose, animándose. Los más fuertes sostenían a los más ancianos. Los jóvenes cogían en brazos a los niños. Una chica de unos quince años caminaba justo detrás del pastor, como si estuviese siguiendo al mismo Buda en toda su magnificencia, alentando continuamente a sus compañeros y atenta a cualquier señal de otro necesitado que sumar a su causa. Y parecía que la capacidad de la ciudad de producir más almas inocentes que habían permanecido a salvo no tenía fin. Una niña escondida en un contenedor de basura. Un mendigo que había pasado toda la noche borracho bajo un montón de periódicos y había despertado justo cuando los cánticos pasaban junto a él. Una madre con un bebé y un gato en su trasportín, que cerró los pestillos de su coche de lunas tintadas y llevaba horas cantando nanas sin mirar al exterior. Siempre quedaba alguien más, hasta que la cabeza de la columna ya no era visible desde la posición que los seguía, varios metros por detrás del último miembro del rebaño.
Entonces se detuvieron. Del modo más discretamente posible, Sombra corrió por una calle paralela para tratar de descubrir qué estaba sucediendo en la cabecera. Saltó sobre los restos aún humeantes de una hoguera abandonada, se agachó para pasar por un hueco que había en una barricada de la que aún pendían cadáveres empalados, y sacó la pistola. No lo pensó, simplemente la sacó y quitó el seguro. Si conseguía acercarse lo suficiente como para asegurar el tiro, dispararía contra el pastor. Y después pensaría en las consecuencias. Recorrió los últimos metros con la mente completamente en blanco, sintiendo sólo el peso del arma en la mano, la tensión de su dedo junto al gatillo. Dobló la esquina que le devolvería a la calle principal. Pero ya era demasiado tarde. La columna se había puesto en marcha, y su líder avanzaba tranquilamente con al menos diez metros de seguidores a su espalda, haciendo imposible cualquier disparo, y menos de alguien que empuñaba un arma de fuego por primera vez. Sintiendo como una mezcla de desesperación y frustración le atenazaba el pecho, Sombra prácticamente se situó codo con codo con los caminantes de la parte más exterior del rebaño, oculto apenas tras un cartel publicitario atravesado por varios cortes. Necesitaba saber. Pero todo era demasiado incoherente.
«Caminemos hacia el amanecer», canturreaba alguien exultante. «Todos juntos, todos juntos», coreaba una voz infantil. «No tenéis que preocuparos. Nadie tiene que preocuparse», animaba otro. Pero nadie decía adónde iban. Nadie decía por qué iban allí. Nadie era capaz de soltar una palabra útil, aunque sólo fuese una. Con cuidado, Sombra volvió a colocar el seguro en su sitio, y esperó. Cuando la columna se hubo alejado y ya sólo se oían sus cánticos y risas, se guardó el arma en el pantalón y salió tras ella. Había tenido su oportunidad, y la había perdido. O quizás no había llegado a tenerla nunca. En cualquier caso, ya sólo podía seguirlos y esperar al final. Y confiar en que en algún momento de ese final encontraría una posibilidad para hacer algo.
3
Toda gran actuación requiere un gran final, y Frank R. Schiolla le había dado muchas vueltas a cuál debía ser el escenario de ese final. Lo primero que le vino a la mente, como no podía ser de otro modo, fue una iglesia. O mejor aún, una catedral. Algo inmenso y glorioso, con gruesas columnas, mármol, imágenes de santos. Algo con un altar al que subirse y desde el que dirigirse a su rebaño. Pero tras pensarlo un rato le pareció una idea infantil. Él nunca había sido una persona muy religiosa. Una iglesia era simplemente el lugar al que le obligaban a ir a aburrirse de pequeño, y por donde había caído alguna que otra vez si la boda de un familiar o un amigo lo requería, nada más. ¿Qué sentido tenía para él convertirse en el Rey del Mundo en ese escenario? Ninguno. Así que lo desechó, y en ese mismo momento se quedó sin ideas. Andaban y andaban, y con cada manzana que recorrían su rebaño aumentaba en uno o dos miembros (o a veces más, si había suerte), pero llegó un momento en que tenía que decidirse, con inspiración o sin ella. Se hacía tarde. Tomó aire, levantó una mano para indicar que se parasen y se dirigió a su séquito.
—Me habéis seguido con esperanza y valentía toda esta noche —comenzó a decir con su mejor sonrisa—, y gracias a ello no sólo vosotros estáis a salvo, sino que hemos salvado a muchos, muchísimos, que de no ser por vuestra bondad y ayuda no estarían ahora a nuestro lado. Y os lo agradezco. —«Captatio benevolentiae— se dijo—. No se llega a ser un gran vendedor sin algo de estudios»—. Pero el peligro aún está cerca. Nos rodea. Nos acecha. No estamos a salvo, y lo sabéis.
Hizo una pausa dramática, para que un murmullo de asentimiento recorriese el rebaño. Cuando consideró que la idea había calado lo suficiente, continuó su discurso.
—Os prometí que os sacaría de aquí. Y voy a cumplirlo. —Hubo un comienzo de aplauso, y Frank lo dejó crecer lo suficiente, hasta que recorrió como una ola la columna. Con falsa modestia agachó la cabeza, sólo para levantarla unos instantes después con una mirada de decisión heroica. Siempre había querido poner esa cara, pero la verdad es que no resultaba muy útil para vender seguros—. Es el momento. Es el momento de marcharnos. Es el momento de encontrarnos con nuestro destino…
Se detuvo. ¿Dónde? ¿Qué lugar era digno de recibir al Rey del Mundo? ¿Por qué lugar quería que le recordaran? ¿Había realmente algún rincón en la ciudad que significase algo para él? Y entonces lo supo. ¿Frank el Obispo? ¿Frank el Presidente? ¿Frank el Líder? No quería mandar, no quería gobernar en el sentido estricto. Quería ser el puto amo. Quería ser una estrella del rock. En sentido figurado, pero era así como quería sentirse. Por tanto sólo había un sitio al que ir.
—… en el Auditorio Imperial.
Todos los grandes conciertos habían sido en el Auditorio. Todo el que era alguien había sido aplaudido y ovacionado desde sus gradas. Y allí era donde tenía que acabar todo. O empezar, según se viese. Con una sonrisa sincera e ilusionada, Frank dio la espalda al rebaño y se puso en marcha, con la certeza de que le seguirían. Hasta el fin del mundo, si hiciese falta. Quizás un poco más allá. Pronto lo comprobaría.
4
El lugar no era en realidad ningún lugar. Antes lo había sido, pero lentamente fue borrándose de la existencia, como tantas otras cosas, devorado por el paso de años y siglos que se habían estirado hasta convertirse en milenios de polvo y olvido. Antes había sido no sólo un lugar, sino un lugar poderoso y brillante. Un lugar amado, y odiado, y temido, y deseado. Pero ese antes murió, y ruinas sobre ruinas fueron depositándose, como capas de vacío que cada vez transformaban más en nada todo lo que fue. Hasta que un día realmente fue sólo nada, sepultada bajo el peso del tiempo. No, ya no era ningún lugar. Pero era. Los Arcontes se referían a él como Abajo, y eso resultaba suficiente.
Abajo no había luz. Ni sonido. Ni espacio, en realidad. Era sólo un punto donde todos estaban allí al mismo tiempo, siendo uno sin el Uno que les unía. Y aunque carecían de forma, se colocaron en un círculo que de hecho no existía. Y reunidos en ese círculo no necesitaban hablar, porque todos eran lo mismo, pero aun así lo hicieron.
—El asalto al Reino ha sido un fracaso total —dijo Herrumbre, adelantándose. Un silencioso asentimiento de capuchas le respondió, y volvió a su lugar.
Tras ello, se instaló entre las figuras de sombra congregadas un silencio distinto, expectante. Ninguna quería atreverse a ser la primera en decirlo, pero todas lo sentían por igual. Había sido un plan perfecto, y se había ejecutado con total precisión. Cierto, no había sido el primero. Ni el segundo. Durante siglos habían tejido planes en murmullos silenciosos, compartido ideas, vigilado, esperado. Y durante siglos habían fracasado. Porque todos sus planes eran demasiado complejos, demasiado improbables. Hasta que finalmente descubrieron cuál era el único plan perfecto. Y lo guardaron como un tesoro, en la oscuridad y en la sombra. Un plan tan perfecto que no podía fallar si encontraban la oportunidad adecuada. Tan perfecto que sin esa oportunidad nunca podría llevarse a cabo. Y el tiempo pasó, y el mundo cambió, y su poder fue menguando cada vez más. Como una vela se fueron agotando y desvaneciéndose. Llegaron incluso a aceptar que su desaparición absoluta era casi inevitable. Casi. Pero jamás abandonaron el destello de esperanza del plan. Llevaban aguardando miles de años la oportunidad adecuada, el momento justo para llevarlo a cabo. Y ahora, finalmente, había llegado. E iban a tener éxito. Porque no podía ser de otro modo.
—Hermanos… —Fue Espina la que ocupó el lugar central—. La victoria es inminente.
No esperaba calurosos vítores ni una ovación, y no los recibió. Llevaban aguardando casi una eternidad, aferrándose a una pequeña semilla. Podían esperar una hora más. Aunque estuvieran totalmente seguros de su triunfo. Así que esperaron.
Y mientras lo hacían, comenzaron a revivir recuerdos, recuerdos que cobraban vida a su alrededor y por los que se deslizaban como visitantes invisibles. Recuerdos de sangre derramada en su nombre y en el de aquel al que servían. Recuerdos de miedo y deseo. Recuerdos de pactos y de dones. Recuerdos de un mundo que fue suyo, brevemente, muy brevemente, pero lo fue. Y que debería haber sido suyo para siempre. Recuerdos de la derrota más cruel y brutal, de la desesperación que le siguió. Y de cómo de esa derrota surgió lo que eran ahora. Recuerdos de la dolorosa herida de comprender lo que significaba la libertad. Porque ellas eran las Sombras del Amo. Y recuerdos del dolor menos intenso pero interminable de aceptar que nunca serían libres. Hasta ahora. Era el momento. Era su momento. Era su mundo. Por fin. Para siempre.