2. Encuentros
Sakura Takahasi colgó el teléfono y se frotó el rostro somnoliento presa de un terror frío. Estaba pasando. No lo había dudado nunca, pero el que sucediese finalmente la llenaba de espanto de todos modos. Con las piernas temblando, se dejó caer en la silla que había junto al teléfono y miró su reloj. Hisakosan estaría de vuelta más o menos en una hora. El desconocido llegaría al amanecer. Y ella tendría que entregarle su virginidad para que pudieran salvarse. Así lo había decidido Hisakosan, y si lo había decidido era porque era imprescindible, y ella lo haría lo mejor que pudiese. Pero Sakura tenía trece años, y tenía miedo. Mucho miedo.
Miró a través de la ventana y pudo sentir que la tensión iba acumulándose en la calle, como una niebla gris y malvada que fuese cobrando cuerpo poco a poco. Carecía de los poderes de su abuela, pero había cosas que era sencillo ver si sabías dónde mirar. Si tuviera los poderes de Hisakosan, pensó, podría hacer algo. Pero no los tenía. Por eso siempre había sido una carga. Algo a lo que había que proteger. Ahora era el momento de hacer su parte, aunque fuese una parte pequeña, pasiva y terrorífica. Tratando de controlar el temblor de sus piernas, Sakura se levantó y fue a ducharse. Tenía que estar hermosa para el desconocido.
2
Cuando Hisako Takahasi llegó a su casa, algo menos de una hora antes del amanecer, ya sabía lo que iba a encontrarse. En silencio, dejó las llaves en el cuenco de la entrada y el bastón que utilizaba para salir a la calle junto a la puerta. Podía oír el sonido de la ducha a un par de paredes de distancia. Cansada, se sentó en un mullido sofá, echando de menos la frugalidad de muebles de su infancia. No acababan de gustarle los muebles occidentales, pero ese mundo era su hogar ahora. O mejor dicho, el hogar de Sakurachan. El hogar de Hisako, su mundo, fue destruido cuando los americanos lanzaron la bomba sobre su ciudad, Hiroshima. Pero la anciana jamás había perdido tiempo en lamentarse. Ni cuando murieron sus padres. Ni cuando murió su hija. Ni cuando proteger a su nieta le costó los ojos. Eso nunca había servido de nada. Así que mientras esperaba hizo lo único razonable: encendió la pequeña estufa de carbón y arrojó el hueso de una paletilla de venado al interior. Esperó mientras el calor hacía crujir el hueso y las grietas del destino iban formándose poco a poco en él. En el momento adecuado, lo retiró de las llamas y aguardó impaciente a que se enfriase antes de comenzar a rozarlo con ansiedad, tratando de descubrir qué camino las salvaría y cuál las condenaría junto al resto de la ciudad, o de lo que quiera en lo que se estuviese convirtiendo.
3
En las calles silenciosas y frías de la hora que precede al alba, Ivo buscaba la forma de solucionar el problema de la ropa. Y la solución llegó por sí sola cuando alcanzó los primeros barrios de la periferia, unas gigantescas colmenas de edificios de un gris sucio y desconchado, engalanados tan sólo por la ropa que colgaba de los tendederos a cierta altura. Aprovechando lo solitario del momento, Ivo saltó hasta engancharse del alféizar del primer piso y se izó fácilmente hasta el pequeño saliente. Desde allí, volvió a saltar hacia arriba, sujetándose a un maltrecho reborde de la fachada, que le permitió alcanzar finalmente el segundo piso y una cuerda de la que pendía algo de ropa normal. El proceso de encontrar unos vaqueros y una camiseta de su talla requirió ascender dos pisos más, y una sigilosa bajada de cuatro pisos de altura por la pared, pero al fin era uno más entre la multitud. O eso pensaba mientras contemplaba su reflejo en el cristal de una polvorienta furgoneta.
Neumáticos que rodaban despacio sobre el asfalto. Minúscula frenada. Ivo levantó la vista y pudo contemplar cómo el coche patrulla avanzaba directamente hacia él. Vio el espanto en el rostro del ocupante del asiento del copiloto, y pudo oler el sudor frío y repentino del joven policía. Por lo visto, su rostro era del dominio público. O su máscara. Habría sonreído si fuese capaz de algo así, pero no lo era. Al lado del joven policía, un cansado veterano no se dejaba dominar por el pánico y ya estaba hablando por radio, sin aminorar ni acelerar la marcha pausada de su coche. Ivo calculó. Treinta segundos a ese ritmo. Quince cuando acelerasen. A su alrededor, las largas calles rectas de las construcciones que tienen como único objetivo aprovechar el espacio. Sin dudarlo, dio la espalda al coche patrulla y echó a correr, girando a la derecha en cuanto superó el primer bloque de apartamentos. Oyó que el coche aceleraba, y las sirenas rompieron el silencio de una noche que estaba a punto de dar paso al alba, pero no vaciló lo más mínimo. En cuanto hubo girado y estuvo fuera de la vista de sus perseguidores (diez segundos), saltó. Alféizar. Primer piso (cinco segundos). Reborde. Segundo piso. El coche patrulla entró en la calle a toda velocidad, pero en unos instantes paró en seco (tercer piso). Con precaución, el conductor sacó un foco por la ventanilla y lo proyectó hacia los portales de los edificios de los alrededores (cuarto piso). Cuando su compañero apareció a pie por el otro lado de la manzana, Ivo ya prácticamente había alcanzado la azotea. Sólo en ese instante el policía más joven lanzaba una perpleja mirada hacia el cielo nocturno, pero el amanecer todavía estaba a unos minutos, y en la oscuridad Ivo era ya una diminuta sombra sobre la sombra mayor de un décimo piso.
La azotea estaba ocupada. Lo olió casi un piso antes de llegar: olor a excrementos de animal y a sudor humano. A alimentos medio podridos. A sangre seca y tiza. Luego oyó el cántico. No lo entendió (¿latín quizás?), pero la voz nerviosa que lo recitaba y el ritmo repetitivo le transmitieron una idea clara de deseos de poder, secretos que se creen llenos de fuerza, y frustración y miedo. En completo silencio, Ivo alcanzó el borde de la azotea y se elevó apenas lo suficiente para observar a su ocupante.
Al parecer, el inquilino llevaba viviendo unos días allí, si es que se podía llamar vivir a dormir sobre un montón de cartones, pasar el día entre restos de comida basura y, aparentemente, dedicarse a destripar palomas. Vestía un traje de chaqueta sucio y arrugado, pero moderno, como si hubiese pasado directamente de una vida de oficina a esconderse en ese improvisado taller de invocaciones. Ivo calculó que tendría unos cuarenta años de edad y vio que estaba empezando a quedarse calvo. Mientras salmodiaba su cántico, iba trazando un círculo con tiza en el suelo, ajeno a todo lo que le rodeaba. O eso parecía. De repente, se incorporó y apuntó directamente en dirección a Ivo con un cuchillo que debía de haber tenido oculto en el cinturón.
—Muéstrate, engendro —dijo con la mirada fija en los silenciosos ojos de Ivo—. Puedo acabar contigo, y lo haré.
Sin apartar la mirada, el inquilino tanteó en una caja que había cerca de sus pies y extrajo de ella una paloma. Con la eficacia de la experiencia, le rebanó el cuello con el cuchillo y vertió la sangre en el suelo, a sus pies.
—Poderosos Arcontes, Primigenios Arcontes, recibid esta sangre. Destruid al intruso. Sangre por sangre.
Con una sonrisa cercana al éxtasis, el inquilino contempló como de la sangre brotaban unas delgadas volutas de humo, que rápidamente se solidificaron y salieron disparadas hacia Ivo. Este saltó por encima de la barandilla y apoyó con firmeza los pies en el suelo de la azotea, preparado para recibir el impacto, pero fue un esfuerzo innecesario. Las hebras de oscuridad le atravesaron limpiamente, del todo insustanciales, y volvieron a hacerlo una y otra vez, como si el propio Ivo fuese de humo, antes de desaparecer con frustración. Los ojos del inquilino estaban completamente abiertos y paralizados por el espanto.
—¿Qué eres? —dijo en cuanto pudo hablar—. ¿Qué demonios eres? No estás vivo. No, no estás vivo.
Ivo no contestó. La verdad es que no sabía la respuesta. Tampoco le importaba.
—Voy a quedarme aquí unos minutos —dijo al fin—. Por mí puedes seguir con lo tuyo.
Y se sentó tranquilamente, con la espalda apoyada en la barandilla de la azotea. El inquilino lo observó con estupor, y después lanzó una risa desprovista de humor.
—Los Arcontes se están riendo de mí otra vez —dijo—. Otra puta vez.
El inquilino se dejó caer pesadamente en el suelo allí donde estaba, ensuciando un poco más el maltrecho traje.
—Soy un mierda, ¿sabes? —continuó.
Ivo le ignoró por completo, con los ojos cerrados y atento a los sonidos y olores de la calle que empezaba a despertarse. Al inquilino no pareció importarle.
—No sirvo para sacerdote —prosiguió—. Tampoco es que sirviera para agente de seguros. Pero al menos lo intentaba. Y ahora estoy intentándolo, joder. ¡Estoy intentándolo! —exclamó al cielo, que empezaba a clarear por el este—. ¡No tenéis por qué mandarme un engendro, un muerto andante o lo que sea esto! Pienso hacerlo… en cuanto pueda —añadió en un susurro.
Un tenso silencio cayó sobre la azotea. Ivo permaneció atento a los sonidos del suelo. Puertas. Pasos apresurados. Coches arrancando. Ni rastro de la policía ni del pánico que debiera provocar la presencia de un peligroso asesino. Se acercaba el momento de irse, si quería llegar a tiempo a su cita. Esperó unos segundos más y se incorporó. Sorprendido por el repentino movimiento, el inquilino de la azotea dio un respingo.
—¡No me mates! —gimoteó.
Ivo no lo miró. Se limitó a avanzar hacia la puerta que permitía acceder al interior del edificio, pero cuando estaba a punto de llegar sintió una mano insegura en su hombro.
—¿Bien? —dijo girándose apenas lo suficiente para ver el rostro temeroso del inquilino.
—No… No has venido a por mí —dijo, cobrando seguridad con cada palabra—. ¡No has venido a por mí!
Un destello de inteligencia apareció en su mirada, y por un instante dejó de parecer un pobre despojo.
—Es más, no tienes ni idea de por qué tendrías que venir a por mí. —El inquilino lanzó una pequeña risa nerviosa y desagradable—. Oh, dioses, no soy el único que está jodido. No sabes qué eres, ¿verdad?
Ivo no contestó. Al inquilino no pareció importarle.
—No tienes ni puta idea. Vas por ahí sin corazón, sin alma, como si fuese lo más normal del mundo —prosiguió—. Eres un cascarón. Algo a medias. Eres material defectuoso, tío.
Ivo se volvió de nuevo hacia la puerta y la abrió. El inquilino retiró la mano y siguió riéndose entre dientes, sin tratar de detenerle.
—Yo podría ayudarte, ¿sabes? —dijo a modo de despedida—. Sé cosas. Trabajo para seres que saben cosas.
Ivo se limitó a dejar que la puerta se cerrase a su espalda y comenzó a descender. Un escalón, diez, cincuenta. Era cierto que no sabía quién era ni por qué era así. Pero eso no tenía importancia. Era el Cazador. Y no veía ninguna razón por la que el Cazador necesitase un corazón. Necesitaba una presa, y la tenía. Y necesitaba encontrarla. Por lo que la única opción era apresurarse hacia la cita que podría darle alguna pista sobre el paradero de su objetivo. Sin alterar el ritmo de su respiración, comenzó a bajar los escalones a mayor velocidad.
4
La calle parecía tranquila, pero Ivo sabía que era una falsa sensación. La policía le estaba buscando, de eso ya no tenía dudas, y sabían que estaba por esa zona, así que debía alejarse lo más deprisa posible. Pero también parecía que su foto no se había difundido aún a la población, con lo cual las masas de gente eran el único bosque que tenía a su disposición para ocultarse. Contempló la calle que conducía hacia la boca de metro, y sin pararse a considerar otras opciones, se unió a la lenta corriente humana que comenzaba a sumergirse en las profundidades de la tierra en dirección al trabajo. Obreros. Dependientes. Algún oficinista de ínfimo nivel. Madres que empujaban a niños aún medio dormidos por las escaleras que bajaban hasta las vías, y después trataban de mantenerlos alejados de ellas. Nadie le miraba. Él no miraba a nadie.
Esperó de pie delante de los raíles y cerró los ojos para mantenerse más alerta. Loción de afeitado. Desodorante. Pasta de dientes. Comida envuelta en papel de aluminio. Adrenalina. Sudor fresco y frío. Había un policía de paisano en la estación de metro. Razonable, dado que era la ruta más directa de salida. En ese momento ya le habría reconocido, y probablemente habría pedido refuerzos. Esperó. En la distancia, el rítmico temblor de un tren se intensificaba por la derecha. La dirección opuesta a la que él debía tomar. Siguió esperando. La vibración aumentó. Sonido de frenos. Al otro lado de las vías, el metro se detuvo y la gente comenzó a bajar y a subir. Esperó un poco más. Puertas que se cierran. Metal que comienza a ponerse en movimiento. Ivo abrió los ojos y con tres rápidas zancadas saltó a las vías, las cruzó de un salto y se encaramó al escaso espacio que separaba dos vagones. Oyó un «alto» a sus espaldas, pero no se volvió. El tren iba ganando velocidad rápidamente, y a su sólido traqueteo se iba sumando el retumbar de otro tren que venía en sentido contrario. Hacia él. Tres segundos. Dos. Uno. Ivo saltó de un tren a otro, girándose en mitad del vuelo. Una vez en la dirección correcta, se encaramó sin dificultad al techo del vagón y permaneció tumbado en el centro, lo más alejado posible de las miradas cansadas de los pasajeros.
Se mantuvo inmóvil durante el recorrido de dos estaciones, y en la tercera se bajó cuando el tren empezaba a frenar, justo antes de que llegase a la parada, y desde la discreción del túnel trepó al andén y entró como un pasajero más. Una vez en el interior, cerró los ojos para detectar cualquier otro posible problema. La misma fatiga que antes. Los mismos olores a supuesta higiene. Pero algo más. Ivo abrió los ojos y contempló a un joven de ojos vidriosos por las drogas, que trataba de mantenerse despierto a toda costa. Por un instante, algo pareció resonar en su interior, una especie de reconocimiento, una especie de camaradería, pero antes de que pudiera darle forma o nombre, el tren llegó a otra estación y el joven se bajó. No tenía sentido preocuparse por ello. Tenía un objetivo. Tenía prisa. En algún lugar en la superficie estaría amaneciendo, y unas manzanas más allá del final de ese trayecto le aguardaban respuestas. O al menos, nuevas preguntas.