11. Las Sombras

Las tres se habían ofrecido voluntarias para la misión, si es que ese concepto tenía sentido cuando en realidad todas eran parte de lo mismo. Los humanos las llamaban Arcontes, pero ellas eran las Sombras del Amo, y ese era su auténtico nombre. Aun así, casi todas se habían buscado nombres propios, probablemente por su prolongado contacto con los hombres. Y las tres que dieron un paso al frente cuando se planteó la misión fueron Púa, Muela y Cuchilla. Podría decirse que eran las más veteranas y experimentadas de las Sombras, pero también podría decirse que eran las más jóvenes e inconscientes, porque todas ellas compartían la misma memoria y los mismos recuerdos y conocimientos, aunque su carácter variase ligeramente. Púa era veloz e ingeniosa; Muela, más lenta y brutal; Cuchilla, fría y mortífera. Las tres eran crueles. Las tres eran sabias. Y ninguna de ellas había entrado jamás en el Reino. Es cierto que durante mucho tiempo las Sombras habían fantaseado con esa idea, e incluso se había esbozado algún plan totalmente imposible de llevar a cabo, pero nunca había existido una posibilidad real de éxito. Hasta ahora. Cuando llegó hasta el consejo la noticia de que la Cazadora estaba en el mundo, eso les llevó a la única conclusión lógica: algo terrible había sucedido en el Reino. Y si ese algo terrible era tan terrible como para sacar a uno de los Señores de su confortable fortaleza, probablemente sería tan terrible como para permitir que las Sombras pudieran asaltar el Reino.

Lo que sabían de él no era mucho, pero era lo suficiente. La reina Mab lo conocía todo, y lo dominaba todo. Así que, si había sucedido algo que ella no pudiese solucionar, eso sólo podía significar que la Reina estaba muerta o malherida. Y ante la Reina se alzaba el Dragón, inexorable, inexpugnable, indestructible. Por tanto, si la Reina había sido herida, eso sólo podía significar que el Dragón había caído antes que ella. Y sin la Reina ni el Dragón, el Reino era vulnerable. Esa fue la conclusión a la que llegaron las Sombras del Amo, y en ese momento Púa, Muela y Cuchilla dieron un paso al frente, ofreciéndose como voluntarias para penetrar en el Reino y confirmar lo que el consejo suponía. Sus hermanas aceptaron su valeroso ofrecimiento, que no lo era tanto, ya que al compartir en esencia la misma mente, las Sombras realmente no morían nunca, no mientras siguiese existiendo al menos una, no mientras el Amo siguiese vivo.

Así que iniciaron su camino. Aunque nadie las esperaba, las Sombras hicieron todo lo posible para permanecer ocultas, que era mucho. Primero, encontraron a tres soñadores, sin relación entre sí pero que se dirigían hacia la Puerta Negra al mismo tiempo. Rosseta, una ejecutiva de casi cuarenta años, agobiada por su incierto ascenso en la compañía. El pequeño Pau, que había estado escuchando las historias de miedo que su hermana mayor y sus amigas habían estado contando. Y Yuga, que se había acostado dolorida en cada una de sus articulaciones, pero que sabía que en cuanto despertase debía seguir plantando arroz si quería poder darle de comer a sus nietos. Tres forjadores más entre la marea continua que se dirigían a las Puertas, y si Prócula, la servidora que custodiaba la entrada, hubiese prestado su más absoluta atención a esos forjadores, lo más que podría haber detectado era una ligera discrepancia entre el movimiento de su cuerpo y el de su sombra, apenas visible en la penumbra del Reino. Pero Prócula no estaba atenta. Nunca había nada por lo que estar atento. Sólo permanecía junto a la Puerta, sintiéndose agotada por la estabilidad del lugar, pero al mismo tiempo maravillándose por el mosaico infinito de los soñadores. Por eso permanecía allí, por la inmensa magia de la variedad humana, y porque lo había mandado la Reina. No porque hubiese nada que vigilar. Hasta ahora.

Una vez dentro, los Arcontes se separaron ligeramente, sujetos con firmeza a sus soñadores y totalmente ocultos en las pesadillas que estaban forjando, y mediante susurros, súplicas y amenazas, lograron que fueran avanzando poco a poco hacia su objetivo. En el inmenso caos siempre cambiante del Reino, donde pesadillas y forjadores se mezclaban y volvían a mezclar continuamente, a nadie le llamaron la atención los tres soñadores que se iban aproximando poco a poco a los alrededores del Salón de Mármol. Cuando consideraron que la distancia era lo bastante segura, Púa y Muela se separaron de sus anfitriones y se deslizaron hacia el Salón, mientras que Cuchilla continuaba con discreción el avance hacia su propio destino. Justo antes de cruzar uno de los arcos que permitía entrar en el Salón de Mármol, las Sombras se detuvieron. Nunca habían penetrado en él. De hecho, nunca ninguno de los Arcontes había llegado tan lejos. No sabían qué podía aguardarles al otro lado, ni qué podía sucederles. Sólo sabían que valdría la pena. Entraron.

Y en el interior descubrieron tres cosas. El Dragón había muerto. La Reina había muerto. Y no estaban solos en el Salón.

2

—No puedes hacer nada más, Sura. Descansa un poco.

El brazo de Priscus trató inútilmente de alejar a la doncella del catafalco de su Reina mientras decía esto, pero nuevamente sin resultado. Desde que los Señores partieron hacia las Puertas, hacía ya bastante, no se había movido.

—No hay descanso —respondió Sura, prácticamente aferrándose a los bajorrelieves de mármol—. No hasta que haya venganza. No hasta que ella misma me diga que me levante.

Priscus calló las palabras que le vinieron a la boca, pero no pudo evitar pensarlas. ¿Y si no volvía nunca? ¿Y si la Reina se había ido para siempre? Hubo un «antes del Reino». Ni él ni ningún otro servidor lo habían conocido, pero sabía que lo hubo. Y luego llegó la reina Mab, y con ella los Señores. Así que igual que habían venido, podían irse. Tal vez ese fuese el comienzo.

—Es inútil, Priscus —intervino Corda.

La jovencísima servidora había decidido permanecer en el Salón junto a la doncella, aunque ya realmente no había nada que hacer allí, salvo esa supuesta labor de vigilancia que habían encargado los Señores.

—Quince minutos —insistió el mayordomo—. Un paseo rápido, darle un buen repaso a algún forjador, y volver. Te sentará bien.

Sabía que sus palabras estaban cayendo inútilmente sobre el catafalco, pero Priscus se sentía en la obligación de intentarlo, intentarlo hasta que lo consiguiese. Sura no era así, no debía ser así. Ella era alegre, independiente, rebelde, hasta divertida, aceptó. Y ahora su rostro cada vez se parecía más a la máscara cenicienta que cubría las facciones de la reina Mab.

—¿Qué es eso?

La voz de Corda le sacó de sus reflexiones. No podía existir un «eso» en el Salón de Mármol. Pero allí estaba. Dos, para ser más exactos. A pocos metros de uno de los arcos de entrada, dos Sombras vagamente humanoides se erguían, como si estuviesen observando atentamente la escena. Estaban estudiando los cadáveres, comprendió Priscus. El Dragón. La reina Mab. Y no eran del Reino.

—Sura, ve a buscar ayuda.

—¿Qué? —La joven servidora ni siquiera había levantado la mirada.

—¡Ahora! —rugió Priscus.

Pero ahora ya casi era demasiado tarde. Con un movimiento fluido y veloz, como una ola que avanza cada vez más rápido para romper contra la costa, las Sombras planearon hacia ellos. Con todas sus fuerzas, el mayordomo agarró a Sura por un brazo y la lanzó lo más lejos posible, interponiéndose entre ella y el silencioso atacante.

Su apariencia podía ser inmaterial, pero eran sólidos como el acero. El golpe le acertó de pleno, en todo el pecho, lanzándole un par de metros por el aire antes de caer sobre el frío mármol. Por el rabillo del ojo pudo ver que Sura corría hacia los arcos del otro extremo del Salón, y eso le dio fuerzas para incorporarse. Frente a él, la Sombra oscilaba, como una cobra a punto de atacar. Moviéndose muy despacio, sin apenas levantar los pies del suelo, Priscus trató de cerrarle el paso totalmente hacia la doncella, pero enseguida comprendió que le iba a ser imposible. Unos metros a su derecha, la otra Sombra se estaba alzando sobre el cuerpo de Corda. La pobre muchacha no había tenido ninguna oportunidad; la Sombra se enroscó con la brutal eficiencia de una boa en torno a su cintura, hasta que el cuerpo crujió y prácticamente se partió en dos, y ahora yacía desmadejado en el suelo. Durante un segundo pensó que le rodearía para atacarle por dos frentes, pero en lugar de ello pareció intercambiar un murmullo ininteligible con su compañera y se lanzó planeando tras Sura. El mayordomo no se atrevió a mirar atrás, pero confió en que la servidora ya hubiese cruzado a la inmensidad del Reino. En sus cambiantes aguas tendría una oportunidad. Pero donde se encontraba sólo había mármol. Duro y frío como la muerte que le aguardaba, si no lograba evitarlo.

La Sombra se encogió para lanzar su ataque. Y Priscus pensó en la ciudad de Roma. La imponente arquitectura del Coliseo. El rugido de la multitud. La arena caliente bajo sus pies, sedienta de sangre. El estremecedor crujido del metal contra el hueso. Vivir. Morir. Todo dependía de un segundo, de un movimiento. Y luego, la gloria o el olvido. El mayordomo no sabía si realmente había vivido en Roma, no podía saberlo. Pero en ese momento quiso creer que sí, con todas sus fuerzas. La Sombra saltó. Fue un salto directo, con toda su despiadada brutalidad, sin dar concesiones a la sutileza ni a la estrategia. Iba a golpearle y a aplastarle el pecho. Priscus se echó a un lado. Con un movimiento medido y veloz, se apartó volviéndose lo justo para colocarse a la espalda de su atacante, y con experta precisión le sujetó donde debería estar la garganta con el antebrazo, cerrando la presa con el otro brazo. La Sombra se frenó, poniéndose recta, momento en que el mayordomo se dejó caer de espaldas al suelo, sujetando con sus piernas la cintura de la criatura. La Sombra se agitó unos segundos, trató de revolcarse, de girarse, de escurrirse, pero no había misericordia en la presa de Priscus. Finalmente se detuvo. No podía matarla, y lo sabía. De hecho, sus fuerzas se acabarían en algún momento, y entonces ella le mataría a él. Pero para eso quedaba todavía un buen rato. Ahora todo dependía de Sura.

3

Rosseta contempló inquieta la fila de cubículos, cada uno con dos escritorios en su interior. Si se ponía de pie podía ver si estaban ocupados o vacíos, pero en realidad no tenía forma de saber si sus ocupantes estaban trabajando o no. Y necesitaba que trabajasen. Había que terminarlo todo a tiempo. Era imprescindible. Sintió el nudo de la angustia en la boca del estómago, y de nuevo se incorporó. Sí, estaban todos en su sitio. Pero ¿y si estaban chateando? ¿O leyendo el periódico? No, no podía quedarse en su escritorio. Lo rodeó, y nuevamente comenzó a realizar la ronda. Aunque estaba claro que en el momento en que se había levantado todos se habrían puesto a trabajar. Pero en cuanto se sentase volverían a sus estupideces, para hacerla fracasar. El nudo del estómago se apretó un poco más, si era posible. El auricular bluetooth de su oído pitó dos veces, y después oyó una voz, casi un susurro.

—La nueva.

¿La nueva? ¿Encima había una nueva? Así jamás terminarían a tiempo. Escrutó atentamente los cubículos, tratando de reconocerla, pero todo eran caras conocidas.

—La nueva —insistió el susurro, y Rosseta avanzó con todos los sentidos puestos en el rostro de sus subordinados.

Ahí estaba, casi al final de la fila. En cuanto la vio, centró la mirada en el monitor, pero Rosseta estaba segura de que estaba espiándola, vigilando sus movimientos. Seguro que querría aprovechar un descuido para irse a fumar un cigarro, a tomarse un café; a perder el tiempo, en definitiva. Su tiempo. Los nuevos siempre actuaban así. Pero ella no lo permitiría, no ahora que había tanto en juego. Sintió que el pánico la invadía durante un instante y se apoyó en la delgada pared de uno de los cubículos para recuperar el ánimo.

La nueva se levantó.

—No debes permitir que se vaya —la apremió el susurro, aunque no era necesario.

—¡Tú, la nueva! —dijo levantando la voz lo suficiente como para que la oyese con claridad pero no tanto como para que pudieran decir que gritaba.

La chica se volvió hacia ella. Veintipocos años, pelirroja y con algunas pecas en torno a la nariz, con esa piel blanca y perfecta de quien no tiene que preocuparse por ella. Rosseta la odió al momento. Ella había tenido que trabajar durísimo para llegar a donde estaba, y estaba segura de que esa fresca no había logrado el trabajo precisamente por su currículum.

—Debo salir un momento —se excusó antes de que llegase a su lado, como si el mundo estuviese a su servicio.

Oh, Rosseta había conocido a más de una así en la universidad. De hecho, se parecía muchísimo a ese zorrón que le quitó la beca…

—Hay trabajo que hacer, y vas a hacerlo ahora —dijo sintiendo que la furia crecía en su interior, igual que un susurro de odio acumulado.

Pero la pelirroja no se sentó.

—Será sólo un instante —insistió con toda su soberbia—, pero es imprescindible que salga. Es un asunto personal muy grave.

—No la dejes —la apremió el auricular—. Detenla. Va a hacer que te despidan. Va a robártelo todo. No debe salir.

Rosseta la sujetó de la muñeca, pero la pelirroja retorció la mano liberándose. Aunque era rápida, Rosseta iba al gimnasio cinco días a la semana, y no para convertirse en un bomboncito. Tenía que mantenerse en forma, y lo estaba. Esa niñata apenas le llegaba a la barbilla, y no podía pesar ni cuarenta y cinco kilos. Si hacía falta, la haría pedazos. Delante de todos. Así aprenderían.

—Mira, doña importante —dijo, enviándola a empujones al interior del cubículo hasta sentarla—, de aquí nadie se mueve si yo no lo digo. Nadie mea, nadie bebe, nadie respira. ¿Entendido?

Rosseta se inclinó sobre ella, hasta que su rostro estuvo a un par de centímetros escasos del de la pelirroja. Evidentemente, no pudo ver venir el golpe. Una rodilla le golpeó con todas sus fuerzas en la entrepierna, y después recibió un empujón que la dejó encogida en el suelo. Dolía mucho, pero aun así logró sujetarle el tobillo antes de que escapase.

—No te irás —gimió desde el suelo.

Y la suela de un zapato de tacón se le clavó en la cara. Aflojó la mano. En su oído, el susurro se transformó en un rugido de frustración y rabia descontrolada. Y despertó.

Sura saltó al vacío gris que flota entre las pesadillas, y sin poder evitarlo se vio atraída por el siguiente forjador. ¿Dónde demonios estaban los Señores? Mientras iba transformándose para adaptarse a los deseos del soñador, observó que la Sombra la seguía de cerca.

—Sí, voy a partirte en dos. Te gusta, ¿verdad? ¿Te gusta?

—Fóllame, hermanito, no pares.

Jan siguió moviendo las caderas con fuerza. Empezaba a faltarle el aliento, pero no pensaba parar. No sabía si había sido la cerveza, o la marihuana, o el hecho de que siempre había querido tirársela, pero ahí estaba, con la polla dentro de su hermana. Y a ella no parecía molestarle mucho precisamente. Ella le empujó con la pierna, girando para ponerse encima, y comenzó a cabalgarlo con poderosos movimientos de cadera. Estaba a punto de explotar. Y vio la pantalla del ordenador.

—Lennart te matará, ¿lo sabes?

Jan volvió a leer la frase que había aparecido en el chat. No recordaba con quién estaba hablando, pero la gigantesca imagen del novio de Karin le vino a la mente. Eso le ayudó a no correrse, pero no era una idea agradable.

—Va a partirte todos los huesos —continuó la pantalla.

Era más que probable. Lennart tenía una mala leche más que conocida, y «de broma» había dislocado más de un brazo, demostrando lo bueno que era en la mierda esa que practicaba, vale tudo o lo que fuese.

—Va a partirte todos los huesos, y después te matará —insistió el chat.

Jan lanzó un gemido, cuando Karin se bajó de encima y pasó a chuparle la polla como si no hubiese mañana. Eso no era humano. Quería correrse. Pero quería vivir.

—Tienes que matarla —le aconsejó el monitor.

Un rincón pequeño, oscuro y cruel de Jan comprendió que tenía razón. No podría reconocer nunca que se había follado a su hermana. Era mejor matarla y que pensaran que la habían violado y la habían asesinado. Esas cosas pasaban en América, ¿no? ¿Por qué no aquí?

—Date prisa —le apremió el chat.

Jan comenzó a buscar algo pesado para golpearle en la cabeza, rezando para que no le cortase la polla de un mordisco en el proceso, pero lo único que tenía a mano era el puto libro de El lobo estepario, que no había logrado terminar de leerse todavía, y un patético flexo que no dejaría inconsciente ni a un gatito. Trató de incorporarse un poco, a ver si encontraba algo más útil, pero en ese momento Karin le metió un dedo en el culo, o puede que fuesen dos. Con un estallido de placer, se corrió con todas sus fuerzas. Y despertó.

El vacío gris la recibió con su calmada vacuidad, y Sura sintió la presencia de la Oscuridad, como un faro que la guiaba con fuerza. Se impulsó con energía hacia la siguiente pesadilla, y mientras iba transformándose por la voluntad del forjador, sintió un impacto helado en la espalda y notó que una masa viscosa la envolvía con una fuerza espantosa.

—Está en el armario —dijo Maciel tratando de que no le temblase la voz.

El policía que había ido para ayudarle parecía atento y amable, pero algo le decía que no estaría bien hacerle enfadar.

—Veamos, entonces, a ese monstruo —dijo el agente, con una sonrisa brillante en los labios—. Échate a un lado.

Maciel retrocedió. Y entonces lo supo. Si el policía abría la puerta, el monstruo saldría. No podrían detenerlo. Devoraría al policía amable, y después se lo comería a él. No podía permitir que abriera la puerta.

—¡Espere! —gritó mientras se lanzaba para sujetarle la mano—. ¡No abra, por favor!

—Hay que abrir, pequeño; así verás que no hay nada.

Pero es que sí lo había. Sí lo había. Abrió la boca para intentar explicárselo, pero antes de que pudiera articular palabra, el policía lo cogió por la pechera del pijama y sin ningún esfuerzo lo lanzó por el aire, para ir a estrellarse contra la esquina de la habitación. Un segundo después, la puerta del armario estalló hacia fuera. Y vio al monstruo. Sólo que no era un monstruo, más bien era una especie de manta sucia, o un gigantesco moco negro, que estaba envolviendo a una chica. No, no era una chica. Era su mami. Y no, no la estaba envolviendo, se dijo Maciel. La estaba matando. Sin poder evitarlo, lanzó un grito histérico de puro terror, y el policía levantó una mano para exigir silencio. Y despertó.

La habitación se disolvió en torno a la Oscuridad, y sólo permanecieron la servidora y la Sombra, pero no fue un vacío gris lo que lo sustituyó. Estaban volando. En un instante, el Arconte llamado Púa sintió que su presa perdía solidez y se transformaba en parte del aire que les rodeaba, en viento. Pero no era un viento cualquiera. Era el corazón de un tornado. La Sombra trató de retroceder, de alejarse de esa pesadilla, pero era imposible. La fuerza del viento la arrastraba hacia el centro, y las ráfagas más intensas comenzaron a arrancar jirones del borde de su forma. Primero pequeñas gotas, después grandes pedazos. A continuación, lo demás. En unos segundos, las Sombras del Amo fueron conscientes de que la hermana Púa ya no poseía forma propia. Ni siquiera lo consideraron un contratiempo. Sólo era un paso más hacia su victoria.

4

Los vientos se disolvieron en la posibilidad sin forma, permitiéndole a la servidora adoptar un aspecto propio.

—El Salón… —jadeó Sura—. La Reina…

La Oscuridad no necesitó escuchar nada más.

—Busca a los demás —le ordenó mientras saltaba hacia los arcos de mármol blanco.

Se impulsó en la ira y la frustración de un hombre que se había enterado ese día de que su mujer estaba embarazada, aunque sabía que él era estéril. Saltó sobre una casa que cada vez tenía más goteras, sin importar cuántas grietas sellase su dueña, ni lo rápido que lo hiciese. Cruzó a través de una enorme pila de cajas de regalo que, ante la angustia cada vez mayor de la niña del cumpleaños, no parecían contener más que animales muertos. Y entró en el Salón.

En cuanto posó el pie en su interior, su forma se solidificó, tan sujeto a las normas del Salón de Mármol como el más ínfimo de los servidores. En el suelo frente a él, junto al catafalco de la Reina, el mayordomo del Salón a duras penas mantenía sujeta a otra Sombra, que sin embargo estaba liberándose poco a poco. El rostro del servidor estaba congestionado por el esfuerzo, y la Oscuridad prefirió que no agotase totalmente sus mermadas energías.

—Suéltalo, Priscus —ordenó con voz firme y desenfadada—. Aquí, Sombra, he venido a derrotarte con mi sarcasmo. —Y le obsequió con su deslumbrante sonrisa.

En un instante el mayordomo aflojó su presa, y en el siguiente la Sombra estaba sobre la Oscuridad. El Señor saltó a un lado, rodando por el suelo para evitar el golpe. No había sido demasiado elegante ni demasiado heroico, pero era consciente de que su forma actual estaba enormemente limitada. Sin perder un instante, se puso en pie y continuó retrocediendo. No parecía que el servidor fuese a recuperar fuerzas muy rápido, así que trató de atraer a su oponente hacia los arcos y la posibilidad sin forma, donde podría hacerla pedazos en un instante. Un paso, dos, tres. La Sombra fue más rápida.

Con un giro inesperado en mitad del salto, el Arconte Muela cayó sobre la Oscuridad, y sintió la inmensa satisfacción de inmovilizar a uno de los Señores contra el frío mármol. Lanzó un vistazo rápido para asegurarse de que la otra molesta criatura no era un peligro de momento, y se permitió el placer de liberarle el rostro para poder saborear aún más su victoria.

—Has de saber que serás el primero en caer —susurró triunfante—, pero que todo el Reino caerá detrás.

Lanzó una risa suave y malévola, pero para su decepción el Señor no pareció amilanarse. De hecho, le sonrió.

—Te crees poderoso, amigo mío —le dijo la Oscuridad, sin hacer ningún intento por liberarse—, pero en realidad no eres más que un trapo viejo. Y como tal vas a terminar.

Muela sintió el tirón, un tirón de una fuerza inimaginable, y sin poder evitarlo se vio arrancada del suelo y zarandeada inmisericordemente a un lado y a otro por unas mandíbulas gigantescas. Trató de girarse, de retorcerse, pero no había escapatoria. Con sus últimas fuerzas, logró volver el rostro hacia su inoportuno verdugo, y justo antes de disolverse pudo contemplar los brillantes ojos de la Bestia.