7. Las puertas
En algún lugar, alguien había cerrado una puerta. Y le habían dejado fuera. Sombra era incapaz de concretar más la sensación, pero era enormemente intensa y urgente. Como si estuviese oyendo el pitido cada vez más agudo de una bomba cayendo sobre su cabeza desde una altura gigantesca, y no supiese en qué dirección correr para salvarse. No era el único que lo había notado. Frente a él, Ivo Lain se levantó como impulsado por un resorte, con la mirada clavada en el exterior. En realidad su expresión no cambió, seguía siendo la misma máscara de plata, pero era como si se hubiese rodeado de una urgencia que no tenía antes. Sin decir una palabra, se puso en pie, cruzó en tres zancadas el espacio que le separaba de la puerta y salió a la calle sin molestarse en cerrar. Por la ventana de la zona de la casa que él consideraba sin lugar a dudas la cocina, Sombra pudo ver que Ivo avanzaba sin dudarlo a través de la multitud y desaparecía rápidamente de la vista. Una multitud bastante parecida a la de unos segundos antes, por cierto. Al parecer, el eco atronador de las puertas al cerrarse no había sido tan atronador como cabía esperar. Sin tener claro por qué, eso le molestó. En algún lugar, algo había empezado a venirse abajo, y dentro de nada estaría desplomándose sobre ellos, pero la masa del otro lado de la ventana no se podía permitir olvidarse un momento de ir al banco ni de comprar lechugas y abrir los ojos por una vez en su vida. Un insistente carraspeo le devolvió a la realidad de su cocina, donde la vidente permanecía sentada frente a él.
—Creo que yo también me iré —dijo Hisako.
—¿Quiere que la acompañe al metro, Hisakosan? —se ofreció Sombra sin ninguna gana de hacerlo.
—No es necesario, Irlandés —repuso la anciana—. Me has sido de gran ayuda hoy, y no lo olvidaré.
Eso era mucho decir, para el tremendamente cuidadoso modo de hablar de Hisako, y Sombra se sorprendió realmente al oírla. Sin decir más, la vidente avanzó sin dudar hasta la puerta y extendió su bastón blanco.
—Espero que nos volvamos a ver —dijo justo cuando comenzaba a bajar los tres escalones que conducían a la calle, pero el tono dejaba completamente claro que en realidad lo que creía es que no volverían a verse. Y la ominosa premonición de la última frase de Hisako en realidad tranquilizó un poco a Sombra.
Si él no era el único que llevaba días viendo venir lo que quisiera que se cernía sobre ellos, entonces probablemente alguien estuviese haciendo algo. Lo cual le daba el completo derecho a atrincherarse en casa y esperar a que pasase la tormenta con la conciencia tranquila. Pero primero necesitaba provisiones.
Rápidamente echó un vistazo al armario junto al fregadero que le servía de alacena, y estudió el irregular contenido de la nevera. Un poco de esto, un poco de aquello. Cogió la mochila, metió un par de bolsas reutilizables y se dispuso a salir, pero en el último momento su mirada se detuvo de nuevo en el envoltorio del tarot. Dudó con el pomo en la mano. Si tan sólo lograse saber algo más de las puertas. Un dónde. Un porqué. Un para qué. Suspirando, dejó la mochila en el suelo y extendió el tapete. «Qué demonios —se dijo—, cuando la ciudad está en llamas no vas a ponerte nervioso porque no te da tiempo a preparar el almuerzo». Así que dejó el mazo sobre la tela y se preparó otro té, con la esperanza de poder terminar lo que había empezado antes de la esperada visita.
Una vez que el agua estuvo en la taza, con su bolsita flotando en el interior, Sombra regresó a la mesa y empezó a barajar. El problema básico era qué preguntar. El tarot, o por lo menos su tarot, no era demasiado útil para cosas muy concretas ni muy alejadas. Eso sí, era un consejero despiadadamente sincero cuando se trataba de decirle que la iba a cagar. Preguntar qué iba a suceder era demasiado amplio. Qué eran las puertas o dónde estaban, demasiado concreto. Tomó un sorbo de té y se quemó, luego siguió barajando un rato más. Lo lógico sería preguntar por qué habían cerrado las puertas, o para qué. Esbozó en su mente ambas preguntas y dejó que la energía fluyese a través de sus brazos y de sus manos hasta el mazo. Un poco más. Dejó las cartas sobre la mesa, cortó y fue dando la vuelta a las cinco primeras. La Emperatriz, la Justicia, la Rueda, el Diablo, el Juicio. Las cartas eran tremendamente claras. En este momento (la Rueda) estaba pasando lo que tenía que pasar, y todo avanzaba hacia la diosa Saga, representada en la carta de la Emperatriz. Sombra notaba que esta vez tenía que atender más al concepto que al significado. Le estaban contando una historia. Alguien iba a hacer justicia para devolver a su lugar a la Emperatriz, y mientras tanto alguien, ese dios Hödr ciego y engañado de la carta del Diablo, iba a provocar la llegada del Ragnarök, el cambio y la renovación de todo, positivo quizás. Para los que sobreviviesen.
Sombra cogió la taza de té y dio otro par de sorbos mirando las cartas que tenía extendidas sobre la tela. Ya sabía el argumento. El problema era que desconocía quiénes eran los actores. ¿Acababa de darle un arma mortal al paladín de la Emperatriz? ¿O estaba ayudando a aquel que buscaba traer la destrucción y el cambio? Sea como fuere, se dijo pragmáticamente, ya no era su problema, no si podía evitarlo. Las puertas se habían cerrado, fuese donde fuese. Y él iba a salir a comprar, y después a cerrar la suya a conciencia hasta que el mundo se fuese a la mierda o volviese a la normalidad.
—Así soy yo —se dijo en voz alta cuando al dejar la taza en el fregadero vio su reflejo en el cristal de la ventana. Después cogió la mochila y salió rápidamente, cerciorándose de que cerraba la puerta con llave.
2
Sentada en el vagón de metro que la devolvía a su casa, Hisako trató de comprender lo que había sucedido, o mejor dicho, lo que estaba sucediendo a su alrededor. El Cazador se había marchado y ya estaba más allá del alcance de su percepción, pero había forjado el trato, y eso era lo importante. A partir de ahí, las líneas del destino se volvían difusas. En realidad, nunca había sabido con certeza lo que iba a suceder, sólo tuvo claro los pasos necesarios para salvar a Sakurachan. Y los había dado todos y cada uno, a pesar del dolor que eso les había causado a ambas, y la herida física y emocional que ya las separaría para siempre. Hisako sabía que con el tiempo la muchacha lo entendería, e incluso se lo agradecería, pero con cada segundo que pasaba estaba más segura de que no llegaría a vivir ese momento. El pacto se había sellado, y Sakurachan estaba a salvo, pero nada ni nadie más lo estaba.
Dejándose acunar por el vaivén del tren, se sumergió en las vibraciones, en las ondas, tratando de escudriñar a través de ese rítmico movimiento los hilos que el destino tendía ante ella, pero sólo encontró una maraña confusa, un nudo cruelmente enredado a partir del cual era imposible continuar. Era cierto que sin las herramientas adecuadas el destino siempre era ambiguo o difuso, pero su visión nunca le había fallado tan completa y absolutamente. Ni cuando era una adolescente hambrienta y perdida en las calles de Hiroshima. Ni cuando sacrificó sus ojos para salvar a su nieta. Era un don que la había acompañado desde que tenía memoria, y eso era mucho tiempo. Así que, pensó con resignación, si ahora no era capaz de percibir el futuro, era porque no le quedaba ningún futuro. ¿Horas? ¿Días, en el mejor de los casos? Hisako no creía que resistiese tanto. De modo que tenía que aprovechar cada minuto de los que le quedaban. Tenía mucho que enseñarle a Sakura en las siguientes horas.
Con un chirrido, el metro se detuvo en su estación y la vidente bajó con seguridad. Sólo al poner el pie en el andén y cambiar el continuo vaivén por la solidez del suelo lo sintió. Quizás había estado demasiado preocupada por la inminencia de su propia muerte. Quizás hasta ahora había sido demasiado sutil. Pero ahí estaba. Creciendo suavemente. Algo había pasado y ahora el mundo estaba comenzando a inundarse, de un modo lento y continuo. Notaba la marea lamiéndole los dedos de los pies, suave y persistente, e indudablemente creciendo. Lenta, muy lentamente, pero creciendo. Y cuando alcanzase la altura suficiente, los ahogaría a todos, los llenaría con su oscuridad, y los haría suyos. Sintiendo que las fuerzas la abandonaban, se arrodilló muy despacio, sosteniéndose a medias con el bastón para no caer, y rozó con los dedos la invisible sábana que cubría el suelo. La notó cálida y espesa. Se la acercó a la nariz. La saboreó con la punta de la lengua. Olía a sexo y a violencia. Sabía a miedo y a muerte. Probó un poco más y notó que la energía penetraba a través de su garganta y descendía abrasando sus pulmones, su estómago. Su corazón se aceleró, golpeando con fuerza a través de su pecho. Los oídos comenzaron a pitarle, se tambaleó y le pareció sentir que unas manos la agarraban para que no cayese. Pero no hacía falta. Igual que habían llegado, las sensaciones desaparecieron. Hisako se irguió con facilidad, apartando bruscamente a la solícita mujer que había acudido en su auxilio. No la necesitaba. Ya no. Recorrió con la lengua el resto de la energía que quedaba en sus labios y un escalofrío de intensidad le recorrió la espalda. Nada había podido con ella. Nadie. Y ahora tenía la certeza de que eso no iba a cambiar. Con paso firme y una fría sonrisa en el rostro, se dirigió hacia la escalera que conducía a la calle. Sakura tenía mucho que aprender y no había tiempo para estupideces. De hecho, nunca lo había habido, y ya era hora de que lo comprendiera.
3
Ivo quería correr. Se lo pedía cada partícula de su cuerpo. Se lo gritaba cada fragmento de su alma. Se lo exigía silenciosamente cada segundo que perdía caminando. Pero no podía hacerlo. Con lo que le había dicho el Irlandés estaba claro que la policía le estaría buscando por todas partes, y si su rostro era de dominio público lo que menos le convenía era atravesar a la carrera una calle llena de gente. Pero quería correr. Correr sin parar, correr infatigablemente hasta alcanzar a su objetivo. Y destruirlo sin piedad alguna. Para eso había venido. Por eso era el Cazador. Siguió caminando.
Había perdido un tiempo precioso, ahora no tenía ninguna duda de ello. Las Puertas se habían cerrado y él había quedado fuera, aislado de su hogar. Cierto que seguía sin saber cuál era ese hogar, ni dónde se encontraban esas Puertas (la grande, de piedra negra; las dos pequeñas, de piedra blanca), pero la certeza de la separación era desoladora. Probablemente así debió de sentirse el ángel Lucifer al ser arrojado desde su hogar, pensó. Aunque albergaba un fragmento de esperanza, porque del mismo modo que era consciente de que las Puertas se habían cerrado, sabía que no había sido por sus acciones. Algo había sucedido allí (dondequiera que fuese allí) y habían tenido que cerrarlas. Todavía podía cumplir su misión y hacer que volvieran a abrirlas. Si tan sólo comprendiese cuál era su misión…
Ivo contempló la masa de gente que entraba y salía de la boca de metro hasta la que había llegado. No tenía muchas opciones. De hecho, sólo le quedaba una. Había acudido a la vidente y había obtenido un cuchillo de hierro, que sentía helado y sólido en la cintura del pantalón. Pero no le había acercado en absoluto a su presa. Así que la única otra vía era regresar a la azotea y a su inquilino, o a sus amos, y obtener la información que necesitaba. Aunque eso significase volver a la zona donde había tenido los primeros encontronazos con la policía. Ivo sonrió sin hacerlo. Él era el Cazador. Ellos eran los que debían tener miedo. Todo lo que necesitaba era una distracción, y luego moverse con rapidez y en silencio. No había tiempo para esperar a la noche, así que cuanto más visible, mejor. Lentamente le dio la espalda a la boca de metro y escrutó los alrededores. El modo más rápido de atraer la atención del pastor era creando el pánico entre el rebaño, y el modo más sencillo de generar ese pánico era poniendo en peligro a sus cachorros. Un pequeño restaurante. No. Una tienda de embutidos. No. Observó un autobús escolar que se detenía para recoger a un grupo de tres jóvenes, con sus mochilas. Y corrió. Esquivó fácilmente a un ejecutivo gordo que avanzaba concentrado en su teléfono, saltó sobre un carrito de la compra que su dueña había dejado en mitad de la calle mientras hablaba con una conocida. Empujó hacia un lado a un joven que salió repentinamente de un portal, derribándolo sobre otro transeúnte. Y de un último salto se situó en el escalón inferior de la puerta del autobús. Los rostros desconcertados del conductor y de la monitora le observaron sin saber qué hacer. Ivo no les dio tiempo a reaccionar. Subió los dos escalones que le faltaban y con una mano agarró a la monitora del cuello de la camisa, arrojándola fácilmente sobre la acera. Después se volvió hacia el conductor.
—Arranque. —El conductor contempló la máscara helada del Cazador. Y arrancó—. Vaya al centro comercial más cercano. Deprisa.
Ivo pronunció estas últimas palabras con la fuerza suficiente como para que la aturdida monitora las oyese desde el suelo. Después, las puertas se cerraron y los niños empezaron a gritar. A Ivo no le importó. Unos treinta chicos entre doce y dieciséis años. El autobús medio lleno. Y bajo el control de un psicópata peligroso fugado. Más que suficiente para atraer toda la atención requerida. Sólo necesitaba un último toque.
—Coja la radio, el móvil o lo que use —le dijo al conductor, un cincuentón de aspecto cansado que casi no se atrevía a mirarle—, y hable con sus jefes. Dígales que Ivo Lain tiene el autobús, y que mataré a todos los chicos uno a uno, y con mis propias manos, si alguien trata de detenernos. Ahora.
La dilatación de las pupilas del conductor le reveló a Ivo que ya no tenía ninguna duda de quién era el asaltante, si es que antes no la tuvo. El señuelo ya había sido lanzado. Sólo tenía que ser lo suficientemente rápido como para escapar antes de que las mandíbulas se cerrasen sobre él. Mientras el conductor hablaba entre tartamudeos a través de un teléfono móvil y trataba de mantener el autobús en movimiento entre el espeso tráfico de la mañana, Ivo dio un par de pasos entre las filas de asientos. A su paso, adolescentes se encogían contra las ventanas. Algunos lloraban, otros murmuraban, otros se concentraban en mirar hacia otro lado. Con una excepción. Más o menos a mitad del autobús, un chico de unos trece años le observaba atentamente. No era miedo lo que había en su rostro, tampoco curiosidad. Era una extraña cualidad de… desesperanza. Como si comprendiese que había cosas inevitables en la vida, inevitables y terribles, y que algunas le iban a suceder a él. Ivo no se tomó la molestia de corregirle. Todo dependía de la velocidad.
Pocos minutos después, cuando los gritos se habían reducido a gimoteos y conversaciones susurradas, el sudoroso y congestionado conductor le indicó el gigantesco cartel luminoso que indicaba el centro comercial.
—Meta el autobús en el aparcamiento —ordenó Ivo.
El conductor le observó con pánico.
—Es un aparcamiento subterráneo —dijo—. El autobús no cabe.
—Pues estréllelo contra la entrada.
El conductor no replicó. Tragó saliva y cogió el micrófono para rogar a los chicos que se pusieran el cinturón de seguridad y se prepararan para un choque. Ivo permaneció de pie, atento. Lentamente, el autobús giró para separarse de la calle principal y enfilar la entrada del aparcamiento. El conductor le observó de reojo, pero Ivo no dijo nada, así que redujo la velocidad un poco más con cada metro que recorrían hacia la valla de advertencia que indicaba la altura máxima. El autobús chocó contra ella con un chirrido de metal, mientras el conductor prácticamente detenía el vehículo.
—Le dije que no cabía —advirtió con temor.
—Siga —dijo Ivo.
Muy despacio, el autobús continuó avanzando, con un chirrido escalofriante de metal contra metal. Los chavales más pequeños empezaron a chillar de nuevo. La parte superior del frontal del autobús comenzó a combarse. El cristal del parabrisas se agrietó en miles de pedazos, pero permaneció en su sitio.
—Siga —insistió Ivo.
La valla cedió y, libre de los pernos que la sujetaban al suelo, permitió al autobús avanzar un poco más, hacia la viga de hormigón que sostenía el techo del aparcamiento y que no tenía intención de ceder.
—Por favor —suplicó el conductor.
—Sólo tiene que incrustar el autobús en la entrada, y esto habrá acabado.
El conductor sollozó y pisó el acelerador lo mínimo. Fue una colisión a cámara lenta, pero una colisión en toda regla. Cuando el hormigón derribó la parte superior del cristal, Ivo lo empujó con fuerza con la pierna, desencajándolo de un golpe y despejando el camino para saltar a través del parabrisas hasta el suelo del aparcamiento. Y empezó a correr. Corrió con todas sus fuerzas, apenas una sombra borrosa que pasaba junto a las escasas personas que había en el sótano. En unos segundos ya tenía a la vista la salida del otro lado, y empezaba a acercarse gente para ver el caos que había dejado a sus espaldas. Cincuenta metros. Ivo vio a un hombre de unos veinticinco años, vestido con unos vaqueros y una sudadera con capucha, apoyado descuidadamente en la pared junto a la entrada, pero observando hacia el interior. No esperaba menos. Aceleró aún más. Cuarenta metros. Sólo entonces el policía de paisano le vio. Treinta metros. Lentamente, o al menos lentamente desde la perspectiva de Ivo, se llevó la mano a la parte baja de la espalda, donde debía de tener oculta la pistola. Veinte metros. El arma trazó un lento arco desde la espalda, tratando de alinear el cañón con el borrón que se abalanzaba sobre el policía. Diez metros. Ivo saltó. No fue una trayectoria directa, sino que saltó ligeramente en diagonal, para tomar impulso adicional en la pared en mitad del vuelo y, a continuación, precipitarse directamente sobre su víctima, con los brazos por delante. Su codo golpeó en giro con toda la fuerza del impulso, impactando contra la mandíbula del policía. El hueso crujió, la cabeza giró y el cuerpo cayó sin resistencia al suelo, con Ivo encima de él, en cuclillas. Justo en el exterior, otro policía de paisano acababa de volverse hacia el interior, justo a tiempo para ver lo sucedido. Veinte metros. Ivo saltó desde la posición en cuclillas, rodando hacia la derecha y volviendo a quedar agazapado. Diez metros. El otro policía comenzó a sacar su arma. De nuevo saltó rodando en sentido opuesto, de modo que acabó en la misma puerta del aparcamiento, él en un extremo y el policía en el otro, a unos cinco metros de distancia. Inició el salto final. Pero sólo lo inició. Al ver que comenzaba a incorporarse, su presa, pensando que iba a saltar de nuevo, levantó el arma y disparó instintivamente al aire. Cuando fue consciente de su error, Ivo ya había rodado hasta sus pies y se incorporó aprovechando la potencia del giro para lanzar su codo contra la base de la mandíbula del policía, que voló por los aires hasta chocar contra la pared y caer inconsciente al suelo. La pistola resbaló de su mano, y durante un instante Ivo la observó con desprecio. Después salió a la calle andando con total tranquilidad. Miró a los dos lados, y a la derecha, a unos veinte metros, localizó la boca de metro más cercana. En total había tardado menos de un minuto en estar bajo tierra, y cuando las sirenas comenzaron a acercarse, su tren ya se alejaba en dirección a la periferia.
4
La azotea seguía igual de mugrienta cuando Frank R. Schiolla regresó, sólo que como él estaba mucho más asqueroso, no le molestó tanto. Había sido un calvario regresar en metro, entre las miradas de asco y los insultos y las amenazas directas para que se alejase, pero ya estaba de nuevo allí. Hogar, dulce hogar. Y a partir de ese momento todo iba a ir mejor. Vio que una paloma estúpida estaba picoteando restos de comida, y con una decisión que le sorprendió a él mismo, la cogió por el cuello, apretando con fuerza mientras invocaba los dones de los Arcontes. Le giró el cuello y le arrancó la cabeza mientras seguía recitando, y vertió la sangre caliente y vital sobre el suelo, trazando un complejo diseño al tiempo que visualizaba con claridad su deseo. Todo era más fácil ahora. Ya había hablado con los jefes. Ya sabía cómo tenía que tratar con ellos. Volvió a salir del tejado, con la certeza de que un piso más abajo habría una puerta abierta y una ducha caliente para él.
Algo más de treinta minutos después, regresó a la azotea duchado y afeitado, con ropa limpia, y comiendo un tazón de cereales de chocolate. Siempre le habían gustado los cereales. Le parecía una forma rápida y segura de tomar un desayuno completo, si es que las cajas decían la verdad, lo cual era poco probable. Tomó otra cucharada y sonrió ante el incongruente aspecto que debía de tener, desayunando escalera arriba con un impecable traje de Emidio Tucci. Él se habría contentado con un chándal limpio más o menos de su talla, pero estaba claro que ahora iba a ser el amo del mundo, y sus amos querían que vistiese en consonancia, porque su misterioso benefactor de dos pisos más abajo, además de dejarse la llave bajo la alfombrilla, tenía su misma talla y un gusto exquisito para la ropa.
Cuando llegó finalmente a la azotea, se recostó en la barandilla para terminar el desayuno tardío contemplando la ciudad. Se preguntaba cuándo vendría el engendro ese, el Cazador. Supuso que pronto. La verdad es que había notado algo raro en la ducha, pero como estaba masturbándose, tampoco tenía muy claro qué había sido. No es que fuese un lumbreras en la percepción sobrenatural. Más bien era un tipo que sabía leer las instrucciones, se dijo, dedicándose su mejor sonrisa falsa de triunfador. En el fondo era totalmente consciente de que seguía siendo el mismo perdedor de siempre, y si no se cagaba de miedo encima ante la idea de ser el mediador entre esa cosa y los Arcontes era porque ya lo había hecho hacía un rato. Lo cual, por cierto, le había abierto el apetito. Así que apuró la última cucharada y esperó.