17. Marea alta

La ciudad estaba siendo inundada por el caos, y el sargento Kardos no podía hacer nada para evitarlo. Al mediodía había sido una sensación rara; a media tarde, una serie de problemas dispersos pero inquietantes. Al caer la noche, toda la ciudad había estallado. No era ningún novato, aunque tampoco podía decir que llevase toda la vida en el cuerpo. Llevaba catorce años en la policía, los cinco últimos como sargento, y había visto más cosas de las que habría querido. Fumaderos de droga. Redes de explotación de personas. Dos casos de asesinato múltiple con violencia extrema. Disturbios que dejan media ciudad ardiendo y la otra media temblando de espanto y sorpresa. Pero eso era distinto. A mediodía, Müller le había dicho que cada vez se sentía más inquieto. Al caer la tarde, lo encontró en los vestuarios, encogido en una esquina, bebiendo sin parar y con una mirada temerosa como nunca le había visto. Dos horas antes, cuando terminó su turno, caminó hasta la puerta de la comisaría, miró al exterior y se volvió hacia sus compañeros, completamente pálido y aterrorizado. «No puedo, Dios santo, no puedo salir», fue lo único que dijo. Y se pegó un tiro en la boca. Allí mismo, delante de todos. Lo peor del asunto era que no había sido el primero. Media hora antes, Aguirre había bajado a los calabozos y había comenzado a disparar a los que estaban dentro con una escopeta. Logró matar a siete y herir a doce más antes de que consiguiesen reducirlo. «¡No escaparéis, hijos de puta, no en mi turno!», era lo único que decía. Tuvieron que dejarlo inconsciente para impedir que siguiera lanzándose contra las celdas.

Y eso sólo era lo más sangriento, lo más evidente. Al caer la tarde, no dejaban de llegarles llamadas de todo tipo. Asaltos. Ataques. Desapariciones. Sospechas. Historias absurdas. Hacía más o menos una hora que las llamadas habían comenzado a ser cada vez menos. Cuando dejó la comisaría, hacía quince minutos, el teléfono llevaba diez sin sonar. La ciudad se había abandonado a sí misma, a esa extraña locura que lo estaba inundando todo. Justo cuando salía, vio la puerta del despacho del teniente abierta. El teniente estaba en el suelo, desnudo, a cuatro patas. Sobre su espalda estaba tumbada una de las agentes, no sabía quién. No le interesaba. Otro compañero la estaba penetrando, y había al menos tres más alrededor, todos desnudos. A Kardos le pareció que uno estaba orinando sobre la cabeza del teniente, o de la chica. No se quedó a verlo. Simplemente, salió a la calle y empezó a caminar.

La noche era templada, indiferente. La ciudad seguía como siempre y donde siempre. Eran sus habitantes los que habían cambiado. No eran unos disturbios. No había lucha, ni frentes, ni fuegos ni barricadas. Y eso lo hacía todo mucho más terrible. Más bien eran pequeñas imágenes de infierno desarrollándose a su alrededor. No quería verlas. No miraba. Únicamente agachaba la cabeza y seguía andando. Necesitó quince minutos más de paseo para darse cuenta de que no estaba yendo hacia su casa, de que en realidad no quería ir allí. ¿Qué podía encontrarse? ¿Seguiría Moira allí? Y de ser así, ¿en qué estado? Se la imaginó desnuda, con sus pezones rosáceos mordisqueados por un grupo de violadores sin cara mientras la penetraban sin piedad. Y a ella le gustaba. O no. Se la imaginó vestida, y apuñalada o descuartizada por un asesino sin rostro. Se la imaginó asesinando a una víctima inocente, como esa vecina gorda del piso de abajo, o a los niños del piso de al lado. Cualquiera de esas cosas podrían estar sucediendo. O todas a la vez. Y no quería verlo. Un escalofrío le recorrió la espalda y aceleró el paso. Sabía perfectamente lo que quería hacer. Sólo necesitaba una oportunidad.

Unos minutos más tarde llegó hasta un parque. Le daba la impresión de que cada vez que había un gran espacio abierto la gente empezaba a formar grupos, a crear una especie de jerarquía y a actuar con cierta organización dentro de la locura. Eso había sucedido allí, pero primero la vio a ella. No era muy hermosa, pero se lo pareció. Quizás porque tenía un pelo muy rubio, casi blanco, en una melena corta y redondeada. Moira lo tenía negro y por los hombros. Su piel era blanca, más blanca aún por la luz de las farolas del parque. Mediría quizás uno sesenta, no más, y tenía una hermosa figura, con unos generosos pechos y unas piernas firmes y bien modeladas. Sus pechos rebotaban descontroladamente mientras corría con todas sus fuerzas. En algún momento había perdido los zapatos y volvía la cabeza hacia atrás a cada instante. Luego los vio a ellos. Serían quizás doce o quince. De todo tipo. Había un chico gordo, de unos veinte años, que prácticamente babeaba mientras trataba de ir más deprisa de lo que le permitía su cuerpo, y su rostro estaba pasando ya del rojizo al amoratado. Había un hombre con traje, de unos cuarenta años, que corría con el estilo de un profesional, a pesar de que llevaba unos zapatos de piel en vez de unas deportivas, y de que seguía teniendo su maletín en la mano. Había una mujer delgada, con el uniforme de una hamburguesería, que se tropezaba cada tres o cuatro pasos pero aun así mantenía el ritmo. Había un niño, de no más de ocho o nueve años, en una bicicleta. Y más. Bastantes más. Todos corrían detrás de la chica. Y ella continuaba jadeando delante de ellos y no dejaba de mirar atrás. Kardos calculó que si corría en diagonal hacia su izquierda podría lograr cortarles el paso, y eso fue lo que hizo.

No le costó demasiado esfuerzo. Estaba en buena forma y había una ligera pendiente hacia abajo que jugaba a su favor. Pero, sobre todo, era lo que quería hacer, lo que necesitaba hacer. Un banco se interpuso en su camino y lo saltó limpiamente. Esquivó una papelera. Sacó el arma. Ya los tenía delante.

—¡Alto! —No esperaba que le hicieran caso, pero lo hicieron. El variopinto grupo se detuvo en seco y le observaron con ojos llenos de anticipación y ferocidad, pero también con algo que podía ser temor o no serlo—. ¡Todo el mundo quieto!

Esa vez su orden no tuvo efecto. Uno de ellos se adelantó. El líder, supuso, aunque no porque tuviese aspecto de líder. Era igual de aleatorio y anodino que los demás. Un hombre de unos treinta, con pantalones vaqueros, botas de trekking y una camiseta de mangas largas verde. Y sin embargo era diferente. Todos los demás parecían… Era difícil decirlo. Sin motivo. Como si estuviesen sonámbulos. Pero en los ojos del líder había llamas de muerte y destrucción. Kardos le apuntó con el arma, justo entre los ojos. El líder dio un paso hacia delante. No le disparó. No tenía sentido. Después de él vendrían otros, y otros y otros. No había ido allí para disparar a unas cuantas gotas de agua mientras la tormenta rugía a su alrededor. Había ido para morir. Sólo entonces se atrevió a pensarlo, a aceptarlo, a disfrutarlo. El grupo fue rodeándole lentamente, pero él no apartó los ojos del líder, de esa poderosa pero inocente furia homicida. Y deseó que lo hiciera. Acabar con las dudas, el sufrimiento, la angustia de no saber. Acabar con esa noche maldita. El círculo comenzó a cerrarse a su alrededor, y Kardos sacó el cargador de la pistola y lo lanzó lejos. Su cuerpo se estremeció con anticipación. ¿De quién sería el primer golpe? El impacto de un maletín en la nuca le sacó de dudas. Se desplomó sin ofrecer resistencia. Sintió el dolor. Un dolor desgarrador y limpio, puro, inigualable. Y lo disfrutó. Alguien le aplastó la cabeza contra el suelo, y como pudo la movió hacia un lado para contemplar la tranquilidad del parque, la inmensidad del cielo nocturno.

Unos metros más allá estaba la chica rubia. Había dejado de correr, y esperaba su turno.

2

Con una percepción que nada tenía que ver con la vista, Hisako escrutaba la calle de pie tras la mirilla de la puerta. Las ventanas permanecían cerradas y había salvaguardias inscritas sobre papel de arroz sujetas a todas las cortinas. No había ninguna luz en el interior. Ni una lámpara, ni una vela. Nada. Era parte de las protecciones que habían entretejido. A su espalda oyó a Sakura canturrear. Se había puesto música con unos cascos y trataba de pasar el tiempo. Ella simplemente escrutaba. Escrutaba y reforzaba, como una araña anciana y paciente. Pero las arañas eran cazadoras, no defensoras. Por eso su tela caería finalmente, era inevitable.

Fuera todavía todo era un mar rugiente. Lo sentía en los huesos y en el alma. Las hormigas aún vagaban buscando a sus reinas, y los generales reuniendo sus ejércitos. Mientras, las ovejas correteaban en abundancia, esperando para ser ajusticiadas. Desde su atalaya tras la puerta ya había presenciado cuatro asesinatos y dos violaciones, y eso en lo que cabía en su limitado campo de percepción. Pero eso estaba bien. Luego, cuando la primera emoción hubiese desaparecido, cuando cada lobo tuviese a su manada tras de sí, comenzarían los problemas. Buscarían auténticas presas, objetivos, y entonces Sakura resplandecería como un premio maravilloso. Hisako no sabía cuánto quedaba para eso. Una hora, dos como mucho. Ella no vería otro amanecer. Se volvió por encima del hombro, hacia la figura que reposaba en el salón, moviendo un pie rítmicamente.

—Cazador, recuerda tus votos —susurró, pero la oscuridad no le respondió. Tampoco lo esperaba.

3

Sombra oyó un grito en la calle. No era el primero. No sería el último. Esa vez tampoco se levantó a mirar. Había retirado todos los muebles, dejando un espacio lo más amplio posible en el centro de la habitación, y en él había dibujado con tiza un gran pentáculo en el suelo. Luego había reforzado las uniones de las líneas con montículos de sal y había colocado una vela en cada uno de los puntos cardinales. Rojo para el sur, atalaya del fuego. Azul para el oeste, atalaya del agua. Verde para el norte, atalaya de la tierra. Amarillo para el este, atalaya del aire. Por supuesto, había disensiones sobre los colores, pero con esa combinación él se sentía cómodo, y eso era lo importante. Cuando estuvo listo, alzó las paredes de energía protectora como una esfera, con el pentáculo como su centro, y se sentó tranquilamente en su interior. Iba a ser una noche larga, así que había traído consigo todo lo que se le ocurrió: un par de libros, pan, queso, un hornillo portátil, la tetera, agua, té, una botella para mear, la mochila de emergencias. Tomó otro sorbo de té, y trató de concentrarse en la lectura. Había elegido una colección de relatos de ciencia ficción para evadirse todo lo posible, pero no lo estaba consiguiendo.

Sabía que su comportamiento era absurdo. No había huido de la ciudad. Pero tampoco se atrevía a salir en busca de Olena. El gran Sombra atacaba de nuevo, en todo su esplendor. Esbozó una mueca de desagrado. Malditos fueran todos. El mote se lo puso su padre, al menos indirectamente, cuando se marchó de casa. Tuvieron una discusión muy fuerte. Él le exigía compromiso, dedicación, claridad de ideas. No necesitaba esforzarse para visualizar perfectamente la conversación: la biblioteca iluminada por la brillante luz de una mañana de verano, las ventanas abiertas, el olor a azahar que venía de los campos, el mar al fondo si miraba hacia el horizonte. Y a su espalda, la voz seria de su padre, como siempre, pero al mismo tiempo triste, lo cual era mucho más inusual.

«La Luz y la Oscuridad no admiten término medio —le dijo—, y tú te empeñas en andar siempre en la sombra. Debes decidir. ¿O es eso lo que quieres ser toda tu vida? ¿Una sombra? Una sombra no es nada».

Él no contestó. No tenía respuestas. Sólo quería irse, y fue lo que hizo. Y fue una sombra. Y fue Sombra. Sin implicarse del todo, sin huir del todo. Se había tatuado «Ni esperanza, ni miedo» intentando convencerse de que su visión del mundo era la valiente, la adecuada, sin juzgar ni decantarse. Pero no era así. Lo sabía perfectamente. Allí estaba, bebiendo té mientras la ciudad se hacía pedazos, pero no porque no quisiese huir, sino porque no se atrevía a ir a por la mujer a la que quería salvar. Y el ser consciente de ello no lograba cambiar su decisión, o mejor dicho, su «no-decisión». Cogió una rebanada de pan y lanzó un suspiro de resignación. Se había olvidado la mantequilla. Grandes problemas, grandes soluciones. Cogió el athame, y con el cuchillo ritual cortó una puerta en la esfera de protección y salió fuera del pentáculo.

En cuanto puso un pie en el exterior, percibió la ola de emociones que asolaba la ciudad. Golpearon contra las protecciones entretejidas en el pentáculo que llevaba colgado al cuello y resbalaron a su alrededor, pero le dejaron un regusto amargo en la boca. Sabor a odio. Sabor a violencia. De dos pasos silenciosos llegó hasta la nevera y, además de la mantequilla, cogió algo de fiambre, unos yogures y media tableta de chocolate. También aprovechó para aliviar la vejiga en el fregadero. No se atrevía a ir hasta el baño. Mientras lo hacía, lanzó miradas alternativas al chorro y al exterior. No quería que alguien saltase a por él a través de la ventana, pero tampoco quería mearse sobre la encimera. No había casi nadie a la vista. Un chico estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una farola, y se mecía adelante y atrás, sin prestar atención a nada de su alrededor. Parecía que tenía sangre en las manos. Oyó el rugido de una moto a todo gas, y unos instantes después cruzó frente a él una chopper a toda velocidad, con una incongruente gorda sobre ella. Le dio la impresión de que tenía los pechos al aire, y un perro o algo así entre ellos. Sombra no trató de buscarle sentido. Sacudió las últimas gotas de orina, se lavó las manos y regresó con los alimentos al círculo de protección. Una vez dentro, volvió a tomar el athame y cerró la puerta, sellando nuevamente la esfera.

Cuando se sentó, no pudo evitar mirar la mochila. No la había traído para huir. Estaba bastante seguro de la solidez de sus protecciones, dentro de lo razonable. No eran una muralla. Toda muralla puede ser asaltada o derribada. Eran más bien una capa de invisibilidad. Nadie iba a mirar en esa dirección, porque no había nada que mirar. La mochila era para ir a buscar a Olena. Si se decidía. Maldita sea. Cuando se decidiese. Untó la rebanada de pan con mantequilla y le puso unas rodajas de chorizo encima, pero la dejó sobre el plato sin pegarle un mordisco. El estómago se le había cerrado completamente. Fuera, volvió a oír el estruendo de la motocicleta, y alguien gritó no demasiado lejos. Saldría. Pero todavía no. Bebió un sorbo de té y se obligó a masticar el pan. Sabía bien.

4

De repente, todo se había descontrolado. El rodaje había empezado a ir raro, pero Mark había visto cosas más raras. Por algo era una de las figuras más solicitadas en el porno BDSM. Debió haberse largado cuando la pelirroja (¿June? ¿Ana?) comenzó a mordisquear las cuerdas del amarre. Pero ella insistía en que estaba bien, no dijo la palabra de seguridad, y sólo habían alquilado el piso para seis horas. Así que se quedó, y cuando le mordió el pecho a Divine, nadie supo qué hacer. Morder, joder. Le había arrancado medio pezón del primer mordisco. El resto del siguiente. Y aun así Divine no se alejó. Siguió sobre ella, cabalgándola con la misma intensidad, con esa mirada perdida que tenía desde que llegó. Nadie podía culparle por haberse encerrado en el lavabo del dormitorio principal, teniendo en cuenta que Lluis, el cámara, había vomitado en el suelo y había comenzado a revolcarse en él lloriqueando incoherencias. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Media hora? ¿Una hora? No tenía ni idea. Se había quitado el reloj, porque había escenas de sexo manual, y se le había quedado en el dormitorio, con la camisa. Con la camisa, la cartera, el teléfono. Pegó el oído a la puerta y no oyó nada, pero aun así no se atrevió a abrir. Tras unos segundos, volvió a la ventana. Fuera, las calles parecían algo más tranquilas, pero por lo que había podido intuir desde la altura del piso doce, también allí se habían vuelto locos.

De todos modos, lo que realmente más le inquietaba no era que todos hubiesen perdido la cabeza. Se miró en el espejo, y vio su rostro serio y firme. La barba gris muy recortada, igual que el escaso pelo que le quedaba, también gris. Los músculos marcados del pecho y los brazos, que envidiarían muchos con la mitad de su edad. Miró el reflejo de sus ojos, azules y vivos, pero rodeados de las arrugas que correspondían a sus cuarenta y ocho años.

—Lo que te preocupa realmente, viejo cabronazo —dijo, y trató de sonreír al espejo, pero no lo consiguió—, es por qué tú sigues cuerdo.