16. Dos corazones
Ivo salió de su escondite un poco antes del anochecer, cuando el cielo ya estaba adoptando un tono anaranjado que amenazaba con convertirse en violeta y después dar paso al negro. Su plan era esperar un poco más, hasta que la oscuridad ayudase a ocultarle, pero las sensaciones que le habían ido llegando en las últimas horas le decían que no iba a ser necesario retrasarlo más. Había decidido permanecer oculto en el mismo cementerio, ya que era un lugar grande y lleno de recovecos y escondrijos, y al mismo tiempo estaba muy poco transitado. Lo ideal habría sido encontrar una tumba abierta y vacía en el suelo, pero la parte de tumbas del cementerio llevaba mucho tiempo completa, y todos los nuevos añadidos eran largas columnas de nichos, así que finalmente decidió ocultarse a plena vista y trepó a una de esas estructuras. Sin otra protección que lo improbable de su ubicación, se recostó sobre los nichos y esperó atento.
Tumbado, con los ojos cerrados, permitió que la vida de la ciudad le fuese bañando suavemente, a oleadas que le iban haciendo llegar fragmentos de información. Un anciano que paseaba con una pequeña radio en el bolsillo de la camisa le permitió saber que la policía no creía que el asesino Lain siguiese en la zona del centro, pero que recomendaba a los ciudadanos estar atentos e informar ante cualquier sospechoso. Un jardinero le comentó a su compañero que llevaba todo el día con una sensación rara, como si cada vez estuviese más nervioso, pero que no sabía por qué. Su compañero le contestó que él también estaba raro, pero que de lo que tenía ganas era de acabar de una vez el trabajo y emborracharse hasta no recordar su nombre. Ocultas tras haberse saltado las clases, una adolescente apostó con sus amigas que era capaz de meterse en un nicho vacío. No se atrevió, y como castigo todas las demás le escupieron en la boca. Nunca había tenido la intención de meterse, sólo quería que le escupieran. Un hombre se masturbó contra una lápida. Cuando el semen le manchó la mano, lanzó un grito de terror y salió corriendo. La marea estaba subiendo. La ciudad era presa de sí misma. Nadie se fijaría en él. Así que Ivo descendió de su escondite y volvió a sumergirse en las calles.
El trato eran dos corazones humanos por cada respuesta. No era barato, pero si sabía aprovecharlo bien, no era caro. Había tenido mucho tiempo para pensarlo. Necesitaba seis corazones. Tres respuestas. La pregunta que no había logrado solventar todavía era cómo conseguirlos. Era el Cazador. Pero carecía de presa. A su lado, la ciudad le ignoraba. Las calles estaban repletas de transeúntes que parecían querer huir del ocaso. Todos trataban de evitar la mirada de los demás y, cuando las cruzaban, surgían expresiones de violencia apenas contenida o de temor. Algo estaba creciendo en todas y cada una de las personas de la ciudad. Diferente en cada caso, pero no demasiado. Vagando prácticamente a la deriva, Ivo se detuvo en un paso de cebra. El semáforo estaba a punto de ponerse en verde para los conductores, y en cuanto lo hizo, un monovolumen se puso en marcha. No aceleró bruscamente, no quemó neumáticos. Simplemente la conductora tenía mejores reflejos que los que iban al volante de los otros vehículos. Al conductor del coche que estaba justo a su lado no pareció gustarle. Al ver que el monovolumen, un amplio coche familiar verde oscuro, se adelantaba a su todoterreno rojo brillante, pisó el acelerador a fondo, y en cuanto logró ponerse a su altura, unas decenas de metros más adelante, se abrió hacia la izquierda invadiendo el carril contrario y giró el volante de sopetón para embestir al monovolumen. Le impactó de lleno en la puerta del conductor, y con un crujido espantoso el metal se plegó fácilmente ante el empuje de las defensas de acero del todoterreno. El atacante no se detuvo, siguió acelerando, y el monovolumen subió a la acera y con un último impulso se aplastó contra la pared del edificio de al lado. Dos corazones. Ivo se aproximó al accidente, aunque no había sido un accidente. A su alrededor, los peatones que habían observado lo sucedido se apresuraban a alejarse, siempre con la mirada baja. Los demás conductores rodeaban el amasijo que habían formado los dos vehículos y trataban de continuar su camino. Sólo Ivo avanzaba hacia ellos.
Cuando llegó junto al todoterreno, su conductor estaba tratando de dar marcha atrás, pero las defensas delanteras se habían incrustado con demasiada fuerza en su objetivo. Al ver que era inútil, bajó del coche. Era un hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, musculoso de gimnasio, bronceado de cabina, con ropa cara de estilo informal. Salió del coche con un grito de triunfo y abrió el maletero para sacar una palanqueta. Ivo rodeó el coche y llegó hasta él cuando tanteaba el peso de la barra de metal, como si fuese un caballero con una nueva espada. Sujetándola con ambas manos, lanzó un par de arcos amplios al aire y, aparentemente satisfecho, fue hacia los restos del monovolumen. El Cazador le siguió en silencio. Cuando llegaron junto a lo que quedaba de la puerta, pudo ver que la conductora todavía seguía viva, pero a duras penas. El metal debía de haberle aplastado las piernas, estaba cubierta de cristales, y los airbags y el cinturón la tenían prácticamente inmovilizada. Era una mujer de cabello rubio ensangrentado y ojos azules de moribunda. Miró al hombre de la palanqueta, y luego más allá de él; entonces vio a Ivo.
—Por favor… —susurró tratando de girar la cabeza inútilmente hacia atrás.
Había una niña de unos cinco o seis años en el asiento trasero, sujeta a una silla infantil y medio inconsciente. Por suerte para ella, ocupaba el asiento de detrás del acompañante.
—Necesito tu corazón —dijo el Cazador. La madre le miró, con ojos cada vez más borrosos. Y le entendió.
—Sí —suplicó.
Ivo sacó el cuchillo. El conductor se volvió, con la palanqueta firmemente sujeta. Describió en el aire un arco brutal de izquierda a derecha, horizontal al suelo. Ivo retrocedió un paso para evitarlo. Las armas a dos manos son lentas. El conductor lanzó otro golpe, esa vez de derecha a izquierda. Y no hay muchas posibilidades a la hora de atacar con ellas. El conductor levantó la barra para asestar un golpe de arriba abajo, pero antes de que alcanzase el punto más alto ya tenía al Cazador sobre él. El cuchillo de hierro se hundió profundamente en su axila. Salió y volvió a hundirse entre sus costillas, por debajo del corazón. Salió una vez más y, dando un paso atrás, Ivo dejó que el conductor se desplomase en el suelo, agonizando. En silencio, se arrodilló a su lado y abrió los músculos del abdomen de un profundo tajo. Sin dudar, introdujo la mano por la abertura y alcanzó el corazón. Y se lo sacó. Con él en la mano, volvió al maletero del todoterreno y vació la bolsa de las herramientas para meterlo dentro. Luego regresó junto a la mujer.
Cuando llegó a su lado, pensó que también había muerto, pero de repente sus ojos se fijaron en él.
—Ivo… —Fue prácticamente un suspiro. El Cazador se dio cuenta de que casi no tenía pulso—. Debes… encontrar… la…
La cabeza cayó sin fuerzas. Había muerto. De hecho, había muerto antes de esas últimas palabras. No había sido la mujer. No habían sido los Arcontes. ¿Había un tercer participante en el juego? Si lo había, no era el momento de preocuparse por él. Hábilmente cortó los airbags y el cinturón, y le abrió el pecho para recoger el segundo corazón. Después rodeó el coche para sacar a la niña del asiento trasero. Ningún caminante se había acercado. Ningún vehículo se había detenido. Sacó a la pequeña, semiinconsciente, se la echó sobre un hombro y, con la bolsa en la otra mano, comenzó a caminar en busca de un lugar donde pudieran atenderla.
2
Avanzó a través de calles laterales y callejones, aunque en realidad no creía que nadie fuera a intentar detenerle o a hacer preguntas sobre la niña inconsciente que llevaba al hombro. Aun así, era el Cazador y la discreción era parte de su esencia. Estaba en uno de esos callejones, encerrado entre dos filas de edificios antiguos y maltrechos, cuando le cerraron el paso. Eran tres. La cabecilla era una mujer que debía de haber superado ya los cincuenta, aunque hacía lo posible para evitar demostrarlo. Iba vestida con un traje de chaqueta y falda, y resultaba completamente fuera de lugar, con su collar de perlas y su pequeño bolso de mano. A su derecha la acompañaba un hombre alto, gordo, sudoroso. Ivo podía olerle desde donde estaba, y era el olor de la grasa y la mezquindad que surge en ocasiones cuando eres más fuerte que todos los demás. El cuello abierto de su camisa dejaba ver una gruesa cadena de oro, a juego con los múltiples anillos, y el pequeño bigote que adornaba su labio superior se movía continuamente, como si estuviese rumiando algo que no acababa de tragar. El tercero, al otro lado de la cabecilla, era bastante más joven; veinte años, tal vez. Vestía un chándal verde y camiseta negra, y mientras se pasaba una mano nerviosa por la cabeza rapada, con la otra hacía oscilar lentamente un bate de metal.
Ivo se detuvo y los estudió. Estaban juntos, pero no eran un grupo. Lo mismo que estaba alterando al resto de los habitantes y hacía que se enfrentasen entre ellos a esos tres los había unido. Para el Cazador eso no los hacía ni más ni menos peligrosos. Tenía una misión. Nada podía detenerle. Sólo eran tres corazones más. Pero había que seguir las reglas. Aguardó en silencio y sin moverse, pero dejó la bolsa en el suelo.
—Vamos a recuperar la ciudad. —Fue la mujer quien habló, con la seguridad que da el estar acostumbrada a dirigirse a un público—. Estamos hartos de que gentuza como tú controle las calles. Las domine. Las vigile. Eso se acabó.
—Se acabó —coreó el gordo.
—Ahora vamos a ser nosotros los que cobremos por pasar —continuó la mujer—. El dinero. El reloj.
—No tengo —contestó Ivo tras un largo silencio.
Los tres cruzaron miradas cargadas de duda, pero entonces un brillo cruel y ansioso iluminó los ojos de la mujer.
—Danos a la niña, entonces —dijo extendiendo una mano ávida.
—No.
—En ese caso…
La mujer llevaba una pistola en el bolso. No llegó a sacarla. Mientras empezaba a abrirlo, el cuchillo de hierro voló hacia ella. No era un cuchillo equilibrado ni estaba pensado para ser lanzado, pero la distancia era escasa, así que apenas se desvió, hundiéndose hasta el mango en el cuello de la cabecilla. Sorprendida, trató de aferrarlo mientras caía al suelo. El gordo lanzó un rugido y cargó. Era una mole gigantesca, probablemente más de ciento treinta kilos, que avanzaba a toda velocidad. Ivo aguardó. Cinco metros. Tres. Uno. Se apartó a un lado y a toda la fuerza del impulso añadió la potencia de su propio brazo empujándolo hacia la pared. La cabeza chocó contra el muro y el cráneo crujió. El gordo empezó a deslizarse lentamente hacia el suelo, mientras la sangre, espesa y oscura, iba cubriendo su pelo y goteando sobre los hombros. El tercero aguardó y comenzó a hacer girar el bate.
—Primero te partiré las piernas, hijo de puta —le amenazó, aunque sin acercarse—. Y luego te voy a meter el bate por el culo, para que disfrutes mientras me follo a tu niñita.
Ivo no se movió. El chico siguió haciendo oscilar el bate. Una gota de sudor comenzó a resbalarle por la frente. Cuando hizo el movimiento, trató de que resultase inesperado, pero no lo fue. Con un giro potente, tiró el bate hacia el Cazador, mientras se agachaba para coger la pistola del bolso, que todavía aferraba la mujer. Ivo corrió hacia delante y con la mano libre cogió el bate en el aire. El chico llegó hasta el bolso y metió la mano. Ivo sujetó con fuerza el cuerpo de la niña y saltó para tomar impulso en la pared del callejón. Cuando el chico se incorporó, sujetando el arma con las dos manos y apuntando al frente, fue para descubrir que delante de él no había nadie. Desde arriba, el bate cayó sobre él, golpeándole en la clavícula derecha y hundiéndole prácticamente el hombro. Con un grito de dolor, hincó la rodilla en el suelo y la pistola salió despedida. Trató de levantar la vista para ver desde dónde le habían golpeado, pero antes de que lo lograse, el bate trazó una diagonal ascendente, destrozándole la mandíbula y torciéndole brutalmente el cuello con un chasquido seco.
La niña lanzó un pequeño gemido en su inconsciencia, así que Ivo la dejó con enorme cuidado sobre el suelo, aunque sólo el tiempo necesario para recuperar su cuchillo y hacerse con los tres corazones. Ya sólo necesitaba uno más. Recogió a la pequeña y continuó su camino.
3
El hospital era un hervidero de actividad. Ivo no se sorprendió a tenor de lo que estaba sucediendo en la ciudad. Todos los miembros del personal corrían de un sitio a otro y no dejaban de entrar por la puerta heridos de todo tipo, junto con personas afectadas por ataques de ansiedad y pánico. Nadie parecía prestarle atención, pero aun así no quiso arriesgarse. No había ninguna camilla vacía, por lo que se limitó a dejar en el suelo a un anciano balbuceante y colocó a la niña en la camilla que ocupaba. Después la llevó lo más cerca que pudo del puesto de enfermeras de urgencias y se dio la vuelta para salir en busca del sexto corazón.
—Ivo… —Se volvió hacia la voz. A un par de metros, una anciana le hacía señas desde una silla de ruedas del hospital. Tenía un vendaje casero en la cabeza, empapado en sangre, y el brazo derecho le colgaba sin fuerzas, pero sus ojos brillaban con intensidad. Con la misma intensidad que los de la madre de la niña—. Es difícil encontrarte —sonrió de un modo extrañamente juvenil para ese rostro arrugado—, sobre todo cuando los anfitriones últimamente tienen tendencia a morirse.
Ivo no dijo nada. No tenía nada que decir. Pero escuchó.
—Supongo que no recuerdas quién eres, ni quién soy —prosiguió la criatura que hablaba a través de la anciana—, por eso llevo todo el día tratando de encontrarte.
Un acceso de tos le impidió proseguir, y el debilitado cuerpo se estremeció entre espasmos casi un minuto antes de que pudiera continuar.
—No te fíes de las Sombras —logró proseguir al fin, tras limpiarse temblorosamente la saliva de los labios con el único brazo que podía mover—. Nos han atacado. Busca la otra piedra. No hay demasiado tiempo.
La anciana se detuvo y escrutó el rostro impasible de Ivo.
—Mierda, Cazadora… —Trató de gritar, pero le salió apenas un gemido maltrecho—. No hay tiempo para vacilaciones. —Otro acceso de tos—. Tienes que sentir algo. Percibe quiénes son los tuyos. Acaba con los demás. Encuentra a tu presa.
—¿Por qué debería fiarme de ti más que de cualquier otro? —Por lo que sabía, esa voz podría ser de cualquiera. Ya le habían manipulado demasiado.
—A la mierda —desistió la anciana—. Que el Torturador limpie su mierda. No voy a seguir entrando en moribundos. Cuídate de las Sombras, Cazadora. Y hazme el favor de recordar.
La anciana tosió una vez más y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Hizo un último intento de inhalar con fuerza, pero los pulmones no quisieron responder, y lo poco que quedaba de vida en ella se extinguió. Aun así, Ivo no se movió. Le había llamado Cazadora. No Cazador. Lo cual quería decir que conocía algo sobre su esencia, sobre lo que había adoptado ese cuerpo. Algo que no era evidente. A pesar de ello, no le había proporcionado ninguna ayuda. Por supuesto que no podía fiarse de las Sombras. Ni de su esclavo. Ni de la vidente. De nadie. Pero no le había dicho lo que tenía que encontrar, ni dónde. No le había explicado cuál era su misión, ni cómo llevarla a cabo. No le había aclarado qué había fallado, ni por qué sentía esa urgencia. Ivo sintió el peso de la desesperanza en su interior. Probablemente no se lo había dicho porque ella tampoco lo sabía. Porque no podía ayudarle. O quizás sí. Empujó la silla de ruedas hasta una esquina y le sacó el corazón. Después salió caminando y puso rumbo al cementerio.
4
Cuando llegó al osario no tuvo que invocar nada porque la Sombra ya estaba allí, flotando sobre el diagrama de sangre pero al mismo tiempo atenta quizás a otros lugares. Sin hacer ruido, Ivo se situó justo en el límite de los símbolos y abrió la bolsa de herramientas. Al instante, la Sombra levantó su remedo de cabeza y un brillo codicioso resplandeció bajo el manto de oscuridad que la cubría.
—Dos corazones, una respuesta —susurró extendiendo una mano descarnada—. Ese es el trato. Y sólo te ofrecemos la verdad.
Ivo había tenido tiempo de sobra para pensar las preguntas. Las Sombras no le ayudarían a hacer su trabajo, no si no les convenía, como parecían indicar las palabras de quien hablase a través de las moribundas; y él sabía que no necesitaba a nadie para cumplir su misión. Sólo a sí mismo. Depositó dos corazones en la garra.
—En mi situación actual, ¿puedo cumplir mi misión?
—No.
La Sombra sonrió. Por Ivo estaba bien, que pensase que había desperdiciado una pregunta. El Arconte se llevó los corazones a la capucha, y con un sonido de succión y desgarro se deshicieron en arena entre sus esqueléticos dedos.
—¿Qué necesito para lograr cumplir mi misión?
Esta era la clave. Llevaba demasiado tiempo sabiendo que le faltaba algo. Tendió otros dos corazones.
—La piedra que tiene en el bolsillo el doctor Harold Zweig.
No era necesario ser un genio. El doctor huido del hospital en el que había despertado. Probablemente encargado del ritual que le trajo aquí, o partícipe en él. Quizás traidor, quizás cobarde, quizás enloquecido. Eso no era importante. Sólo importaba una cosa más.
—¿Dónde puedo encontrar al doctor?
No esperaba unas coordenadas para GPS, pero se las dieron.