6. El Irlandés
Sombra bebió con cuidado un sorbo de su taza de té Earl grey, pero se quemó igualmente. A través del sucio cristal de la ventana podía contemplar el movimiento habitual del mercadillo que comenzaba a organizarse, como cada mañana. Tenderetes que exponían artesanía de cuero, supuesto arte de importación, ropa ecológica, verduras aún más ecológicas. Un poco de todo lo que pudiese atraer a una buena mezcla de turistas y paseantes de otras zonas de la ciudad. Si levantaba la vista, podía contemplar las maltrechas columnas del templo de Apolo, lo único que quedaba después de siglos de reutilización y expolio, justo al otro lado de la horrible valla de protección, cubierta de pintadas y carteles. Buena forma de proteger el patrimonio.
Había sido una noche extraña. Había ido a ver a Olena, pero al final se habían pasado todo el rato hablando. Y él no estaba para derrochar el dinero. Cuando salió, el cabrón de Mijailo, que debía de haber estado escuchando al otro lado, se rió en su cara y le dio una palmadita en el hombro. Dijo algo en ucraniano, que debía de ser muy gracioso y ofensivo, pero Sombra prefirió dejarlo pasar. Como siempre. Prefirió quedarse con el recuerdo de Olena, de cómo le miraba mientras hablaban, como si lograra olvidarse por un momento de que estaba trabajando. Sombra sabía que no era así, no era ningún estúpido. Muchas otras cosas sí, pero estúpido no. Pero de todas formas le gustaba pensarlo. Y, cómo no, ella había hecho la pregunta que todos los que le conocían realmente acababan haciendo, y que los que no le conocían nunca se planteaban.
—¿Por qué te llaman el Irlandés, Sombra? —dijo con su hermoso acento—. Porque no eres irlandés, ¿verdad? ¿No son muchos dos apodos?
—¿Quieres la versión larga o la corta? —replicó sentado en el borde de la cama.
A su lado, Olena estaba cómodamente tumbada. Tenía un cuerpo hermoso y curvilíneo, con fuerza. No como esas modelos de cuarenta kilos. De hecho, prácticamente tenían la misma altura, y con los zapatos de tacón Olena le sacaba un par de centímetros. Pero casi nunca estaban uno al lado del otro con zapatos. Sombra acarició un mechón de su pelo rubio, que se había recogido en una cola para estar más cómoda, y le hizo cosquillas en la nariz con él.
—La corta —dijo Olena sonriendo y apartándole la mano. Era una sonrisa sincera, y eso significaba mucho en un lugar y en un momento como ese—. Y no hagas tonterías con el pelo. No quiero que me lo enredes.
—La corta. —Sombra suspiró—. Vale. Como soy pelirrojo, cuando me mudé aquí alguien comentó que debía de ser irlandés. Y la idea pareció calar. Después, cuando el primero me llamó «Irlandés» a la cara, al parecer ya todos estaban de acuerdo en que ese era mi apodo oficial. Yo no me sentí con fuerzas para cambiar el pensamiento de la masa.
—Menos mal que era la corta —bromeó Olena, volviéndose para poner la cabeza sobre las piernas de Sombra.
El pronunciado escote de su blusa se desplazó, de modo que sus pechos quedaron prácticamente a la vista. Sus pezones destacaban con intensidad sobre su blanca piel, y Sombra se sintió tentado de dejarse llevar, desabrocharle el par de botones que quedaban sin quitar, y morderlos y besarlos con intensidad. Pero estaba preocupado. Realmente preocupado. Y todavía no se había atrevido a plantear el tema, aunque se estaban quedando sin tiempo. No podía permitirse pagar una segunda hora.
—Sabes que nos estamos quedando sin tiempo, ¿verdad? —le dijo la chica, como si le hubiese leído la mente.
Sombra asintió.
—Y sabes que me gusta follar contigo. Es más, espero que cuando vengas, follemos —continuó—. Es mi trabajo, no lo olvides.
—No lo olvido —dijo Sombra. Ahora o nunca. Y tenía que ser ahora—. Pero quería comentarte algo. Algo importante.
—¿No empezará con una tontería del tipo «me he enamorado», «voy a sacarte de esto» y cosas así? —Olena sonrió al decirlo, pero Sombra sabía que había tristeza en el fondo de sus ojos azules.
—No. Es más simple que eso, y menos melodramático, al menos lo que puedo contarte.
—Así que hoy es noche de intrigas. —Olena rió de nuevo—. Te escucho, oh poderoso mago.
—No me llames así —se quejó Sombra, con una nota de seriedad en la voz—. Mi padre era el magus. Yo no. Yo sólo intento sobrevivir.
—Como todos —repuso Olena, y un silencio cargado de melancolía se instaló entre los dos.
Pero Sombra no podía permitirse más pausas esa noche.
—Va a pasar algo, Olena —dijo sin darle más vueltas—. No sé qué es, pero sé que va a ser pronto. Un día, dos a lo sumo. Y va a ser malo. Muy malo.
Olena permaneció en silencio, mirándole. Sabía que no mentía. Él nunca le mentía. Y era un tipo lo suficientemente extraño como para hacerle caso cuando decía algo así. Pero sus opciones eran muy limitadas.
—¿Y qué se supone que puedo hacer? —dijo tras unos segundos.
—No lo sé —respondió Sombra con sinceridad—. No tengo ni idea. Pero ten cuidado. Y si las cosas se ponen realmente malas, enciérrate aquí o sube a la azotea. Si sigo vivo, vendré a por ti.
—¿Tan malo va a ser?
Sombra se limitó a asentir y le acarició el pelo. No hablaron más esa noche, ni siquiera cuando se despidieron con un beso lleno de dulzura.
Y ahora era de día, y Sombra notaba en cada fibra de su ser que ese algo malo iba a llamar a su puerta de un momento a otro. Con desgana, como quien se enfrenta a algo inevitable pero no por eso menos desagradable, buscó las cartas del tarot. Hacía ya tres días que las había sacado de su lugar habitual en un cajón de la mesilla de su dormitorio para trasladarlas a la mesa polivalente, pero no se había decidido a utilizarlas. Finalmente las encontró entre la tabla de cortar y un montón de folios donde había estado tomando notas sobre unos libros que le habían encargado. La mesa polivalente era la única superficie lisa y amplia del piso (que en realidad tampoco era un piso, sino una antigua carpintería reconvertida en un proyecto de loft), y se esforzaba con bastante éxito por servir de escritorio, mesa de cocina y mesa de comedor al mismo tiempo. Sombra despejó todo el espacio posible, que no era demasiado, y extendió el tapete verde oscuro en el que envolvía las cartas sobre la curtida superficie de madera. La mesa era de roble, lo cual le ayuda a sentirse en cierto modo en casa. Ya estaba en la carpintería cuando la compró, y las innumerables muescas que la recorrían indicaban que no la habían utilizado precisamente para tomar el té. Tenía una historia, y eso le gustaba, sobre todo porque era el único mueble con historia del piso. El resto era una mezcla más o menos coherente de muebles de IKEA y muebles con defectos estéticos.
Sombra miró de nuevo por el ventanal que tenía a su espalda. Sabía que estaba perdiendo el tiempo. Porque sabía con la misma seguridad que las cartas no iban a decirle nada bueno. Contempló dudoso la puerta, temiendo y deseando al mismo tiempo que lo que tuviese que pasar pasase ya, y se ahorrase el mal trago del tarot. Nadie llamó. Así que se volvió de nuevo hacia la mesa y barajó las cartas. Sus cartas. Su padre era un mago tradicional, educado en los principios de la Golden Dawn, estudioso de los textos de Aleister Crowley y toda la demás parafernalia, y cuando se dignaba a descender a un medio tan simple como el tarot, siempre utilizaba un antiguo tarot de Marsella, que fue el primero que Sombra vio en su vida, aunque nunca se le había permitido tocarlo. «Ya se sabe, esas cosas se descargan —dijo con cinismo Sombra mientras sonreía—, como una maldita batería que haga mal contacto». Su madre siempre había seguido otros caminos. Magia de la tierra, brujería tradicional, wicca. Su tarot era una de esas cosas feministas llenas de diosas y heroínas. Era evidente que a ella le funcionaba perfectamente, pero no era algo con lo que Sombra se pudiera sentir cómodo, como cuando te dan un vestido de fiesta lleno de volantes y cintas y te piden que lo dobles con cuidado. Había sido complicado vivir entre dos mundos. Por eso, en cuanto pudo, se compró su primer tarot, uno de esos tarots eróticos con ilustraciones de Luis Royo, que escandalizó a todo el mundo, aunque no se lo dijeran. Pero ese nunca había sido su tarot. Esa era una forma de rebelarse contra demasiadas tensiones en demasiadas direcciones diferentes. Unos meses después, en una pequeña librería encontró finalmente su tarot, un tarot ilustrado con motivos de la mitología nórdica. De eso hacía ya casi veinte años.
Veinte años, pensó con cierta nostalgia mientras terminaba de barajar y dejaba el mazo de gastados bordes frente a él. Cortó y sacó cinco cartas. Vertical, horizontal, horizontal, horizontal, vertical. El drakkar. Una tirada sencilla: hacia dónde van las cosas y hacia dónde podrían ir. Y en el medio él, el motivo de la consulta, la pregunta. VI. Los Enamorados. En su caso, Frigg, Vile y Ve. Cuando Odín tuvo que huir de Asgard, Vile y Ve se quedaron con su trono, pero también con su esposa Frigg. El significado era claro: una elección importante, bien en lo profesional, bien en lo afectivo. Y no hacía falta ser un genio para saber que Olena estaría en medio. Sombra levantó la mirada hacia el extremo superior del drakkar. Hacia dónde iban las cosas y por qué. Una valkiria le devolvió la mirada. La Muerte. Cambio imprevisto, transformación radical. No necesariamente malo, no necesariamente bueno. Todo ello apoyado en Loki. El Loco. Alguien ha hecho alguna estupidez y ahora todos iban a tener que encajarlo del mejor modo posible. Suspiró y después centró su atención en las dos cartas que había bajo los Enamorados. La ruta alternativa, el otro camino posible y su destino. La primera carta de esa zona era la Luna. Mani. En la mitología nórdica, la luna era masculina. En algunos casos, luna y sol eran hermanos, pero también había una leyenda sobre un hombre que a punto de morir se entregó al sol, femenino, convirtiéndose en su esclavo. Ilustraciones aparte, la Luna siempre indica un error en la percepción, creer lo que no es. Y si se seguía ese camino, al final aguardaba la torre. Asgard. La ciudad celestial, primera en caer cuando llegue el Ragnarök. Todo en lo que creías se va a derrumbar, y será por tu culpa. De puta madre. Sombra recogió las cartas. Sabía que no iban a decirle nada bueno, y no se lo habían dicho. ¿Así que las cosas iban a ir mal o peor? Pues adelante.
El timbre de la puerta sonó. Sombra no se sorprendió. Ahora que había desayunado malas noticias y ya se le había quedado frío el té, lo único que faltaba eran los visitantes no deseados. Vació la taza casi llena en el fregadero y se dirigió sin prisa a la puerta.
2
Ivo contempló el barrio que le rodeaba mientras esperaban a que les abrieran la puerta. En silencio a su lado, la anciana no volvió a llamar, aunque el Irlandés no parecía darse prisa en recibir a sus visitantes. Las ruinas del templo atrajeron su atención. Nadie reparaba en ellas. Y sin embargo eran lo más auténtico de todo el escenario. Estaban antes de que cualquiera de los transeúntes llegara. Seguirían cuando todos se hubieran marchado. La idea de algo inmutable, si no eterno, le hizo sentirse una pizca más cómodo de lo que había estado desde que despertó. Quizás dos centímetros más cerca de casa, pensó esbozando una sonrisa inexistente.
Cuando la puerta se abrió, la figura del otro lado no le impresionó, pero tampoco lo esperaba. El hombre que les había abierto tendría unos treinta años, y si algo destacaba de él a primera vista era su cabello intensamente pelirrojo, que llevaba desordenado, como si no se hubiese preocupado por peinarse esa mañana. Su ropa era sencilla y cómoda: unas zapatillas de deporte, un pantalón vaquero desgastado y una camiseta gris con un diseño en forma de nudo celta. Pero eso era quedarse en la superficie, e Ivo ya no podía permitírselo. Sin demasiado esfuerzo, extendió su percepción un paso más. Un pequeño pentáculo de plata colgando de una cadena también de plata en su cuello, bajo la camiseta. Un tatuaje en ambos antebrazos: Nec spe en el brazo derecho, Nec metu en el izquierdo. Sin esperanza, sin miedo. Inspiró con fuerza tratando de captar algún aroma que contradijese el lema del tatuaje, pero no lo halló. ¿Valiente o cobarde? ¿Previsor o estúpido? Ivo no era quién para juzgarlo. Sólo venía a recoger un cuchillo.
El Irlandés no dijo nada cuando los vio. De hecho, no parecía realmente sorprendido. Simplemente hizo una pequeña inclinación de cabeza a la vidente, que no pudo verla pero actuó como si lo hubiera hecho, y les abrió paso al interior de la vivienda. Ivo la estudió con la misma atención que había utilizado con su dueño. Ignoró la gran mesa que parecía contener todo el mundo de su anfitrión, y se concentró en los pequeños detalles. Una cama de cuerpo y medio en una esquina del gran espacio que constituía casi en su totalidad la casa. Sin deshacer y fría. Nadie había dormido en ella esa noche. A su lado, un sillón de orejas de cuero, de aspecto confortable, pero con una fea quemadura en uno de los brazos; y sobre el asiento y a su alrededor, libros. Libros antiguos y modernos. Tratados de hierbas y ungüentos. Runas y símbolos. Filosofía mágica. Libros conocidos y al alcance de cualquiera, pero también obras antiguas, todos ellos repletos de marcadores y anotaciones. El sillón era el lugar para investigar; la mesa, para trabajar. A Ivo le agradó en cierto modo el caos que reinaba en ella, la posibilidad de cortar unas cebollas mientras uno traducía un papiro mágico griego o actualizaba su blog. Más allá de esos dos espacios se extendían multitud de estanterías y baúles, infinidad de objetos. Y en algún lugar de esa sala estaba lo que había acudido a buscar. No necesitaba verlo; si se concentraba, podía sentir fácilmente la gelidez del hierro en sus venas.
—Siempre es un honor recibir tu visita, Hisakosan —dijo el Irlandés.
—Pero me temo que no es una visita de placer —repuso la anciana—. Nuevamente me encuentro en una situación de necesidad, y solicito tu colaboración.
El Irlandés despejó rápidamente un par de taburetes que había junto a la mesa y le indicó a Ivo que tomase asiento, mientras conducía él mismo a la anciana hasta el otro. Él permaneció de pie, al otro lado de la masa de objetos, con un aspecto profesional.
—Estoy a tu disposición —dijo cuando se hubieron sentado, pero no sin antes escrutar el inexpresivo rostro de Ivo durante unos instantes más de lo que resultaba cortés.
—Mi acompañante va a realizarte una petición —dijo Hisako—, que yo compraré por el precio que consideres justo. Y así nuestro trato quedará cerrado.
Esto último lo añadió dirigiéndose a Ivo, que ni siquiera asintió. Estaba demasiado ocupado registrando los sutiles movimientos y susurros de su anfitrión. Estaba haciendo algo. Rozó una navaja cerrada que tenía sobre la mesa, al parecer como pisapapeles, y articuló un par de sílabas inaudibles. Se tocó durante menos de un segundo el colgante del cuello a través de la tela, al tiempo que formaba un extraño gesto con la otra mano. Distendió los hombros, e Ivo pudo sentir como una sutil corriente de energía se acumulaba en torno a su pecho y se proyectaba hacia él. Estaba sondeándolo, tratando de descubrir quién era. O qué era. Pues adelante. Desvió la mirada hacia la ventana y dejó que su magia le alcanzase.
3
Sombra trató de mantenerse impertérrito, pero un escalofrío le recorrió la espalda. No sabía exactamente qué era lo que acompañaba a Hisakosan, pero tenía clarísimo lo que no era. No era humano. No había ningún corazón latiendo en su pecho. Quizás lo hubiese habido en algún momento, pero ya no. Era como si lo que quiera que se sentase al lado de la anciana hubiera decidido ponerse ese traje para dar una vuelta. Y resultaba que el rostro del desconocido le sonaba un poco. ¿Se habían cruzado en un pasado más o menos lejano? ¿Le había visto en uno de los escasos lugares que frecuentaba? El escalofrío se repitió multiplicado por mil. Ya lo recordaba.
—Hisakosan —dijo lo más calmado posible—, ¿sabes que a tu acompañante lo está buscando la policía por varios asesinatos? Está en las noticias de esta mañana.
La anciana no se alteró, lo cual en realidad no sorprendió a Sombra, pero sabía que era su obligación avisarla, sólo por si acaso.
—El aspecto o lo que se atribuya a mi acompañante no es relevante —repuso la anciana—. Pero si lo que dices es correcto, debemos apresurarnos. Haz tu petición, Cazador.
El visitante centró su mirada en Sombra. Ivo Lain. Asesino múltiple encarcelado en un hospital psiquiátrico. Fugado anoche, dejando un reguero de víctimas. Pero su mirada no era la de un asesino. Básicamente no era, pensó Sombra. Era como mirar un pozo. Lo que fuera que estuviese utilizando el cuerpo de Ivo Lain como vehículo no se preocupaba por las minucias humanas como la vida y la muerte. No era la primera vez que tenía que enfrentarse a una mirada de ese tipo. Y los resultados nunca habían sido buenos para la humanidad en su conjunto.
—Quiero un cuchillo de hierro —dijo aquel a quien Hisako había llamado el Cazador.
Sombra se puso pálido. Hierro. Hadas. Tuatha Dé Danann. Tres cosas de las que sabía más de lo que desearía. Lanzó una mirada interrogante al rostro de la anciana, pero era la misma máscara de la decisión. Así que mientras antes los alejase de allí, mejor. Rápidamente se dirigió hacia un viejo baúl de madera cerrado por unos arneses de cuero y lo abrió. De las muchas cosas que había en su interior, tomó un pequeño objeto envuelto en un gastado paño de tela y lo llevó hasta la mesa, depositándolo con cuidado delante de Hisako.
—Un cuchillo de hierro celta —dijo—. Es viejo y es quebradizo. No es una buena arma para matar a un hombre. Pero eso ya lo sabes.
La última frase iba dirigida a Ivo, que no reaccionó. Se limitó a coger el envoltorio y guardarlo en la cintura de su pantalón, sin abrirlo.
—Pon tu precio y habremos terminado —dijo la anciana.
—Es un regalo —comentó Sombra.
Enseguida se dio cuenta de que había dicho lo menos apropiado para acelerar las cosas. El ceño de Hisako se frunció, y sus labios se endurecieron.
—No puedo aceptar un regalo, Irlandés —contestó con frialdad—. Es una deuda demasiado grande, y lo sabes.
—Me he expresado mal, Hisakosan —repuso rápidamente Sombra. Notaba que todo lo malo que había estado acercándose estaba a punto de estallar. Lo notaba en cada fibra de su cuerpo. Y si no se daba prisa, iba a estallarle en medio de su propia mesa—. Lo que quería decir es que, ya que mi oficio es suministrar cosas, lo considero por bien pagado si colaboras prestándome tu sabiduría cuando así lo requiera.
El rostro de la anciana se mantuvo en suspenso, buscando grietas y trampas en la reformulación del trato que acababan de ofrecerle. Sombra suspiró. Hacía diez años que conocía a la anciana y todavía no se había acostumbrado a esa retorcida y ritualista forma de entender el mundo. A un par de manzanas de distancia, el campanario de la iglesia resonó, aunque no era la hora en punto. Ya no había tiempo. Miró hacia la ventana, pero al otro lado todo parecía normal. Todavía.
—Veinte —dijo Sombra—. Dame un billete de veinte y es vuestra.
Hisako asintió y dejó que una minúscula sonrisa aflorara a sus labios mientras sacaba un pequeño monedero, del que extrajo un billete cuidadosamente doblado, y comenzó a extenderlo. Sombra tendió la mano. Pero ya era demasiado tarde.