26. El Tercer Lugar
Cuando Sura pisó de nuevo el suelo firme del Tercer Lugar, sintió que la sangre de la Reina se inflamaba en su interior, pero el fuego no era una muralla, y lo sabía bien. El fuego podía ser atravesado, o extinguido, y se acabaría agotando. Era un arma, sí, pero un arma capaz de destruir por igual al atacante y al atacado. Aun así, era la única arma con la que contaba. Frente a ella, la mole de granito continuaba igual de imponente y silenciosa que la vez anterior. «Una prisión», le había dicho la Bestia en su primera visita. Por un instante la servidora consideró la posibilidad de empujar las puertas, de recorrer los pasos que la separaban de las descomunales hojas grises, y ver qué había al otro lado. Era un deseo caprichoso, absurdo, pero al mismo tiempo intenso. ¿Abrir las puertas detendría los ataques? ¿Transformaría el Reino? ¿Lo destruiría? ¿Agradecería el ser aprisionado su liberación? Todas esas preguntas le cruzaron por la mente en un instante, pero una sola mirada a la Bestia le sirvió para tener la certeza de que al menos esa Señora no le proporcionaría respuesta alguna. Pero ¿y la criatura del otro lado? ¿Contestaría sus preguntas?
—No lo hagas —gruñó la Bestia. Sin darse cuenta, Sura había recorrido ya la mitad del espacio que la separaba de las puertas—. Ignora sus susurros. Eso es lo que quiere. Eso es lo que es.
—¿Es humano? —Aunque era una pregunta, en cuanto lo dijo la servidora supo que era verdad.
—Lo fue —murmuró la Bestia mientras contemplaba fijamente las puertas grises—. O al menos eso asegura el Torturador. Tiene su historia registrada en algún pergamino, pero si es cierta o no, no sabría decirlo.
Era la parrafada más larga que Sura había oído decir a la Bestia en todo el tiempo que llevaba en el Reino, así que cuando la Señora guardó silencio y se volvió hacia la masa gris que se alzaba más allá de los límites del Tercer Lugar, la servidora no insistió, y trató de concentrarse también en la inminente llegada de los atacantes. Sintió que la sangre de la Reina cobraba vida de nuevo en su interior, y su percepción atravesó sin dificultad el muro gris, sumergiéndose en el océano cambiante del Reino. Los asaltantes se habían dividido en dos grupos. Uno se disponía a penetrar en el Salón de Mármol. El otro continuaba avanzando en dirección al Tercer Lugar. La doncella contempló como el Laberinto y la Oscuridad alzaban un impedimento tras otro, pero los atacantes avanzaban en línea recta, como una fuerza indómita. Imparable. Sura trató de sondear su esencia, de comprender a los forjadores que se acercaban cada vez más, pero eso fue lo único que pudo discernir. Imparables. Eso es lo que eran. Sólo eso. Acarició el áspero granito del suelo con un pie. Pronto dejarían de serlo.
—Aquí llegan —gruñó la Bestia, pero la advertencia no era necesaria.
Cuando surgieron del caos gris, la servidora estaba preparada. O al menos eso pensaba.
Eran dos. El primero se había transformado en un juggernaut metálico, una mole vagamente humanoide de duras planchas de metal, de las que brotaban afiladas púas cubiertas de óxido y sangre. Debía de medir cerca de dos metros y medio, y a cada paso el granito crujía y se agrietaba bajo su desproporcionado peso y la brutal fuerza de sus piernas. Sura no distinguió rostro alguno, pero en lo que podía considerarse su cabeza había dos rendijas, y tras ellas se atisbaba un brillo rojizo y malvado. No se había transformado: se había protegido. Una sonrisa cruzó el rostro de la servidora mientras comenzaba a concentrar todo el poder que le otorgaba la sangre de la Reina, y prestó atención al otro atacante. El primero avanzaba lentamente, y tenía tiempo de sobra. Quizás tres segundos.
Ese otro forjador era una bestia. Una gigantesca figura lupina, completamente diferente a la Señora de la Pesadilla que combatía junto a ella, pero extrañamente familiar. Allí no había armadura ninguna ni disfraz; el forjador ya no era reconocible bajo la piel y los colmillos. Lanzó un aullido y sus patas levantaron esquirlas del suelo mientras se precipitaba contra la Bestia. Las fauces chasquearon, mechones de pelaje salieron disparados al aire, y atacante y defensora rodaron por la piedra. Sura no podía dedicarle más tiempo, ni parecía necesario. Volvió a centrar la mirada en la abominación metálica y liberó todo su poder. Esa vez no fue una oleada de fuerza bruta, como en el primer ataque, sino que modeló y refinó la energía hasta forjar una lanza, una lanza cruelmente afilada que concentraba todo su impulso en apenas una punta de aguja, que proyectó directamente hacia la ranura del ojo, y lo que hubiese detrás.
Rebotó. Simplemente rebotó, desviándose hacia las alturas y dispersándose en el aire silente del Tercer Lugar. Sura lanzó una maldición y alzó una mano, proyectando la energía hacia arriba con la intención de lanzar a su oponente hacia las alturas, pero el juggernaut no se levantó un centímetro del suelo. Simplemente continuó con su avance. Lento. Inexorable. Con un rugido, la servidora envió contra él una esfera de fuerza del tamaño de una mesa, luego otra del tamaño de un coche, y después una del tamaño de una casa, pero el forjador continuó hacia delante. Un paso. Otro. Otro. No podía pararlo. La sangre de la Reina no era lo suficientemente fuerte. El Tercer Lugar no era lo suficientemente hostil con los atacantes. O ella no sabía cómo emplear ni una cosa ni la otra. No podía pararlo. Pero tampoco podía dejarlo pasar. Así que lo detuvo. Levantó las manos, echó un pie atrás para resistir el impacto y empujó el pecho de la mole metálica. El metal chirrió y un gruñido de esfuerzo surgió del interior del rostro, pero no se detuvo. Lentamente, centímetro a centímetro, comenzó a empujar a Sura hacia atrás. No intentó golpearla, ni apartarla. Sólo avanzó un paso, y luego otro, y otro. La servidora lanzó una carcajada sin humor mientras oleadas de dolor le recorrían los brazos, la espalda, las piernas. No iba a apartarse. Y que la Reina la perdonase, porque eso no iba a servir de nada.
2
Llevaba corriendo mucho tiempo. Quizás desde siempre. Ya no recordaba cuándo había comenzado a correr. Tampoco recordaba por qué. Sólo tenía la certeza de que eso era lo que debía hacer: avanzar, avanzar, avanzar. Siempre hacia delante. Destruyendo todo lo que se alzase a su paso, todo lo que intentase detenerlo. Un rincón de su mente le decía que no siempre había sido así. Que antes había sido pequeño, débil. Que no había podido decidir si avanzar o retroceder, y que eso dependía de otras criaturas. De otras personas. Un rincón de su mente le decía que él también había sido una persona. Aunque era difícil creerlo. ¿Cómo podía haber sido un reponedor de un supermercado, si sus mandíbulas eran poderosas como el acero? ¿Cómo podía haber sido un humano frágil y sin objetivo, si sus patas eran firmes como montañas y veloces como arroyos? ¿Cómo podía haber superado los peligros del Reino si realmente hubiese sido esas patéticas cosas? Primero le habían atacado con cadenas, cadenas vivas como serpientes, de brillante acero, que se enroscaron en sus patas. Pero él tiró, saltó, y los eslabones se partieron liberándolo. Frente a él, se abría un laberinto, pero no se dejó engañar. Los caminos y las curvas no eran más que ilusiones que conducían a callejones sin salida, así que embistió contra una pared de cadenas entrelazadas, y estas se hicieron a un lado, como gusanos temerosos. Luego cruzó otra pared, y luego otra, y las cadenas se deshicieron a su alrededor, dando paso a un bosque. Era un bosque hermoso, umbrío y tranquilo. Querían que se sintiese cómodo y bajase la guardia, pero no podían engañarle. El bosque era tan falso como las cadenas. Se lanzó contra dos árboles caídos que le bloqueaban el paso, y se hicieron a un lado. Corrió directamente hacia un lago que se interponía en su camino, y sus patas se impulsaron con firmeza sobre la superficie del agua. Mientras corría sobre el lago, algo en ese rincón cada vez más recóndito de su cabeza le dijo que se llamaba Miguel y que no podía andar sobre el agua, que nadie podía, pero rechazó esos pensamientos con una risotada lupina que terminó en gruñido.
Cuando llegó a la otra orilla del lago, se percató de que una figura le seguía, o más bien le acompañaba. Se cubría con una especie de piel de acero, pero bajo esa piel era humano. Muy humano. Sintió desprecio por la fragilidad de su carne y por la mezquindad de su espíritu, que se ocultaban bajo una falsa fuerza. Él no era así. Era la bestia. E iba a alcanzar su objetivo. No sabía cómo se llamaba, pero lo sentía con fuerza abrumadora: una llanura de granito, y en ella, unas puertas dobles que se alzaban hasta una altura inimaginable. Tenía que llegar hasta ellas, tenía que abrirlas, y todos sus deseos serían satisfechos. Por eso no podía detenerse. Pero mientras seguía corriendo, atravesando esa vez un desierto de arena blanda y huidiza, cada vez tenía menos claro cuáles eran esos deseos. Saltó ágilmente una traicionera poza de polvo, que podría haberle sumergido en sus profundidades para ahogarlo, y sintió la libertad de lo salvaje. Lanzó un aullido de pura felicidad. ¿Qué podía desear? En el rincón minúsculo, ese Miguel que no era él, que no podía ser él, susurró que deseaba un buen empleo, donde cobrase lo justo o, a ser posible, un poco más, y donde no tuviera que matarse trabajando; deseaba una casa que fuese un hogar, limpia y luminosa, no un semisótano donde apenas cabían sus cuatro cosas; deseaba un coche, un coche bonito y grande en el que ir al trabajo, y poder olvidarse del traqueteo del metro y del sudor de los pasajeros; deseaba una mujer hermosa y cariñosa, y varios hijos a los que poder enseñarles a jugar al fútbol. Ridiculeces. Estupideces. Vaguedades. Gruñó como la bestia que era, desechando esas trampas que alzaba el Reino contra él en forma de recuerdos sin sentido. Un grito ahogado a su espalda le hizo detenerse. El estúpido humano, envuelto en su coraza, se había hundido en la poza de polvo y gritaba de sorpresa. Si el grito hubiese sido de miedo, la bestia le abría abandonado sin dudarlo, pero lo mismo que le decía que tenía que alcanzar la llanura de granito, le insistía en que esa criatura patética era su compañero, que tenían el mismo objetivo. Así que sujetó el brazo recubierto de metal con sus fauces y tiró de él sin esfuerzo, liberándolo de la trampa. Después siguió corriendo, sin volverse a ver si iba tras él.
Al desierto le siguió una montaña de desfiladeros imposibles, que amenazaban con lanzar a cualquier viajero a profundas simas erizadas de púas de obsidiana, pero ignoró la trampa del vértigo y se limitó a clavar sus garras en las lisas paredes. Se hundieron en ellas como si fuesen suave algodón, y trepó y trepó sin detenerse. Cuando alcanzó la cima, descubrió una ciudad abarrotada de tráfico, con brillantes coches que pasaban a toda velocidad. Eran igual de falsos que todo lo anterior. Avanzó sin dudar, y los vehículos se fueron apartando a su paso, y en su estela vio de nuevo al humano de la piel de metal. Era tan estúpido que el tráfico volvía a agruparse frente a él, y los coches fueron chocando uno tras otro contra la coraza que le envolvía. Aun así, no detuvo su avance: era estúpido pero resistente. Un todoterreno le golpeó de lleno en un costado, pero fue la carrocería la que se dobló como el papel, y el humano la lanzó por los aires con la misma facilidad con la que un niño se deshace del envoltorio de un dulce. El minúsculo habitante de su conciencia que aún insistía en que él también era humano le instó a ayudarlo, a explicarle que debía ignorar las mentiras del Reino, no combatirlas. Pero él era la bestia, así que ignoró el impulso, reduciendo un poco más la absurda voz de ese Miguel. Y entonces pisó granito.
En un instante prácticamente volaba sobre el asfalto, y en el siguiente todas las ilusiones habían desaparecido. Frenó en seco, levantando guijarros del suelo, y contempló la extensión que tenía ante él. Llevaba tanto tiempo entre fantasmas y ficciones que casi no recordaba lo que era real, y eso lo era. La áspera dureza de la roca bajo sus pies. La monolítica altura de las puertas. El latido que le llamaba desde el otro lado. Pero también eran reales los enemigos que se interponían entre él y su destino. Oyó un crujido metálico, y dejó que el humano le sobrepasase. Era ridículamente lento, absurdamente vulnerable. Así que le dejó pasar mientras él retrocedía un paso, ocultándose entre las brumas que lamían los bordes de la llanura. Sus oponentes eran dos. Una figura pequeña y de aspecto patéticamente mortal, pero que contenía un gran poder. Y su némesis. Contemplarla era como mirarse en un espejo. No pensaba rebajarse a luchar contra un enemigo inferior, así que lanzó un aullido de desafío, y con un chasquido de mandíbulas inició el combate. Saltó directamente hacia el cuello de su oponente, que retrocedió con un gruñido, y rápidamente contraatacó. Estaba prevenido, así que le resultó fácil saltar a un lado, evitando el mordisco que iba dirigido hacia su pata delantera. Con cautela, caminaron trazando círculos el uno en torno al otro. Tenían un tamaño similar. Una velocidad similar. Unas fauces similares. «Pero tú eres humano», le gritó Miguel desde el último reducto de su mente. En ese momento su némesis atacó. Sólo había sido un segundo de duda, ni siquiera eso, pero fue suficiente. Sus colmillos le apresaron con fuerza el cuello, y una oleada de dolor punzante le atravesó. Trató de rodar, pero la presa era inamovible. Trató de retorcerse para poder devolver el mordisco, pero sólo logró desgarrarse aún más la piel de la garganta. «¡Sólo eres un reponedor!», gritaba la voz pequeña pero mortífera de su interior. Tan mortífera que le iba a matar. No podía permitirlo. Cerró los ojos un instante, tratando de apartar el dolor. Olvidó el cuerpo de su némesis, sus colmillos, la llanura de granito, las puertas, y se lanzó de lleno hacia el interior. Buscó el rincón donde se ocultaba Miguel. Lo encontró. Y una vez lo hubo encontrado, hundió los dientes en sus entrañas y las esparció por el suelo. No era humano. Nunca lo había sido. Nunca lo sería.
Cuando abrió los ojos de nuevo, todo fue fácil. Con un suave movimiento, desequilibró a su némesis y giró hábilmente, liberándose de la presa. Tenía profundas incisiones en la piel del cuello, y la sangre le manaba de la garganta, pero el dolor no era nada frente a la embriaguez de la pura libertad. No tenía ataduras, no tenía límites. Saltó sobre su oponente, y con un brutal crujido trituró carne y huesos. Volvió a morder, y luego una vez más. Apretó y tiró, desgarrando con la despiadada eficacia de aquello que sólo existe para destruir. Era la bestia. Podía acabar con cualquier cosa que se le enfrentase. Y lo hizo. Cuando el cuerpo que tenía entre los dientes dejó de estremecerse, alzó la mirada.
Contempló las puertas de granito, y la voz oscura que había al otro lado le susurró que se apresurase, ahora que la única defensora que quedaba era incapaz de detenerlo, enzarzada en una batalla cuerpo a cuerpo perdida de antemano contra el humano de la piel de metal. Su única respuesta fue un aullido de desafío. Esa voz no le hablaba a ella. No podía prometerle nada a ella. Esa voz había hecho un trato con Miguel, y Miguel estaba muerto. Ella era la Bestia. Miró de nuevo al suelo, y la forma ensangrentada que yacía a sus pies se deshizo en polvo, barrida por un viento invisible. Y recordó.
Recordó el Salón de Mármol. Recordó a la Reina, que yacía sin vida sobre su suelo. Recordó a sus hermanos, los Señores que estaban luchando. Recordó el peso de la servidora Sura sobre su lomo, y sus preguntas. Recordó que se había enfrentado a un forjador que creía que él era la Bestia, y que por un momento pensó que había sido derrotada. Y luego recordó que no era posible destruir a los Señores sin destruir el propio Reino. Pero sobre todo recordó que ella era la Bestia. Que su esencia era la destrucción. Cruzó de dos zancadas la distancia que la separaba del último atacante y clavó sus colmillos en una pierna. El metal no era metal, sólo era un escudo contra el miedo, y en cuanto sus dientes arañaron la carne que había bajo él, el miedo brotó como un torrente incontrolable. La coraza cayó, y el hombre tembló de espanto. Trató de darse la vuelta para escapar, pero, desprovisto de su coraza, descubrió que la servidora lo tenía firmemente sujeto por los brazos con lazos de fuerza invisible. Intentó liberar la pierna, pero sólo logró que los colmillos se hundiesen más profundamente en ella. Cuando la primera gota de sangre brotó, la Bestia saltó hacia atrás, mientras el poder de la sangre de la Reina estallaba en las manos de Sura, abrasando al horrorizado forjador. No quedó nada de él.
Temblorosa por el esfuerzo, la servidora se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero la Bestia la sostuvo con suavidad con el hocico. Sura le sonrió, y le acarició débilmente una enorme oreja.
—Por un momento pensé…
La Bestia bufó con desdén como única respuesta.
Lentamente, ambas caminaron hasta la orilla del granito y contemplaron la marea gris que les lamía los pies. Sin esfuerzo, su consciencia recorrió el espacio sólido que les rodeaba y saltó cruzando las grisáceas mareas siempre cambiantes que lo rodeaban. Todo era silencio en el Tercer Lugar. Ya no había enemigos en el Salón de Mármol. Las Puertas permanecían cerradas.
—¿Hemos salvado al Reino? —preguntó Sura mientras sentía que el poder se ocultaba de nuevo en su interior.
—Hemos protegido el Reino —gruñó la Bestia—. No está en nuestra mano salvarlo ni condenarlo. La Reina sigue muerta. Pero hemos hecho todo lo que podíamos hacer.
La servidora asintió, y ambos penetraron en el caos para reunirse con sus compañeros.